miércoles, 29 de diciembre de 2021

El rearme del humanismo, por Rafael Argullol

En el siglo XV, ya en pleno Renacimiento, Giovanni Pico della Mirandola escribe el que para mí es el principal texto humanista que se ha escrito jamás: La oración por la dignidad del hombre. Creo también que es el texto más optimista que se ha escrito sobre la libertad humana. Allí Yahvé le dice a Adán: “La naturaleza limitada de las otras criaturas está contenida en leyes prescritas por mí. Tú, en cambio, te las determinarás, no constreñido por ninguna barrera, sino según tu arbitrio, a cuyo poder te confío. Te he puesto en el centro del mundo para que desde allí puedas dilucidar todo aquello que hay en el mundo”. Este radical antropocentrismo y esta insólita confianza en la libertad humana —en parte griega, en parte cristiana— representa la corriente más luminosa del humanismo renacentista, y Shakespeare la adoptará amplia y magistralmente en ese hombre que es eslabón central de la gran cadena del ser. No obstante, la propia revolución científica del Renacimiento, sobre todo la astronómica, que conlleva el fin del geocentrismo y abre la puerta a la visión de un universo ilimitado, destruye rotundamente la centralidad física del hombre en el cosmos. No podía dejar de ser traumático el proceso hacia tal toma de conciencia, por eso los grandes pensadores europeos maniobraron con cautela. Los cristianos, como Pascal, recordaron que la única centralidad del hombre es la consecuencia de su amorosa pertenencia a Dios. Descartes, en un gran salto mortal, lo sitúa todo en el terreno del pensamiento, “pienso, luego existo”, porque pensar sitúa en la centralidad al ser humano. La utopía renacentista, convertida en ideología por el pensamiento ilustrado y por su contrapunto, el pensamiento romántico, desata la última y más turbulenta etapa del antropocentrismo europeo. En ella el hombre ya no es considerado únicamente el centro del mundo, sino también el dueño del mundo, es decir, el dueño de la Tierra, donde construirá su paraíso. Y ese paraíso construido, sea a través de la revolución política y social, sea a través de la técnica, es uno de los ejes centrales del último antropocentrismo que, a la vez, la violencia del siglo XX transformó en un central espacio infernal que amenazaba con la autodestrucción de la humanidad. A principios del siglo XXI, la cultura humanística, tras tensionarse hasta límites insoportables, apenas se hace sostenible o, dicho más crudamente, apenas se hace aceptable. Como dueño de la Tierra, o si se quiere, en la encarnación del gran deseo ilustrado, como dueño de la existencia, el ser humano es el gran constructor. De ahí que ningún mito como el mito prometeico represente tan adecuadamente los esfuerzos e ilusiones de la modernidad. No obstante, también en su autocalificada condición de dueño de la existencia, ninguna tiniebla es más persistente que la tiniebla mefistofélica. Si en el siglo XIX Prometeo se mira orgulloso y esperanzadoramente en el espejo, en el siglo XX es Mefistófeles, con su tiniebla, quien aparece en la imagen. Y desde finales del XX, pero sobre todo desde principios del siglo XXI, las interrogaciones acerca de la función destructiva del hombre no han hecho sino aumentar. El antropocentrismo depredador de considerarse el dueño de la existencia, acompañado por el uso a gran escala de la tecnología, ha llevado a una exterminación muy considerable no solo del entorno natural, sino del propio entorno humano, porque ese dueño de la Tierra se ha convertido en una amenaza, para los suyos y para todo. Por muy heredero que sea del esplendor prometeico, el siglo XX lo convirtió en depredador planetario. Ante tal evidencia, se hace urgente pensar en la posibilidad de rearme del humanismo. Aunque con ciertas continuidades con los viejos humanismos, ese humanismo nuevo, apropiado a nuestra época, tiene que ser diferente a todos ellos. Ya no puede identificarse con un rígido antropocentrismo, y aún menos con el que modernamente ha derivado en poseedor de la Tierra. Todo lo contrario: el humanismo en el futuro debería fundamentarse en la renuncia a la exclusividad y construir su edificio sobre la convicción de una existencia compartida. Esa es la piedra angular para rearmar un humanismo que sepa recoger las grandezas y miserias contemporáneas. Lo otro no puede seguir siendo naturaleza inanimada mientras el ánima sigue siendo en exclusiva humana. La mayor libertad que Pico della Mirandola le otorgaba al hombre tiene que traducirse en una responsabilidad mayor basada en la convivencia. Desde esa convicción, el ser humano no podría considerarse el dueño de la Tierra, sino su principal servidor. El paso siguiente en ese proceso de rearme del humanismo es la complicidad con las existencias del mundo, que debe aplicarse, en primer lugar y de manera universal, a la propia especie sin ninguna distinción de sexo, raza o procedencia. No obstante, el mayor combate en la construcción del nuevo humanismo es la lucha por alcanzar la complicidad de los sentimientos, alcanzar la compasión. De ello hay ya referencias maravillosamente sólidas en el pasado: la sofrosine frente a la hybris en la tragedia griega; los sermones de Buda en el río Ganges; la insuperable síntesis de amor del Sermón de la Montaña; las palabras de Francisco de Asís, y más cercanos, las de Mahatma Gandhi en la Conferencia de Londres. Es cierto que esas formas de la compasión fueron anteriores a Auschwitz, Hiroshima y la depredación planetaria, y que esos acontecimientos marcaron a hierro candente las posibilidades de un humanismo futuro. Por eso la idea de compasión debe ser más amplia, más flexible, más audaz. Debe ir más allá de la compasión del ser humano por el ser humano, condición imprescindible para ejercer cualquier otra compasión. Debemos compadecernos de y con los animales, los vegetales, la Tierra y del cosmos. Es fácil decirlo y difícil hacerlo porque la vida es violenta, pero es nuestra obligación que la violencia de la vida no degenere en brutalidad y crueldad, en la sórdida idolatría de un ser, el humano, que se cree dueño de la existencia. Y lo mismo ocurre con la crueldad y brutalidad contra la Tierra, que en lugar de ser compartida por todas las vidas, es motivo de pillaje y saqueo por parte de la única criatura que se mueve por la obsesión de la codicia y de la avaricia. El desconcierto que se constata en la cultura contemporánea no es sino el reflejo del declive del viejo humanismo en la sociedad. La cultura es como un gigante cojo, con la pierna científica y tecnológica muy alargada, y con la pierna espiritual y moral mucho más corta. No obstante, si el porvenir cultural occidental quiere revitalizarse, tiene que lanzarse decididamente por el sendero del nuevo humanismo. Cabe, entonces, reivindicar un renovado auge de los estudios de las humanidades, desde luego no encerrados en la mirada nostálgica sino abiertos a las transformaciones radicales que han modificado el estatuto del ser humano en el mundo. Pero esa renovada cultura humanística debe apoyarse en la exploración del conocimiento, la libertad crítica y la compasión. Quizá mayoritariamente se esté de acuerdo en los dos primeros pilares y puede parecer extraño la inclusión del tercero. Sin embargo, aceptada en términos universales, la compasión es la mayor revolución que puede emprender el ser humano del presente.

sábado, 25 de diciembre de 2021

El negacionismo educativo, por Juan Ignacio Pozo

Estamos asistiendo, entre tanta turbulencia, al triunfo del conocimiento. En pocos meses se han diseñado distintas vacunas que permiten atisbar un control de la pandemia. Incluso ante fenómenos naturales incontrolables, como la erupción de un volcán, se ha podido predecir lo que iba a ocurrir, paliando así los daños. También hay ya abundantes conocimientos para combatir la crisis climática o las crecientes desigualdades sociales, aunque falte voluntad política para aplicarlos. Parece cumplirse en parte el sueño ilustrado según el cual el conocimiento nos hará mejores como personas y como sociedad. Sin embargo, en estos últimos tiempos, junto al conocimiento ha crecido también su antítesis, el negacionismo. Están resurgiendo las creencias antivacunas, la negación o relativización de la crisis climática, incluso el negacionismo histórico o social (desde la toma del Capitolio a la polémica sobre el indigenismo). La mejor vacuna contra estos negacionismos es, sin duda, la escuela, en sentido amplio, esa institución que distribuye socialmente el conocimiento para lograr el sueño ilustrado. Y así hacernos mejores. Pero tampoco aquí estamos libres de pecado, porque, cómo no, también hay un negacionismo educativo, que se opone al saber científico para mejorar la educación, reclamando, en su lugar, una vuelta al pasado. Todos los discursos negacionistas comparten el rechazo a nuevas ideas que contradicen los hábitos y saberes establecidos. Ante los problemas complejos, se refugian en soluciones simples, definitivas, de sentido común, rechazando las respuestas provisionales, inciertas y complejas que ofrece la ciencia. En el caso de la educación, instituciones tan poco revolucionarias como la OCDE o el Banco Mundial vienen alertando de que no responde ya a las necesidades de las sociedades complejas. Frente a una enseñanza dirigida aun hoy a acumular conocimientos —basta con recordar la famosa EVAU, que casi ningún ciudadano ilustrado, que no sea estudiante de 2º de Bachillerato, aprobaría— se propone que los futuros ciudadanos deben aprender a usar los conocimientos de forma flexible en una sociedad en continuo cambio. En vez de enseñarles directamente lo que necesitarán saber dentro de unos años debemos enseñarles a aprender y a analizar críticamente el conocimiento para poder transformarlo. Algunas de estas ideas subyacen a los desarrollos curriculares de la Lomloe, que en estos últimos meses están saliendo a la luz. Estas propuestas deben ser discutidas y criticadas desde el conocimiento científico y profesional proporcionado por la investigación educativa. Pero la respuesta que reciben, tanto en redes y grupos sociales como en algunos medios de comunicación, es otra. Es la respuesta del negacionismo educativo, que reclama una vuelta al pasado y al sentido común, buscando, aquí también, soluciones simples para los complejos problemas educativos. Políticos interesados, comunicadores, e incluso profesionales de la educación o académicos —y bastantes madres y padres— defienden una vuelta a la educación tradicional, de la que, por cierto, nunca nos hemos ido, ya que nuestras aulas apenas han cambiado en las últimas décadas en comparación con la sociedad para la que se forman. Así, se reclama volver a la cultura del esfuerzo para recuperar la motivación perdida, cuando la investigación ha mostrado que motivar es algo más complejo. Exigir más no necesariamente aumenta el esfuerzo, incluso cuando no es recompensado puede disminuirlo. Se defiende mantener de forma rígida, inflexible, los contenidos tradicionales —a ser posible los de toda la vida—, en vez de formar en competencias, algo en lo que la OCDE, con su proyecto PISA, viene insistiendo desde hace tiempo. Se reivindica el valor de la memoria como almacén del saber, cuando la investigación psicológica muestra que conocer no es tanto acumular conocimientos como ser capaces de usarlos y transformar lo aprendido. Podría seguir con otros tantos ejemplos (el rechazo al aprendizaje cooperativo, la defensa de la repetición, la reivindicación de la autoridad tradicional del docente…), que reflejan viejas creencias, que algún día sirvieron para los fines de la educación y que, por tanto, son compartidas por muchos docentes, madres y padres, porque así fue como ellos aprendieron o han enseñado. Pero son creencias insostenibles hoy, no por motivos ideológicos, sino científicos. La investigación ha mostrado, en contra de las creencias más arraigadas, incluso entre los propios docentes, que así no se logran los aprendizajes que nuestra sociedad demanda. Es preciso por tanto promover un debate social sobre la educación que queremos y necesitamos, pero basado en el conocimiento científico, en datos y no en prejuicios o en miedos. Por encima de todo, para que los cambios propuestos lleguen a las aulas y no se queden, una vez más, en el papel, se requiere impulsar una formación docente que genere ese cambio de creencias y de prácticas y que haga que los profesores dialoguen con el conocimiento científico sobre el aprendizaje y la enseñanza y no se quede en discursos teóricos, normas o retóricas bienintencionadas, pero alejadas de lo que sucede en las aulas.

