martes, 5 de diciembre de 2023

Para ganar a la extrema derecha, por Daniel Innenarity

La extrema derecha está entendiendo mejor que los demás que la política es una cuestión de psicología y no tanto de sociología. Este tipo de fenómenos tiene fundamentalmente una explicación psicopolítica. Hay que entrar en la psicología de los descontentos, que es la verdadera caja negra de la vida política. Deberíamos ser capaces de descifrar el malestar para paliarlo si tiene motivos, criticarlo cuando carece de razones y desmontar las soluciones fraudulentas que se ofrecen. La extrema derecha reformula las angustias individuales (la perplejidad, el miedo, la precariedad, la inseguridad) con un discurso en el que advierte de la desaparición de colectivos reconfortantes (los hombres, la nación, el idioma común) y para tranquilizar a los asustados no parece haber nada mejor que una bandera que simbolice el orden y la estabilidad, que disipe la amenaza de la desaparición. El sujeto es aliviado al incluirse en un nosotros, aunque no perciba la exclusión sobre la que en muchas ocasiones se funda ese nosotros, el rechazo del otro (interior, diverso, migrante). El lema “España se rompe” se inscribe en este contexto, que va más allá de la mera territorialidad y conecta con esa inestabilidad emocional. Y si hacen referencia a la igualdad (como ahora, de los españoles, entendida como igualdad entre sus comunidades autónomas, no de las personas) no es para incluir las diferencias, sino para neutralizarlas y frenar cualquier posible ampliación del pluralismo. Si queremos comprender a la extrema derecha hay que reconocerle una coherencia ideológica mayor de lo que solemos suponer. Esta lógica podría sintetizarse diciendo que ha conseguido traducir sufrimientos que tienen un origen económico y social en la gramática de la inseguridad cultural y nacional. Buena parte de nuestras dificultades a la hora de entender a la extrema derecha procede de que no sabemos cómo interpretar su apelación a valores que no le son propios. Tal vez sea una manifestación del prestigio de la democracia el hecho de que hasta sus mayores enemigos lo hacen todo en su nombre. La extrema derecha ya no apela al caudillismo de antaño, sino al pueblo soberano y argumenta en clave democrática. Otra cosa es el juicio que nos merezca su comportamiento de hecho en relación con los valores democráticos. Algo semejante ha pasado con la idea de libertad. Durante los últimos años, y especialmente en medio de la pandemia, una parte de la derecha apelaba a la libertad para cuestionar medidas gubernamentales que limitaban su ejercicio para proteger la salud pública. Lo que ahora estamos viendo es que apelan al valor de la igualdad que no quieren ver monopolizado por la izquierda. Evidentemente, esta versión de la igualdad merece ser analizada críticamente. Como han puesto de manifiesto Julia Cagé y Thomas Piketty, las inseguridades sociales han sido determinantes en un voto que está motivado por ciertas exigencias igualitarias. Con frecuencia, muchos líderes de la extrema derecha focalizan su crítica a los gobiernos en la explosión de las desigualdades o el deterioro de los servicios públicos (especialmente, en ciertos barrios de la periferia y en las zonas rurales). La extrema derecha se ha apropiado de referencias que eran propias de otras posiciones ideológicas, incluso de algunas de la izquierda; ha introducido su léxico en el debate público, poniendo “temas de izquierda” a su servicio o convirtiendo la crítica al capitalismo en “iliberalismo”. ¿De qué tipo de operación se trata y qué razones podrían explicarla? Del mismo modo que, como demostró Wilhelm Reich, los fascismos históricos no pudieron surgir más que aprovechando las fuerzas y deseos revolucionarios movilizados entonces en nombre de la lucha de clases, cabría preguntarse si las actuales extremas derechas no hacen lo mismo con los afectos “progresistas” actuales. De hecho, estas extremas derechas de ahora no apelan a la raza o al liderazgo fuerte, sino, por ejemplo, a la defensa, contra las normas dominantes, del hombre ordinario que se habría convertido en la nueva minoría. Que pretenda captar a un electorado que era de izquierdas no significa que no se sitúe claramente a la derecha y no se aparta nada de sus valores característicos (orden, mérito, unidad nacional, reducción de impuestos). Marine Le Pen propone la jubilación a los 60 años, el aumento del salario mínimo, pero no vota nunca en favor de las leyes que irían en el sentido de este programa social. Por lo general, apenas hablan de lo que van a hacer y se limitan a explotar los temas que generan inquietud en el electorado, como la inmigración o la inflación. Se presentan como una derecha abierta también a los decepcionados de la izquierda, pero su centro de gravedad es un capitalismo nacional proteccionista. No tienen como objetivo promover la democracia social, sino rechazar un liberalismo definido fundamentalmente por su dimensión cultural y política. En España, Vox no critica la “paguita” porque sea escasa; se trata de arrojar sobre ella la sospecha de que alguien se está beneficiando de las mismas condiciones que nosotros, sin ser propiamente de los “nuestros”. La desigualdad del patrimonio, en cambio, no es puesta en cuestión porque la herencia no amenaza nuestra identidad. La cuestión social se transforma, con mayor o menor sutileza, en xenofobia. La coherencia de la extrema derecha consiste en el patrón nacional que formatea todas sus demandas. En relación con el feminismo, por ejemplo, Marine Le Pen se define como feminista en nombre de la identidad francesa supuestamente amenazada por la inmigración musulmana. Este feminismo identitario no defiende la igualdad y la extensión de derechos, sino a “las mujeres francesas”. Igualmente, la laicidad no se defiende en nombre de la protección de las minorías o de la separación entre la Iglesia y el Estado, sino porque forma parte del patrimonio y la herencia del “universalismo” francés. La laicidad consiste simplemente en no aceptar la presencia de otras religiones distintas de la propia y en rechazar los signos de otra cultura en el espacio público. Cuando hablan de laicidad o de raíces cristianas de Europa no están defendiendo algo universalizable, sino rechazando lo foráneo. No les interesa la neutralidad del Estado (en Francia) o la religión en sí misma (en España o Italia), sino lo que consideran una característica de la propia nación que amenaza con desdibujarse por la llegada de los de fuera. Tanto cuando defienden la laicidad como cuando reivindican la religión lo hacen en lo que tienen de propiedades “nacionales”. La lógica de este discurso es total; es la coherencia de lo monotemático. La sumisión de las mujeres les preocupa solo en la medida en que se trata de la sumisión a otras culturas y les sirve para, por contraste, dar a entender que en la nuestra no existe tal cosa; la promoción de derechos les irrita especialmente porque está promovida por instituciones foráneas, como la ONU o la Unión Europea; si hay que proteger a los trabajadores es porque son nacionales y frente a los migrantes; si están a favor de la ecología es por su valor patrimonial y paisajístico, es decir, introducen en el marco nacional un asunto que nos cosmopolitiza. No ganaremos a la extrema derecha mientras no nos hagamos cargo de cómo piensan, más allá de los lugares comunes que podamos tener contra ellos, y solo entonces acertaremos con la estrategia más apropiada.

jueves, 5 de octubre de 2023

Entrevista a Luigi Ferrajoli en El País ((1/10/23)

