En el siglo XV, ya en pleno Renacimiento, Giovanni Pico della Mirandola escribe el que para mí es el principal texto humanista que se ha escrito jamás: La oración por la dignidad del hombre. Creo también que es el texto más optimista que se ha escrito sobre la libertad humana. Allí Yahvé le dice a Adán: “La naturaleza limitada de las otras criaturas está contenida en leyes prescritas por mí. Tú, en cambio, te las determinarás, no constreñido por ninguna barrera, sino según tu arbitrio, a cuyo poder te confío. Te he puesto en el centro del mundo para que desde allí puedas dilucidar todo aquello que hay en el mundo”.
Este radical antropocentrismo y esta insólita confianza en la libertad humana —en parte griega, en parte cristiana— representa la corriente más luminosa del humanismo renacentista, y Shakespeare la adoptará amplia y magistralmente en ese hombre que es eslabón central de la gran cadena del ser. No obstante, la propia revolución científica del Renacimiento, sobre todo la astronómica, que conlleva el fin del geocentrismo y abre la puerta a la visión de un universo ilimitado, destruye rotundamente la centralidad física del hombre en el cosmos. No podía dejar de ser traumático el proceso hacia tal toma de conciencia, por eso los grandes pensadores europeos maniobraron con cautela. Los cristianos, como Pascal, recordaron que la única centralidad del hombre es la consecuencia de su amorosa pertenencia a Dios. Descartes, en un gran salto mortal, lo sitúa todo en el terreno del pensamiento, “pienso, luego existo”, porque pensar sitúa en la centralidad al ser humano.
La utopía renacentista, convertida en ideología por el pensamiento ilustrado y por su contrapunto, el pensamiento romántico, desata la última y más turbulenta etapa del antropocentrismo europeo. En ella el hombre ya no es considerado únicamente el centro del mundo, sino también el dueño del mundo, es decir, el dueño de la Tierra, donde construirá su paraíso. Y ese paraíso construido, sea a través de la revolución política y social, sea a través de la técnica, es uno de los ejes centrales del último antropocentrismo que, a la vez, la violencia del siglo XX transformó en un central espacio infernal que amenazaba con la autodestrucción de la humanidad. A principios del siglo XXI, la cultura humanística, tras tensionarse hasta límites insoportables, apenas se hace sostenible o, dicho más crudamente, apenas se hace aceptable.
Como dueño de la Tierra, o si se quiere, en la encarnación del gran deseo ilustrado, como dueño de la existencia, el ser humano es el gran constructor. De ahí que ningún mito como el mito prometeico represente tan adecuadamente los esfuerzos e ilusiones de la modernidad. No obstante, también en su autocalificada condición de dueño de la existencia, ninguna tiniebla es más persistente que la tiniebla mefistofélica. Si en el siglo XIX Prometeo se mira orgulloso y esperanzadoramente en el espejo, en el siglo XX es Mefistófeles, con su tiniebla, quien aparece en la imagen. Y desde finales del XX, pero sobre todo desde principios del siglo XXI, las interrogaciones acerca de la función destructiva del hombre no han hecho sino aumentar. El antropocentrismo depredador de considerarse el dueño de la existencia, acompañado por el uso a gran escala de la tecnología, ha llevado a una exterminación muy considerable no solo del entorno natural, sino del propio entorno humano, porque ese dueño de la Tierra se ha convertido en una amenaza, para los suyos y para todo. Por muy heredero que sea del esplendor prometeico, el siglo XX lo convirtió en depredador planetario.
Ante tal evidencia, se hace urgente pensar en la posibilidad de rearme del humanismo. Aunque con ciertas continuidades con los viejos humanismos, ese humanismo nuevo, apropiado a nuestra época, tiene que ser diferente a todos ellos. Ya no puede identificarse con un rígido antropocentrismo, y aún menos con el que modernamente ha derivado en poseedor de la Tierra. Todo lo contrario: el humanismo en el futuro debería fundamentarse en la renuncia a la exclusividad y construir su edificio sobre la convicción de una existencia compartida. Esa es la piedra angular para rearmar un humanismo que sepa recoger las grandezas y miserias contemporáneas. Lo otro no puede seguir siendo naturaleza inanimada mientras el ánima sigue siendo en exclusiva humana.
La mayor libertad que Pico della Mirandola le otorgaba al hombre tiene que traducirse en una responsabilidad mayor basada en la convivencia. Desde esa convicción, el ser humano no podría considerarse el dueño de la Tierra, sino su principal servidor. El paso siguiente en ese proceso de rearme del humanismo es la complicidad con las existencias del mundo, que debe aplicarse, en primer lugar y de manera universal, a la propia especie sin ninguna distinción de sexo, raza o procedencia. No obstante, el mayor combate en la construcción del nuevo humanismo es la lucha por alcanzar la complicidad de los sentimientos, alcanzar la compasión. De ello hay ya referencias maravillosamente sólidas en el pasado: la sofrosine frente a la hybris en la tragedia griega; los sermones de Buda en el río Ganges; la insuperable síntesis de amor del Sermón de la Montaña; las palabras de Francisco de Asís, y más cercanos, las de Mahatma Gandhi en la Conferencia de Londres. Es cierto que esas formas de la compasión fueron anteriores a Auschwitz, Hiroshima y la depredación planetaria, y que esos acontecimientos marcaron a hierro candente las posibilidades de un humanismo futuro. Por eso la idea de compasión debe ser más amplia, más flexible, más audaz. Debe ir más allá de la compasión del ser humano por el ser humano, condición imprescindible para ejercer cualquier otra compasión. Debemos compadecernos de y con los animales, los vegetales, la Tierra y del cosmos. Es fácil decirlo y difícil hacerlo porque la vida es violenta, pero es nuestra obligación que la violencia de la vida no degenere en brutalidad y crueldad, en la sórdida idolatría de un ser, el humano, que se cree dueño de la existencia. Y lo mismo ocurre con la crueldad y brutalidad contra la Tierra, que en lugar de ser compartida por todas las vidas, es motivo de pillaje y saqueo por parte de la única criatura que se mueve por la obsesión de la codicia y de la avaricia.
El desconcierto que se constata en la cultura contemporánea no es sino el reflejo del declive del viejo humanismo en la sociedad. La cultura es como un gigante cojo, con la pierna científica y tecnológica muy alargada, y con la pierna espiritual y moral mucho más corta. No obstante, si el porvenir cultural occidental quiere revitalizarse, tiene que lanzarse decididamente por el sendero del nuevo humanismo. Cabe, entonces, reivindicar un renovado auge de los estudios de las humanidades, desde luego no encerrados en la mirada nostálgica sino abiertos a las transformaciones radicales que han modificado el estatuto del ser humano en el mundo. Pero esa renovada cultura humanística debe apoyarse en la exploración del conocimiento, la libertad crítica y la compasión.
Quizá mayoritariamente se esté de acuerdo en los dos primeros pilares y puede parecer extraño la inclusión del tercero. Sin embargo, aceptada en términos universales, la compasión es la mayor revolución que puede emprender el ser humano del presente.