sábado, 11 de diciembre de 2021

la vida en HD, por Jordi Soler

Somos la sociedad más informada de la historia de nuestra especie. Nos enteramos de todo en el acto y, sin embargo, vivimos permanentemente en la confusión, ahogados en ese torrente inagotable de imágenes y palabras que ocupa, sin tregua, las pantallas de los teléfonos y las tabletas. En el sistema de Alta Definición (HD, por sus siglas en inglés), las imágenes, como bien se sabe, tienen una resolución mayor que las de definición estándar. En una película, o serie, grabada en HD, los rostros, las manos, y también los árboles y los automóviles, se nos presentan con un detalle, un colorido y una textura que nunca encontramos en la realidad que vemos a simple vista. La realidad excesiva que aparece en la pantalla no tiene que ver con la realidad que nos rodea, que no es tan colorida ni tan brillante, tiene menos definición, es más brumosa y tiene una cantidad más modesta de píxeles. La HD nos presenta las imágenes con un preciosismo que termina enmascarando cualquier inconsistencia argumental. Lo que más abunda en Netflix son las series mal contadas, con guiones huecos o ridículos y una fotografía impecable, que ya depende más de la tecnología de la cámara que del talento del fotógrafo. La realidad exagerada, irreal, de la HD, tiene un curioso equivalente, sintomático quizá sería mejor decir, en la información que recibimos todo el tiempo en las pantallas: así como en las series vemos de más, también sabemos de más por estar permanentemente expuestos a ese torrente de información que no cesa y que nos asalta a todas horas a lo largo del día, y de la vida. ¿Qué tanto de lo que pienso, digo y hago es mío, y qué tanto es inducido por los otros? La pregunta es importante porque en el siglo XXI son los otros los que están permanentemente en la pantalla. La influencia de los otros ha sido siempre una constante; se crece siguiendo el ejemplo de los mayores, o de los coetáneos notables, y a lo largo de la vida seguimos adoptando ideas y conductas de los demás. Al final la personalidad de uno es la suma de las diversas personalidades; así ha sido desde el principio de los tiempos, crecemos imitando a los otros, o a veces en contra de ellos, lo cual es también una manera de educarse a partir de una influencia. Pero lo cierto es que nunca esta influencia había sido tan ubicua. Hoy basta con mirar la pantalla del teléfono para exponerse a una multitud de ideas y de conductas que aparecen permanentemente y de forma torrencial. La televisión nunca ha invadido con tanta saña. Antes del móvil y la tableta las personas crecían siguiendo el modelo de la gente que tenían alrededor, y si acaso el de algún personaje mediático que aparecía en la prensa o en la televisión. En cambio, los modelos que influencian al individuo del siglo XXI viven en las pantallas, los niños y los jóvenes pasan más tiempo con ellos que con las personas que los rodean; son educados por esa multitud de personajes fantasmales que pueblan sus teléfonos. El término influencer lo dice todo: un educador cuyo único talento, la mayoría de las veces, es tener miles, o millones, de educandos. La forma en la que se aprende de ellos no se puede soslayar: durante muchas horas al día, muchas más de las que invertía nadie cuando no había pantallas personales, la persona se dedica a atender lo que hacen y le dicen los demás: en lugar de vivir su vida, dedica todas esas horas a vivir la vida de los otros, con la particularidad de que hoy los otros son los mismos para todos, y con la perspectiva que nos ofrece esta particularidad: la uniformidad del pensamiento. Esquilo advertía en su tiempo, y su mensaje parece dirigido al ciudadano del siglo XXI que naufraga en la desinformación: “sabio es el que conoce lo útil, no el que conoce muchas cosas”. Hoy estamos, precisamente, en el otro extremo, estamos muy lejos de aquellos sabios; la sabiduría en nuestro tiempo es un lujo que ha sido arrasado por el exceso de información. Los griegos decían mucho con pocas palabras y lo nuestro es la palabrería permanente llena de imágenes: ruido en bucle para acabar diciendo casi nada. No necesitamos ni ver tanto, ni saber tanto. La sobreinformación, igual que la HD, nos ofrece un panorama distorsionado. En la realidad de las personas normales pasan pocas cosas y casi ninguna es interesante, los momentos reseñables son más bien escasos, todo va con mucha más lentitud, las situaciones no están siempre muy bien definidas y los conflictos suelen ser menos evidentes. Toda esta desmesura viene acompañada de una nueva neurosis: queremos estar cada vez más informados y queremos pantallas con mucha más definición; no importa que ni una cosa ni la otra nos haga falta: nos sentimos muy cómodos en esa irrealidad.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Catilinaria, por Marta Sanz

Soy una escritora profesora que decidió mantener contacto con las aulas para no enfermar de torre de marfil, vanidad, envidia propia y ajena, y/o peligrosísimo exitillo literario. La docencia me vincula con la realidad y me ayuda a esforzarme para ser inteligible. Me desensimisma. Es importante hacerse entender sin renunciar a lo complejo y, a la vez, abrirse como flor. Sin embargo, a veces tú te abres y comprendes que detrás de las criptomonedas están ciberpunk y acracia (¡Hosti, tú!), pero quienes tienes enfrente no son permeables a “Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra”: y eso que el reto sería interesantísimo porque, mientras desentrañas la maraña sintáctica del latín, eliminando el óxido neuronal, te documentas sobre la antigüedad de ciertas prácticas políticas (¡Joer con Roma!) percatándote de que tu generación no ha inventado el huevo. La velocidad a la que se acumulan los nuevos conocimientos (inputs) y la mutación que sufren las estrategias intelectivas repercute en que las personas dedicadas al oficio de enseñar se sientan precozmente viejas. Agotaitas. Obsolescentes. No poder usar como ejemplo Cantando bajo la lluvia para explicar que si llueve, te mojas, quema. También sé que muchos docentes vocacionales buscan formas para sentirse vivificados gracias al contacto con una juventud que lo tiene cada día más difícil. Participo en encuentros en institutos públicos y siempre salgo con la impresión de que no está todo perdido. Y se me acumulan distintos tipos de rabia cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid declara que ella hace lo que le da la gana y, en el Parlamento autonómico, al ser contradicha, exclama “¡Uff, es que yo paso!” Y se pira. Entonces, me acuerdo del profesorado entusiasta y le rezo a Gianni Rodari para que, desde el cielo de Caperucita roja, les ayude. El arrinconamiento de las humanidades y la prevalencia de la comunicación frente a la sintaxis, como si la una fuese posible sin la otra, nos hacen temer que Zara, no Tzara y su Dada, llegue al insti. Nos chirrían los dientes ante los contrasentidos de una enseñanza pseudo-comunicativa que en el proceso de construcción de competencias no compagina, con equilibrio, conocimiento y habilidades. Enseñar a leer con distintos objetivos, rápida o espeleológicamente, en función de los géneros, desarrollando capacidad de relación conceptual, memoria y conexiones con la propia biografía, es un propósito utilísimo en un plan de estudios. No hablo de poesía barroca, sino de entender la consigna del problema de matemáticas. Sin embargo, todo ese aparataje es cáscara hueca si no hay contenidos, nombres, conceptos. Saber qué es una subordinada de relativo nos ayuda a escribir y a pensar. Saber que en el Siglo de las Luces se produjeron las primeras oscuridades románticas o dónde se ubica Australia para que no nos pase como al pequeño Nicolás, también. No todo el saber reside en Siri. No podemos sacralizarla ni enamorarnos de ella. Sin conocimientos ni memoria ―sin sintaxis― las posibilidades de comunicación se retrotraen a estados prehumanos. Se pierden sentido crítico y sentido del humor. Se complica la sonrisa ―mecanismo empático sofisticado―, y se estimulan mordisco y odio en un mundo como jungla de árboles de cables donde habitan personas incapacitadas para el placer y la utilidad de una oración compleja.

martes, 23 de noviembre de 2021

Entrevista a Ana Carrasco-Conde en el País

Ana Carrasco-Conde (Ciudad Real, 42 años) entra en la sala y de casualidad se le van los ojos a un libro, pequeñito, encajado entre tomos y tomos. Es El diablo, de Tolstói. A la filósofa le hace mucha gracia la casualidad: acaba de publicar Decir el mal. Comprender no es justificar (Galaxia Gutenberg), un libro sobre la naturaleza y las raíces de la maldad. Profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora invitada de la Academia de las Ciencias de Baviera, Carrasco-Conde está especializada en idealismo alemán (corriente filosófica representada por pensadores como Kant, Hölderlin o Schelling). Su trayectoria como autora, sin embargo, ha estado centrada de una u otra manera en los “abismos de la existencia”, desde que de pequeña se obsesionaba por las profundidades marinas a las que no llega la luz del sol: anteriormente publicó, entre otros, Infierno horizontal. Sobre la destrucción del yo (2012) y La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de F. W. J. Schelling (2013). Mirar al terror de frente, advierte, es imprescindible para evitar que se repita. PREGUNTA. ¿Por qué le interesa tanto el mal? RESPUESTA. Las grandes fuentes no me explicaban lo que yo leía y veía. Esa idea de que el mal es irradicable, inherente a la especie humana… En el fondo, con ese tipo de tópicos, perdemos la capacidad de neutralizar el mal. Nos damos por vencidos. P. ¿Es el mal un concepto relativo? R. Con el impacto político y ético que tiene, decir que todo mal es subjetivo resulta obsceno. Mi forma de entender el mal no cae ni en el subjetivismo ni en el esencialismo. Creo que es posible pensar en el mal desde una dinámica relacional (que no es lo mismo que relativa) que abra el marco de reflexión más allá del perpetrador, de la víctima o del acto “malo”. P.  Para su último libro se sumergió en la obra de Sade. R. Las torturas y ultrajes son terribles, pero consigue generar a través de la repetición una sensación de aburrimiento sobre el espectador. Es uno de los objetivos confesos de Sade: que el horror repetido hasta la saciedad genere indiferencia. P.  ¿Hay alguna forma de “mirar al mal de frente” sin insensibilizarse? R. Es complejo, insensibilizarse es un mecanismo de defensa. Pero al abordar el mal no podemos perder de vista que la persona que sufre es única y singular. Si te insensibilizas, le quitas hierro a ese sufrimiento y dejas de verlo como un igual. Por otro lado, pensar en el mal con sensibilidad implica asumir que esos acontecimientos que parece que no tienen que ver con nosotros quizá sí se relacionen de alguna manera con nosotros. ¿De dónde sale el patriarcado, el Estado totalitario? Forman parte de una misma dinámica que se alimenta de microgestos. En el momento en que somos conscientes de que somos con los demás, de que las decisiones que tomemos tienen influencia… podemos mejorar. P. Sostiene que en el siglo XXI la filosofía se centra menos en el mal. R. En el siglo XIX se habla del monstruo exterior (Drácula, Frankenstein) o interior (Jekyll y Hyde). En el XX, tras dos guerras mundiales, se habla de la monstruosidad del ser humano. Hoy se califica a quien hace el mal de enfermo, de figura marginal. En una sociedad atomizada la responsabilidad siempre es del otro. Hemos convertido el mal en un lado oscuro que no tiene nada que ver con nosotros. P.  ¿Nos acerca esta era de la información a los demás? R. El otro día vi en las noticias el escenario de un crimen con sangre en la pared. Con el volcán de La Palma se pone la imagen de una casa derrumbándose, una y otra vez. Así se insensibiliza, se convierte en espectáculo el horror que está a distancia. Como dice Kant: cuando ves un mar en tormenta de lejos puedes disfrutar de ello, cuando lo sufres no tiene el mismo efecto. Hemos generado mucha conectividad, pero también mucha distancia. P.  Algunos hablan de una era de la hipersensibilidad, de la ofensa fácil. R. Sensibilidad no se refiere necesariamente a aquello que te afecta dentro de tu círculo de familiaridad, sino a ver lo invisibilizado. Se trata de cuestionar por qué hay ciertas cosas que nos sensibilizan mucho y otras que no. P. El metaverso (un nuevo mundo virtual inmersivo) promete una realidad aún más individualizada. R. Estamos en una ficción absoluta, un individualismo sin individuos. Pensamos que somos únicos, tenemos voz en las redes sociales, y en el fondo repetimos el mismo modelo. La diferencia, la gestión del conflicto, enriquecen la vida. En las redes se bloquea, se silencia. El metaverso es un paso más: es peligroso irnos allí para no afrontar los problemas de este mundo. P. ¿Qué efectos tendrá la reducción del peso de la asignatura de Filosofía en la enseñanza en España? R. Cuando quitas del currículo académico las “ciencias del espíritu” (música, cultura clásica) haces el mundo más pequeño, la mente más limitada. En general, quieren domesticarnos desde pequeñitos en la cultura de la producción —¿por qué tienen deberes los niños los fines de semana?—. Pero la vida no es producción, la vida es otra cosa. Con estas reformas educativas vamos hacia un horizonte sin imaginación, de rentabilidad, un horizonte de pobreza de sentido y de sentimientos… La filosofía enseña a pensar despensando, y sin ella te vas a encontrar pequeños ciudadanos que repiten siempre el mismo patrón, la misma dinámica de competitividad e individualismo. La sociedad se vuelve más atomizada y peor. Estamos aprendiendo saberes útiles que dan dinero, pero no estamos aprendiendo a vivir. P.  ¿Cómo aplicar la filosofía en nuestro día a día? R. El momento en que uno cuestiona las certezas empieza a hacer filosofía. Pero eso implica unas condiciones, que no se dan en la situación actual. Hay un momento increíble en el siglo VI: muchos puertos de mar en la península de Anatolia conectan Grecia con el mundo oriental. Hay un cruce de elementos culturales distintos, pero, además, el comercio trae beneficio económico: no trabajan todo el día. Hay tiempo de ocio (en griego escola, escuela). Es imposible un pensamiento crítico con el ritmo frenético de trabajo de hoy.