Luigi Ferrajoli culmina la obra de su vida. Exmagistrado, filósofo y militante de los derechos, ha desarrollado un empeño único y vital también para nuestra época: la descripción del derecho como un sistema, pero vinculado al sistema político cuya sustancia define: la democracia. Puede haber derecho sin democracia, pero no puede haber democracia sin derecho. Tampoco una verdadera democracia constitucional sin una Constitución que no solo ordene y culmine la ley por arriba, sino que permee y proteja la vida de todas las personas, incluidas las de más abajo. Ferrajoli es uno de los filósofos del derecho más citados en el mundo latino del último medio siglo. Autor de una cincuentena de libros, casi tantos como doctorados honoris causa tiene, la mayoría por universidades latino­americanas, su monumental y cristalino Derecho y razón (Trotta) suma 13 ediciones en español desde su publicación en 1995 y se mantiene perfectamente actualizado sin haber cambiado una coma. Toda su obra se ha gestado en diálogo con Kant y Kelsen, y revisando a Montesquieu, de quien matiza la separación de poderes que lo hizo célebre: sigue siendo pertinente para el poder judicial, pero la del poder ejecutivo y el legislativo debería ahora aplicarse sobre todo a separar los partidos políticos y las instituciones. A sus 82 años, con la democracia en entredicho, el mundo en crisis y el planeta en combustión, podría estar de­ses­perado, pero nació en plena Segunda Guerra Mundial en Florencia y sabe de lo que ha sido capaz la vieja Europa en 80 años: los países que durante siglos se mataron por motivos económicos y religiosos han desarrollado “el más gigantesco experimento” de integración política, la Unión Europea. La construcción de la democracia, que llega mañana a las librerías, interviene en un momento crítico en el que, por primera vez, los poderes salvajes —no limitados por el derecho—están poniendo en riesgo la habitabilidad de la Tierra. Hemos arrojado tanto plástico al mar “que los peces hoy son en parte plástico”; y se ha aguachinado tanto la letra y el espíritu de la política que ha sido reducida a puro espectáculo, una representación de la representación, una forma sin contenido que degrada la vida en los cinco continentes. Él sigue escribiendo, comprometido con el movimiento que abandera su libro anterior, Por una Constitución de la Tierra (Trotta, 2022). Nos recibe en el piso romano, soleado y forrado de libros, donde vive desde hace 50 años. Su esposa, Marina Graziosi, teórica feminista, murió el año pasado. De una de las estanterías, algo vencida por el peso de los viejos tomos enciclopédicos, cuelga una bandera arcoíris con la palabra Pace (paz). Pregunta. Sostiene que hay un proceso deconstituyente en marcha. Respuesta. Sí, piénsese en el Brasil de Bolsonaro, en los Estados Unidos de Trump. EE UU es la cuna del constitucionalismo, pero no ha realizado nunca la democracia social, es decir, la garantía de los derechos sociales. Ha llevado a la práctica el viejo paradigma ideológico del liberalismo consistente en confundir libertad y propiedad, libertad y mercado. El mercado es obviamente legítimo, pero es un lugar de poder y no de libertad. El poder de los mercados se ha hecho evidente con la globalización. Cuando los mercados han desbordado las fronteras nacionales, los poderes económicos han revelado ser poderes globales, que se han fortalecido extraordinariamente porque no existe esfera pública a su altura. P. ¿Y por qué la izquierda ha perdido esa guerra (en la que Trump ha enarbolado ese discurso y cosechado votos) cuando habría encajado tan bien en su tradición clásica? R. La izquierda cometió el error histórico de la adhesión al modelo soviético, opción equivocada desde el comienzo. Después ha vivido esta adhe­sión con un sentimiento de culpa y tras la caída del muro ha hecho todo lo posible por relegitimarse, aceptando, en buena parte, las políticas de la derecha: la precariedad del trabajo, las políticas contra los migrantes. (…) La pérdida de su base social es todo uno con la pérdida de la identidad política de la izquierda. Todo remite al gran problema de la globalización. Y del dominio de los poderes salvajes del mercado, cuyo ejercicio está produciendo algo que no tiene precedente en la historia: el riesgo de la inhabitabilidad del planeta. La humanidad podría desaparecer. Es un fenómeno al que habría que dar respuesta desde el derecho. Es la única respuesta posible. P. ¿Cómo podría llevarse a cabo? R. Si se toma conciencia de que estamos todos en el mismo barco y no queremos ser las últimas generaciones que viven en la Tierra, no podemos limitarnos a las promesas. Hacen falta límites y vínculos a los poderes desbocados a los que se debe esta situación, en garantía no solo de los derechos fundamentales, sino también de los bienes fundamentales, los bienes vitales de la naturaleza (el agua, el aire, las grandes masas forestales, los grandes glaciares, aquello de lo que depende nuestra supervivencia). Una categoría francamente desprotegida y en grave riesgo, que precisa la construcción no solo de un derecho, sino de una garantía objetiva como sería un demanio planetario, con el fin de ponerlos fuera del comercio, que no sean privatizables. Si no, serán destruidos. P. ¿Y ante qué instancias hay que articular eso? R. La Asamblea General de la ONU. Estamos en un momento de refundación colectiva del derecho internacional, porque las grandiosas promesas de la Carta de la ONU y de las cartas de derechos han fallado por la ausencia de las garantías. Mi proyecto de Constitución de la Tierra, no hay que hacerse ilusiones, sirve para señalar una perspectiva. Sus 100 artículos son el diseño estructural e institucional de un ordenamiento fundado esencialmente en las instituciones de garantía. Las instituciones de gobierno deben seguir siendo de ámbito estatal, debido a que son tanto más legítimas cuanto más representativas y la relación de representatividad exige cierta proximidad entre los sujetos implicados en ella. A escala mundial basta con instituciones como el Consejo General y la Asamblea de la ONU, que únicamente deben ser democratizadas. P. ¿Y eso se tendría que conseguir con el acuerdo de los grandes bloques, no solo, por ejemplo, de la Unión Europea? R. Yo estoy convencido de que, si Occidente tomase la iniciativa en este asunto, poniendo en marcha un proceso gradual, no sería necesario llegar a una Constitución de la Tierra, bastaría con suscribir una serie de tratados, que, eso sí, deberían estar caracterizados por la rigidez, para dotarlos de vigencia efectiva. Por ejemplo, un tratado sobre la paz, que supusiera la eliminación de las armas, de todas, no solo de las nucleares. También un tratado sobre el medio ambiente, con la institución de un demanio planetario, para poner fin a la destrucción de la naturaleza. Por ahora la idea es promover un movimiento desde abajo, fundado en ese proyecto, con objeto de mostrar que la alternativa a la actual pesadilla no es un sueño, que es practicable, que es cuestión de voluntad política. Se trata de asumir la existencia real de una humanidad mestiza, en la que se asegure la salud y la subsistencia de las personas, que puedan desplazarse donde quieran. Hay un nexo claro ente la salud de las personas y la del planeta. Hemos llenado el mar de millones de toneladas de plástico, hasta el punto de que los peces hoy son en parte plástico; estamos destruyendo la fertilidad del suelo… Si no, ¿qué alternativa entonces, la real politik que consiste en continuar haciendo la guerra? La guerra ya ha acabado incluso con el tabú de la guerra atómica. Hoy se dice que es improbable, pero no imposible, que Putin pueda usar armas atómicas. P. Usted ha defendido que hay que negociar la paz en Ucrania. Pero ¿qué significa negociar con Putin? R. Putin es un criminal. La guerra de Putin es clamorosamente ilegal y criminal. Pero dicho esto, era una guerra prevista. ¿Por qué no se hizo nada de lo que habría sido posible para evitarla, comenzando por dar a Putin la seguridad de que Ucrania no entraría en la OTAN? El único modo de poner fin a esta guerra es un acuerdo de paz. Y Occidente está en mejor posición, porque mientras que un autócrata no puede perder la cara, porque sería un signo de debilidad, para Occidente sería un signo de fuerza. P. ¿Cree que en Ucrania defienden realmente ese pacifismo? R. Ucrania es la víctima de esta guerra. Y la única forma de ayudarla es apoyarla en las negociaciones de paz. Incluso, y yo lo he dicho muchas veces y suena como una provocación, pero a mí me parece absolutamente sensato: el ofrecimiento a Putin y a Rusia de entrar en la OTAN; y hasta con una ayuda económica para sacar de la miseria a 150 millones de rusos. P. ¿Usted propone que Putin entre en la OTAN? R. Pues claro, ¿por qué no? P. ¿Cree que Putin lo aceptaría? R. Hace años fue una hipótesis que manejó la propia Rusia, naturalmente de una manera muy superficial, no fue una verdadera hipótesis. Pero la primacía de Occidente, su fuerza y su superioridad, se demuestra también así. P. ¿Usted cree que la población occidental entendería que se le ofreciera a Putin la entrada en la OTAN? R. Todo esto es un proceso. Pero la estatura moral y política de una clase dirigente se mide también por estas cosas. Es inútil seguir insultando a Putin. No digo que sea un proceso simple, pero es imprescindible asumir la paz como un valor prioritario, porque la guerra no solo es el crimen más grave contra la humanidad, que consiste en la violación de todos los derechos, en mandar a miles de personas inocentes al matadero, es, además, la cosa más idiota. Si, pongamos por hipótesis, Biden, Macron, Europa, la OTAN decidieran poner fin a la guerra, haciendo esta propuesta aparentemente paradójica, porque se está frente a un autócrata, pero tiene todo el interés a aceptar esta solución, Biden y Europa saldrían fortalecidos como grandes estadistas en el ámbito mundial. Y el pueblo ucranio y el pueblo ruso serían los verdaderos vencedores. P. ¿Y de verdad Putin lo aceptaría? R. Putin necesita una vía de salida, no hace más que repetir que son los ucranios los que no quieren negociar. Está en un callejón sin salida. P. Los nexos de Putin con Berlusconi resultaron controvertidos. R. Se trata de dos personajes a cuál peor, por eso no puede sorprender la relación de amistad. Berlusconi no ha tenido más que una regla, cuidar de sus propios intereses. Y para ello ha llevado a cabo la más grave labor de deseducación masiva, civil y moral. La Italia de hoy no tiene nada que ver con la de hace 30 o 40 años. Hoy prevalece el escepticismo, la desconfianza en las instituciones, la idea de que cada quien debe velar de manera exclusiva por sus propios intereses, aunque sea a costa de los intereses de los demás. P. En su último libro describe a la Unión Europea, como experimento político, en términos muy positivos. R. Es obvio, todo fenómeno de integración implica crecimiento de la democracia porque va en la dirección de la igualdad. Este es un continente con siglos de guerras, de guerras de religión, de imperialismos. El milagro es que se haya decidido romper esa dinámica. ¿Por qué no reproducir ese milagro a escala mundial? Europa adquiriría un enorme prestigio si, además de transformarse en una verdadera federación de Estados Unidos de Europa, se propusiese al mundo como modelo. Hay una bella página de Calamandrei que decía que la Unión Europea es más pequeña que la Toscana hace cinco siglos. Porque nos vemos, mantenemos relaciones entonces impensables, porque estando en nuestro salón, encendiendo la radio, sabemos lo que sucede en cualquier otra parte del mundo. Eso lo decía con referencia a la realidad de hace 70 años, ahora el grado de interconexión permite hablar ya de un solo pueblo de la humanidad. Hace falta, simplemente, que se produzca un despertar de la razón, impuesto por el hecho de que no tenemos tiempo, debido al proceso destructivo en marcha. En 1945, pudo decirse, como se dijo: “Nunca más”, en referencia al Holocausto y al nazismo. Con el calentamiento climático no se puede decir simplemente “nunca más”, o se introducen eficaces mecanismos de contención o… P. En 2019, y tras la condena de los dirigentes independentistas en el Tribunal Supremo, escribió usted en este diario que “sería un signo de fuerza y de inteligencia, por parte del Gobierno español, promover una decisión de clemencia”. Aunque entonces no estaba sobre la mesa, se refería usted a la amnistía. R. Obviamente. P. Ahora sí lo está. ¿En qué sentido sería un signo de inteligencia? R. La secesión catalana es peor que la del Brexit porque es una secesión de ricos respecto de los pobres. Cataluña es la región más rica de España y esto hace que la pretensión de los separatistas sea contraria al sentimiento de solidaridad y de igualdad. Dicho esto, diré que problemas como el representado por el separatismo catalán son problemas políticos que no se resuelven con el instrumento penal, al contrario, se agudizan, porque las condenas provocan la victimización de quienes las sufren y agravan las tensiones en vez de reducirlas. Por eso entiendo que un acto de clemencia es una demostración de fortaleza, en tanto que puede acompañarse de un juicio negativo sobre el [secesionismo] en sí. El acto de clemencia serviría para reforzar la unidad del pueblo español y evitar la victimización de los responsables de ese acto absolutamente insensato de la secesión. P. Habla de unir al pueblo español. El domingo miles de personas se manifestaron en Madrid contra la posible amnistía, convocados por el partido que ganó las últimas elecciones. La amnistía interviene, si no provoca, un contexto de división. ¿Aun así cree que es conveniente? R. Con mayor razón. Es lo propio que la derecha tenga este reflejo identitario. Todas las derechas juegan hoy a la lógica del enemigo. Un enemigo que puede ser el migrante, el desviado, Cataluña, el secesionismo… Pero frente a estas pulsiones está la superioridad civil que proviene del sentido de igualdad y del igual valor asociado a las diferencias. Las opiniones políticas se combaten con la razón, con la dialéctica. Esto, que vale en general, vale mucho más en un contexto digamos de triunfo del populismo, de la lógica identitaria. Me parecería absolutamente irresponsable alimentar eso. P. Como teórico, adopta el optimismo como método. Pero ¿es optimista como ciudadano italiano, europeo, como ciudadano del mundo? R. Obviamente no, no hay razones para serlo. Pero desde el punto de vista político y teórico el optimismo es una cuestión de método. Hay una idea de Kant que yo hago mía: sin la esperanza de tiempos mejores no habría espacio para la moral y para la política. Si aceptásemos como verdadera la tesis del realismo vulgar, según la cual no hay alternativas, que naturaliza lo que de hecho es artificial, tendríamos que resignarnos y considerar a este como el mejor de los mundos posibles, como hacen los ricos; o como el peor, como hacen los excluidos. Pero hay alternativas. La política es la construcción del futuro, que se basa, precisamente, en que es posible un mundo diferente. P. En esa estantería está la Autobiografía de Norberto Bobbio, su maestro. ¿Se plantea escribir su propia autobiografía, o unas memorias? R. No, siempre me ha parecido un acto de presunción. Tampoco tengo tiempo. Tengo otras cosas de las que ocuparme. Ahora estoy volcado en este proyecto de una Constitución de la Tierra y no tengo tiempo para una autobiografía que, además, no sé para qué podría servir. En todo caso, lo haría para mi hijo, para mis nietos. Cierto es que hay autobiografías, como la de Bertrand Russell, que fue una ocasión para hacer pedagogía civil. En fin, no hablo en general contra las autobiografías, solo de la mía.

viernes, 8 de septiembre de 2023

Entrevista a Rob Riemen en El País (Ideas, 3/09/23)

