Estamos asistiendo, entre tanta turbulencia, al triunfo del conocimiento. En pocos meses se han diseñado distintas vacunas que permiten atisbar un control de la pandemia. Incluso ante fenómenos naturales incontrolables, como la erupción de un volcán, se ha podido predecir lo que iba a ocurrir, paliando así los daños. También hay ya abundantes conocimientos para combatir la crisis climática o las crecientes desigualdades sociales, aunque falte voluntad política para aplicarlos.
Parece cumplirse en parte el sueño ilustrado según el cual el conocimiento nos hará mejores como personas y como sociedad. Sin embargo, en estos últimos tiempos, junto al conocimiento ha crecido también su antítesis, el negacionismo. Están resurgiendo las creencias antivacunas, la negación o relativización de la crisis climática, incluso el negacionismo histórico o social (desde la toma del Capitolio a la polémica sobre el indigenismo). La mejor vacuna contra estos negacionismos es, sin duda, la escuela, en sentido amplio, esa institución que distribuye socialmente el conocimiento para lograr el sueño ilustrado. Y así hacernos mejores. Pero tampoco aquí estamos libres de pecado, porque, cómo no, también hay un negacionismo educativo, que se opone al saber científico para mejorar la educación, reclamando, en su lugar, una vuelta al pasado. Todos los discursos negacionistas comparten el rechazo a nuevas ideas que contradicen los hábitos y saberes establecidos. Ante los problemas complejos, se refugian en soluciones simples, definitivas, de sentido común, rechazando las respuestas provisionales, inciertas y complejas que ofrece la ciencia.
En el caso de la educación, instituciones tan poco revolucionarias como la OCDE o el Banco Mundial vienen alertando de que no responde ya a las necesidades de las sociedades complejas. Frente a una enseñanza dirigida aun hoy a acumular conocimientos —basta con recordar la famosa EVAU, que casi ningún ciudadano ilustrado, que no sea estudiante de 2º de Bachillerato, aprobaría— se propone que los futuros ciudadanos deben aprender a usar los conocimientos de forma flexible en una sociedad en continuo cambio. En vez de enseñarles directamente lo que necesitarán saber dentro de unos años debemos enseñarles a aprender y a analizar críticamente el conocimiento para poder transformarlo.
Algunas de estas ideas subyacen a los desarrollos curriculares de la Lomloe, que en estos últimos meses están saliendo a la luz. Estas propuestas deben ser discutidas y criticadas desde el conocimiento científico y profesional proporcionado por la investigación educativa. Pero la respuesta que reciben, tanto en redes y grupos sociales como en algunos medios de comunicación, es otra. Es la respuesta del negacionismo educativo, que reclama una vuelta al pasado y al sentido común, buscando, aquí también, soluciones simples para los complejos problemas educativos. Políticos interesados, comunicadores, e incluso profesionales de la educación o académicos —y bastantes madres y padres— defienden una vuelta a la educación tradicional, de la que, por cierto, nunca nos hemos ido, ya que nuestras aulas apenas han cambiado en las últimas décadas en comparación con la sociedad para la que se forman.
Así, se reclama volver a la cultura del esfuerzo para recuperar la motivación perdida, cuando la investigación ha mostrado que motivar es algo más complejo. Exigir más no necesariamente aumenta el esfuerzo, incluso cuando no es recompensado puede disminuirlo. Se defiende mantener de forma rígida, inflexible, los contenidos tradicionales —a ser posible los de toda la vida—, en vez de formar en competencias, algo en lo que la OCDE, con su proyecto PISA, viene insistiendo desde hace tiempo. Se reivindica el valor de la memoria como almacén del saber, cuando la investigación psicológica muestra que conocer no es tanto acumular conocimientos como ser capaces de usarlos y transformar lo aprendido.
Podría seguir con otros tantos ejemplos (el rechazo al aprendizaje cooperativo, la defensa de la repetición, la reivindicación de la autoridad tradicional del docente…), que reflejan viejas creencias, que algún día sirvieron para los fines de la educación y que, por tanto, son compartidas por muchos docentes, madres y padres, porque así fue como ellos aprendieron o han enseñado. Pero son creencias insostenibles hoy, no por motivos ideológicos, sino científicos. La investigación ha mostrado, en contra de las creencias más arraigadas, incluso entre los propios docentes, que así no se logran los aprendizajes que nuestra sociedad demanda. Es preciso por tanto promover un debate social sobre la educación que queremos y necesitamos, pero basado en el conocimiento científico, en datos y no en prejuicios o en miedos. Por encima de todo, para que los cambios propuestos lleguen a las aulas y no se queden, una vez más, en el papel, se requiere impulsar una formación docente que genere ese cambio de creencias y de prácticas y que haga que los profesores dialoguen con el conocimiento científico sobre el aprendizaje y la enseñanza y no se quede en discursos teóricos, normas o retóricas bienintencionadas, pero alejadas de lo que sucede en las aulas.
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