Juan Cruz entrevista a Gonzalo Suárez en el País

¿Un novelista, un cineasta, un cronista de fútbol, un boxeador? ¿Un poeta? Gonzalo Suárez (Oviedo, 87 años) es un artista. A toda hora, en todas las disciplinas que practica, es un creador, alguien al que jamás lo han vencido ni la rutina ni el aburrimiento. Acaso esa manera de ser que domina su obra y su personalidad halla su síntesis en Ala de tiniebla, una película de 10 minutos que cuenta con las voces de Ana Álvarez, Charo López y José Sacristán y que le inspiró el cuento de su hija Anne-Heléne, estrenada este sábado en la Cineteca del centro Matadero de Madrid. Además, la semana que viene recibe el homenaje del festival de Gijón. El autor de Don Juan en los infiernos (cine) y de Literatura (Alfaguara, un volumen que recoge parte de su escritura) fue ayudante de Helenio Herrera en el Inter de Milán, cronista y entrevistador en la revista deportiva Dicen, y en los años 60, dedicado ya al arte, deslumbró a Julio Cortázar con su escritura y luego a Sam Peckinpah con su modo de relacionarse con el cine. Esta entrevista fue hecha en El Alabardero, al lado de su casa, cerca de la Plaza de Oriente. Pregunta. ¿Por qué nunca escribió poesía? Respuesta. Cómo no. Todo el mundo ha escrito poesía, pero yo he sido muy púdico. La he escamoteado a tiempo, o la he extrapolado. La poesía es como esas cosas que se posan donde quieren y que no se dejan tampoco gobernar fácilmente. Pero en cambio salen, las encuentras donde menos lo esperas, porque si delatas su existencia puede llamarse cursilería. Aunque creo que hay una poética, una emoción subliminal que está en lo que escribo y en el cine. P. ¿Dónde la encontraría ahora en la vida? R. No se deja captar. La encuentro en amistades antiguas. Supongo que todos la percibimos en un momento dado. P. ¿Dónde la ve en su interior? Ha hecho con su hija Anne-Helène una película que es un poema… R. Está esa poética que me gusta encontrar en el cine, generalmente en los finales de las películas, pero también recuerdo finales de películas en los que ese sentimiento está en la trastienda. Como un sabor. A veces brota, sale sola, no cuando la buscas. Todo el mundo ha escrito poesía, pero yo he sido muy púdico P. En esa película hay imagen y voz, sin acción. Es como un homenaje a su manera de ver. ¿Cuál sería la metáfora que ha buscado todo el tiempo? R. Creo que del cine (y con esto no quiero decir que pretenda cambiarlo) me estorba el concepto teatral del que no se ha desprendido. Se dice que hago un cine literario. Pues en cierto sentido. Me gustaría la confluencia no solo de la literatura y el cine, que esa está. Mientras esté sujeto a seres parlantes, el cine es teatro. La voz en off libera las imágenes, puedes deslizarte por ellas y percibir al tiempo la música, el color y hasta el acontecer. El cine, como todo, reclama que sea como la vida misma y es obvio que no es como la vida misma, por cuanto son imágenes detenidas, fotografías que, concatenadas, nos dan la impresión de ser lo único que no podemos atrapar, el tiempo. P. La vida misma. ¿Qué es la vida misma? R. Ya no es ni un instante, pasa tan vertiginosamente. Con la edad se acentúa y eso es muy peligroso porque llega un momento en que no se puede contar. P. ¿Cómo ha vivido este tiempo? R. ¿El de la pandemia? Lo damos por pasado y parece ser que no, que no ha pasado. No sé si eso se para. Malditos virus. Me avergüenza que haya quienes se opongan a las normas que la controlan. Igual que me asombra que haya gente que vaya a ver un volcán, para poder contarlo. Los ves en la tele: comentan y ríen. Una especie de euforia. Me parece que el humor es el mejor de los sentidos, pero me asombran esas risas extemporáneas que son como un poco defensivas. Me gustaría que la realidad no estuviera tan seccionada. Lo que ahora añoro es la acción, en el cine P. Cuando se habla de usted en seguida se recuerda que nació en el 34… R. …en el epicentro de la guerra, en Oviedo. Se bombardeaba. En el 34 y en el 36 fue el núcleo de la revolución minera. Nací en el 34, pero, claro, yo no era consciente de nada… En la guerra civil te metían debajo de la cama, veías pies. La angustia de los pies que corren de un lado a otro, y acabas creyendo que el mundo es así. Luego eres más consciente de la tristeza de la posguerra, que es lo que me tocó vivir. P. ¿Y en qué tiempo estamos? R. ¿Con respecto al pasado? Pues, como dicen, “virgencita que me quede como estoy”. No creo que nadie pueda ser pesimista sino parcialmente. Que el barco siga flotando en aguas turbulentas. P. Se le ha escuchado protestar cuando hace cine y hablan de su literatura y viceversa. ¿No será que usted hace metáfora, arte de la metáfora? R. Pues sí, desde luego. Yo creo que he tratado de huir. El arte viene cuando quiere, pero no lo encuentras. Tampoco me creo la reproducción de la vida en las películas. Es en todo caso el arte de la falsificación, porque pretende ser lo que obviamente no es una película. Hay películas muy buenas y me siento atrapado en ellas por su fuerza y realismo. Pero hay otras cuyo realismo me huele a pies o a sobaco… Me gustaría que el cine fuera una ventana a otro sitio, no sé a dónde… Me contento con el humor. P. ¿Qué es lo que más lo representa del arte que ha hecho? R. Hay una especie de síntesis o confluencia, aunque parezca pedantería. Literatura, cine. Me gustaría que la realidad no estuviera tan seccionada. Lo que ahora añoro es la acción, en el cine. También en la literatura añoro la acción, que la acción sea el efecto de la concatenación. El cine me permite explayar hipotéticamente fuera de mí lo que, en literatura, para empezar, se hace sentado. Y eso no me acaba de gustar. ¡Preferiría que pudiéramos hacerlo corriendo! Ahora he hecho esta película con el texto de Anne-Helène… Fíjate: puedo considerarlo como de lo mejor que he hecho. Claro, dura diez minutos. Hay cosas que sí recuerdo. Como el final de Don Juan en los infiernos, que me gusta. Esa especie de Patinir, atravesar la laguna Estigia… O la muerte de Sterling Hayden en La jungla de Asfalto… Esas emociones me han llevado aún más allá del cine, me incentivaban el sentimiento… P. Usted es un poeta… R. Bueno, pero el poeta… No hay que olvidar que mi primera amistad de adolescencia fue con Claudio Rodríguez… Decía que me parecía a Rimbaud y quien se parecía a Rimbaud era él. Dejamos de vernos y nos reencontramos de mayores. Él era el poeta, yo veía a mi padre leer poesía mientras bombardeaban. Había unos armarios con cristal detrás de los que estaban aquellos libros que contenían alternativas a una realidad insoportable. Todo el mundo ha sido víctima de sus sucesos y de sus guerras. Sin embargo, en esos armarios de mi padre se alojaba lo que para mí era la vivencia real… En realidad, yo no he encontrado nunca nada, ni siquiera ahora, sigo buscando. Y esta película que he hecho con mi hija, o cualquier cosa que haga, es una búsqueda.

La palabra republicano, por Martín Caparrós

Cuando era chico la oía mucho: en mi casa la decían como quien dice algo importante. Las palabras dicen más que lo que dicen, y a cada quien le dicen otras cosas. Pocas, supongo, lo hacen tanto como republicano. Y, sin embargo, en el origen parecía tan clara. Republicano es, por supuesto, el que propone y promueve la república. Y república es de esas pocas palabras que no están hechas de sonidos y después letras y después poco más. La palabra república está hecha de dos conceptos claros: la res —la cosa— publica —del pueblo—. En latín, faltaba más, porque república es una invención de los latinos o romanos para decir que la cosa —las decisiones, el gobierno— era pública porque no era privada: que no era de un rey o faraón o macho recio, sino de todos. Aunque todos, entonces, en la república romana, fueran solo algunos. En las repúblicas a menudo todos son algunos. En cualquier caso, pasados los romanos, la palabra república entró en hibernación tipo Walt Disney —con algún sobresalto— y no resucitó hasta el siglo XVIII, cuando la rescataron unos criollos norteamericanos y unos franceses revoltosos para decir que nadie era más que sus vecinos, amo de sus vecinos. Y que la cosa era de todos, aunque todos otra vez fueran algunos: hasta hace siglo y medio, por ejemplo, esos todos eran solo los hombres propietarios. Después todos fueron todos los hombres y, hace tan poco, también las mujeres. En cualquier caso, la palabra republicano se difundió por tantos sitios, tomó tantos sentidos. En Estados Unidos, sin ir más lejos, define a los más derechistas de ese sistema de dos partidos de derecha que se alternan y se justifican. En Ñamérica, ahora mismo, republicano se usa como contrario de populista o algo así: los que dicen que respetan las instituciones y las reglas, los que prefieren conservarlas. La palabra republicano, en general, se enrola con los conservadores. En cambio, aquí en España tuvo un peso fuerte, lo sabemos. Cuando yo era chico no podía imaginar nada mejor que ser republicano —aun cuando sabía que, por serlo, mi abuelo Antonio había dejado de ser un doctor madrileño y pasado por la cárcel y el exilio y una vida modesta en un pueblito de la pampa. O quizás era porque lo sabía y sabía que, aun así, mi abuelo Antonio siguió siendo, toda su vida, un republicano: derrotado pero republicano. Algo debía tener esa palabra, que hacía que un hombre le entregara tanto. Mi abuelo Antonio, por supuesto, ya murió, a sus 94, republicano todavía, de vuelta en una España donde esa palabra significaba menos. La palabra republicano, que tanto quiso decir, se fue maleando. Se dice —queda bien— sin fuego, sin deseo, como quien dice guay o chachi. España es, ahora, un país raro lleno de republicanos que están contentos —o se contentan— con su Rey. Así que, en principio, estos republicanos no quieren tener una república. La rememoran, si acaso, la aluden con nostalgia, pero no insisten, no se esfuerzan. La gente seria que gobierna de uno u otro modo dice que al fin y al cabo no vale la pena meterse en esos lodos porque ahora, en España, una república cambiaría muy poco. Y es cierto que no cambiaría mucho: solo liquidaría por fin —85 años después— el dictado de un ejército ilegal y sanguinario; solo demostraría que el Rey está desnudo —que los reyes siempre están desnudos—; solo establecería la idea de que nadie es más que nadie por haber nacido en una de esas cunas. Sería, por supuesto, una idea falsa: seguiría habiendo algunos que serían más que muchos, pero, al menos, esa ya no sería la religión oficial, el símbolo de España. Y entonces sí, quizá, la palabra republicano volvería a ser la de mi abuelo: una palabra por la que tantos, alguna vez, dieron sus vidas, las vivieron; una de esas que no se dicen gratis.