Rob Riemen (Países Bajos, 1962) cree firmemente en los beneficios de aprender poesía de memoria. Lo importante, argumenta, es cultivar el espíritu y crear individuos independientes que piensen por sí solos. En parte por eso fundó hace casi tres décadas el Instituto Nexus en Amsterdam. El objetivo es estimular el debate y mantener viva la tradición del humanismo europeo. En su nuevo ensayo, El arte de ser humanos. Cuatro estudios (Editorial Taurus, 2023; también disponible en catalán, L’art d’esdevenir humà, de la editorial Arcàdia), el pensador da un paso más y propone algunas claves para recuperar los valores universales que nos definen como seres humanos. Sólo así, asegura, se podrá derrotar el auge del extremismo. Estudioso del Nobel alemán Thomas Mann, atiende a Ideas en un restaurante del centro de París. PREGUNTA. Sobre Nexus, el expolítico canadiense Michael Ignatieff dijo: “Este es el único encuentro en el que en la misma plataforma puedes encontrar a un almirante y a una cantante de ópera”. ¿Por qué es importante escuchar a personas tan distintas? RESPUESTA. Empecé con Nexus cuando era estudiante y me sentía horrorizado por las limitaciones intelectuales del mundo académico. Hace tiempo que perdieron la relación con la idea y el significado original de la universitas, el tipo de conocimiento que se supone que deberían ofrecer a los estudiantes. Otra cosa con la que tengo verdaderos problemas es con las ideologías, porque impiden cualquier forma de pensamiento independiente y de espíritu crítico. El tercer argumento es que creo firmemente que existe la verdad, la verdad metafísica, pero nadie puede pretender ser el poseedor de la verdad. En el momento en que haces esa afirmación eres un fundamentalista. P. Y es lo que critica. R. Lo que critico es que [las Universidades] ignoran su propósito original, que es la educación que proporcionaba Sócrates, es decir la formación espiritual de los jóvenes, el conocimiento indispensable que necesitan para convertirse en un ser humano. Cicerón lo dice muy bien en sus Disputas tusculanas: “Cultura animi, philosophia est”. El cultivo del alma humana es la búsqueda de la sabiduría. Todo el libro se basa en la idea fundamental de que tenemos que reencontrar el significado de las palabras. Es lo que dice Thomas Mann, es lo que dice [Robert] Musil. Hemos olvidado qué es la democracia, qué es la libertad, qué es la verdad. P. ¿En qué sentido? R. En general, hemos reemplazado nuestra búsqueda de la sabiduría y la calidad por una obsesión por la cantidad, los números, lo útil. Hoy, los influencers son los que tienen más números, pero no tienen nada que ofrecer. Me siento feliz de formar parte de una generación cuyos influencers eran los escritores que admirábamos: Thomas Mann, Gabriel García Márquez, Mario Vargas LLosa, Albert Camus... P. ¿Cree que a las generaciones actuales les falta leer o conocer mejor el pasado? R. Empieza con una falta de confianza en uno mismo. Cuando creces en esta sociedad occidental tan próspera y te machacan constantemente el cerebro con tu éxito, con la persona que deberías ser y que todo se basa en lo que tienes y no en lo que eres, acabas con un enorme vacío interior. El propósito del libro es empoderar a todos aquellos que quieren reencontrar las virtudes y los valores que se necesitan para hacer realidad la tan necesaria victoria de la democracia y derrotar la mentalidad totalitaria que crece en casi todas partes. P. ¿No pasaba lo mismo con las generaciones anteriores? R. En un esquema general, antes estaba el fenómeno de la religión. La gente crecía en una sociedad basada en la religión. Lo segundo es que el gran cisma en la historia occidental fue la Primera Guerra Mundial. Por eso empiezo el segundo estudio de mi libro con eso. Porque hizo saltar por los aires todo aquello en lo que creían. Existía esa fe en el progreso, en la ciencia, en la educación moral. Había fe en Europa y en la cultura europea. Pero cuando la guerra terminó, miraron hacia un continente en ruinas. Todo había desaparecido. ¿Cómo pudo suceder esto? [Robert] Musil escribió que cada tiempo necesita una razón de ser. Y dijo: la época empírica no la ha encontrado todavía. Luego, Thomas Mann se toma muy en serio a los filósofos Jan Patocka, Husserl, que dicen que la esencia de la identidad europea es el cuidado del alma y se basa en la capacidad individual. Y aquí está mi crítica a la cultura woke y a todas esas obsesiones con las cuestiones de identidad. P. ¿Por qué cree que está tan presente? ¿No demuestra que algo no funcionaba? R. El credo del humanismo europeo es que la verdadera identidad de cualquier ser humano, sea cual sea su género, su origen social o su creencia, se basa en lo que tenemos en común. Todos los seres humanos podemos vivir en la verdad, crear belleza, hacer justicia y tener compasión. Y esta es nuestra verdadera identidad. P. ¿Cómo lo perdimos y quién es responsable? R. Lo perdimos con lo que Nietzsche llamaría la muerte de Dios, lo que los humanistas llamarían la pérdida de los valores trascendentales. Somos nosotros, todos nosotros. La gente puede lidiar con muchas cosas pero hay una cosa con la que nadie puede lidiar y es el vacío total. Nietzsche lo sabía. Sabía que entraríamos en la era del nihilismo, donde ya no hay valores, pero la gente no es capaz de afrontarlo. Así que encuentran sus propios sustitutos. P. ¿Y cómo recuperar esos valores? R. Hace falta valor para salirse del grupo, para no tener miedo a ser diferente. Y es otra vez Nietzsche el que les dice a los estudiantes ‘no me pregunten a mí’. Lo tienes que hacer tú mismo. P. ¿Y si uno se equivoca? R. Hay un poema de Robert Frost El camino no tomado: todo el mundo usa el camino general, pero tienes que tomar el otro. Pero para ser capaz de hacer eso, necesitas cierta educación. Tienes que tener este conocimiento con los poetas, los filósofos, los pensadores, los artistas, los pintores. Ellos pueden ayudarte a superarlo. Por eso existe el mundo de la cultura, de las artes, de la filosofía y de las humanidades. Las principales preguntas de la vida nunca serán respondidas por la tecnología, la ciencia o el dinero. P. ¿Cómo explica el éxito de la extrema derecha en tantos países? R. La pregunta es por qué el fascismo no ha desaparecido. Es un tipo de cáncer que siempre podrá crecer en una sociedad de masas, en una democracia de masas. ¿Cuál es la diferencia entre una democracia de masas y una democracia? Una democracia se basa en valores morales espirituales. Es algo por lo que hay que luchar, por eso es el modelo de gobierno más elitista que existe. Exige a todo el mundo que sea responsable, que piense como ser humano, que esté educado, que tenga la capacidad de escuchar. Una democracia de masas, sin embargo, es todo lo contrario. Se rige por el miedo y la codicia. Se basa en la política de la mentira, el odio y el resentimiento. Es lo que pasa cuando tienes una masa de personas que ya no son seres humanos pensantes independientes, sino que sólo quieren formar parte del grupo y están dominadas por sus propios miedos y deseos. Se volverán vulnerables para los demagogos.

martes, 29 de agosto de 2023

Los clavos y el martillo, por José María Ridao (El País, 27/08/23)

El inesperado resultado de las elecciones celebradas el pasado 23 de julio y la circunstancia de que el partido más votado enfrente dificultades tal vez insuperables para formar Gobierno han contribuido a extender en algunos sectores de opinión la sensación de que España se ha vuelto un país ingobernable, en el que la única salida posible e, incluso, conveniente, es un acuerdo —y, al parecer, cualquier acuerdo, sin importar su contenido ni sus efectos— entre las dos fuerzas mayoritarias. Más allá de que esta alternativa encubra la legítima ambición de un partido bajo el manto del interés general, lo cierto es que la configuración del Parlamento salido de la última convocatoria a las urnas no es reflejo de ninguna situación irresoluble, sino de un orden constitucional en el que tienen que adoptarse decisiones críticas. Pero decisiones críticas no en lo referente a ese mismo orden —que, por lo demás, ha demostrado una extraordinaria solidez en las diferentes pruebas a las que ha sido sometido durante los últimos años—, sino a las formas de hacer política y a los programas que han venido adoptando algunas fuerzas dentro de él. Las dificultades del Partido Popular para forjar una mayoría parlamentaria no son consecuencia de ninguna laguna en el texto de 1978, ni menos aún de que el líder de la segunda fuerza en votos, el partido socialista, esté dispuesto a pagar cualquier precio para mantenerse en el poder. Si argumentos como estos, a los que da igual buscar las razones del fracaso de un partido en el orden constitucional o en la supuesta personalidad de un adversario, estuvieran simplemente inspirados por una propaganda política sin escrúpulos, habría más razones para el escándalo que para la alarma. El problema reside, sin embargo, en que esos argumentos, y tantos otros, responden a concepciones políticas de fondo desde las que el Partido Popular ha venido ejerciendo tanto la oposición como el Gobierno, según haya recibido o no el voto mayoritario de los ciudadanos. Este Partido Popular que vuelve a confundir deliberadamente ser la fuerza más votada en unas elecciones con haberlas ganado, intentando derivar de este equívoco un derecho a gobernar que no solo no existe, sino que niega la naturaleza parlamentaria del sistema democrático español, es el mismo que ha saboteado durante cinco años la renovación del Consejo General del Poder Judicial para evitar que su composición reflejase una mayoría contraria a sus intereses; el mismo que se ha mostrado dispuesto a forzar el papel del jefe del Estado para obtener el encargo de formar Gobierno sin tener los votos necesarios, algo que, por fortuna, no ha prosperado porque tampoco el partido socialista disponía de ellos en el momento en que ese encargo se ha producido; el mismo que demoniza al partido socialista por intentar un acuerdo con los diputados a las órdenes de un prófugo de la justicia mientras se concede a sí mismo el derecho de hacerlo; el mismo, en fin, que dice buscar en las filas del grupo socialista hombres de Estado que le apoyen, cuando lo que quiere, en realidad, son tránsfugas. Cualquier ciudadano que conozca someramente la reciente historia política de España encontrará que todas y cada una de las acciones del Partido Popular después de las elecciones del 23 de julio son simples variaciones de acciones equivalentes desde 1993, desde los bloqueos institucionales y las conversaciones íntimas en catalán a las apelaciones condescendientes al Movimiento de Liberación Nacional Vasco y los tamayazos. Lo que quizá ese mismo ciudadano no llegue a advertir, confundido por el ruido de una crispación de la que, para el Partido Popular, siempre son culpables sus víctimas, es que esta cruda reivindicación de la ley del embudo por parte de una fuerza política que se dice de centro y moderada es consecuencia de haberse erigido ante sí y por sí en campeona en la defensa de aquello mismo que está poniendo en peligro: la Constitución. Una Constitución que, en lugar de ser asumida como regla común de convivencia, es trasformada en bandera sectaria de los constitucionalistas y utilizada contra cualquier posición política que no sea la suya, sean comunistas, socialdemócratas, independentistas, nacionalistas, liberales, animalistas, antitaurinos, feministas o cualquier otra adscripción. El principio es tan viejo seguramente como el mundo en el que el hombre empezó a utilizar herramientas: para quien tiene un martillo, todo son clavos, y, por descontado, poco acuerdo cabe imaginar entre los clavos y el martillo. Para que prospere una eventual investidura del candidato socialista, si es que, como parece, fracasara la del candidato popular, serían necesarios los votos de partidos que en su día apoyaron el terrorismo y que más recientemente cometieron un grave atentado contra la Constitución. Pero esta evidencia no es en absoluto contradictoria con otra que los constitucionalistas acostumbran a marginar según su conveniencia: los representantes de esos partidos que han tomado posesión de su escaño en el Parlamento lo han hecho no por los delitos cometidos en el pasado, sino por el derecho de los ciudadanos a votarlos y el suyo a recibir esos votos, un derecho que ninguna instancia judicial les ha negado. En estas circunstancias, la primera decisión que hay que adoptar corresponde a quienes se encuentran, a quienes nos encontramos, inequívocamente en el lado de la Constitución, aunque no en el de los constitucionalistas que piden abstenciones patrióticas: ¿se debe o no se debe contar con esos diputados y, en caso afirmativo, bajo qué condiciones? La segunda decisión, sin embargo, corresponde a los propios independentistas, y se resume en aceptar o no la rocosa realidad que ha revelado su experiencia política de más de cuatro décadas en España, y que hasta ahora, hasta estas últimas elecciones, se han negado a contemplar de frente, enredándonos a todos en sus fantasías. En su mano no está ni estará nunca mientras Europa y el mundo se rijan por los principios y las fuerzas que se rigen destruir la integridad territorial de un Estado de la Unión. Ese objetivo no fue posible mediante la violencia terrorista ni tampoco mediante la aberrante ingeniería jurídica que, invocando la democracia, quiso imponer a una mayoría de los ciudadanos en una comunidad autónoma una independencia que rechazaban, ofreciéndoles como paraíso de libertades una república oscurantista basada en mitos nacionales y en una lengua reducida a rasgo de identidad. Una democracia asediada y una vida política encanallada y feroz, atrapada desde 2017 entre las fauces de la España castiza y ultramontana de la ultraderecha y la irresponsabilidad entre pueril y populista de los partidos amparados bajo el ortegajo de la “nueva política”: ese es el magro balance, la rocosa y única realidad que podrían exhibir si se atrevieran a mirarla de frente los partidos que, tras el 23 de julio, se frotan las manos creyendo que ha llegado su momento y acarician la idea de reclamar condiciones imposibles. ¿Su momento, hablan en serio? Si, dejándose llevar de una falsa representación de su fuerza, no permiten más salida que la repetición electoral por sus exigencias desmesuradas, a los muchos y muy graves errores en los que han incurrido bajo el sistema constitucional español deberán sumar uno más: despreciar una nueva oportunidad, quizá la última para ellos, de participar en una consolidación de las instituciones democráticas vigentes en España que permita, por fin, consagrar nuestros esfuerzos a la prosperidad y las libertades. Y no es que sin su participación nadie vaya a renunciar a esos objetivos; es que también ellos, a su manera, habrán tomado posición frente a ellos: haciendo de su nación un martillo, se habrán condenado a vivir en un mundo donde todo, absolutamente todo, son clavos.

domingo, 6 de agosto de 2023

Viejas resistencias contra nuevas leyes educativas, por Guadalupe Jover (El País, 5/08/23)

