Somos la sociedad más informada de la historia de nuestra especie. Nos enteramos de todo en el acto y, sin embargo, vivimos permanentemente en la confusión, ahogados en ese torrente inagotable de imágenes y palabras que ocupa, sin tregua, las pantallas de los teléfonos y las tabletas.
En el sistema de Alta Definición (HD, por sus siglas en inglés), las imágenes, como bien se sabe, tienen una resolución mayor que las de definición estándar. En una película, o serie, grabada en HD, los rostros, las manos, y también los árboles y los automóviles, se nos presentan con un detalle, un colorido y una textura que nunca encontramos en la realidad que vemos a simple vista.
La realidad excesiva que aparece en la pantalla no tiene que ver con la realidad que nos rodea, que no es tan colorida ni tan brillante, tiene menos definición, es más brumosa y tiene una cantidad más modesta de píxeles.
La HD nos presenta las imágenes con un preciosismo que termina enmascarando cualquier inconsistencia argumental. Lo que más abunda en Netflix son las series mal contadas, con guiones huecos o ridículos y una fotografía impecable, que ya depende más de la tecnología de la cámara que del talento del fotógrafo.
La realidad exagerada, irreal, de la HD, tiene un curioso equivalente, sintomático quizá sería mejor decir, en la información que recibimos todo el tiempo en las pantallas: así como en las series vemos de más, también sabemos de más por estar permanentemente expuestos a ese torrente de información que no cesa y que nos asalta a todas horas a lo largo del día, y de la vida.
¿Qué tanto de lo que pienso, digo y hago es mío, y qué tanto es inducido por los otros? La pregunta es importante porque en el siglo XXI son los otros los que están permanentemente en la pantalla.
La influencia de los otros ha sido siempre una constante; se crece siguiendo el ejemplo de los mayores, o de los coetáneos notables, y a lo largo de la vida seguimos adoptando ideas y conductas de los demás. Al final la personalidad de uno es la suma de las diversas personalidades; así ha sido desde el principio de los tiempos, crecemos imitando a los otros, o a veces en contra de ellos, lo cual es también una manera de educarse a partir de una influencia.
Pero lo cierto es que nunca esta influencia había sido tan ubicua. Hoy basta con mirar la pantalla del teléfono para exponerse a una multitud de ideas y de conductas que aparecen permanentemente y de forma torrencial. La televisión nunca ha invadido con tanta saña.
Antes del móvil y la tableta las personas crecían siguiendo el modelo de la gente que tenían alrededor, y si acaso el de algún personaje mediático que aparecía en la prensa o en la televisión. En cambio, los modelos que influencian al individuo del siglo XXI viven en las pantallas, los niños y los jóvenes pasan más tiempo con ellos que con las personas que los rodean; son educados por esa multitud de personajes fantasmales que pueblan sus teléfonos.
El término influencer lo dice todo: un educador cuyo único talento, la mayoría de las veces, es tener miles, o millones, de educandos. La forma en la que se aprende de ellos no se puede soslayar: durante muchas horas al día, muchas más de las que invertía nadie cuando no había pantallas personales, la persona se dedica a atender lo que hacen y le dicen los demás: en lugar de vivir su vida, dedica todas esas horas a vivir la vida de los otros, con la particularidad de que hoy los otros son los mismos para todos, y con la perspectiva que nos ofrece esta particularidad: la uniformidad del pensamiento.
Esquilo advertía en su tiempo, y su mensaje parece dirigido al ciudadano del siglo XXI que naufraga en la desinformación: “sabio es el que conoce lo útil, no el que conoce muchas cosas”.
Hoy estamos, precisamente, en el otro extremo, estamos muy lejos de aquellos sabios; la sabiduría en nuestro tiempo es un lujo que ha sido arrasado por el exceso de información. Los griegos decían mucho con pocas palabras y lo nuestro es la palabrería permanente llena de imágenes: ruido en bucle para acabar diciendo casi nada.
No necesitamos ni ver tanto, ni saber tanto. La sobreinformación, igual que la HD, nos ofrece un panorama distorsionado. En la realidad de las personas normales pasan pocas cosas y casi ninguna es interesante, los momentos reseñables son más bien escasos, todo va con mucha más lentitud, las situaciones no están siempre muy bien definidas y los conflictos suelen ser menos evidentes.
Toda esta desmesura viene acompañada de una nueva neurosis: queremos estar cada vez más informados y queremos pantallas con mucha más definición; no importa que ni una cosa ni la otra nos haga falta: nos sentimos muy cómodos en esa irrealidad.
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