El nuevo escándalo no es nuevo, por Juan Gabriel Vásquez

El escándalo ha sido mayúsculo, pero tampoco esta vez pasará nada. Es verdad que Frances Haugen, la ingeniera informática que lleva meses denunciando las prácticas venenosas de Facebook, ha puesto a la compañía en un brete inusual: ha demostrado, con documentos internos, lo mismo que muchos llevábamos años diciendo sin ellos. Y es esto: que Zuckerberg y los suyos mienten a conciencia, que saben perfectamente del efecto nocivo que su modelo de negocio tiene en la gente más vulnerable, que podrían tomar decisiones para remediar esos efectos y deciden no hacerlo. No sé qué ha cambiado desde el escándalo anterior, el de Cambridge Analytica, que demostró la permisividad con que Facebook observaba la manipulación grotesca, la falsedad irresponsable y la desinformación programática que han metido a nuestro mundo político en una crisis sin salida visible, y sin las cuales no se entienden la elección de Trump, la victoria del Brexit y la derrota de los acuerdos de paz en Colombia. No, no sé qué ha cambiado: pero ha cambiado algo. Y, sin embargo, yo creo que no pasará nada. Porque la gravedad de las acusaciones que pesan sobre Zuckerberg y Facebook, la profundidad de su negligencia y la extensión de su hipocresía, siguen siendo asuntos secundarios para la gran mayoría de sus usuarios, que son los únicos capaces de ejercer la presión necesaria para que las cosas cambien. En un reportaje de este periódico, un grupo de adolescentes hablaba con elocuencia de los daños profundos que la vida en Instagram les causa, pero confesaban su incapacidad de dejar esa droga tan potente que es la aprobación de la tribu. Visto aquello, ya me dirán ustedes por qué se cuestionaría cualquier cosa alguien que no percibe daño alguno, y para quien Facebook es el lugar donde se confirman sus prejuicios y se vindican sus odios, donde el relato que le cuenta la vida coincide milagrosamente con sus preferencias, sí, pero sobre todo con sus antipatías, sus resentimientos y sus paranoias. Es decir, todo lo que hace girar el mundo. Nuestro tiempo es el tiempo de las emociones. Así se explica el auge de los nuevos populismos: el sentimiento del agravio, la dignidad herida, el orgullo nacionalista, el nativismo que hasta hace muy poco era vergonzante, buscan (y eligen) a quien les ofrezca defensa o aun venganza. Por otra parte, eso que llamamos posverdad, si uno lo mira de cerca, es un fenómeno emocional: el reemplazo de la realidad verificable por lo que aquella funcionaria trumpista llamaba “verdades alternativas”, pero sobre todo la convicción de que no importa lo que ocurre, sino lo que yo deseo que ocurra. Pues bien, Facebook y sus redes compinches trabajan allí, en esa curiosa dictadura de las emociones, y poco importa que su materia prima —lo que la máquina virtual manipula y mastica y escupe para provecho de unos cuantos— sea el ego de unas adolescentes frágiles o el rencor alucinado de un colectivo de fanáticos. En el año remoto de 2010, cuando acepté que esto de las redes sociales no era para mí (y ahora me parece claro que no haber entrado nunca es la mejor decisión que he tomado), escribí una columna al respecto, y pido a los lectores que me perdonen la indelicadeza de citarme. “Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes”, escribí. “Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto”. Me referí a su lado pueril y narcisista, y también a la sensación de existir solo mientras los demás nos den prueba de ello, esa necesidad de validación constante, ese miedo atávico a no ser vistos. Era una simplificación grosera, pero es que el mundo era más simple entonces. Por ejemplo, todavía no existían las palabras de Sean Parker, primer presidente de Facebook. “Se trata de daros un toque de dopamina cada cierto tiempo, porque a alguien le ha gustado una foto o ha comentado un post”, dijo en 2017. “Se trata de explotar una vulnerabilidad de la psicología humana. Los inventores, los creadores, lo entendimos conscientemente. Y lo hicimos de todas formas. Esto cambia literalmente tu relación con la sociedad, con los otros… Solo Dios sabe lo que está causando en las mentes de nuestros hijos”. No existía tampoco la declaración de Chamath Palihapitiya, un alto cargo en Facebook: “Siento una culpa tremenda”, dijo. Y también: “Creo que todos sabíamos en el fondo que algo malo pasaría”. Y también: “Esto erosiona los cimientos del comportamiento de la gente con los demás. Y no se me ocurre una solución. Mi solución es dejar de usar estas herramientas. Yo llevo años sin usarlas”. De manera que no: lo de Frances Haugen no es nuevo. Ha estado ahí todo el tiempo, y no hemos querido verlo. Y no sé por qué habríamos de abrir los ojos ahora.

sábado, 30 de octubre de 2021

Rápido y lento, por Antonio Muñoz Molina

Hasta que lo leí en este periódico, yo no sabía que se puede acelerar la proyección de las películas y las series de Netflix, y que muchos espectadores impacientes lo hacen. La idea me produce rechazo al principio, y despierta la peligrosa propensión al lamento cultural: ya no hay sosiego para nada, la gente quiere ficción rápida igual que quiere comida rápida, etcétera. Luego me paro a pensarlo y no estoy seguro de llegar a ninguna conclusión. ¿No acelero yo también, muchas veces, la velocidad en la lectura de un libro, por la codicia de averiguar el final, o por la impaciencia de acabar cuanto antes? ¿No me salto divagaciones que me aburren? Y también se da el caso de leer muy por encima algo a lo que me siento obligado, a veces por prisa o negligencia y otras porque, si se tiene cierta experiencia, un libro puede probarse, o catarse, como un vino, y adquirir una idea bastante precisa de su valor. No hace falta beberse la botella entera para apreciar la calidad del vino. Pero tampoco se puede disfrutar bebiéndolo a toda prisa. E. M. Forster dice que en el interior de cada novela hay un reloj: también en el interior de una música, o de una película. La novela, la película, contiene sus indicaciones sutiles de tiempo y de ritmo, como una partitura. Pero, igual que en la partitura, esas indicaciones dejan un margen de imprecisión en el que actúa el albedrío y la destreza del intérprete. Cuanto más honda o compleja es una obra de arte, mayor es el grado de participación activa de quien la lee, la escucha o la contempla. Lo que hay sobre la página, la pantalla o el lienzo son manchas y signos, como las notas en el papel pautado: donde está el cuadro, donde suena la música, donde sucede la narración es en la conciencia de quien establece un diálogo silencioso y alerta con la obra. Como el acto de leer nos resulta instintivo, no nos damos cuenta de hasta qué punto las palabras escritas son signos de un código abstracto y exigen de quien las lee no una actitud pasiva de espectador, sino un ejercicio de interpretación tan sofisticado como el del músico que toca una partitura. La maestría literaria consiste no en abrumar al lector con una riqueza de imágenes o detalles o ideas, sino en lograr que esa riqueza donde suceda sea en su imaginación, no en la página. Cuanto mayor era la capacidad de Velázquez para hacer visibles presencias y espacios, más económico era su uso de las pinceladas. Cuando volvemos al cabo de los años a un libro que nos impresionó, lo que descubrimos muchas veces es el contraste entre la riqueza de nuestro recuerdo y lo sucinto de los medios que en realidad usó el autor. Una de las escenas más célebres del arte de la novela, de las que han despertado mayores resonancias visuales y simbólicas, es la aventura de los molinos de viento en el Don Quijote de 1605: en realidad dura menos de media página y es de un extremo laconismo en los detalles, cada uno de ellos, eso sí, escogido y memorable. Hace unos años volví a leer un cuento de John Cheever que creía conocer muy bien, El nadador. El impacto de la relectura fue todavía más poderoso, porque en el intervalo se había inevitablemente enriquecido mi experiencia del paso del tiempo. La gran sorpresa fue descubrir que el cuento era mucho más breve de lo que yo recordaba. Donde se expandía hasta abarcar el tránsito del día hacia la noche, del verano al otoño, de la plenitud al declive de la vida, era en mi imaginación, no en las páginas. Algo de ese tiempo interior dilatado está en la película de finales de los años sesenta, de la que nos queda el recuerdo de la fortaleza herida y la mirada atónita de Burt Lancaster. La palabra es más sintética que las imágenes, y por eso lo que hace el cine al adaptar novelas suele ser abreviarlas, acelerando mucho el reloj interior del que habla Forster. La originalidad de la película sobre El nadador está precisamente en lograr lo contrario sin perder la intensidad poética, prolongando lo breve, creando o recreando en la pantalla el efecto que el relato tiene en la imaginación del lector, una película soñada. Pero el cine es de por sí un espejismo de esa velocidad cabalística de 24 imágenes por segundo que crea en el cerebro la apariencia del movimiento de la vida. Y la manía de aceleración de las vanguardias debió de nacer en gran parte del espectáculo novedoso del cine, los temerarios saltos temporales del montaje. En la poesía, como en la pintura, el tiempo queda en suspenso. La novela, la música, el cine están hechos con el fluir del tiempo. Una prosa es musical no porque sea enfática o sonora, sino porque avanza de una palabra a otra y de una frase a otra como un caudal a veces constante y a veces entrecortado, o demorado, o embravecido. Hay “una prisa lenta”, dice Juan Ramón Jiménez. Hay prisa y velocidad en el deslumbramiento de lo inusitado, igual que en ciertos trances del proceso inventivo, cuando una imagen o una historia parece que han llegado de golpe y cobran forma por sí solas. Es la prisa de escribir muy rápido y no pararse a corregir nada, y la de leer sin sosiego para llegar cuanto antes a la próxima página. Era la prisa con la que improvisaban Charlie Parker y Dizzy Gillespie en sus duelos de virtuosismo de los primeros años del bebop. Pero antes de esa prisa de vértigo jubiloso está la lenta paciencia del aprendizaje y del tanteo, y de la simple espera de que brote una chispa de algo en la imaginación. Y después de la prisa, agotado el trance, viene la otra lentitud de un progreso tan gradual que tiene algo de aridez, y la de dejar un tiempo de reposo a lo que se hizo tan aceleradamente, y luego volver para revisarlo sin ninguna urgencia, para corregir y tachar y hacer claro lo atropellado y lo confuso. La película o la novela que devoramos la primera vez esconden tesoros ocultos que solo encontraremos cuando regresemos a ellas otra vez, otras veces, al día siguiente o al cabo de los años. Hay obras maestras de la rapidez, igual que las hay de la lentitud, pero hay otras que están hechas por igual de las dos.

viernes, 8 de octubre de 2021

Los estudiantes no son pollos de engorde, por Nuccio Ordine

Durante décadas hemos asistido en silencio a la degradación del sistema educativo. Solo una minoría impertinente se ha empeñado en expresar el malestar de quienes viven en centros escolares y en universidades que hace tiempo que perdieron su función esencial: formar ciudadanos cultos, solidarios, dotados de sentido crítico y de conciencia civil. De esta manera, en todos los países europeos, como ocurre ahora en España, se reaviva el debate cuando se habla de nuevas reformas. La cuestión, sin embargo, es más compleja. A estas alturas, los ministros de los distintos Estados tienen un margen de maniobra muy limitado que no permite ningún auténtico cambio. La distribución de fondos para la educación, en efecto, se ha confiado diabólicamente a un infernal mecanismo de recompensas, basado en rígidos sistemas de evaluación. Europa, de manera acrítica, ha importado los instrumentos y parámetros dominantes en Estados Unidos y en el Reino Unido. En pocas palabras, hemos pasado de un exceso a otro: de las holgadas mallas del pasado al estrecho cedazo actual. El término mérito se ha convertido en el salvoconducto para la obtención de fondos, reconocimientos, sellos de excelencia y promociones profesionales para el profesorado. El problema no atañe a la evaluación en sí misma, positiva y correcta si se ejerce con equilibrio y se basa en valores compartidos. Concierne, en cambio, a los criterios que, de manera despótica, se han establecido para identificar a los meritorios. Se trata, por desgracia, de una lógica que ha terminado imponiendo a centros escolares y a universidades inadecuados modelos empresariales. Desde la primaria hasta el doctorado, toda la cadena educativa se ha puesto al servicio del llamado crecimiento económico, de las exigencias del mercado y de la empresa. En definitiva, las teorías neoliberales han impuesto sus principios al mundo de la educación: interacción con la empresa privada, cooperación con los distintos sectores de la economía, competitividad entre escuelas y universidades, prioridad de las “competencias” y “habilidades” que han contribuido a crear una peligrosa visión utilitarista del estudio, la investigación científica y el conocimiento. Basta con releer las proféticas observaciones de Charles Dickens para comprender qué consecuencias pueden derivarse de una educación modelada sobre las reglas del mercado. En Tiempos difíciles (1854), la escuela de Coketown (fruto de una Inglaterra industrial) está gobernada por el banquero Bounderby y el pedagogo Gradgrind, obsesionados por combatir todo lo que se oponga a la concreción de los hechos y a la producción (“La escuela era toda hechos. La escuela de dibujo era hechos. Las relaciones entre el patrón y el trabajador eran hechos y todo eran hechos desde la maternidad hasta el cementerio; todo lo que no se podía expresar en números ni demostrar que era posible comprarlo en el mercado más barato para venderlo en el más caro no existía, no existiría jamás en Coketown hasta el fin de los siglos. Amén”). Enemigo de una enseñanza abierta a la imaginación y a toda forma de curiositas, Gradgrind siempre va “con una regla, una balanza y la tabla de multiplicar en el bolsillo”, listo “para pesar y medir cualquier partícula de la naturaleza humana y para decir exactamente a cuánto asciende”. Para él, la educación y la vida se reducen a “una mera cuestión de números”. A la vez que considera a sus jóvenes alumnos como “pequeños recipientes que debían llenarse de hechos”. Aquí es posible encontrar, en esencia, algunas de las limitaciones de los sistemas de evaluación actuales. ¿Estamos seguros de que los parámetros cuantitativos y la sofocante máquina burocrática diseñada para determinarlos están construyendo una educación mejor? Más allá de las buenas intenciones, me parece evidente que escuelas y universidades se ven obligadas a trabajar exclusivamente para obtener una buena clasificación. Sin “resultados” no se obtiene financiación. En otros términos: quien no acepta los criterios establecidos está destinado a sucumbir. El sistema de medición no se limita a medir. Orienta, sin posibilidad de apelación, el futuro de todo “rendimiento”. De este modo, la evaluación sirve para la reproducción en bucle de un modelo único y, sobre todo, para imponer una lógica que impide imaginar posibles alternativas. ¿Por qué debe medirse la internacionalización de las universidades en función de los cursos en inglés? ¿Por qué entre los criterios figuran los sueldos que los estudiantes ganarán una vez que se gradúen? ¿Por qué la cantidad de los graduados es más importante que su calidad? ¿Tenemos acaso la certeza de que la competencia estimula el crecimiento más que la colaboración? ¿Estamos seguros de que sólo deben fomentarse las asignaturas capaces de garantizar un futuro económico en detrimento de las humanidades? ¿Vale la pena atender a rankings internacionales si tan solo Harvard gasta para sus 20.000 estudiantes casi la mitad de los fondos que reciben las universidades estatales italianas en su conjunto para 1.600.000 alumnos? La bicicleta eléctrica europea (que se esfuerza con escasos recursos por mantener una prestigiosa educación de masas) no puede competir con una carísima motocicleta de carreras construida para una élite adinerada. Ascender en esos rankings significa renunciar a la educación de muchos para concentrar los recursos en unos pocos elegidos. Los profesores no son directivos empresariales: su tiempo debe estar dedicado a los estudiantes y a una investigación libre de las absurdas métricas de las agencias nacionales. Y a los jóvenes, en cambio, habría que explicarles que no se estudia para aprender un oficio y que cultivar las propias pasiones vale más que cualquier “éxito” económico. No es el mísero trozo de papel que es un diploma lo que nos hace ricos. No es Ítaca, como nos recuerda Constantino Cavafis, el objetivo del viaje, sino las experiencias que vayamos teniendo para llegar al destino (“Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte”). Nuestra verdadera meta, por decirlo con dos versos maravillosos de Antonio Machado, coincide exactamente con nuestro camino: “Caminante no hay camino / se hace camino al andar”. Corresponde a Europa imaginar una nueva senda para replantearse la verdadera misión de los centros escolares y las universidades, y para devolver la dignidad al papel de los profesores y de los propios estudiantes, considerados pollos de engorde. Solo un acuerdo entre países europeos podría poner fin a este chantaje económico, basado en parámetros impuestos por la banca y las finanzas. Aceptar la lógica neoliberal ha sido un gravísimo error: la educación no representa un gasto sino una inversión indispensable. Incluso lo que no tiene precio puede tener un gran valor. Y si el PIB (Robert Kennedy docet) no mide las cosas más importantes de la vida, una educación basada en el mercado terminará ofreciendo a las generaciones futuras una imagen distorsionada del conocimiento y de la humanidad. La educación debería preparar para poner en cuestión los modelos únicos impuestos por la economía y la tecnología. Debería enseñar que el saber gratuito y el estudio del pasado son fundamentales para hacernos mejores y construir un mundo más solidario. Porque, como recordaba Carlo Levi, “el futuro tiene un corazón antiguo”.