Era el año 1985. Acababa de sacar las oposiciones y apenas llevaba un mes en mi primer instituto. Algunos colegas veteranos andaban corrigiendo exámenes e intercambiaban impresiones. “El BUP es una fábrica de tontos”, se decían, en lo que a buen seguro era un lugar común en sus conversaciones. Varios de los recién llegados alzamos la vista. “¡Eh, que nosotros venimos del BUP!”. Pertenecíamos a la primera promoción de la Ley General de Educación y, por tanto, nuestros colegas se encontraban por primera vez con compañeros formados en un plan de estudios del que yo misma venía escuchando pestes desde mi adolescencia. La comparación entre el pretendido nivel de la generación anterior —seis años de bachillerato más el PREU, con su examen de ingreso y sus dos reválidas— me acompañó durante toda mi vida académica. Pocas veces escuché poner en valor la enorme conquista social que suponía la extensión de la escolarización obligatoria desde los 10 hasta los 14 años. Tenía ya una década de experiencia docente cuando la paulatina implantación de la Logse llegó a la educación secundaria. La incorporación a los institutos no solo de quienes hasta entonces habían estudiado en los colegios de primaria —niñas y niños de los dos primeros cursos de la ESO— sino también, con la extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años, de quienes hasta entonces el sistema expulsaba, produjo un seísmo en el cuerpo docente. Insignes catedráticos reclamaban aquel antiguo bachillerato de seis años y cuestionaban su reducción a dos cursos, indisociable reverso de la ampliación de la educación obligatoria. También los currículos escolares fueron objeto de una honda revisión a fin de adecuarlos tanto a los objetivos establecidos en la ley —la primera ley educativa de la democracia—, como a las características de la población escolar y a las aportaciones de la pedagogía y las didácticas específicas. Para los docentes de lenguas, por ejemplo, la Logse supuso alinearnos en los enfoques comunicativos, consolidados hoy en todos los países de nuestro entorno. Pero las resistencias al cambio fueron estruendosas. Muchas de las propuestas de la Logse se quedaron en agua de borrajas, a pesar de los esfuerzos volcados —entonces sí— en cursos de actualización didáctica y disciplinar. Romper la cultura profesional de un profesorado cuya formación inicial seguía siendo la misma de antaño, cuya forma de acceso a la función docente apenas había cambiado, y que veía transformado radicalmente el contexto en que se desenvolvía día a día no era fácil, ni aun con unas condiciones laborales infinitamente mejores a las actuales. Y como conjuro contra el malestar se achacó a la entraña misma de la ley la culpa de cuanto acontecía, cuando lo que latía en muchos casos era la resistencia a asumir la creciente diversidad del alumnado y la constatación de la esterilidad de las antiguas formas de enseñar. Y así desde entonces. Cada vez que una ley educativa pretende adecuar los currículos escolares a los fines del sistema educativo, estos sí objeto de un cierto consenso —al menos hasta ahora—, los sectores más conservadores se llevan las manos a la cabeza: en cuanto los anhelos de una escuela inclusiva, coeducativa, democrática y ecológica permean los currículos de las asignaturas, se acusa a estos de adoctrinadores y se pretende expurgarlos allí donde las competencias autonómicas lo permiten. Cada vez que una ley educativa trata de adecuar los currículos escolares a las características del alumnado, crecientemente diverso también por la llegada de los hijos e hijas de la inmigración y tan diferente al de antes tras la revolución tecnológica, los sectores más conservadores ponen el grito en el cielo: como si abrirnos, por poner un ejemplo, a una literatura que vaya más allá de las fronteras nacionales o construir itinerarios de lectura que partan del horizonte lector de los adolescentes para llevarlos mucho más lejos supusiera una renuncia al conocimiento verdadero. Cada vez, en fin, que una ley educativa trata de adecuar los currículos escolares a la investigación pedagógica y didáctica, a cuanto sabemos acerca del modo en que se producen los aprendizajes, los sectores más conservadores vuelven la mirada al modo en que ellos se formaron, olvidando que quizá aquellos cauces, tan estrechos, fueron los responsables de que tantos de sus coetáneos se quedaran en el camino. Porque lo difícil no es tanto consensuar los grandes principios como asegurar que los currículos escolares no dan la espalda a ninguna de esas tres coordenadas sobre las que venimos insistiendo. En primer lugar, a la investigación disciplinar, pedagógica y didáctica. En segundo lugar, a la diversidad del alumnado, para garantizar a cada estudiante el aprendizaje efectivo en lo que debe ser un sistema que garantice la inclusión y la equidad. Y, en tercer lugar, a unos valores compartidos que tienen su suelo ideológico irrenunciable en los derechos humanos y en la responsabilidad de preservar para las nuevas generaciones el planeta que habitamos.

miércoles, 21 de junio de 2023

LA NEUROCIENCIA Y CÓMO EDUCAR EN EL SIGLO XXI, por Carmen Pérez-Lanzac

LA NEUROCIENCIA Y CÓMO EDUCAR EN EL SIGLO XXI CARMEN PÉREZ-LANZAC 18 JUN 2023 – (IDEAS- EL PAÍS) Hay una mujer en Francia que está preocupada por la salud mental de los más pequeños y que tiene un mensaje con el que va a todos lados: necesitamos una revolución educativa, cambiar el trato que les damos a los niños. Los recientes avances neurocientíficos señalan que los castigos, los gritos, las amenazas no solo no funcionan, sino que acaban afectando al cerebro de los menores y causando cambios permanentes que, a la larga, les provocan problemas como depresión o ansiedad. Urge que muchos modifiquemos nuestra relación con los menores. La idea de que hay que redefinir nuestra relación con los pequeños está muy extendida. Abundan las opiniones sobre este asunto, todo el mundo tiene la suya. Aunque los adoremos, a veces es complicado que no se escape un grito. La contención no es cosa fácil. En redes sociales, millones siguen a los gurús de la llamada “educación positiva”, aunque algunos no saben que este sector está viviendo un auge científico. La mujer francesa con un mensaje es Catherine Gueguen (1950, Caen, Normandía), pediatra durante 28 años del hospital franco-británico Levallois-Perret, a un paseo del Arco del Triunfo de París. Cuando habla, Gueguen también aporta datos globales de Unicef: cuatro de cada cinco niños son sometidos a una educación violenta verbal o físicamente. El 80% de ellos recibe azotes o tortazos u otros castigos corporales. Y aporta los resultados de una reciente encuesta (octubre de 2022) en Francia: el 79% de 1.314 cabezas de familia reconocía usar violencia psicológica al educar a sus hijos. “Puedes pensar que la violencia no está muy extendida, pero créeme, lo está”, dice. “Como pediatra he oído a muchos padres contarme que cuando pierden los nervios castigan, amenazan o incluso golpean a sus hijos”. Gueguen tenía 44 años cuando se publicó un libro que dio un vuelco al conocimiento de que disponíamos sobre nuestra mente: El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano, de 1994, del neurólogo de origen portugués Antonio Damasio, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica de 2005. En él, el neuroinvestigador otorgó a nuestras emociones y sentimientos el papel que merecen en nuestro comportamiento. “No le dábamos importancia, lo considerábamos algo secundario”, dice Damasio por teléfono. “Y sin embargo, las emociones son esenciales. Quise darles el papel que les corresponde; son las que nos hacen humanos”. El mensaje del libro es que Descartes se equivocó al afirmar aquello de “pienso, luego existo”. En opinión de Damasio, lo que deberíamos afirmar es “existo, luego pienso”. Para ello, describió el funcionamiento de la corteza prefrontal, una zona de materia gris de varios milímetros de espesor que está encima de las órbitas oculares, que conecta distintas zonas del cerebro con otras que determinan nuestra respuesta motora y psíquica. Demostró que las emociones y los sentimientos desempeñan un papel clave en nuestra racionalidad. Para poder llegar a esta conclusión, midió los campos magnéticos que producen las corrientes eléctricas que atraviesan nuestra mente. Antes, este tipo de investigaciones solo eran posibles abriendo el cráneo con bisturí. Pero en las últimas dos décadas, los avances en el material que ayuda a estudiar este órgano crucial han disparado la información de que disponemos. Desde distintos puntos —Estados Unidos, Canadá, norte de Europa, Australia y China...—, semanalmente se publican estudios neurocientíficos sobre algún aspecto de la plasticidad de nuestro cerebro. Aquí nos centraremos en los que tratan sobre los efectos en el cerebro infantil de la llamada “educación negativa”, en la que los menores son víctimas repetidamente de algún tipo de traición en la confianza que estos depositan en sus cuidadores. Para entendernos: hablamos de maltrato, y por este se entiende agresiones verbales que buscan humillar, denigrar o causar miedo al niño, o abusos emocionales que causan en el menor vergüenza o culpa, además de otras formas de maltrato físico como los golpes. Durante sus primeros años, la neurociencia estudiaba los casos más graves, de niños huérfanos o de víctimas de maltrato severo. “Pero poco a poco nos hemos ido acercando a las familias más comunes”, afirma la neuroinvestigadora holandesa Sandra Thijssen, experta en desarrollo infantil del Instituto de Ciencias del Comportamiento, de la Universidad de Radboud. En 2018, la Academia Estadounidense de Pediatría publicó una lista de recomendaciones advirtiendo de los peligros de la educación dura. En el país hay una red de universidades que elaboran este tipo de investigaciones y comparten sus resultados para aumentar el conocimiento. Martin Teicher, profesor de Psiquiatría en la Universidad de Harvard y director del Programa de Investigación en Biopsiquiatría del Desarrollo en el Hospital McLean (Boston), es uno de los pioneros que participa en esta red. Dice por correo electrónico que en su opinión, el aprendizaje de cómo debemos tratar a los niños y adolescentes debería incluirse en el currículum escolar de secundaria para que los jóvenes ya adquieran nociones de los riesgos reales para los menores. Los estudios neurocientíficos señalan que cuando los menores víctimas con frecuencia de maltrato verbal alcanzan la adolescencia, “son menos creativos, curiosos, tienen menos capacidad de adquirir conocimientos nuevos y más predisposición a la tristeza y a la depresión”, dice David Bueno i Torrens (Barcelona, 58 años), biólogo especialista en genética y neurociencia y director de la primera cátedra de España en Neuroeducación (en la Universidad de Barcelona), pues en nuestro país esta especialidad está dando sus primeros pasos. Se activan las mismas zonas del cerebro, dice el biólogo, lo que cambia es la relación entre sus distintas zonas. “Con una educación negativa la amígdala cerebral se vuelve más reactiva a las emociones negativas, y la zona que gestiona las emociones, la prefrontal, tiene menos capacidad de gestionar la ansiedad, el estrés”, continúa. A esos menores, más apáticos, les cuesta más motivarse. Pueden caer en el consumo de drogas en su búsqueda de estímulos. Para poder extraer conclusiones, los expertos necesitan un número muy amplio de voluntarios y a través de tests deducen el estilo educativo de los cabezas de familia. Según Bueno, en España la parentalidad negativa es más habitual en hogares de nivel sociocultural muy alto o muy bajo. ¿Qué vemos en la aristocracia española? “Muchas juergas. Y eso es por una falta de apoyo parental. Exigen mucho y no dan nada a cambio emocionalmente hablando. O dejan que otro se implique por ellos. No hacen su papel de progenitores. Y las familias pobres a veces delegan en las calles o en el sistema educativo. No cumplen con la necesidad emocional que tienen sus hijos de que estén presentes para ellos”. Sarah Whittle, psiquiatra y psicóloga australiana del Centro de Neuropsiquiatría de Melbourne, comprobó que crecer en un barrio pobre o desfavorecido provoca cambios en la función cognitiva y en la salud mental de los niños. Encuestó a 7.500 menores de distintas clases sociales y sugirió que sería útil que tanto los padres como los profesores de estos menores recibieran apoyo para entender que sonreír con frecuencia a los pequeños y hacerles sentir queridos cuando estén enfadados o enrabietados puede compensar otros aspectos negativos de su entorno vital. Cuando castigamos a un menor, ¿qué es lo que pasa en su cerebro? Como ha escrito el psicólogo y doctor en educación Rafa Guerrero (autor de Educar en el vínculo, de 2020), al niño se le activan las zonas inferiores del cerebro, las encargadas de la supervivencia. Se liberan grandes dosis de adrenalina y cortisol, lo que incita a la acción e impide pensar. El castigo invita ciegamente a la venganza. “Al estar hiperactivada la parte del sótano cerebral (instintos y emociones), difícilmente se puede conectar con el ático cerebral (pensamiento crítico, razonamiento, funciones ejecutivas, etcétera). No podemos ser conscientes ni pensar sobre lo ocurrido y solo obedecemos a nuestra parte más instintiva y emocional”. No existe un aprendizaje real. Para ello es imprescindible el amor, el respeto, la paciencia y los buenos tratos. Y si no podemos castigar a nuestros hijos, ¿de qué forma podemos hacer que entiendan las normas que intentamos transmitirles? “Ese es el quid de la cuestión”, dice Guerrero. No faltan voces que sostienen que un azote, o encerrar a un niño de dos años en una habitación ayuda a que mejore su comportamiento, como dice la psicoanalista francesa Caroline Godman. Pero la neurociencia apunta en otra dirección. “En España se diría que solo hay dos tipos de padres”, dice el neuropsicólogo experto en educación Álvaro Bilbao: “Los padres superpermisivos que no ponen límites y los padres tradicionales de mano dura”. Pero hay, destaca, un nutrido grupo intermedio que pone límites con firmeza, o por lo menos lo intenta, ayudando a los menores a tener confianza y seguridad en sí mismos. Durante el confinamiento de 2020, cuando aumentaron los conflictos internos en las familias, se incrementaron las peticiones de cursos de gestión de las emociones para los padres. Mari Carmen Morillas, presidenta de la Federación de Padres y Madres del Alumnado de la Comunidad de Madrid Giner de los Ríos, cuenta que han pedido al Gobierno regional que añada la figura del psicólogo en los centros educativos, donde también existe la educación negativa, para que haga una labor trasversal con los menores y también con educadores y padres. Gueguen, siempre emocionada con el avance científico que se está dando en los últimos años, tardó en enterarse de la publicación del libro de Damasio, pero, una vez lo leyó, entendió que ante la evidencia de que los humanos nos vemos influenciados por nuestros sentimientos, urgía que se tomaran medidas para que muchos padres tuvieran una relación más saludable con sus propios hijos. Le preocupa lo que llama “la fidelidad incondicional de los hijos hacia sus padres”. Es decir, que aquellos padres que han sido a su vez educados de una forma dura o con signos de maltrato replican a menudo ese modelo. “Puede ser muy doloroso poner en duda a los propios padres”, afirma Gueguen. “Muchos hacen propias frases como ‘así aprenderás’, ‘así progresarás’, mientras los castigan”. Desde hace cinco años, la pediatra forma a profesionales de la infancia como médicos, psicólogos, educadores o matronas y dirige una diplomatura de la Sorbona de acompañamiento en la crianza. En 2018 publicó Feliz de aprender en la escuela. Cómo las neurociencias afectivas y sociales pueden cambiar la educación (Grijalbo). Gueguen resume lo que se espera de un padre que intenta educar a un hijo de la forma correcta: se trata de una persona ante todo empática y benevolente consigo misma, conectada con sus propias emociones, que sabe expresarlas y habla de ellas con su hijo. “Sabe que criar a un hijo es una fuente de felicidad, pero también puede ser extremadamente difícil, que cometerá errores y que ver a tus padres reconocerlos y disculparse es muy educativo para el niño”. Cuando el progenitor ha desarrollado esta benevolencia hacia sí mismo, sabe cómo transmitirla a su hijo y este, a su vez, “florece”, asegura. Gueguen era una de las expertas que tenían los oídos bien abiertos cuando la Organización Mundial de la Salud y Unicef publicaron un llamamiento a los gobiernos pidiendo la puesta en marcha de un mínimo de cinco sesiones de acompañamiento en crianza para padres o tutores de menores. Por desgracia, el llamamiento se publicó en plena ola poscovid, y no tuvo la difusión esperada. Se basaban “en más de 200 ensayos” publicados en los últimos 20 años. Sostienen que asistir educativamente a los padres cuando vayan a ponerle las vacunas al menor tendría efectos enormemente positivos para la salud mental de los pequeños. “Lo creemos porque se ha comprobado”, afirma Benjamin Perks, representante adjunto de Unicef. “Tenemos los datos delante de nuestras narices. Es el momento de poner en marcha estos programas de apoyo, el daño que causan estas prácticas está muy extendido y los datos demuestran que es posible prevenirlo. En EE UU y Europa se gasta alrededor de 1,2 billones de euros para paliar este problema. Por una fracción lograríamos que la situación mejorara infinitamente”, termina Perks. “Es preciso que los padres y los educadores sean acompañados a lo largo de sus vidas y profesiones”, insiste Gueguen. Necesitan, dice, ser comprendidos, no culpabilizados y que sepan que ocuparse de un menor puede ser muy difícil, altamente exigente y que se equivocarán a menudo y necesitarán apoyo. Para el neurólogo Antonio Damasio, el hombre que nos quitó la venda de los ojos, ¿cuál debería ser el siguiente paso en la investigación? “La consciencia de nosotros mismos y de los demás está muy relacionada con nuestras emociones, no con nuestro intelecto”, afirma. “Y creo que lo que deberíamos empezar a investigar qué papel juega realmente: ¿qué rol tiene la consciencia en nuestro cerebro?”.

