Ana Carrasco-Conde (Ciudad Real, 42 años) entra en la sala y de casualidad se le van los ojos a un libro, pequeñito, encajado entre tomos y tomos. Es El diablo, de Tolstói. A la filósofa le hace mucha gracia la casualidad: acaba de publicar Decir el mal. Comprender no es justificar (Galaxia Gutenberg), un libro sobre la naturaleza y las raíces de la maldad.
Profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora invitada de la Academia de las Ciencias de Baviera, Carrasco-Conde está especializada en idealismo alemán (corriente filosófica representada por pensadores como Kant, Hölderlin o Schelling). Su trayectoria como autora, sin embargo, ha estado centrada de una u otra manera en los “abismos de la existencia”, desde que de pequeña se obsesionaba por las profundidades marinas a las que no llega la luz del sol: anteriormente publicó, entre otros, Infierno horizontal. Sobre la destrucción del yo (2012) y La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de F. W. J. Schelling (2013). Mirar al terror de frente, advierte, es imprescindible para evitar que se repita.
PREGUNTA. ¿Por qué le interesa tanto el mal?
RESPUESTA. Las grandes fuentes no me explicaban lo que yo leía y veía. Esa idea de que el mal es irradicable, inherente a la especie humana… En el fondo, con ese tipo de tópicos, perdemos la capacidad de neutralizar el mal. Nos damos por vencidos.
P. ¿Es el mal un concepto relativo?
R. Con el impacto político y ético que tiene, decir que todo mal es subjetivo resulta obsceno. Mi forma de entender el mal no cae ni en el subjetivismo ni en el esencialismo. Creo que es posible pensar en el mal desde una dinámica relacional (que no es lo mismo que relativa) que abra el marco de reflexión más allá del perpetrador, de la víctima o del acto “malo”.
P. Para su último libro se sumergió en la obra de Sade.
R. Las torturas y ultrajes son terribles, pero consigue generar a través de la repetición una sensación de aburrimiento sobre el espectador. Es uno de los objetivos confesos de Sade: que el horror repetido hasta la saciedad genere indiferencia.
P. ¿Hay alguna forma de “mirar al mal de frente” sin insensibilizarse?
R. Es complejo, insensibilizarse es un mecanismo de defensa. Pero al abordar el mal no podemos perder de vista que la persona que sufre es única y singular. Si te insensibilizas, le quitas hierro a ese sufrimiento y dejas de verlo como un igual. Por otro lado, pensar en el mal con sensibilidad implica asumir que esos acontecimientos que parece que no tienen que ver con nosotros quizá sí se relacionen de alguna manera con nosotros. ¿De dónde sale el patriarcado, el Estado totalitario? Forman parte de una misma dinámica que se alimenta de microgestos. En el momento en que somos conscientes de que somos con los demás, de que las decisiones que tomemos tienen influencia… podemos mejorar.
P. Sostiene que en el siglo XXI la filosofía se centra menos en el mal.
R. En el siglo XIX se habla del monstruo exterior (Drácula, Frankenstein) o interior (Jekyll y Hyde). En el XX, tras dos guerras mundiales, se habla de la monstruosidad del ser humano. Hoy se califica a quien hace el mal de enfermo, de figura marginal. En una sociedad atomizada la responsabilidad siempre es del otro. Hemos convertido el mal en un lado oscuro que no tiene nada que ver con nosotros.
P. ¿Nos acerca esta era de la información a los demás?
R. El otro día vi en las noticias el escenario de un crimen con sangre en la pared. Con el volcán de La Palma se pone la imagen de una casa derrumbándose, una y otra vez. Así se insensibiliza, se convierte en espectáculo el horror que está a distancia. Como dice Kant: cuando ves un mar en tormenta de lejos puedes disfrutar de ello, cuando lo sufres no tiene el mismo efecto. Hemos generado mucha conectividad, pero también mucha distancia.
P. Algunos hablan de una era de la hipersensibilidad, de la ofensa fácil.
R. Sensibilidad no se refiere necesariamente a aquello que te afecta dentro de tu círculo de familiaridad, sino a ver lo invisibilizado. Se trata de cuestionar por qué hay ciertas cosas que nos sensibilizan mucho y otras que no.
P. El metaverso (un nuevo mundo virtual inmersivo) promete una realidad aún más individualizada.
R. Estamos en una ficción absoluta, un individualismo sin individuos. Pensamos que somos únicos, tenemos voz en las redes sociales, y en el fondo repetimos el mismo modelo. La diferencia, la gestión del conflicto, enriquecen la vida. En las redes se bloquea, se silencia. El metaverso es un paso más: es peligroso irnos allí para no afrontar los problemas de este mundo.
P. ¿Qué efectos tendrá la reducción del peso de la asignatura de Filosofía en la enseñanza en España?
R. Cuando quitas del currículo académico las “ciencias del espíritu” (música, cultura clásica) haces el mundo más pequeño, la mente más limitada. En general, quieren domesticarnos desde pequeñitos en la cultura de la producción —¿por qué tienen deberes los niños los fines de semana?—. Pero la vida no es producción, la vida es otra cosa. Con estas reformas educativas vamos hacia un horizonte sin imaginación, de rentabilidad, un horizonte de pobreza de sentido y de sentimientos… La filosofía enseña a pensar despensando, y sin ella te vas a encontrar pequeños ciudadanos que repiten siempre el mismo patrón, la misma dinámica de competitividad e individualismo. La sociedad se vuelve más atomizada y peor. Estamos aprendiendo saberes útiles que dan dinero, pero no estamos aprendiendo a vivir.
P. ¿Cómo aplicar la filosofía en nuestro día a día?
R. El momento en que uno cuestiona las certezas empieza a hacer filosofía. Pero eso implica unas condiciones, que no se dan en la situación actual. Hay un momento increíble en el siglo VI: muchos puertos de mar en la península de Anatolia conectan Grecia con el mundo oriental. Hay un cruce de elementos culturales distintos, pero, además, el comercio trae beneficio económico: no trabajan todo el día. Hay tiempo de ocio (en griego escola, escuela). Es imposible un pensamiento crítico con el ritmo frenético de trabajo de hoy.
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