jueves, 19 de agosto de 2021

2021, ¿un verano sin esperanza?, por Philipp Blom

Son las primeras horas de la mañana y estoy envuelto en un silencio casi perfecto. He dejado este calor impropio de Viena para pasar una semana en el campo. No tengo alrededor nada más que bosque, campo y silencio. Después del ruido de las calles bulliciosas, esta atmósfera contemplativa debería ser un alivio, pero me está dando mucha aprensión. Este es un lugar idílico y terrible. A estas horas, debería haber un coro matutino de pájaros sin fin saludando al sol naciente con tanto estruendo que no podría ni oír mis propios pensamientos; en lugar de eso, no oigo más que una voz única y lejana que parlotea en un árbol. No cabe duda: después de que las poblaciones europeas de insectos hayan disminuido un 75% debido a los pesticidas, la agricultura intensiva y los nuevos usos de las tierras, queda poco sustento para las aves. Y eso no es todo. Hace pocas semanas, esta región sufrió unos tornados y unas tormentas de granizo devastadoras que borraron pueblos enteros y un poco más allá las crecidas de los ríos causaron daños terribles. En Alemania, unas inundaciones sin precedentes se cobraron docenas de vidas; y en los informativos veo imágenes apocalípticas de bosques ardiendo en el sur de Europa. En el verano de 2021, las dos catástrofes unidas de la pérdida de biodiversidad y el calentamiento global han golpeado por fin al mundo rico. Según el nuevo informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de expertos sobre el Cambio Climático), estos no son más que los primeros síntomas de unas transformaciones que van a destruir todavía más nuestro clima y el mundo viviente, consecuencia directa del uso intensivo de combustibles fósiles desde hace unas seis décadas y de la obsesión por el crecimiento económico y del consumo. No es un dilema moral. No es cuestión de culpas ni la naturaleza está castigando a la humanidad. Es sencillamente que los sistemas naturales están cambiando debido a la acción humana. Es indudable que nuestro modo de vida no tiene futuro. Nuestras economías y nuestras sociedades exigen constantemente más crecimiento, más riqueza y más comodidades y están desestabilizando unos sistemas naturales cuya complejidad apenas empezamos a comprender. Estamos verdaderamente ahogándonos en los efectos de nuestro éxito histórico. En 2019, cada minuto, se quemó una superficie de bosque tropical equivalente a 30 campos de fútbol para instalar plantaciones de soja y aceite de palma y, cada minuto, Groenlandia perdió un millón de toneladas de hielo. Durante la pandemia, la destrucción de los bosques tropicales ha sido aún más grave. No podemos seguir avanzando en esta dirección. La idea de que no tenemos futuro se refleja en nuestras democracias. Cada vez vota menos gente, los partidos tradicionales se deshacen, surgen movimientos populistas, se deteriora la confianza en las instituciones, la información y la ciencia y la máxima ambición tanto de los políticos como de los votantes parece ser mantener el statu quo, afianzar la riqueza y posponer o impedir los cambios inevitables. Casi ningún político se atreve a formular una visión creíble que esboce cómo podrían las sociedades más ricas que ha habido en este planeta tener un futuro por el que merezca la pena luchar, trabajar por una transformación positiva para crear unas circunstancias en las que una nueva generación pueda vivir e incluso prosperar. Parece que estamos librando una guerra contra el futuro para exprimir las últimas pizcas de beneficios de un sistema que se ha vuelto suicida, una guerra contra nuestros hijos. Es posible que la mayor ironía de nuestra época sea el hecho de que el modelo para labrar un futuro diferente y casi con certeza mejor está delante de nuestras narices. Nuestras democracias y nuestras estructuras cívicas en descomposición no necesitan más que una base creíble para la esperanza, un proyecto común que restablezca una sensación de perspectiva y continuidad; y hasta los agentes económicos necesitan estructuras en las que planear, construir y crear. Sin embargo, de momento toda la palabrería sobre transformación no es más que eso: palabrería. En la actualidad no somos capaces de generar suficiente potencia para descarbonizar la industria y pasar a la movilidad eléctrica (para no hablar del espinoso tema de cómo se genera esa electricidad), porque nuestras redes no pueden hacer frente a una producción de energía descentralizada, ni siquiera hay suficientes ingenieros. Mientras tanto, el lavado de imagen ecologista se ha convertido en una industria lucrativa que trata de convencer a los consumidores de que su estilo de vida es compatible con su conciencia. Este simulacro de cambio es una consecuencia inevitable de que queremos tener lo mejor de ambos mundos y aspiramos a obtener buenos beneficios sin hacer verdaderamente esfuerzos. Para huir de un presente sin esperanza es necesaria una energía utópica que solo puede darnos un Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) auténtico y de gran alcance. Nos encontramos, como dice el Nobel Joseph Stiglitz, en una tercera guerra mundial, y tenemos que hacer todo lo necesario para crear un futuro en el que sea posible prosperar y superar la mayor amenaza existencial que ha afrontado la humanidad. Ya no se trata de detener ni mucho menos revertir la catástrofe del cambio climático sino, dado que el informe del IPCC afirma que todavía estamos a tiempo de mitigar las consecuencias, de crear unos marcos económicos, políticos y sociales por los que merezca la pena luchar, unas sociedades que ofrezcan esperanza. El esfuerzo tendrá que ser inmenso, todas las transformaciones están llenas de peligros y es verdad que el futuro del clima mundial no se decide en Europa ni Estados Unidos sino en China e India, pero también allí la gente está empezando a notar los efectos de la contaminación y el calentamiento global; y nuestras economías desarrolladas y postindustriales pueden contribuir de forma crucial a hacer posible la transformación, con el desarrollo de tecnologías y conocimientos, modelos sociales y estructuras de cooperación que harán falta en todo el mundo. Esa es una forma de ofrecer no solo esperanza, sino una auténtica oportunidad de desarrollar una economía verde pujante. Pero ¿no hace ya mucho que traspasamos el punto de no retorno? Eso tendrán que decirlo los historiadores del futuro. La verdad es que no comprendemos suficientemente bien la infinita complejidad de los sistemas naturales como para saberlo y no podemos vivir sin algo de esperanza. No existen garantías de que una campaña amplia y sostenida de transformación vaya a servir de nada, pero la vida nunca ofrece garantías; los únicos que las tienen son los coches y los electrodomésticos. El campo que me rodea sigue extrañamente silencioso, pero recuerdo el sonido del coro del amanecer y bajo la triste desesperanza del presente hay una riqueza increíble de ideas, nuevas tecnologías e iniciativas que están desarrollándose y listas para su uso, desde la agricultura sostenible y la producción de energía hasta las ciudades verdes con edificios que son bosques verticales, desde las maneras de reconciliar a los ciudadanos con sus democracias hasta la concepción y la creación de sociedades en las que sea posible vivir y la restauración de entornos naturales. Lo único necesario es la voluntad política y la presión para llevarlo adelante. Los jóvenes exigen este cambio y es demasiado tarde para permitirnos el lujo de ser pesimistas. Philipp Blom es historiador. Su último libro es Lo que está en juego (Anagrama) Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

viernes, 2 de julio de 2021

Extracto del libro de Joseph LeDoux "Una historia natural de la humanidad....