miércoles, 14 de junio de 2023

La guarra cultural mata, por Jordi Amat (El País; 11/06/23)

Doblo mi ejemplar para asediar a Jorge Dioni con una frase que he subrayado de El malestar de las ciudades hasta agujerear la página 59 de su libro. “Guerras culturales para evitar el conflicto sobre el modelo económico”. Estamos sentados en la terraza cutre de un bar en una calle peatonalizada hace pocos meses en el centro de Barcelona. Vamos a presentar su ensayo sobre cómo se ha configurado la realidad donde vivimos: la ciudad neoliberal. Luego, de vuelta a casa, ordenaré mis papeles y seguiré leyendo con melancolía el estudio que me tiene atrapado desde hace unos días: Auge y caída del orden neoliberal. Ya en la introducción el profesor Gary Gerstle escribe una variante de la frase de Dioni. Identifica al presidente Bill Clinton como el hombre que consiguió que el Partido Demócrata aceptara el orden neoliberal, aprobando una serie de paquetes legislativos que reestructuraron el sistema de comunicación y el financiero y que tuvieron una influencia decisiva en la economía política de las dos primeras décadas del siglo. Apenas hubo discusión sobre esa deriva, afirma Gerstle: “su significado ha quedado empañado por la cortina de humo generada por las encarnizadas guerras culturales de la década”. Y esa óptica sobre la identidad de la comunidad habría desplazado el análisis sobre la realidad material, descuidando la crítica sobre cómo se iba haciendo estructural un proyecto de transformación económica y, por tanto, social. Una de las consecuencias de ese cambio las enfatiza Michael Sandel en la nueva edición de El descontento democrático: “no estamos acostumbrados a prestar atención a las consecuencias cívicas del poder económico”. Estamos enfrascados en otras batallas. La principal batalla cultural en España —nuestra gran cortina de humo— es la pulsión que se retroalimenta entre nacionalismos enfrentados. He visto a las mejores mentes de mi generación, aquí y allí, destruidas por esta locura. Esta batalla explica por qué la política de pactos parlamentarios del Gobierno de coalición con partidos nacionalistas apenas se evalúe en función de las políticas aprobadas, mejores o peores, ya sea la reforma laboral, la de las pensiones o la ley de la vivienda. Nuestra batalla cultural trastoca el análisis y tiene la capacidad de embalsamar otra vez el debate público en el territorio de la invertebrada angustia orteguiana, como si la respuesta a la pregunta sobre qué es España, por Dios, qué es, fuese a modificar en algo las condiciones de vida de los ciudadanos. Situar el foco en esta dimensión identitaria, en realidad, excita las bajas pasiones, el rencor y la rabia, y nos aleja de comprender cómo actúan las principales fuerzas del orden neoliberal, que en España son el Partido Turístico y el Partido Inmobiliario, siguiendo el argumentario de Jorge Dioni. Mientras vivamos en las ruinas de ese orden, para usar ahora la imagen de Gerstle, esas fuerzas actuarán para proteger sus intereses legítimos y evitar así el principal desafío que enfrentan hoy los gobiernos para reafianzar la democracia: la adopción de políticas económicas que se impongan sobre los mercados financieros (plagio esta frase del libro de Sandel) que hegemonizaron el orden de una globalización que se acaba. Plantear la pregunta de las elecciones generales como una dicotomía polarizadora emociona, porque parece que la continuidad de la democracia o la nación esté verdaderamente en juego, pero esa opción invisibiliza la política social y económica. No se trata de dar datos y más datos. “Dato no mata relato”, escribe Dioni en su libro. Pero hay un relato alternativo a partir de los datos y lo hecho, lo planificado y lo ejecutado. Las medidas para desactivar las pasiones de nuestra batalla nacional (los indultos), las que han posibilitado la mejora de la calidad de los contratos y la caída de la temporalidad (la reforma laboral), las que apuestan por una reindustrialización propulsada por los Fondos Next Generation EU, en cuyo diseño la aportación española fue tan destacada. Hay ingredientes para “construir un discurso propositivo de corte nacional” (robo ahora a Germán Cano). Vaya, lo que nos dijo Sandel: “la izquierda debe ofrecer una visión positiva del patriotismo”.

jueves, 8 de junio de 2023

El fascinante ritual de leerle un cuento a un niño, por Miguel A. Delgado ( El País, 4/06/23)

