Hasta que lo leí en este periódico, yo no sabía que se puede acelerar la proyección de las películas y las series de Netflix, y que muchos espectadores impacientes lo hacen. La idea me produce rechazo al principio, y despierta la peligrosa propensión al lamento cultural: ya no hay sosiego para nada, la gente quiere ficción rápida igual que quiere comida rápida, etcétera. Luego me paro a pensarlo y no estoy seguro de llegar a ninguna conclusión. ¿No acelero yo también, muchas veces, la velocidad en la lectura de un libro, por la codicia de averiguar el final, o por la impaciencia de acabar cuanto antes? ¿No me salto divagaciones que me aburren? Y también se da el caso de leer muy por encima algo a lo que me siento obligado, a veces por prisa o negligencia y otras porque, si se tiene cierta experiencia, un libro puede probarse, o catarse, como un vino, y adquirir una idea bastante precisa de su valor. No hace falta beberse la botella entera para apreciar la calidad del vino. Pero tampoco se puede disfrutar bebiéndolo a toda prisa.
E. M. Forster dice que en el interior de cada novela hay un reloj: también en el interior de una música, o de una película. La novela, la película, contiene sus indicaciones sutiles de tiempo y de ritmo, como una partitura. Pero, igual que en la partitura, esas indicaciones dejan un margen de imprecisión en el que actúa el albedrío y la destreza del intérprete. Cuanto más honda o compleja es una obra de arte, mayor es el grado de participación activa de quien la lee, la escucha o la contempla. Lo que hay sobre la página, la pantalla o el lienzo son manchas y signos, como las notas en el papel pautado: donde está el cuadro, donde suena la música, donde sucede la narración es en la conciencia de quien establece un diálogo silencioso y alerta con la obra.
Como el acto de leer nos resulta instintivo, no nos damos cuenta de hasta qué punto las palabras escritas son signos de un código abstracto y exigen de quien las lee no una actitud pasiva de espectador, sino un ejercicio de interpretación tan sofisticado como el del músico que toca una partitura. La maestría literaria consiste no en abrumar al lector con una riqueza de imágenes o detalles o ideas, sino en lograr que esa riqueza donde suceda sea en su imaginación, no en la página. Cuanto mayor era la capacidad de Velázquez para hacer visibles presencias y espacios, más económico era su uso de las pinceladas. Cuando volvemos al cabo de los años a un libro que nos impresionó, lo que descubrimos muchas veces es el contraste entre la riqueza de nuestro recuerdo y lo sucinto de los medios que en realidad usó el autor. Una de las escenas más célebres del arte de la novela, de las que han despertado mayores resonancias visuales y simbólicas, es la aventura de los molinos de viento en el Don Quijote de 1605: en realidad dura menos de media página y es de un extremo laconismo en los detalles, cada uno de ellos, eso sí, escogido y memorable. Hace unos años volví a leer un cuento de John Cheever que creía conocer muy bien, El nadador. El impacto de la relectura fue todavía más poderoso, porque en el intervalo se había inevitablemente enriquecido mi experiencia del paso del tiempo. La gran sorpresa fue descubrir que el cuento era mucho más breve de lo que yo recordaba. Donde se expandía hasta abarcar el tránsito del día hacia la noche, del verano al otoño, de la plenitud al declive de la vida, era en mi imaginación, no en las páginas. Algo de ese tiempo interior dilatado está en la película de finales de los años sesenta, de la que nos queda el recuerdo de la fortaleza herida y la mirada atónita de Burt Lancaster.
La palabra es más sintética que las imágenes, y por eso lo que hace el cine al adaptar novelas suele ser abreviarlas, acelerando mucho el reloj interior del que habla Forster. La originalidad de la película sobre El nadador está precisamente en lograr lo contrario sin perder la intensidad poética, prolongando lo breve, creando o recreando en la pantalla el efecto que el relato tiene en la imaginación del lector, una película soñada. Pero el cine es de por sí un espejismo de esa velocidad cabalística de 24 imágenes por segundo que crea en el cerebro la apariencia del movimiento de la vida. Y la manía de aceleración de las vanguardias debió de nacer en gran parte del espectáculo novedoso del cine, los temerarios saltos temporales del montaje.
En la poesía, como en la pintura, el tiempo queda en suspenso. La novela, la música, el cine están hechos con el fluir del tiempo. Una prosa es musical no porque sea enfática o sonora, sino porque avanza de una palabra a otra y de una frase a otra como un caudal a veces constante y a veces entrecortado, o demorado, o embravecido. Hay “una prisa lenta”, dice Juan Ramón Jiménez. Hay prisa y velocidad en el deslumbramiento de lo inusitado, igual que en ciertos trances del proceso inventivo, cuando una imagen o una historia parece que han llegado de golpe y cobran forma por sí solas. Es la prisa de escribir muy rápido y no pararse a corregir nada, y la de leer sin sosiego para llegar cuanto antes a la próxima página. Era la prisa con la que improvisaban Charlie Parker y Dizzy Gillespie en sus duelos de virtuosismo de los primeros años del bebop. Pero antes de esa prisa de vértigo jubiloso está la lenta paciencia del aprendizaje y del tanteo, y de la simple espera de que brote una chispa de algo en la imaginación. Y después de la prisa, agotado el trance, viene la otra lentitud de un progreso tan gradual que tiene algo de aridez, y la de dejar un tiempo de reposo a lo que se hizo tan aceleradamente, y luego volver para revisarlo sin ninguna urgencia, para corregir y tachar y hacer claro lo atropellado y lo confuso. La película o la novela que devoramos la primera vez esconden tesoros ocultos que solo encontraremos cuando regresemos a ellas otra vez, otras veces, al día siguiente o al cabo de los años. Hay obras maestras de la rapidez, igual que las hay de la lentitud, pero hay otras que están hechas por igual de las dos.
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