Nuestra especie ha sobrevivido y prosperado no por ser más grande, ni más rápida ni más fuerte, sino por ser más inteligente. No hemos evolucionado, como muchos organismos, adaptando el bauplan [el arquetipo corporal] al mundo a medida que cambia; hemos usado nuestras capacidades cognitivas para cambiar el mundo. Lo hacemos porque pensamos que puede ser ventajoso para el cuerpo y para nuestro modo de vida, o porque simplemente puede ser interesante jugar con la naturaleza. Ningún otro animal, ni siquiera los primates más cercanos a nosotros, puede tener ideas, como, por ejemplo, construir un rascacielos, encontrar la cura para una enfermedad, componer una ópera o escribir una novela, después describírsela a un colega, planear cómo ejecutarla y, finalmente, llevarla a cabo. El que la cognición humana sea única no significa de ningún modo que seamos mejores o que tengamos más derechos que nuestros antepasados o que los animales con los que actualmente compartimos el planeta. Solo significa que somos diferentes. Por muy única que sea, la cognición humana emergió a partir de las capacidades cognitivas que poseían nuestros antepasados mamíferos. Para entender el origen de nuestras capacidades cognitivas, primero debemos especificar cuáles son. Lo más habitual es usar el término cognición en relación con pensar, razonar, planificar, decidir y otras acciones similares. La cognición ha sido una parte crucial del conocimiento filosófico desde los antiguos griegos. Pero fue el célebre aforismo de Descartes, cogito, ergo sum, “pienso, luego existo”, el que igualó la cognición con la autorreflexión consciente, o la conciencia íntima de uno mismo como parte integral de la experiencia de pensar. Según Descartes, la conciencia es una característica definitoria de lo que es un ser humano y, para él, los animales eran máquinas de reflejos sin mente. Dos siglos más tarde, Darwin dotó a las bestias mecánicas de pensamiento y emociones como las humanas y su antropomorfismo llevó a la revolución conductista en la psicología. Como Darwin, los conductistas querían estrechar el trecho psicológico entre los humanos y los animales, pero tomaron una postura totalmente distinta, eliminando la conciencia como un factor en ambas, la conducta animal y la humana. Tipificando este hecho, el filósofo conductista Gilbert Ryle se refirió despectivamente a la conciencia como “el fantasma en la máquina” (...) Basándose en las aparentes similitudes que existen entre la manera en que pensamos los humanos y el modo en que procesan la información los ordenadores, a mediados del siglo XX, emergió una nueva concepción de la psicología. La “ciencia cognitiva”, como el conductismo, hizo una aproximación rigurosa concentrándose en las respuestas conductuales. Aunque usaba la conducta para medir los estados internos, llegó suavemente a ellos, poniendo inicialmente la conciencia a un lado. La mente se veía como un sistema de procesamiento de información. Y el procesamiento cognitivo, algunas veces, podía dar como resultado experiencias conscientes, pero el foco estaba puesto en el procesamiento, que, en efecto, era tratado como una actividad no consciente (es decir, inconsciente). Por lo tanto, la ciencia cognitiva trajo la mente de vuelta a la psicología, pero no la mente consciente que los conductistas habían eliminado. Sigmund Freud había popularizado la noción de inconsciente mucho tiempo antes de que surgiese la ciencia cognitiva. El inconsciente, para él, era un lugar adonde se enviaban y se aislaban los pensamientos y los recuerdos inquietantes para prevenir que produjesen sentimientos de ansiedad y angustia. Pero la ciencia cognitiva ofreció un punto de vista distinto: el llamado inconsciente cognitivo, como se conoció a los procesos cognitivos no conscientes, no es inconsciente debido a la represión de la información, sino a que está organizado de tal manera que gran parte del procesamiento de la información simplemente tiene lugar fuera de la región de la conciencia. Por ejemplo, cuando caminamos hacia un destino (digamos que vamos al bar de la esquina desde el trabajo para tomar un café). Una vez decidido, no tienes que pensar cómo ir, simplemente vas. De igual modo, cuando hablamos, normalmente lo podemos hacer bastante bien, generando frases gramaticalmente correctas sin tener que planear conscientemente el lugar de las palabras en la oración. Esto nos permite pensar de forma consciente sobre otras cosas mientras el trabajo rutinario se produce en el trasfondo; pero si algo va mal mientras llevamos puesto el piloto automático (hay un obstáculo en el camino al bar, o una frase no nos sale bien), nos damos cuenta. Esto es, circunstancias inesperadas o no deseables captan nuestra atención, haciendo que sepamos de su presencia como contenido consciente, echando a un lado cualquier otra cosa que estemos pensando en ese momento (...) Tal como la hemos usado aquí, la cognición se referirá a los procesos que sustentan la adquisición de conocimiento, creando representaciones internas de sucesos externos, y a su almacenamiento como recuerdos que posteriormente se pueden usar para pensar, evocar, reflexionar y comportarse (...) Una de las ramas de la ciencia cognitiva y su conexión temprana con la ciencia computacional fue el campo de la inteligencia artificial (IA). Hay algunos autores que abogan por la que se llama inteligencia artificial fuerte (IAF) —la idea de que la cognición e incluso la conciencia se pueden dar como resultado de la representación de información en sistemas artificiales—. Yo me decanto por una versión más débil, que considera que la investigación puede explorar las similitudes entre la cognición humana y el procesamiento de información en los sistemas artificiales para ayudar, de forma valiosa, a entender la cognición humana. En otras palabras, el flujo de electrones en los aparatos electrónicos puede arrojar luz para el entendimiento de la cognición, pero no es suficiente para crearla. Por lo tanto, mi punto de vista es que la cognición es producto de la evolución biológica y, como tal, requiere del procesamiento de la información biológica. Aun así, no cuentan todos los tipos de procesamiento de información biológica. Cada célula, por ejemplo, emplea el procesamiento de la información biológica en cada uno de los momentos de su vida. Algunos científicos restringen la cognición al procesamiento de información biológica que es la base de la conducta. De acuerdo con este posicionamiento, las actividades conductuales de las plantas, los fungi e incluso los microbios unicelulares reflejan capacidades cognitivas rudimentarias. Arthur Reber, en su libro The First Minds, asegura que, como las bacterias muestran fototaxias, poseen una mente cognitiva. En mi opinión, igualar la cognición con la capacidad de generar una respuesta a partir de estímulos ambientales estira tanto el término que lo vacía de significado. Joseph LeDoux (Eunice, Luisiana, 1949) es neurocientífico. Este extracto pertenece a su libro ‘Una historia natural de la humanidad. El apasionante recorrido de la vida hasta alcanzar nuestro cerebro consciente’, que editorial Paidós ha publicado este 16 de junio.

sábado, 12 de junio de 2021

Entrevista a Franco Berardi (El País, 6/06/21)

O comunismo o extinción. Así de contundente se muestra el filósofo, activista y escritor Franco ‘Bifo’ Berardi (Bolonia, 1949) en La segunda venida (Caja Negra), el pequeño ensayo en el que se mide, nada menos, que con la idea del Apocalipsis. El fundador de la histórica y revulsiva Radio Alice, la primera radio al margen del sistema en Italia y también de la primera televisión comunitaria italiana, hoy profesor de Historia Social de los Medios de Comunicación en la Academia de Bellas Artes de Brera (Milán), opina que la pantalla nos está apartando del mundo. También cree que el mundo se está acabando porque “no fuimos capaces de consolidar el socialismo que nació en los años sesenta de la lucha obrera y del feminismo, y la barbarie domina hoy en todas partes”. Y es una barbarie que está acabando con el planeta. Dispara, Berardi, desde su humilde atalaya contra la caótica realidad en la que el fascismo “ha renacido”, con, dice, “desesperada esperanza”, porque todo está perdido, pero a la vez, podría no estarlo. Responde desde una terraza en Barcelona. PREGUNTA. ¿A qué se refiere con lo de que todo está perdido pero podría no estarlo? RESPUESTA. Digamos que, como Nietzsche, tengo dos cerebros. De alguna forma, mi pensamiento sobre el futuro es bipolar. De un lado, me doy cuenta del hecho de que los datos demográficos, ambientales, sanitarios, geopolíticos y económicos apuntan a una rápida extinción de la civilización humana. No de la especie, sino de la civilización tal y como la hemos conocido. Se desmorona la comunidad internacional, se desmorona todo. Pero del otro, me digo que lo que está pasando en Chile es importantísimo. Que hay una novísima generación, la que representa la alcaldesa de Santiago, Irací Hassler, que habla de un comunismo que nada tiene que ver con el del siglo XX. Es algo que surge de gente cultivada gracias a la potencia de la tecnología del conocimiento. Estamos en un cruce de caminos, en una bifurcación. P. Sitúa el auge del fascismo en el lado que aboca a la extinción, evidentemente. R. Por supuesto. Aunque no es exactamente fascismo. El de hoy es un fascismo de la impotencia. De la ignorancia, del sufrimiento. En el siglo pasado, el fascismo era un fascismo de la potencia masculina, juvenil. Hoy lo es de la impotencia senil, de una humanidad blanca senil. P. Así que estamos ante dos posibles futuros, e inmersos, como indica, en una guerra civil global desde la caída de las Torres Gemelas. R. La guerra civil siempre la entendimos como una guerra entre la izquierda y la derecha. Pero eso de la izquierda y la derecha ya no existe. La de hoy es la guerra civil de las identidades, y las identidades son muchísimas y caóticas, y no precisamente definidas. Es la guerra identitaria lo que hace hoy ingobernable el mundo. Y vuelvo a Chile, pero también a Joe Biden cuando pienso en una alternativa a eso. Aunque me digo, no sé por qué, que Biden es hoy menos poderoso que la alcaldesa de Chile. P. ¿En qué sentido? R. La figura de Biden me interesa. Ha cambiado su manera de hablar políticamente. Hoy es un hombre de izquierdas y actúa como tal. Me digo que siendo el hombre más poderoso del mundo tal vez pueda acabar con el racismo en la policía y hacer que crezca la oposición a las armas. Pero luego me digo que Biden hoy no es nada poderoso. Quiere hacerle pagar impuestos a Google, y yo me digo, ¿está Google en Estados Unidos o está Estados Unidos en Google hoy? ¿Quién decide en última instancia, el poder político de Biden o el tipo que puede apagar la comunicación global? P. ¿Es el político hoy, entonces, un actor pasivo? R. No lo es el político sino la política. La política hoy no tiene nada que decir. En un sentido teórico, la política es la capacidad de decidir y actuar de manera más o menos eficaz en relación con un determinado lugar, o espacio. Si la política no puede decidir porque todo ocurre tan deprisa que ni siquiera puede pensar, y no puede actuar eficazmente porque la realidad es demasiado compleja y los automatismos financieros son más fuertes que ella, entonces está muerta. No sirve para nada. Por eso en su lugar hay hoy violencia o corrupción, cosas que no tienen nada que ver con lo que ha sido la política. P. Y, sin embargo, cree que hay esperanza. R. La hay, porque estamos en mitad de una mutación de la dimensión colectiva. Estamos pasando del dominio de la voluntad al dominio de la sensibilidad, entendida esta como la capacidad de sintonizarse, de detectar de qué manera podremos sobrevivir. Ahí es cuando digo que quizá Hassler tenga hoy más poder que Biden porque lo que está ocurriendo tiene mucho más que ver con la adaptación evolutiva que con la imposición autoritaria. P. Es decir, ¿con la nueva política más que con la vieja? R. No sé si lo llamaría política. Me gusta definir la política moderna con aquella frase de Maquiavelo que dice que la política es un príncipe sometiendo a la fortuna, reduciendo la complejidad imprevisible de la realidad a una voluntad unitaria. Ha funcionado durante cinco siglos en los que la potencia masculina ha sometido a la fortuna. Al final, la catástrofe es evidente. La destrucción del planeta es la principal consecuencia. Para salir de eso necesitamos sumirnos en un caos que vaya permeando de manera que haya una progresiva sensibilización a las nuevas formas, que pasan por establecer otra relación con el consumo, el placer, y el tiempo. Lo esencial. P. ¿Cree que la pandemia ha ayudado en ese sentido? R. Al principio pensé que la pandemia podía producir una ruptura profunda en el ciclo económico y psíquico del consumismo, y en cierta medida, así ha sido. Pero ha traído algo más. Debemos prepararnos para una crisis depresiva a largo plazo. P. ¿Y cómo encaja esa depresión en la idea del autómata del que habla en su libro? ¿No llega en un momento en el que la cantidad de estímulos es tal que puede llegar a impedir que sea consciente de esa depresión? R. La intensificación de los estímulos hace imposible decodificar emocional y racionalmente el mundo hoy. Vivimos en el caos. ¿Y qué hacemos para sobrellevarlo? Creamos automatismos. El automatismo propone una solución válida ante una situación demasiado compleja. Lo complicado es que el automatismo aumenta la condición de sufrimiento psíquico, porque en tanto autómatas nos sentimos atrapados. Y eso hace que aumente el caos. Es un pez que se muerde la cola. Ante mayor caos, más automatismos. Pensemos en el big data. Es un intento de fijar automatismos que hagan posible la vida cotidiana. Al mismo tiempo, la razón y la voluntad enloquecen. Aparecen las fake news. Pero las fake news no son nuevas. Existen desde Nerón. Solo que venimos de un tiempo, el de la modernidad, en el que pudo distinguirse lo relevante de lo que no lo era. Hoy hablamos de todo, pero todo es demasiado. P. ¿Considera de veras que el comunismo es la única salida? R. El comunismo del que hablo tampoco es exactamente comunismo. Me sorprende que Hassler utilice la misma palabra porque no está hablando de nacionalizar la industria metalúrgica ni de colectivizar el campo. Está hablando de la única manera de salvar a la humanidad de la catástrofe ecológica. Está hablando de frugalidad. No habla de pobreza, ni de reducción de nuestra vida, sino de atender a lo esencial. Lo verdaderamente útil. La pandemia, insisto, ha marcado una ruptura profunda en ese sentido. Ha sido inevitable darse cuenta de que el dinero vale cada vez menos. P. ¿A qué se refiere exactamente? R. A que no espero nada de la gran intervención financiera de Biden o de la Unión Europea. ¿Por qué? Porque cuando te estás muriendo, el dinero no sirve de nada, cuando no hay vacuna, el dinero no sirve de nada, y cuando estás triste, tampoco. A la depresión que vamos a sufrir como sociedad solo podemos hacerle frente con una política de lo útil. ¿Qué es lo verdaderamente útil? Hay que redescubrir de qué forma el haber empobrece el ser.

domingo, 30 de mayo de 2021

Entrevista Mariana Mazzucato (El País, 16/05/21)