Termina la jornada. Tras un largo día, ni las pequeñas ni tú podéis más, pero eso nunca disculparía que os saltarais el ineludible ritual de que les leas un cuento. Y es algo que sigues disfrutando, aunque ese reloj intangible que todos tenemos en nuestro interior te avise de que tiene fecha de caducidad y que esta cada vez está más próxima. Pronto, las niñas rechazarán rotundamente la perspectiva de que les cuenten cuentos, porque ya solo les importará ser un simulacro de adultas. Pero eso aún no ha pasado. No, aún no, y te aprestas a cumplir con ello y disfrutarlo. Estamos hechos de historias. Escribo esta frase consciente de que difícilmente ganará un premio a la originalidad. La introduzco en el buscador de Google y, en efecto, veo que la escribió en algún momento Eduardo Galeano. Pero me atrevería a decir que ni siquiera él debió de ser el primero en pensarla; en realidad, a poco que se dedique un momento a buscar algo que nos defina a la perfección, hay muchas posibilidades de reparar en ello. Si algo hemos visto una y otra vez en estas páginas es que nuestro cerebro tiene pánico al caos, al sinsentido, a que las cosas sucedan sin un porqué. Nuestras prodigiosas neuronas captan constantemente la información que reciben y la analizan sin interrupción, y la potencia de nuestra mente construye con ella patrones, relatos, ordena las piezas que a simple vista no están relacionadas y busca un significado a todo. En el universo, en el mundo, ante nosotros e incluso en nuestro interior, cada acción tiene una reacción. Eso es lo que permite a la ciencia avanzar, comprender las causas de los hechos observables, que a su vez nos llevarán aún más lejos. Pero sería mucho decir que existe un relato como tal, una historia con un propósito, un sentido, unas vicisitudes y un final coherente con lo sucedido hasta entonces. Eso entraría, más que en el campo de la ciencia, en el de las religiones, que también cuentan con su correspondiente nómina de héroes y villanos, la salsa de cualquier relato que se precie. De hecho, son en sí mismas relatos que ahuyentan el fantasma de lo imprevisible y en apariencia sin sentido(…) Así que, sí, estamos hechos de historias. Nuestra propia existencia es una historia. Necesitamos las historias, aunque no acaben bien, y las buscamos con ahínco desde pequeños. Es un hecho probado que, a pesar de la proliferación de las pantallas, del sobreestímulo de relatos que nos rodean, todavía hay millones de niños que, cada noche, se duermen mientras un adulto les lee un cuento. No importa que hayan cambiado los soportes, que ahora existan formatos con mayor capacidad de llegar hasta la mente infantil para atrapar su atención; la imagen de un padre o una madre leyéndole a su hijo un relato, normalmente sacado de un libro ilustrado, podría parecer una anomalía, algo más propio de un mundo más antiguo, uno en el que los adultos trenzaban historias para exorcizar peligros y amenazas, y así acompañar a los más pequeños en su particular descenso hacia las profundidades del sueño. Podemos pensar que las historias que contamos han cambiado mucho a lo largo de los miles de años que llevamos aquí. Al fin y al cabo, no son lo mismo las andanzas del Homo sapiens que vivía en una cueva que las de un sapiens que navega por internet, habla con sus compañeros de oficina a través de una pantalla o elige qué ver entre una amplia oferta desde el sofá. Y, sin embargo, hay algo atávico en esas historias, en cómo se construyen, que ha permanecido inalterado. Nada extraño, si tenemos en cuenta que, aunque creamos que hemos evolucionado muchísimo, seguimos teniendo prácticamente el mismo cerebro que el de nuestros venerables antepasados. Un cerebro que continúa descifrando la realidad e interpretándola igual que lo hacía entonces, y que por eso mismo es estimulado por las mismas cosas. Como afirma José Enrique Campillo, nuestro cerebro no fue creado para concebir ni la vastedad del universo ni la infinitesimalidad de lo cuántico, realidades ambas que han irrumpido entre nosotros, con las que tiene que lidiar un tejido neuronal diseñado para el presente más inmediato y contundente, en esencia el mismo cerebro con el que los cazadores recolectores tenían que arreglárselas para sobrevivir en un mundo eminentemente hostil. Pero lo más curioso es que, al final, es muy probable que el mecanismo con el que logremos montar la historia que nos explique esos vastos conceptos se construya de forma parecida a como lo hacían nuestros más remotos antepasados. El relato que nos atrapa es el que logra interrumpir nuestro monólogo interior, ese que nos acompaña a cada instante y que va continuamente otorgando ese sentido que tanto necesitamos a cualquier cosa con la que nos vamos encontrando, incluso en la calle, y que, en realidad, no tiene por qué guardar relación con nada. Nuestro cerebro se ha encargado de dar una coherencia a hechos que son, en gran medida, fortuitos y hasta caóticos. Por eso, para que un relato nos cautive tiene que tener un comienzo que rompa con lo previsto y, así, capte nuestra atención. O incluso contener unas palabras mágicas que, en cierta forma, ejerzan de conjuro, de rito que indique que abandonamos lo que conocíamos para adentrarnos en un mundo nuevo; en este sentido, “Érase una vez” puede ser tan eficaz como “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Estrategias distintas, mismo resultado. Si es la primera vez que leemos el cuento que ahora estamos contándoles a nuestras hijas, al posar los ojos sobre el texto escrito, la combinación de lo que vemos y de la acción de nuestro cerebro irá descifrando lo que, previamente, el autor codificó. Y lo más fascinante es que nuestra mente, y por extensión la de las niñas que nos escuchan, irá construyendo la realidad al mismo ritmo con el que vamos escaneando cada palabra, e incluso adelantando lo que va a continuación, en una sucesión vertiginosa de posibilidades hasta que solo quede una opción. En cierta forma, es como cuando el teclado predictivo del móvil sugiere palabras, mientras vamos escribiendo, hasta quedarse con la versión definitiva. Cada noche, con cada lectura, en una penumbra apenas rota por una pequeña lámpara, se produce uno de los procesos más fascinantes de un día lleno de momentos casi mágicos. Porque, al leer lo que alguien antes imaginó, quizá apoyándose en imágenes creadas por algún ilustrador, estamos poniendo en marcha poderosos procesos mentales, que seguramente nos pasen tan inadvertidos como los que nos permiten descifrar la hora en la esfera de un reloj, simplemente porque se han vuelto cotidianos. Pero, a la vez, al verbalizarlos, estamos añadiendo capas sobre capas de magia. Si cada lectura es única, si cada lector reconstruye a su modo lo que el autor previamente imaginó, lo mismo hace el niño a partir de lo que escucha, desde su propia perspectiva, todavía no tan ahormada como la nuestra. Y lo verdaderamente maravilloso es que, de esa suma de relatos únicos que proceden de varias fuentes (el autor, el adulto que lee, el niño que escucha), surgirá uno de esos momentos capaces de perdurar. Quizá por eso sigue teniendo algo de ritual el contarle un cuento a un niño. Quizá por eso, también, haya conseguido mantenerse frente al tsunami de soportes y plataformas nuevos. Y ojalá que lo siga haciendo. (Este estracto es un adelanto de "La costumbre ensordece.La fascinante histotria que esconden nuestras rutinas diarias", de Editorial Ariel.

martes, 23 de mayo de 2023

Mejor lo hablamos, David Trueba (El País, 23/05/23)

Resulta chocante que estemos tan preocupados de pronto por la amenaza de la mal llamada inteligencia artificial y, en cambio, no parezcamos alterados por el evidente dominio de la estupidez natural con la que convivimos. Nadie duda de que los avances tanto tecnológicos como sociales contribuyen a mejorar la vida de las personas, por más que a ratos esa nueva realidad nos perturbe porque arrastra consigo un agravamiento de ciertos síntomas del malestar humano. Con nuestro instinto innato para la autodestrucción, somos capaces de revertir lo que son obvios adelantos en conocimiento y tecnología en armas de infelicidad, persecución, alienación y sometimiento. La IA provoca idéntico debate que el mal uso de las redes y el teléfono portátil porque nos pone al alcance de la mano nuevas oportunidades para practicar la falsedad, la apropiación indebida, el engaño y la estafa. La tecnocracia está causando estragos por la sencilla razón de que le hemos otorgado valor al exhibicionismo por encima de la búsqueda del propio amparo, y el peor síntoma es la creciente ola de suicidios adolescentes. Una de las más repetidas prevenciones en la opinión pública ante el desarrollo de la IA es el modo en que puede perjudicar a la enseñanza escolar. Ya se habla de trabajos copiados y niños sin retentiva. Quizá ignoran muchos que el corte y pega es una asignatura expandida. En un entorno con aluvión de tesis doctorales plagiadas burdamente y el más obsceno negocio universitario en marcha, no habrá que creer que un mero avance técnico nos vaya a hacer aún peores personas. Ya somos horrorosos. En lo educativo, y lo señalan estudios sobre el deterioro de la comprensión lectora en menores, tendríamos hace tiempo que haber puesto el acento sobre una mejora del sistema para que los chicos no abandonen por la tentación tecnológica el desarrollo de sus capacidades cognitivas. Una de las mejores maneras de evitar el plagio y la impostura escolar, es recuperar la oralidad. España va con años de retraso sobre el sistema francés o anglosajón de dominio de lo hablado. Un sabio profesor repite a menudo que solo demuestras el conocimiento cuando eres capaz de explicar lo que sabes. El valor no está en el título enmarcado de la pared, sino en la vertebración de lo aprendido con la realidad. Es posible que los actores puedan doblarse con su propia voz en todos los idiomas del mundo o que caras y cuerpos ya fallecidos sean recuperados digitalmente para seguir la faena, pero no dejan de ser fuegos de artificio. No es la primera vez que asistimos a la apropiación del talento de otro para desarrollar la mediocridad propia. Las canciones, las lecciones, la organización laboral y la recogida de residuos pueden organizarse mejor con las aplicaciones de cálculo. Convivirá el talento con la depredación y el ingenio y la bobería. En la sutil inconcreción del capricho humano, donde se mezclan lo racional y lo irracional y lo bondadoso y lo malvado, es donde se juega nuestra vida diaria. Enseñemos a los chicos a hablar y a pensar en voz alta y tendremos un Parlamento muy distinto, un ágora más rica, un debate mejor. En la obsesión por volver a todos los ciudadanos unos vacuos consumidores pasivos quizá nos hemos pillado los dedos. Como dijo un experto, fabricar tontos es un gran negocio, hasta que los tontos son tantos que te dictan la norma y te modelan a su gusto.

lunes, 22 de mayo de 2023

Entrevista a Adela Cortina en El País (20/05/23)

