miércoles, 24 de noviembre de 2021

Catilinaria, por Marta Sanz

Soy una escritora profesora que decidió mantener contacto con las aulas para no enfermar de torre de marfil, vanidad, envidia propia y ajena, y/o peligrosísimo exitillo literario. La docencia me vincula con la realidad y me ayuda a esforzarme para ser inteligible. Me desensimisma. Es importante hacerse entender sin renunciar a lo complejo y, a la vez, abrirse como flor. Sin embargo, a veces tú te abres y comprendes que detrás de las criptomonedas están ciberpunk y acracia (¡Hosti, tú!), pero quienes tienes enfrente no son permeables a “Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra”: y eso que el reto sería interesantísimo porque, mientras desentrañas la maraña sintáctica del latín, eliminando el óxido neuronal, te documentas sobre la antigüedad de ciertas prácticas políticas (¡Joer con Roma!) percatándote de que tu generación no ha inventado el huevo. La velocidad a la que se acumulan los nuevos conocimientos (inputs) y la mutación que sufren las estrategias intelectivas repercute en que las personas dedicadas al oficio de enseñar se sientan precozmente viejas. Agotaitas. Obsolescentes. No poder usar como ejemplo Cantando bajo la lluvia para explicar que si llueve, te mojas, quema. También sé que muchos docentes vocacionales buscan formas para sentirse vivificados gracias al contacto con una juventud que lo tiene cada día más difícil. Participo en encuentros en institutos públicos y siempre salgo con la impresión de que no está todo perdido. Y se me acumulan distintos tipos de rabia cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid declara que ella hace lo que le da la gana y, en el Parlamento autonómico, al ser contradicha, exclama “¡Uff, es que yo paso!” Y se pira. Entonces, me acuerdo del profesorado entusiasta y le rezo a Gianni Rodari para que, desde el cielo de Caperucita roja, les ayude. El arrinconamiento de las humanidades y la prevalencia de la comunicación frente a la sintaxis, como si la una fuese posible sin la otra, nos hacen temer que Zara, no Tzara y su Dada, llegue al insti. Nos chirrían los dientes ante los contrasentidos de una enseñanza pseudo-comunicativa que en el proceso de construcción de competencias no compagina, con equilibrio, conocimiento y habilidades. Enseñar a leer con distintos objetivos, rápida o espeleológicamente, en función de los géneros, desarrollando capacidad de relación conceptual, memoria y conexiones con la propia biografía, es un propósito utilísimo en un plan de estudios. No hablo de poesía barroca, sino de entender la consigna del problema de matemáticas. Sin embargo, todo ese aparataje es cáscara hueca si no hay contenidos, nombres, conceptos. Saber qué es una subordinada de relativo nos ayuda a escribir y a pensar. Saber que en el Siglo de las Luces se produjeron las primeras oscuridades románticas o dónde se ubica Australia para que no nos pase como al pequeño Nicolás, también. No todo el saber reside en Siri. No podemos sacralizarla ni enamorarnos de ella. Sin conocimientos ni memoria ―sin sintaxis― las posibilidades de comunicación se retrotraen a estados prehumanos. Se pierden sentido crítico y sentido del humor. Se complica la sonrisa ―mecanismo empático sofisticado―, y se estimulan mordisco y odio en un mundo como jungla de árboles de cables donde habitan personas incapacitadas para el placer y la utilidad de una oración compleja.

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