El mundo comienza a salir de una pandemia devastadora, y la economista Mariana Mazzucato (Roma, 52 años) está empeñada en convencer a los gobiernos y organizaciones internacionales de que sean ambiciosos y vayan más allá de un papel reparador de economías maltrechas. Profesora de Economía de la Innovación y Valor Público en el University College de Londres (UCL) y directora fundadora del Instituto para la Innovación y el Objetivo Público, dependiente de esa misma institución académica, Mazzucato es sobre todo una mente provocadora, ágil y brillante que se disputan como asesora gobiernos de medio mundo y que ha puesto en entredicho el sacrosanto papel protagonista de los empresarios en el crecimiento económico y ha reivindicado la necesidad de un Estado fuerte, sí, pero reinventado. Capaz de diseñar objetivos globales e influir en el diseño de los mercados. Como John Fitzgerald Kennedy en 1962, que impuso a su país la misión de enviar un hombre a la Luna y traerlo de vuelta a la Tierra sano y salvo, cree que solo al saber de antemano qué se persigue será posible determinar cómo hacerlo del modo más eficaz y beneficioso para todos. Ahora publica Misión economía. Una guía para cambiar el capitalismo (Taurus, 20 de mayo) y No desaprovechemos esta crisis (Galaxia Gutenberg, 26 de mayo), un recopilatorio de algunas de sus últimas colaboraciones. PREGUNTA. Una economía basada en misiones concretas, para dar la vuelta al capitalismo tal y como lo entendemos. ¿Es así? RESPUESTA. La mayoría de las políticas económicas de los Gobiernos consisten básicamente en aportar dinero: subsidios, préstamos o avales, en forma de apoyo a distintos sectores. No se centran en resolver problemas. Debemos aspirar a una política económica que se enfoque en problemas concretos y se oriente por resultados. Ya sea deshacerse de los residuos plásticos en los océanos o acabar con la ola de crímenes con arma blanca en Londres. P. Objetivo, llegar a la Luna. Asumir riesgos, cometer errores, pero no cambiar el rumbo. R. La idea consiste en que, a la hora de diseñar una política económica, esté orientada por un propósito y un resultado determinados. Por eso debemos plantearla como si fuera una misión. Ir hasta la Luna y regresar era una misión. El desafío al que se enfrentaba Estados Unidos era muy amplio: la Guerra Fría, el desarrollo del Sputnik por parte de la Unión Soviética… Hoy los desafíos están englobados en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible que Naciones Unidas estableció en su Agenda 2030: pobreza cero, paridad de género… Cada uno de ellos puede convertirse en una misión concreta, y lograr que todo el conjunto de la economía trabaje a la vez para resolver el problema, las empresas y el Gobierno. R. Necesitamos un nuevo modelo de sector público. Y necesitamos también un modelo diferente de colaboración público-privada. Dos tareas igual de complicadas, porque existen serios problemas en ambos terrenos. Las instituciones del sector público no se ven a sí mismas como organismos orientados por una misión concreta. Han sido entrenadas, por los académicos o por los ministerios de Economía, para actuar en el mejor de los casos únicamente cuando existe un fallo en los mercados. Y se trata de que la economía sea una creación conjunta. Eso significa asumir riesgos, invertir, y pensar de un modo proactivo cuáles son los objetivos que se persiguen. La cultura interna de las instituciones públicas debe basarse mucho más en la experimentación. Y en equivocarse una y otra vez. Las firmas de capital de riesgo, o la comunidad empresarial en general, presumen precisamente de eso, de haber fracasado una y otra vez hasta alcanzar el éxito. Cuando los organismos públicos fracasan, acaban inmediatamente en las portadas de los periódicos. P. El fondo de recuperación de la pandemia acordado por la UE parece recoger algunas de sus ideas. ¿Se ha acertado en su diseño? R. Está muy bien que tengamos en la UE un plan de recuperación con condicionalidad en las inversiones. Después de la crisis financiera, la condicionalidad se puso en la austeridad. España recortó su inversión en investigación pública un 40%, para poder reducir el déficit. Algo estúpido, como reconocen hoy incluso el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. No se puede, sin embargo, sustituir la austeridad por una inversión a secas, como proclaman algunos economistas de izquierdas. ¿Cómo vamos a invertir? ¿En qué marco? ¿Nos dedicamos a arrojar dinero público desde un helicóptero? Necesitamos un camino, un plan, una trayectoria para lograr un crecimiento liderado por la inversión. Dado que la recuperación en la UE se ha condicionado a la consecución de esos objetivos tan amplios, se abre una oportunidad. Pero ahora debe aterrizar en cada uno de los Estados miembros y obligarles a replantear el modo en que funciona su Administración pública, su sector público, su capacidad sobre el terreno para enfrentarse de un modo serio a esos desafíos. P. Insiste mucho en la necesidad de implicar a los ciudadanos en este nuevo diseño de la economía. R. Esa es la parte más complicada. Por eso es más fácil implicar a los ciudadanos en los proyectos locales. Y es de donde podemos aprender. Porque la gente se reúne. En las asociaciones vecinales, en el movimiento estudiantil. Del mismo modo que formas parte del diseño del plan, adquieres conocimiento, te implicas, el proyecto en sí mismo acaba invirtiendo en tu propia capacidad. Son solamente los economistas, los líderes empresariales y los políticos los que se limitan a decir a todo el mundo que van a combatir el cambio climático. “Será algo bueno para todos, confíen en nosotros”, dicen. En áreas concretas, como la tecnológica, puede funcionar. Pero cuando lo que se pretende es definir una misión social, como combatir la desigualdad, o incluso el cambio climático, es necesaria la participación. Si no, la gente se desentiende y no cambiará. Se resistirá. P. ¿Y es posible planificar a largo plazo con Gobiernos preocupados por lo que pueda pasar la semana que viene? R. No necesitamos únicamente políticas orientadas hacia una misión concreta. Necesitamos organizaciones orientadas en ese sentido. Que sean públicas, pero no politizadas. Piense en la BBC, por ejemplo. Siempre ha tenido interiorizado un gran concepto de valor público. Tienen una cultura propensa a asumir riesgos. Cuentan incluso con un departamento de investigación y desarrollo. Han desarrollado a lo largo del tiempo una cultura de experimentación que ha atraído a los mejores. Resulta mucho más difícil que un político le indique lo que tiene que hacer, porque es una organización con un valor y un propósito muy definidos. Es mucho más sencillo acabar atrapado en una cultura de nepotismo o corruptelas cuando no tienes una visión clara de cuál es el papel del Estado o del sector público. Es lo que intento combatir, esa aniquilación constante de las capacidades públicas. No porque piense que el Estado es más importante que cualquier otro actor, sino porque creo que es el más débil. P. Pero somos de memoria débil. Ya empieza a discutirse que, tarde o temprano, los países deberán afrontar los descomunales déficits en que han incurrido. R. Si volvemos a caer en ese error, no solo sería una oportunidad perdida sino un crimen. Sabemos que la pandemia ha sido mucho peor de lo que debería haber sido. Si hubiéramos tenido sistemas de salud pública fuertes, si hubiéramos pagado lo que les correspondía a estos que llamamos “trabajadores esenciales”, la situación hubiera sido diferente. La austeridad masacró esa infraestructura social en muchos países. Una educación pública adecuada, una sanidad pública adecuada, un buen sistema de transporte público…, todo eso muere cuando impones la austeridad. P. Elevar impuestos, ¿sí o no? R. Por supuesto que tenemos que abordar la política fiscal. Los Gobiernos necesitan los ingresos de los impuestos para elaborar sus presupuestos y ayudar a financiar sus políticas públicas. Pero no puede ser un debate simplista. Los impuestos deben usarse para incentivar comportamientos concretos. Si tienes un impuesto de sociedades muy bajo, estás incentivando una economía cortoplacista, con operaciones muy en corto. Si no gravas las transacciones financieras, estimulas las ganancias basadas únicamente en intercambiar activos ya existentes. P. ¿Y entienden todo esto los partidos de izquierda? R. La izquierda se ha vuelto muy perezosa. Fíjese en Latinoamérica, por ejemplo, en Venezuela. En Europa tenemos el mismo problema, pero a un nivel diferente. Todo el discurso se centra en la redistribución. No existe una narrativa progresista adecuada que explique bien de dónde surge la riqueza. Yo creo cada vez más en la necesidad de hablar de la predistribución. Cómo somos capaces de crear más valor, de un modo diferente, en vez de esperar a recoger los restos. Todo eso necesita un discurso y una discusión diferentes. Por supuesto que necesitamos una política fiscal progresiva, para redistribuir, pero la agenda progresista necesita centrarse tanto también en la creación de riqueza. Si solo te centras en esto último, no habrá nada que redistribuir. Y además es aburrido, como mensaje. Siempre resultará mucho más atractivo un emprendedor como Elon Musk, o cualquier empresario de Silicon Valley.

La última costa de Francisco Brines, por Ángel L. Prieto de Paula (El País, 22/05/21)

En unos pocos días han hecho mutis por el foro Jesús Hilario Tundidor, Caballero Bonald, Joaquín Benito de Lucas... Ahora lo hace Francisco Brines. Galardonado con el premio Adonáis en 1959, Las brasas, de Brines, vio la luz en 1960, cuando el realismo social comenzaba a dar síntomas de agotamiento. Sus endecasílabos blancos retratan a un personaje —el viejo en quien se contempla el joven autor andando el tiempo— enclaustrado en su jardín cerrado, que efectúa consideraciones terminales sobre una vida sustancialmente cumplida. Su veta sensualista y elegiaca era fácil relacionarla con el Cernuda posterior a Las nubes y con la secuencia discursiva más atemperada de Juan Gil-Albert, cuyo retorno desde el exilio a Valencia en 1947 no solo no supuso su redescubrimiento, sino que remachó los clavos de su ataúd, dada la existencia replegada y casi furtiva que hubo de llevar. Uno de sus escasos lectores fue Francisco Brines, cuya armonía expositiva se impone siempre, aun en los temas más dados al temporalismo y la muerte, sin enfatismos ni aspavientos tremendistas. En aquel libro se apreciaba asimismo la influencia de la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez, y de la poesía sensitiva, fruitiva y simbolista de los de Cántico. Su llegada abrochó el canon poético del medio siglo, con algunos de cuyos autores tiene puntos de contacto: Claudio Rodríguez (pero menos alumbrado e hímnico que él), José Ángel Valente (a quien rebasa en su fraseo musical, pero a quien no alcanza en su radicalidad crítica), Gil de Biedma (heredero también de Cernuda, pero más dado a los esguinces morales y al conversation poem de tradición romántica inglesa). Por lo demás, el sujeto poético de Brines no obedece, como el de Biedma, a una personalidad de numerosas máscaras, pues en él siempre atisbamos al autor, que escapa de la impudicia confesional y del patetismo obvio mediante las superposiciones temporales, las abstracciones alegóricas y un simbolismo bien armado. La escritura de este poeta elegiaco no se echa en brazos de la tristeza reminiscente, tan socorrida y previsible, pues su relato de la fugacidad deriva en un canto pagano a la existencia, al amor, a la belleza y a la poesía. Y tampoco se queda abismada en su ombligo: es también un juicio sobre la historia y el devenir humanos. El santo inocente (1965), que en la primera recopilación de su obra (Ensayo de una despedida, 1974) pasó a titularse Materia narrativa inexacta, adopta el hilo de la narración, con abundantes excursos ensayísticos, para establecer alegóricamente una reflexión sobre el sentido de la vida, en que el afán de la plenitud resulta asfixiado por el dogal de las convenciones, las leyes o las normas sociales. Aunque Brines no es poeta de la cuerda de Vallejo, podría haber suscrito aquel verso del peruano: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte”. Muy volcado al tema de la muerte, en Palabras a la oscuridad (1966) las truculencias de los poetas expresionistas, amamantados en el “desgarrón afectivo” de Dámaso Alonso o Blas de Otero, dejan paso a un consuelo que encuentra su lugar en el paraíso de Elca, en su Oliva natal. Es cierto que también allí habita la muerte (Et in Arcadia ego), pero se trata de un contrapeso necesario para que la verbalización de la plenitud alcance una asombrosa densidad. En Aún no (1971) Brines adopta una entonación más sentenciosa, casi lapidaria a veces, en la tradición gnómica barroca y, más atrás, de la lírica latina. Frente a la tribulación cristiana, el poeta recoge con serenidad las evidencias de la madurez y de las pérdidas, dispuesto a consumir lo que queda por delante: “Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno”. Insistencias en Luzbel (1977) es el umbral de sus, a mi juicio, dos mejores títulos. El otoño de las rosas (1986), libro del crepúsculo vespertino, es una de las grandes construcciones elegiacas de la segunda mitad del siglo XX. En buena parte de sus poemas la corteza del tópico, que tantas veces congela el sentimiento latente, cobra nueva vida en “algunas hojas verdes”, como las del olmo seco de Antonio Machado. Respecto a La última costa (1995), su última obra publicada, sé —sabemos— que el poeta, más dado al ocio que al negocio, iba pian pianito acopiando poemas para un próximo libro; pero me cuesta trabajo pensar que pudiera avanzarse respecto a lo que había llegado allí, sin caer en la reiteración o en la mera insistencia. Reaparece en los versos el sujeto ficticio de Las brasas, quien finalmente alcanzó el futuro en que aquel joven se había proyectado, y a cuyas espaldas queda la luz de la felicidad. En el escaparate lúgubre del poema que da título al libro, el viaje al Tártaro se nos presenta como una cadena de difuntos que tiene la belleza funeral, finalmente inexplicable, de un cuadro de Böcklin.