Adela Cortina: “Los medios están creando una sociedad de tontos polarizados” La autora de ‘Aporofobia, el rechazo al pobre’ y ‘Ética mínima’, entre otros indispensables tratados morales, habla de educación, política, periodismo, filosofía y felicidad Perenne dedo sabiamente metido en la llaga de preguntas que importan y molestan, Adela Cortina (Valencia, 76 años) sigue adelante en su misión de radiografiar los comportamientos y fallas de nuestras sociedades modernas. Su territorio no es otro que el saber que se ocupa de los fines: la ética, diseccionada en libros esclarecedores como Ética mínima, Ética aplicada y democracia radical, ¿Para qué sirve realmente la ética? (Premio Nacional de Ensayo 2014), Aporofobia: el rechazo al pobre o Ética cosmopolita. Su diagnóstico como la profesora que es no alberga duda: en cuestiones morales, y desde un punto de vista histórico, progresamos adecuadamente. Frente a la tentación del “estamos peor que nunca”, ella opone un “estamos mejor que nunca” basado en los evidentes avances de la sociedad contractual, los derechos humanos y el Estado de bienestar. Y, al mismo tiempo, constata lo evidente: queda un universo por hacer y el margen de corrección en cuestiones como las desigualdades sociales, el desastre medioambiental o la polarización política es inmenso. La conversación con la catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia sobre temas profundos y delicados fluye como si del estreno de la última serie de televisión o de la próxima jornada de Liga estuviéramos hablando. Es la virtud del que sabe de verdad: descender al territorio de su interlocutor, por repleto de lagunas que este se encuentre, con tal de transmitir verdades como puños que sean comprensibles y no ampulosas tabarras llenas de prestigiosas referencias y notas a pie de página. El encuentro, sin orden del día preestablecido ni percha de actualidad más allá de la permanente vigencia de sus pensamientos y postulados, y la innegable conveniencia de recordarlos y reivindicarlos una y otra vez, transcurre en la sede valenciana de la Fundación Étnor (Ética de los Negocios y las Organizaciones), que dirige. Eso sí: para las fotos se impuso la opción —más seductora, sin duda, que el aséptico decorado de oficina— del paraninfo y la biblioteca de la Universidad La Nau de Valencia. La autora de 'Ética mínima', retratada en la biblioteca de La Nau de Valencia, donde es catedrática emérita de Ética y Filosofía. La autora de 'Ética mínima', retratada en la biblioteca de La Nau de Valencia, donde es catedrática emérita de Ética y Filosofía. RAÚL BELINCHÓN ¿La ética está relacionada con la felicidad? La ética tiene dos referentes, la felicidad y la justicia, que son los dos puntos fundamentales de los que se pueden extraer todos los valores y todas las aspiraciones de la humanidad. Pero, así como la justicia puede hacerse, es alcanzable…, la felicidad no. A lo largo de la historia hemos ido creando con mayor o menor éxito y mayor o menor suerte sociedades cada vez más justas, hasta llegar al Estado social y democrático de derecho que tenemos hoy. Y es la base de las comunidades políticas: si una estructura no es justa, hay que cambiarla. De hecho, pienso que la historia de la humanidad se podría contar como la historia del progreso en la justicia. Igual estoy siendo muy optimista… Eso que dice desmiente en gran medida la tentación recurrente del “estamos peor que nunca”. Estamos mejor que nunca. Yo, a mis alumnos, cuando empezaban con aquello de “estamos igual que siempre” o “estamos peor que nunca”, les pedía que no dijeran tonterías. Que miraran unos años atrás y vieran cómo la esclavitud era legal. Cómo las mujeres no votaban. Ha habido enormes progresos. Así que la justicia está, en cierta medida, en nuestras manos, aun con avances y retrocesos. No así la felicidad, ¿no? La felicidad, como decía Aristóteles con toda la razón del mundo, depende en muy buena medida de la suerte. Tú puedes decirle a alguien: “¡Vamos, tú puedes ser feliz!”, pero, si le han diagnosticado un cáncer y le están dando un tratamiento de quimio y radio que lo deja desmontado varios días, hablarle de eso es un sarcasmo sin gracia. Hay que trabajar en ser felices, claro, y la mayoría lo hacemos, pero hay que saber que la suerte cuenta. Y luego hay gente que no va a ser feliz en su vida porque protesta por todo, porque es incapaz de cuidar a un amigo excepcional, de cuidar una buena relación de pareja, de valorar que ha tenido una educación maravillosa, de apreciar una puesta de sol…, incapaz. Incapaz de cuidarse, incluso. Por supuesto. Así que lo que sí se puede trabajar con relación a la felicidad es esa receptividad para apreciar lo valioso. Quienes son más capaces de apreciar tienen más posibilidades de ser felices. ¿Es una predisposición, un “tender a…”? Cuando ya los griegos hablaban del ethos, que quiere decir “carácter”, y de ahí viene la ética, ya estaban hablando de las predisposiciones que vamos generando a lo largo de la vida. Y trabajar las predisposiciones era lo que ellos entendían como el camino hacia la felicidad. Nadie te garantiza que vas a ser feliz, pero puedes trabajar para intentarlo. Otra cosa distinta son las promesas de felicidad de algunos psicólogos, etcétera; cuidado con prometer nada. ¿Hasta qué punto estamos preparados para asumir esa ética mínima de su célebre libro de 1986, esas leyes de mínimos para saber estar en la vida? ¿Cómo lo estamos haciendo? Pues yo estoy un poco desanimada. Desanimada con el ambiente que se ha ido generando y en el que tienen muchísima responsabilidad las redes sociales, las pantallas, internet… Igual es una vulgaridad esto que digo, pero me sorprende enormemente ver a la gente siempre pendiente del móvil hasta el punto de que, si no vas con cuidado, te atropellan. Decía un artículo de la revista The Atlantic que en esta era de internet ya es muy difícil que podamos progresar porque somos incapaces de leer un libro entero. Esto me aterra. Yo no tengo hijos, pero amigos que sí tienen me dicen que sus hijos son incapaces de leer un libro entero. Yo los devoraba desde pequeñita. Hoy estamos todo el rato mariposeando, leyendo solo trocitos, de forma que nos hacemos un pensamiento fragmentario, y eso me parece peligroso. Y como pensamos igual que leemos, según está comprobado psicológicamente, cada vez pensamos menos. El déficit de atención ya no es una enfermedad, es un modo de vida Lo que antes era una dolencia diagnosticada de manera individual —el déficit de atención—, hoy es una dolencia social, ¿no? Es que el déficit de atención ya no es una enfermedad, es un modo de vida. ¿Y esa ética cosmopolita de raíz kantiana de la que trata su último libro… ¿Estamos preparados para ella? ¿No apelamos más bien a lo que podríamos denominar nuestra propia “ética local”? Pues mira, la gente, cuando no consigue el tipo de ventajas que proporciona una sociedad cosmopolita que respeta el camino hacia la dignidad, etcétera, se queja. Cuando no se respetan su dignidad y sus derechos, se queja. Usted ha escrito mucho sobre lo subjetivo y lo intersubjetivo. ¿No estará la raíz del problema en la defensa a ultranza de MI subjetividad frente a la intersubjetividad, a mi relación con los demás? Justo, ahí está la raíz del problema. A mí que no me toquen mi subjetividad. Efectivamente, a mí que no me toquen mis derechos, yo tengo derecho a prácticamente todo. Pues no. En nuestra tradición yo no puedo reclamar un derecho que no reclame para todos los demás. Eso es la clave para conseguir una sociedad cosmopolita en el sentido kantiano de la Ilustración. También ha escrito sobre dos rasgos que definen hoy lo que es la clase política y su discurso: lo emotivo y lo disyuntivo. Por un lado, emotividad frente a argumentación. Por otro, el reino del “o estás conmigo o contra mí”… Así es, y está complicado corregirlo. Y aquí llegamos al que por desgracia es uno de los grandes temas de nuestros días, que es el de la polarización. Tema, por cierto, relativamente reciente, porque polarización siempre ha habido, pero su exacerbación tiene que ver con las redes y con los medios de comunicación. A mí me interesan mucho las cuestiones relacionadas con la neurociencia, y quienes hemos estudiado estos temas sabemos que existe una predisposición biológica al tribalismo, a la defensa de lo mío frente a lo de fuera; nuestro cerebro es xenófobo, lo mismo que existe en todos nosotros, como expliqué en mi libro Aporofobia, una predisposición a relegar al pobre. Pero una predisposición no es un destino, se puede cambiar, es adaptativa. ¿Y cómo cambiarla? Es complicado. Me enteré —y me quedé sorprendidísima— de que hay polarizadores profesionales que van incitando a la gente a esa predisposición, auténticos especialistas en el esquema amigo / enemigo. Les sale muy bien, y están siendo contratados para que polaricen. Y ahí llegamos a la emotividad. ¿Por qué estamos en una época emotivista? Porque es mucho más fácil manejar la emoción que la razón. Para manejar la razón hacen falta argumentos. Más fácil y quizá más confortable, ¿no? Las dictaduras y los populismos son confortables. Ahí no se argumenta, ahí se emociona. Claro, trabajan las emociones y tienen a la gente a gusto. Me quedé pasmada viendo esa asignatura que se le ha ocurrido a Putin para sus escolares, a los que se les dice que hay que morir por la patria. Está volviendo el tribalismo, están volviendo los nacionalismos cerrados, el repliegue. Pero, como bien dijo Ulrich Beck, debemos tener una mirada cosmopolita ¡porque si no, no entenderemos nada de lo que ocurre! Es una cuestión epistemológica, ya no es solo una cuestión ética. Somos interdependientes, Dios mío. Sin embargo, pensar la vida exclusivamente a partir de la razón no es viable, siempre nos hará falta un factor emocional… A ver, a quienes formamos parte de la tradición occidental se nos ha acusado de fijarnos más en la razón que en las emociones, y se ha dicho que la filosofía occidental es el trabajo de la razón. Y es verdad. Por eso yo propuse hace tiempo —y sigo trabajando en ello— una razón cordial, una unión de razón y emoción. Porque claro que las emociones son nuestro impulso, el motor del ser humano, pero cuidado con quedarnos solo con ellas, porque se desbocan; hace falta también la razón. Y esa fórmula es la que tiene que resolver el problema de la polarización: una conversación emoción-razón. La autora de 'Aporofobia' se muestra pesimista con respecto al actual papel de los medios de comunicación. La autora de 'Aporofobia' se muestra pesimista con respecto al actual papel de los medios de comunicación. RAÚL BELINCHÓN ¿Considera que, en general, la gente hoy está polarizada o que se deja manipular por esos polarizadores profesionales de los que habla? Creo que, en general, la sociedad no está polarizada, no lo está. Y no puede ser que las redes y los medios lo hagan. Yo creo que en España la sociedad es fundamentalmente de centroderecha / centroizquierda, si es que se puede seguir hablando de izquierda y derecha, que, la verdad, no me gusta para nada esa denominación. Pero hay polarizadores. Y muchos lo hacen por ganarse una reputación. Lo que dicen se viraliza, y entonces entramos en una deriva psicológica tremenda. O sea, que McLuhan tenía razón: el medio es mensaje. El medio es el mensaje. Así que, por favor, yo os pediría a los medios de comunicación que no alimentéis ese tribalismo emotivista. Acusamos a esos polarizadores profesionales de fabricar fake news sin parar. Pero los medios tradicionales —también llamados respetables—, ¿no hacemos fakes? ¿Un fake no puede fabricarse por omisión, por no hablar de tal tema, o por esconderlo, o por hablar de él por tal o cual interés político o económico? ¡Absolutamente! Ese tema me preocupa y me crispa muchísimo porque, a pesar de las redes y de todo eso, los medios tradicionales tenéis aún muchísimo poder aunque a veces no os deis cuenta. Y yo os pediría encarecidamente que intentarais limar la polarización. Que digáis: “Mire usted, las dos posiciones son igual de legítimas, pero esta es más razonable por esto, esto y esto”. Que argumentéis. Y otra cosa: ¿es posible que se den las noticias sin calificar desde el principio a la gente, sin decir de entrada “este es de extrema derecha o este es de extrema izquierda, este es conservador y este es progresista”? ¿Pueden los medios no calificar a la gente de entrada, sino esperar a ver lo que dice, para que la audiencia valore lo que se dice y no el calificativo que se pone a quien lo dice? Porque yo comprendo que al cerebro del lector corriente y moliente le es muy cómodo pensar en pares, bueno / malo, amigo / enemigo, extrema derecha / extrema izquierda, o sea, que se lo den todo servido, pero es que no puede ser. ¿Cree que los medios en España están cumpliendo con su deber ofreciendo no solo qués, sino cómos y porqués? ¿Están abordando de verdad el contexto? ¿Se están dirigiendo de verdad a “la gente” o solo a los mundillos político, económico y cultural? Esto es un verdadero problema. No estamos haciendo caso a Aristóteles, que en su tratado Metafísica decía que importa el qué, pero sobre todo el porqué. Que es, por cierto, la tarea de la filosofía. Al lector le tienes que situar y le tienes que dar las pistas para que él se forme la opinión acerca de qué es lo bueno, lo malo y lo regular. Si a la gente le das solo información y no le das contexto, no hay nada que hacer. Los medios están creando una sociedad de tontos polarizados, de forma que no vivimos en una sociedad del conocimiento, sino en una economía de la atención. ¿Y cómo se capta la atención? Pues con lo extravagante y lo muy llamativo. Pero los medios no tienen que tratar a la gente como si fuera tonta. Un estudio de la Universidad de Cambridge reveló que la mayoría de los lectores no quieren noticias duras. ¿Eso tiene que ver con la aporofobia? Tiene que ver, tiene que ver. Tenemos un mecanismo mental por el que apartamos todo aquello que nos incomoda. Y cuando no somos capaces de valorar a muchos seres humanos que, como dijo Kant, son valiosos por sí mismos, entonces rechazamos a aquellos que no pueden devolvernos nada a cambio. En general, nuestro cerebro es xenófobo. Pero además es reciprocador: yo te doy y tú me das. Y, desde luego, es mucho más inteligente reciprocar que excluir, a mí me parece un paso adelante en la civilización. Eso es el Estado de derecho, eso es la sociedad contractual. Pero, claro, todo esto tiene un inconveniente claro, y es que cuando nos parece que alguien no es capaz de devolvernos nada interesante a cambio, entonces lo excluimos. Sus observaciones morales podrían conformar un buen programa de educación ética y filosófica para los colegios. En el caso, claro, de que ese tipo de educación un día interese a nuestros gobernantes como prioridad y no como concesión… Hay que educar filosóficamente. Como decía Kant muy acertadamente, la educación es junto con el gobierno la tarea más difícil de un país. Y hay que decidir si educamos para el presente o para un futuro mejor. Kant opina que para un futuro mejor, y que los mejores gérmenes para eso son los gérmenes cosmopolitas, que tienen que ver básicamente con que todo el mundo sea respetado, que todo ser humano tenga su dignidad, etcétera. El futuro mejor siempre es incierto. Educamos, pues, en la incertidumbre de cómo preparar a los jóvenes para que un día puedan dar respuesta a la vida. Pero, ahora bien, una cosa está clara: si a los chicos les ponemos al mismo nivel la nueva campaña de la Liga de fútbol con el hecho de que hay gente que se muere de hambre, pues no hay nada que hacer.

jueves, 18 de mayo de 2023

Entrevista a Michael J. Sandel en el País (14/05/23)

