En unos pocos días han hecho mutis por el foro Jesús Hilario Tundidor, Caballero Bonald, Joaquín Benito de Lucas... Ahora lo hace Francisco Brines. Galardonado con el premio Adonáis en 1959, Las brasas, de Brines, vio la luz en 1960, cuando el realismo social comenzaba a dar síntomas de agotamiento. Sus endecasílabos blancos retratan a un personaje —el viejo en quien se contempla el joven autor andando el tiempo— enclaustrado en su jardín cerrado, que efectúa consideraciones terminales sobre una vida sustancialmente cumplida. Su veta sensualista y elegiaca era fácil relacionarla con el Cernuda posterior a Las nubes y con la secuencia discursiva más atemperada de Juan Gil-Albert, cuyo retorno desde el exilio a Valencia en 1947 no solo no supuso su redescubrimiento, sino que remachó los clavos de su ataúd, dada la existencia replegada y casi furtiva que hubo de llevar. Uno de sus escasos lectores fue Francisco Brines, cuya armonía expositiva se impone siempre, aun en los temas más dados al temporalismo y la muerte, sin enfatismos ni aspavientos tremendistas. En aquel libro se apreciaba asimismo la influencia de la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez, y de la poesía sensitiva, fruitiva y simbolista de los de Cántico.
Su llegada abrochó el canon poético del medio siglo, con algunos de cuyos autores tiene puntos de contacto: Claudio Rodríguez (pero menos alumbrado e hímnico que él), José Ángel Valente (a quien rebasa en su fraseo musical, pero a quien no alcanza en su radicalidad crítica), Gil de Biedma (heredero también de Cernuda, pero más dado a los esguinces morales y al conversation poem de tradición romántica inglesa). Por lo demás, el sujeto poético de Brines no obedece, como el de Biedma, a una personalidad de numerosas máscaras, pues en él siempre atisbamos al autor, que escapa de la impudicia confesional y del patetismo obvio mediante las superposiciones temporales, las abstracciones alegóricas y un simbolismo bien armado.
La escritura de este poeta elegiaco no se echa en brazos de la tristeza reminiscente, tan socorrida y previsible, pues su relato de la fugacidad deriva en un canto pagano a la existencia, al amor, a la belleza y a la poesía. Y tampoco se queda abismada en su ombligo: es también un juicio sobre la historia y el devenir humanos. El santo inocente (1965), que en la primera recopilación de su obra (Ensayo de una despedida, 1974) pasó a titularse Materia narrativa inexacta, adopta el hilo de la narración, con abundantes excursos ensayísticos, para establecer alegóricamente una reflexión sobre el sentido de la vida, en que el afán de la plenitud resulta asfixiado por el dogal de las convenciones, las leyes o las normas sociales.
Aunque Brines no es poeta de la cuerda de Vallejo, podría haber suscrito aquel verso del peruano: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte”. Muy volcado al tema de la muerte, en Palabras a la oscuridad (1966) las truculencias de los poetas expresionistas, amamantados en el “desgarrón afectivo” de Dámaso Alonso o Blas de Otero, dejan paso a un consuelo que encuentra su lugar en el paraíso de Elca, en su Oliva natal. Es cierto que también allí habita la muerte (Et in Arcadia ego), pero se trata de un contrapeso necesario para que la verbalización de la plenitud alcance una asombrosa densidad.
En Aún no (1971) Brines adopta una entonación más sentenciosa, casi lapidaria a veces, en la tradición gnómica barroca y, más atrás, de la lírica latina. Frente a la tribulación cristiana, el poeta recoge con serenidad las evidencias de la madurez y de las pérdidas, dispuesto a consumir lo que queda por delante: “Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno”.
Insistencias en Luzbel (1977) es el umbral de sus, a mi juicio, dos mejores títulos. El otoño de las rosas (1986), libro del crepúsculo vespertino, es una de las grandes construcciones elegiacas de la segunda mitad del siglo XX. En buena parte de sus poemas la corteza del tópico, que tantas veces congela el sentimiento latente, cobra nueva vida en “algunas hojas verdes”, como las del olmo seco de Antonio Machado. Respecto a La última costa (1995), su última obra publicada, sé —sabemos— que el poeta, más dado al ocio que al negocio, iba pian pianito acopiando poemas para un próximo libro; pero me cuesta trabajo pensar que pudiera avanzarse respecto a lo que había llegado allí, sin caer en la reiteración o en la mera insistencia. Reaparece en los versos el sujeto ficticio de Las brasas, quien finalmente alcanzó el futuro en que aquel joven se había proyectado, y a cuyas espaldas queda la luz de la felicidad. En el escaparate lúgubre del poema que da título al libro, el viaje al Tártaro se nos presenta como una cadena de difuntos que tiene la belleza funeral, finalmente inexplicable, de un cuadro de Böcklin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario