Son las primeras horas de la mañana y estoy envuelto en un silencio casi perfecto. He dejado este calor impropio de Viena para pasar una semana en el campo. No tengo alrededor nada más que bosque, campo y silencio. Después del ruido de las calles bulliciosas, esta atmósfera contemplativa debería ser un alivio, pero me está dando mucha aprensión.
Este es un lugar idílico y terrible. A estas horas, debería haber un coro matutino de pájaros sin fin saludando al sol naciente con tanto estruendo que no podría ni oír mis propios pensamientos; en lugar de eso, no oigo más que una voz única y lejana que parlotea en un árbol. No cabe duda: después de que las poblaciones europeas de insectos hayan disminuido un 75% debido a los pesticidas, la agricultura intensiva y los nuevos usos de las tierras, queda poco sustento para las aves. Y eso no es todo.
Hace pocas semanas, esta región sufrió unos tornados y unas tormentas de granizo devastadoras que borraron pueblos enteros y un poco más allá las crecidas de los ríos causaron daños terribles. En Alemania, unas inundaciones sin precedentes se cobraron docenas de vidas; y en los informativos veo imágenes apocalípticas de bosques ardiendo en el sur de Europa. En el verano de 2021, las dos catástrofes unidas de la pérdida de biodiversidad y el calentamiento global han golpeado por fin al mundo rico.
Según el nuevo informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de expertos sobre el Cambio Climático), estos no son más que los primeros síntomas de unas transformaciones que van a destruir todavía más nuestro clima y el mundo viviente, consecuencia directa del uso intensivo de combustibles fósiles desde hace unas seis décadas y de la obsesión por el crecimiento económico y del consumo. No es un dilema moral. No es cuestión de culpas ni la naturaleza está castigando a la humanidad. Es sencillamente que los sistemas naturales están cambiando debido a la acción humana.
Es indudable que nuestro modo de vida no tiene futuro. Nuestras economías y nuestras sociedades exigen constantemente más crecimiento, más riqueza y más comodidades y están desestabilizando unos sistemas naturales cuya complejidad apenas empezamos a comprender. Estamos verdaderamente ahogándonos en los efectos de nuestro éxito histórico. En 2019, cada minuto, se quemó una superficie de bosque tropical equivalente a 30 campos de fútbol para instalar plantaciones de soja y aceite de palma y, cada minuto, Groenlandia perdió un millón de toneladas de hielo. Durante la pandemia, la destrucción de los bosques tropicales ha sido aún más grave. No podemos seguir avanzando en esta dirección.
La idea de que no tenemos futuro se refleja en nuestras democracias. Cada vez vota menos gente, los partidos tradicionales se deshacen, surgen movimientos populistas, se deteriora la confianza en las instituciones, la información y la ciencia y la máxima ambición tanto de los políticos como de los votantes parece ser mantener el statu quo, afianzar la riqueza y posponer o impedir los cambios inevitables.
Casi ningún político se atreve a formular una visión creíble que esboce cómo podrían las sociedades más ricas que ha habido en este planeta tener un futuro por el que merezca la pena luchar, trabajar por una transformación positiva para crear unas circunstancias en las que una nueva generación pueda vivir e incluso prosperar. Parece que estamos librando una guerra contra el futuro para exprimir las últimas pizcas de beneficios de un sistema que se ha vuelto suicida, una guerra contra nuestros hijos.
Es posible que la mayor ironía de nuestra época sea el hecho de que el modelo para labrar un futuro diferente y casi con certeza mejor está delante de nuestras narices. Nuestras democracias y nuestras estructuras cívicas en descomposición no necesitan más que una base creíble para la esperanza, un proyecto común que restablezca una sensación de perspectiva y continuidad; y hasta los agentes económicos necesitan estructuras en las que planear, construir y crear.
Sin embargo, de momento toda la palabrería sobre transformación no es más que eso: palabrería. En la actualidad no somos capaces de generar suficiente potencia para descarbonizar la industria y pasar a la movilidad eléctrica (para no hablar del espinoso tema de cómo se genera esa electricidad), porque nuestras redes no pueden hacer frente a una producción de energía descentralizada, ni siquiera hay suficientes ingenieros. Mientras tanto, el lavado de imagen ecologista se ha convertido en una industria lucrativa que trata de convencer a los consumidores de que su estilo de vida es compatible con su conciencia. Este simulacro de cambio es una consecuencia inevitable de que queremos tener lo mejor de ambos mundos y aspiramos a obtener buenos beneficios sin hacer verdaderamente esfuerzos.
Para huir de un presente sin esperanza es necesaria una energía utópica que solo puede darnos un Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) auténtico y de gran alcance. Nos encontramos, como dice el Nobel Joseph Stiglitz, en una tercera guerra mundial, y tenemos que hacer todo lo necesario para crear un futuro en el que sea posible prosperar y superar la mayor amenaza existencial que ha afrontado la humanidad. Ya no se trata de detener ni mucho menos revertir la catástrofe del cambio climático sino, dado que el informe del IPCC afirma que todavía estamos a tiempo de mitigar las consecuencias, de crear unos marcos económicos, políticos y sociales por los que merezca la pena luchar, unas sociedades que ofrezcan esperanza.
El esfuerzo tendrá que ser inmenso, todas las transformaciones están llenas de peligros y es verdad que el futuro del clima mundial no se decide en Europa ni Estados Unidos sino en China e India, pero también allí la gente está empezando a notar los efectos de la contaminación y el calentamiento global; y nuestras economías desarrolladas y postindustriales pueden contribuir de forma crucial a hacer posible la transformación, con el desarrollo de tecnologías y conocimientos, modelos sociales y estructuras de cooperación que harán falta en todo el mundo. Esa es una forma de ofrecer no solo esperanza, sino una auténtica oportunidad de desarrollar una economía verde pujante.
Pero ¿no hace ya mucho que traspasamos el punto de no retorno? Eso tendrán que decirlo los historiadores del futuro. La verdad es que no comprendemos suficientemente bien la infinita complejidad de los sistemas naturales como para saberlo y no podemos vivir sin algo de esperanza. No existen garantías de que una campaña amplia y sostenida de transformación vaya a servir de nada, pero la vida nunca ofrece garantías; los únicos que las tienen son los coches y los electrodomésticos.
El campo que me rodea sigue extrañamente silencioso, pero recuerdo el sonido del coro del amanecer y bajo la triste desesperanza del presente hay una riqueza increíble de ideas, nuevas tecnologías e iniciativas que están desarrollándose y listas para su uso, desde la agricultura sostenible y la producción de energía hasta las ciudades verdes con edificios que son bosques verticales, desde las maneras de reconciliar a los ciudadanos con sus democracias hasta la concepción y la creación de sociedades en las que sea posible vivir y la restauración de entornos naturales. Lo único necesario es la voluntad política y la presión para llevarlo adelante. Los jóvenes exigen este cambio y es demasiado tarde para permitirnos el lujo de ser pesimistas.
Philipp Blom es historiador. Su último libro es Lo que está en juego (Anagrama)
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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