Hace casi 30 años, el profesor de Harvard Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953) rascó en la dorada superficie de la década de los noventa y, justo bajo esa capa de prosperidad y euforia que siguió al fin de la Guerra Fría, halló un rumor de ansiedad. Escuchó ahí debajo un incipiente rechazo al proyecto globalizador de las élites. Un proyecto que se impuso como inevitable y se extrajo, por tanto, del debate cívico democrático. El profesor recogió ese malestar en El descontento democrático (1996), que no tardó en convertirse en un clásico de tintes premonitorios. Hoy Sandel es lo más parecido a una estrella del rock de la filosofía. Sus charlas revientan auditorios y sus ideas sobre cómo resolver la incómoda convivencia entre capitalismo y democracia están en el centro del debate en el que se encuentra inmersa la socialdemocracia occidental, de Joe Biden a Olaf Scholz, canciller alemán que no ha ocultado la influencia que ha tenido en su proyecto el libro de Sandel La tiranía del mérito (Debate, 2020), en el que desarbola la teoría de la meritocracia por la ausencia de igualdad de condiciones entre los ciudadanos que la posibilite. Tras abordar en aquel tomo esa venenosa cultura del mérito, que sembró en las clases trabajadoras un legítimo resentimiento de desastrosas consecuencias, Sandel vuelve ahora a su libro de 1996 para actualizarlo después de tres décadas que han hecho explotar ese incipiente descontento democrático del que escribió. La entrevista es en el rascacielos madrileño de IE University, donde ha sido invitado para ofrecer a los afortunados alumnos una de sus charlas sobre justicia que se han hecho famosas. Toda una experiencia ver en directo cómo Sandel genera con los estudiantes el tipo de apasionado debate cívico que reclama para el conjunto de la sociedad. Antes, contemplando las apabullantes vistas de la ciudad desde un piso 29º, filósofo y periodista recuerdan su último encuentro, en los desangelados bajos del Centro Carpenter para Artes Visuales que levantó Le Corbusier en la Universidad de Harvard. Una extraña entrevista hace tres años, con dos metros de distancia social, con mascarillas, en una realidad distópica que hoy parece lejana, y que Sandel también logra hilar en su relato. La pandemia, la guerra, la lucha contra la crisis climática, todo acaba encajando en el iluminador discurso que viene tejiendo Sandel sobre las causas de la profunda decepción que lastra la vida pública en Occidente. Para salir de ahí, el pensador tiene dos mensajes incómodos destinados a la izquierda desnortada: uno, reconfiguren la economía para hacerla susceptible del control democrático; y dos, abracen el patriotismo. Pero no el patriotismo que la derecha populista ha construido sobre muros y miedos, sino otro que articule el sentimiento de comunidad en torno a conceptos como la sanidad universal o la justicia fiscal. PREGUNTA. El descontento democrático del que se ocupó hace casi 30 años era entonces un rumor, escribe en la nueva edición del libro, y ahora es un sonido fuerte y estridente. ¿Qué ha sucedido? RESPUESTA. Durante los años noventa hubo una confianza, incluso con algo de arrogancia, por parte de políticos y economistas en que la versión estadounidense del capitalismo democrático había ganado. Y que, por consiguiente, las principales preguntas políticas eran ya meras cuestiones tecnocráticas. Se abrazó la versión de la globalización neoliberal que incluía externalizar empleos a países de salarios bajos, desregular la industria financiera, todo en nombre de una determinada concepción de la eficiencia económica. Lo que se les escapó fue el efecto que ese proyecto tendría en las comunidades trabajadoras y las crecientes desigualdades de riqueza que produciría. P. Advierte usted de que parte de la gente que votó por Trump, igual que por otras opciones de derecha populista en otros lugares del mundo, lo hizo porque comulgaba con ciertas ideas xenófobas, pero otra parte del apoyo obedece a quejas legítimas construidas durante cuatro décadas de gobiernos neoliberales. ¿Cómo están esas quejas ahora, cuando podemos encontrarnos ante un segundo asalto de Trump contra Biden? R. Esos agravios están básicamente igual que cuando Trump dejó el poder, y por eso la mayoría de los votantes republicanos aceptan la gran mentira de que las elecciones fueron robadas. Buena parte de la gente trabajadora ve a la izquierda más alineada con los valores e intereses de las clases profesionales bien educadas que con los de la clase media y la gente trabajadora. Esos eran los agravios a los que apeló Trump. Y persisten, desafortunadamente, porque el lado progresista todavía no ha hallado una respuesta alternativa a esas quejas. El populismo de derechas es históricamente un síntoma del fracaso de las políticas progresistas. P. Pero hemos visto políticas progresistas claras desde la Casa Blanca en estos dos años. R. Hay que reconocerle mérito a Biden. Su Administración ha hecho más de lo que nadie esperaba para empezar a salirse de la versión neoliberal de la globalización. Por ejemplo, no ha promovido acuerdos de libre comercio. Ha sido el primer candidato demócrata en 36 años sin un título de una universidad de la Ivy League, así que estaba menos aferrado a la fe meritocrática que sus predecesores. Y es un poco más escéptico respecto a los economistas que han asesorado a las administraciones demócratas y republicanas previas. P. ¿Por qué la derecha populista sigue conectando más con la clase trabajadora? R. En parte, la respuesta es que la política no trata solo de cuestiones redistributivas. También está conectada con el patriotismo. La gente necesita un sentido de identidad y comunidad fuerte. Y la izquierda no ha logrado ofrecer su propia versión positiva del patriotismo como alternativa al hipernacionalismo estrecho, intolerante y xenófobo que ofrece la derecha populista. Ya en la primera edición de El descontento democrático expresaba mi preocupación por que la gente sentía que el tejido moral de comunidad se está deshaciendo alrededor de ellos, en las familias y en los barrios, pero también a nivel de nación. La globalización, o al menos la globalización liderada por los mercados, ignoraba el significado de comunidad nacional. Y eso es algo que los progresistas no han sabido aún cómo abordar. Para la derecha, para Trump, la frontera y la inmigración son una manera de apelar a ese deseo de identidad nacional. La izquierda quiere otra aproximación a la inmigración. Pero necesita ofrecer una idea alternativa de lo que nos mantiene unidos como país, como comunidad, como nación. P. Los defensores de la globalización, explica en su libro, despreciaban el patriotismo como algo casi atávico. Por eso fue un patriotismo tóxico, como el de Trump o el del Brexit, el que se impuso. ¿Cómo construir esa otra versión sana del patriotismo que usted defiende? R. Podríamos empezar por preguntar qué nos debemos unos a otros como conciudadanos. Y esto entra en debates como el de la sanidad pública. El debate de la sanidad universal, en su mejor versión, es un debate sobre las obligaciones mutuas entre los ciudadanos. Si se fija, la reforma sanitaria de Obama se defendía principalmente con argumentos tecnocráticos: que era más eficiente, etcétera. Pero el sentimiento de comunidad nacional que subyace aún no ha sido articulado. Es un debate moral y cívico, no de eficiencia tecnocrática. Y eso es solo un ejemplo. También es una cuestión de comunidad nacional decidir si las empresas pueden trasladarse a otros territorios para pagar menos impuestos. Eso también puede enmarcarse como una cuestión de patriotismo económico. Eludir los tipos impositivos de un país trasladando las operaciones a otro país con tipos más bajos. Eso no es solo un problema técnico. Es un problema de patriotismo. P. ¿La izquierda tiene miedo de hablar de patriotismo? R. Sí. Por ese miedo, esa alergia casi, se ha entregado a la derecha el monopolio del patriotismo como argumento político. Gran error, la derecha lo ha explotado muy bien. P. Cuando hablamos la última vez, hace casi tres años, tenía esperanzas de que la pandemia contribuyera a visibilizar las desigualdades. Mostró hasta qué punto dependemos de los trabajadores a los que, en la lógica meritocrática, habíamos mirado por encima del hombro. Incluso los empezamos a llamar “trabajadores esenciales”. Veía usted ahí señales de un cambio en la manera en que valoramos la dignidad del trabajo. ¿Ha sido así? R. Me temo que ese momento ha pasado sin que se haya producido una reflexión seria sobre los trabajadores esenciales, sobre cómo alinear su reconocimiento y su salario a la importancia de su contribución. P. Otra cosa que mostró la pandemia es la importancia del Estado y de la política. ¿También eso se ha olvidado? R. No creo que hayamos olvidado la importancia del Estado. Las limitaciones fiscales características de la época de la austeridad en muchos países fueron rechazadas. Los gobiernos llevaron a cabo estímulos fiscales a gran escala y partidas de gastos que habrían sido inconcebibles en los años posteriores al crash de 2008. Otra cosa es el papel de la política. La era de la globalización nos enseñaba que no hay alternativa a la fe en el mercado. Se insistía en que la versión neoliberal de la globalización es como un fenómeno meteorológico. No es algo sujeto al control humano y, por tanto, no debe estar abierto al debate democrático. Pero la crisis financiera y las desigualdades crecientes fueron producto de decisiones políticas deliberadas que podían haber sido diferentes. Mirado en retrospectiva, es el espacio de la política el que se eliminó. P. Nos enfrentamos ahora al gran desafío que como sociedades debemos pensar unidas: la transición verde, la lucha contra la crisis climática. ¿Cómo podemos hacerlo sin repetir errores, sin que de nuevo se agrande la brecha entre ganadores y perdedores? R. Cómo nos enfrentemos al cambio climático será el examen más importante sobre lo que estamos hablando, sobre el alcance de un debate político genuino. Existe la tendencia a enfrentarse al cambio climático como un problema tecnocrático, de acertar con los incentivos económicos, los mecanismos de mercado. Pero es más que un problema tecnológico y económico. Fundamentalmente, es una cuestión política. Necesitamos una política climática de abajo arriba, no modelos abstractos o soluciones tecnocráticas. Debe empezar por tener conversaciones con la gente, especialmente en las comunidades en las que las vidas y los empleos dependen de los combustibles fósiles. Requerirá liderazgo político y activismo. La razón de las resistencias a las políticas que llevarían a una economía verde es que hay un profundo escepticismo por parte de la gente trabajadora. En amplias zonas industriales se perdieron miles de empleos en nombre de la globalización económica. Les dijeron: habrá perdedores, sí, pero las ganancias de los ganadores compensarán las pérdidas de los perdedores. Eso funcionaba en teoría. Pero la compensación nunca ocurrió. Ahora se preguntarán si no les pasará lo mismo. Y es una pregunta legítima. P. En una conversación con Yuval Noah Harari dijo usted que el debate del cambio climático no es cuestión de conocer los hechos, que no se trata de educación. R. Se tiende a decir que el motivo de la oposición a la transición verde es que esa gente no sabe lo suficiente de ciencia. Que debemos enseñarles. Y cuando intentamos hacerlo nos frustramos porque no saben lo suficiente para abrazar nuestras políticas. Pero es que no se trata de ciencia y no se trata de educación. No se trata de sermonearles sobre los peligros del calentamiento global. Se trata de confianza, fundamentalmente. Es una cuestión política y, como tal, requiere un tipo genuino de participación y discusión cívica de base. P. En España estamos en año electoral, ¿cómo podrían encontrar los políticos el camino dialéctico intermedio entre la tecnocracia y el grito? R. Los políticos y los partidos deben ampliar los términos de la conversación política, para incluir cuestiones como las que estamos comentando. Pero no es realista pretender que lo hagan por sí solos. Tenemos que entender que el tipo más amplio de conversación pública solo puede venir de dentro de la sociedad civil. P. ¿Son las redes sociales un foro adecuado para esa conversación? R. Necesitamos desafiar la forma en que funcionan las redes sociales. Necesitamos crear plataformas para la conversación pública que no acepten sencillamente el modelo de negocio dirigido por la publicidad que tienen las compañías tecnológicas. Un modelo de negocio que depende de mercantilizar la atención, de mantener a la gente el mayor tiempo posible para poder recabar más y más datos personales para venderles cosas que refuercen ese ciclo de consumismo, eso es antitético al tipo de conversación pública que necesitamos. Urge cultivar el arte perdido de la conversación pública democrática. P. Si la socialdemocracia, con líderes como Biden o Scholz, está encontrando un discurso económico que vuelve a mirar a la clase trabajadora, ¿dónde se encuentran ahora las diferencias entre el centroizquierda y la izquierda más radical? R. Creo que la relación entre los partidos de centroizquierda y los de la izquierda más populista está ahora en proceso de redefinición. P. ¿Por dónde deberían empezar? R. La combinación más poderosa para rejuvenecer el centroizquierda es conectar los valores aparentemente conservadores de patriotismo e identidad compartida con un proyecto creativo de reconfiguración de la economía para hacerla susceptible al control democrático, algo que tradicionalmente se asocia con la izquierda populista. Nociones potentes de comunidad, que parecen beber del pensamiento conservador, y un poder económico controlado por los ciudadanos. Conectar esas dos ideas es el proyecto de futuro de la política progresista. P. La guerra en Ucrania se quedó fuera de las páginas de su libro en esta revisión. Una guerra en Europa hoy, ¿cómo encaja eso en su pensamiento? R. Creo que la guerra en Ucrania es el ejemplo más dramático del sinsentido de la globalización neoliberal. Eso de que los lazos comerciales convertirían la guerra en obsoleta era una idea central del globalismo liberal. Aunque se remonta a Montesquieu, que hablaba del doux commerce. Cuanto más comercian unas naciones con otras, menos probable será que luchen unas con otras, porque los lazos comerciales les darán un interés por la paz. Lo escuchábamos una y otra vez en los años noventa y en los primeros dos mil como argumento para admitir a China en la OMC, por ejemplo, y ciertamente en Alemania para desarrollar una dependencia energética de Rusia. Pues es evidente que no ha sido así. Ucrania ha sido un recordatorio de que la política y las fronteras nacionales no desaparecerán. Debemos desarrollar patrones de comercio con algún sentido de quiénes son los socios fiables, no guiados únicamente por la búsqueda de la supuesta eficacia. Esa es otra idea que creo que ha traído la guerra de Ucrania: la idea de que la economía no es autónoma. No es un hecho de la naturaleza. Es inevitablemente una cuestión política y debería ser objeto de debate político democrático.