Renovarse o morir, por José Álvarez Junco ( El País, 23/04/21)

Los análisis que circulan sobre la abrumadora derrota de la izquierda en Madrid tienden a ser coyunturales, relacionándola con la pandemia, errores de la campaña, mala elección o deslices de los candidatos. Pero hay un argumento repetido que creo más revelador: un reproche a los votantes, a los que se acusa de carecer de la racionalidad esperable en ellos, de traicionar o desconoce sus verdaderos intereses. Lo que no pueden comprender (Monedero dixit) es que el pueblo haya regalado el poder a sus enemigos, a los que viven de él, a los que le oprimen, a sus “señoritos”.¿No será que, en vez de ser tontos o traidores los votantes, los esquemas explicativos de la izquierda son inadecuados? Hablar de “izquierda” es, por supuesto, simplificar (como hablar de “derecha”). Hay varias y diversas, procedentes sobre todo de dos familias: la revolucionaria o comunista y la reformista o socialdemócrata. Pero ellos mismos se meten en un solo saco al llamarse “fuerzas progresistas”. Supongamos que es así, que existe esta unidad, hagamos de ella un tipo ideal y analicemos su esquema mental básico. El vocablo mismo “progresista” dice mucho, porque el primer artículo de su fe es la idea del progreso, la creencia en que las sociedades humanas caminan desde la ignorancia, la opresión y la miseria hacia la cultura, la libertad y el bienestar. Un avance que la izquierda defiende y al que la derecha (reacción) se opone. El progresista, claro, actúa por idealismo, por principios (le atraen la libertad, la justicia, la cultura); el reaccionario, en cambio, por mezquino interés, por mantener su privilegiada situación en la jerarquía social. El segundo pilar de su esquema es la lucha de clases. Que supone hoy un enfrentamiento burguesía-proletariado, o patronos-trabajadores, abocado a un inexorable triunfo de los segundos, que limitarán o eliminarán la propiedad privada (origen último de todos los conflictos sociales). Sobre este planteamiento, lo primero que destaca es su antigüedad (la idea del progreso viene del siglo XVIII; la lucha de clases, del XIX). Y su maniqueísmo. Y su insufrible superioridad moral. La humanidad, sin duda, ha progresado. Hoy se alimenta mejor, vive más años, es más culta y soporta menos opresión política que hace mil años. Pero no todo progreso es avance: recuerden los destrozos ambientales; o experimentos políticos, como comunismo y fascismo, que parecieron modernos frente al “caduco parlamentarismo liberal” y resultaron ser locuras criminales. Que el núcleo de los conflictos de nuestra sociedad sea su división en dos clases, irremediablemente enfrentadas, es otra simpleza. ¿Quién no es “trabajador” hoy? ¿Un autónomo es un patrono? Como lo es plantear como principal dilema actual la estatalización de la economía frente al neo-liberalismo salvaje. Estos son los polos antagónicos de un discurso catastrofista. Aparte de que muchos de los problemas modernos no son económicos, sino identitarios, culturales, ecológicos o relacionados con el derecho al ocio o la salud mental. Este “izquierdista” ideal que dibujamos, obsesionado con la igualdad, relega la libertad a segundo plano. Y la libertad, además de muy atractiva, es la clave de la creatividad, del crecimiento. Pero es que nuestro izquierdista tipo, pese a que dice que la economía es la clave de todo, se despreocupa del crecimiento económico. Si hay una libertad a la que él detesta especialmente es la libertad de mercado. La suprimiría sin vacilar en su economía nacionalizada o fuertemente regulada. Sin embargo, las economías colectivizadas han demostrado ser paralizantes. El mercado libre ha sido, en general, más creativo. Otra cosa que la izquierda podría reconocer algún día. En vez de hacerlo, se muestra tolerante con el comunismo, o los restos de comunismo: en Cuba no habrá libertad, concede, pero hay educación o sanidad para todo el mundo... Lo cual le distancia del ciudadano actual, que ni en su peor pesadilla quiere vivir en Cuba (o Corea del Norte, o Venezuela; por no hablar de la URSS de Stalin o la Europa oriental anterior a 1989). ¿Por qué no abjura la izquierda, de una vez, del comunismo? Como hizo con el marxismo la SPD alemana en Bad Godesberg, o el PSOE, forzado por González, en 1979. Al revés, en el Gobierno español actual sigue habiendo comunistas confesos. ¿Creen que eso les da votos? En resumen, la izquierda debería partir de la fórmula política que mejor ha funcionado en la historia humana: la socialdemocracia europea anterior a 1980. Que se comprometía con la democracia parlamentaria y el mercado libre como motor del crecimiento económico, aunque complementado con un Estado de Bienestar o colchón protector para los más débiles. Sobre ese tándem dirigió economías boyantes y ganó elecciones durante cuarenta años. Le desprestigió su monopolio del poder, el clientelismo, la burocratización, el exceso de impuestos, la mala gestión de los servicios públicos, los frenos que todo ello suponía para el crecimiento económico. Céntrese, pues, en esos problemas. Proponga un mercado regulado pero no dirigido, políticas fiscales redistributivas, derechos sociales, educación de calidad y accesible a todos, administración pública eficaz y controlada por los ciudadanos, defensa de los derechos de minorías culturales o de género (que no consiste sólo en hablar de “ellos y ellas y elles”; lo que añade a su moralina una pedantería muy alejada de ese pueblo al que dice defender)… Céntrese, sobre todo (la izquierda; o la derecha, qué más da; quien quiera gobernar bien), en problemas políticos, porque es lo propio de la pugna política; y porque es la clave de todo lo demás. Un Estado ineficaz no puede resolver nada. El Estado debe funcionar, gestionar bien, la burocracia debe estar preparada e imbuida de sentido de servicio público. ¿A quién se le ocurriría poner la economía en manos de una burocracia corrupta e incompetente? Antepongamos a cualquier otra exigencia la buena gobernanza y el fortalecimiento del Estado de Derecho. Porque sólo un poder controlado y limitado, pero eficaz, permitirá aumentar a la vez la igualdad y la libertad. En el caso español, a todo esto se añade un problema de la máxima gravedad: la organización territorial del poder. Para el que la izquierda nunca ha sabido ofrecer una solución clara. Cargada de mala conciencia ante un españolismo asociado al franquismo, coquetea con los nacionalistas periféricos. El gobierno actual llegó a serlo con el apoyo de ERC y Bildu. Con lo que regaló la bandera nacional a la derecha. Elabore y defienda de una vez el PSOE una propuesta seria de reorganización territorial del Estado, un federalismo completo, con clara delimitación de competencias y adscripción de recursos, con órganos de coordinación (Senado, para empezar) y de arbitraje (Tribunal Constitucional consensuado) y con un compromiso de lealtad que excluya independentismos e intentos de recentralización. Sólo planteándose estos temas podrán los aspirantes a líderes adecuarse a los tiempos y al lugar en el que viven. Y el electorado dejará de verles como anticuados y arrellanados en el poder.

viernes, 2 de abril de 2021

Víctimas de una guerra civil, por Enrique Moradiellos

La guerra civil española de 1936-1939, como otras similares antes o después, no estalló de improviso como un fenómeno natural ni por la acción malévola de minorías aisladas y sin arraigo social profundo. Es un error considerarla mero producto de la rebelión militar de un puñado de traicioneros “generales facciosos” o entenderla como acción preventiva para anular “un complot comunista” inminente. Con independencia de sus causas (más complejas de lo que pretende el maniqueísmo especular filofranquista o prorrepublicano), la contienda fue un cataclismo colectivo que partió por la mitad a la sociedad española y abrió las puertas a un aterrador infierno de violencia y sangre: en torno a 200.000 muertos en combate, más de 350.000 muertos por penurias alimentarias y carencias sanitarias y una cifra de víctimas mortales por represión política de no menos de 130.000 personas a manos franquistas (la mayoría en guerra y unas decenas de miles en posguerra) y poco más de 55.000 a manos republicanas (estas solo durante la guerra). Esa última categoría, las víctimas como sujetos de daño mortal por acción de otros al margen de operaciones bélicas, son siempre parte definitoria de esa violencia salvaje contra el “enemigo interno”. Son la máxima expresión de toda guerra civil porque revela la combinación letal de odio y miedo que es previa condición de posibilidad del estallido de un conflicto donde los enemigos hablan el mismo idioma, residen en los mismos lugares y pueden incluso ser familiares o conocidos y por eso odiados y temidos de manera personalizada. En esas guerras, la violencia contra ellos tiene carácter estratégico (anula su resistencia por eliminación física o intimidación moral ante el castigo ejemplar) y por eso anegó de sangre ambas retaguardias, sobre todo en los primeros meses testigos del “terror caliente” de 1936 (casi el 70% de esos represaliados perdieron la vida en ese lapso temporal). El perfil de las víctimas en España es contrastado, desde luego, como corresponde a una guerra que fue combinación de lucha de clases sociales por las armas, pugna de ideologías políticas enfrentadas, choque entre mentalidades religioso-culturales contrapuestas, enfrentamiento de sentimientos nacionales mutuamente incompatibles. En la zona sublevada, truncado el objetivo de triunfo rápido y total, la represión alentada por los mandos militares pretendía “limpiar” de escoria el cuerpo social de la nación católica mediante la liquidación de las autoridades institucionales adversas (militares y civiles), así como de los dirigentes socio-políticos de los partidos y sindicatos de izquierda y de sus militantes más activos, desafectos o peligrosos. En la zona republicana, impotente su Gobierno legal ante un proceso revolucionario amorfo, eliminaba obstáculos a la transformación social a través de las vidas de militares hostiles, líderes políticos derechistas, patronos opuestos al sindicalismo obrero y, sobre todo, clérigos de la Iglesia católica, erigida en símbolo culpable del mal acumulado durante siglos. Esa dinámica violenta y fratricida generó víctimas y verdugos en ambos bandos, como en toda guerra civil previa o posterior. Y por eso, puestos a usar los muertos como arma arrojadiza del presente, nadie saldría ganando de manera diáfana e inmaculada. Sin entrar en primacías temporales o grados de vesania criminal, por cada “paseado” como Federico García Lorca o el alcalde de Granada a manos de militares sublevados siempre cabe citar otro “paseado” como Pedro Muñoz Seca o el tribuno Melquíades Álvarez a manos de milicianos revolucionarios. Por cada muerto inocente y vulnerable registrado tras la ocupación franquista de la ciudad de Badajoz en agosto de 1936 (fueran los 530 registrados por estudios locales o los más de 3.000 apuntados por otras fuentes), siempre cabe recordar otro muerto inocente y vulnerable enterrado por milicias revolucionarias en las fosas de Paracuellos del Jarama (entre 2.200 y 2.500, según las fuentes). En todo caso, es innegable que la violencia insurgente (luego franquista) fue más efectiva por organizada y progresivamente centralizada, además de superior en número porque empezó aplicándose a media España pero logró expandirse al compás de sus avances militares y extenderse temporalmente más allá de la victoria. Es algo lógico que confirman otras guerras civiles (el que gana mata más) y que se aprecia tanto en la cuantificación general como en la esfera microhistórica. Un ejemplo sin pretensiones, pero ilustrativo: el famoso por conflictivo pueblo pacense de Castilblanco (3.000 habitantes), que estuvo en poder republicano toda la contienda, registró 10 víctimas derechistas entre 1936 y 1939 frente a 45 víctimas izquierdistas entre 1939 y 1942. Esta es la triste realidad histórica de la represión, fueran víctimas inocentes, culpables o mezcla de ambas cosas en algún momento o caso. Por eso, en términos cívico-democráticos, los crímenes de lesa humanidad cometidos por reaccionarios insurgentes en un lado no legitiman ni anulan los crímenes de lesa humanidad cometidos por el terror revolucionario impuesto en el otro lado. No se trata de ninguna “equidistancia” moral (absurda porque ese concepto geométrico nunca invalidaría la necesaria imparcialidad de juicio que reclama la historia si no quiere ser mitología propagandística). Se trata de evidencia imborrable que nutre la mirada histórica atenta a la complejidad del fenómeno y trituradora de consoladores mitos maniqueos deformadores por ignorancia o cerrazón ideológica. ¿Acaso la “imparcialidad” en la historia es ahora delito en vez de ser obligación deontológica y debe reemplazarse por flagrante “parcialidad”? ¿Acaso ocultar los crímenes de unos para ensalzar la enormidad exclusiva de los crímenes de otros es hacer “buena Historia”? Todo lo contrario. Y sin que ello sea óbice para que el Estado democrático corrija una anomalía derivada de la propia historia y trate a todas las víctimas con igual respeto. Porque mientras que durante mucho tiempo unas tuvieron lugares honorables de reposo y a sus herederos reconocidos y gratificados, las otras sufrieron la vergüenza de permanecer en fosas comunes y carecieron de amparo para sus deudos. Así estaríamos cumpliendo la resolución del Parlamento Europeo sobre “memoria histórica europea” de abril de 2009 que pide recordar “con dignidad e imparcialidad” a “todas las víctimas de los regímenes totalitarios y antidemocráticos en Europa”, considerando “irrelevante qué régimen les privó de su libertad o les torturó o asesinó por la razón que fuera”.