Hace casi 30 años, el profesor de Harvard Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953) rascó en la dorada superficie de la década de los noventa y, justo bajo esa capa de prosperidad y euforia que siguió al fin de la Guerra Fría, halló un rumor de ansiedad. Escuchó ahí debajo un incipiente rechazo al proyecto globalizador de las élites. Un proyecto que se impuso como inevitable y se extrajo, por tanto, del debate cívico democrático. El profesor recogió ese malestar en El descontento democrático (1996), que no tardó en convertirse en un clásico de tintes premonitorios.
Hoy Sandel es lo más parecido a una estrella del rock de la filosofía. Sus charlas revientan auditorios y sus ideas sobre cómo resolver la incómoda convivencia entre capitalismo y democracia están en el centro del debate en el que se encuentra inmersa la socialdemocracia occidental, de Joe Biden a Olaf Scholz, canciller alemán que no ha ocultado la influencia que ha tenido en su proyecto el libro de Sandel La tiranía del mérito (Debate, 2020), en el que desarbola la teoría de la meritocracia por la ausencia de igualdad de condiciones entre los ciudadanos que la posibilite. Tras abordar en aquel tomo esa venenosa cultura del mérito, que sembró en las clases trabajadoras un legítimo resentimiento de desastrosas consecuencias, Sandel vuelve ahora a su libro de 1996 para actualizarlo después de tres décadas que han hecho explotar ese incipiente descontento democrático del que escribió.
La entrevista es en el rascacielos madrileño de IE University, donde ha sido invitado para ofrecer a los afortunados alumnos una de sus charlas sobre justicia que se han hecho famosas. Toda una experiencia ver en directo cómo Sandel genera con los estudiantes el tipo de apasionado debate cívico que reclama para el conjunto de la sociedad. Antes, contemplando las apabullantes vistas de la ciudad desde un piso 29º, filósofo y periodista recuerdan su último encuentro, en los desangelados bajos del Centro Carpenter para Artes Visuales que levantó Le Corbusier en la Universidad de Harvard. Una extraña entrevista hace tres años, con dos metros de distancia social, con mascarillas, en una realidad distópica que hoy parece lejana, y que Sandel también logra hilar en su relato. La pandemia, la guerra, la lucha contra la crisis climática, todo acaba encajando en el iluminador discurso que viene tejiendo Sandel sobre las causas de la profunda decepción que lastra la vida pública en Occidente. Para salir de ahí, el pensador tiene dos mensajes incómodos destinados a la izquierda desnortada: uno, reconfiguren la economía para hacerla susceptible del control democrático; y dos, abracen el patriotismo. Pero no el patriotismo que la derecha populista ha construido sobre muros y miedos, sino otro que articule el sentimiento de comunidad en torno a conceptos como la sanidad universal o la justicia fiscal.
PREGUNTA. El descontento democrático del que se ocupó hace casi 30 años era entonces un rumor, escribe en la nueva edición del libro, y ahora es un sonido fuerte y estridente. ¿Qué ha sucedido?
RESPUESTA. Durante los años noventa hubo una confianza, incluso con algo de arrogancia, por parte de políticos y economistas en que la versión estadounidense del capitalismo democrático había ganado. Y que, por consiguiente, las principales preguntas políticas eran ya meras cuestiones tecnocráticas. Se abrazó la versión de la globalización neoliberal que incluía externalizar empleos a países de salarios bajos, desregular la industria financiera, todo en nombre de una determinada concepción de la eficiencia económica. Lo que se les escapó fue el efecto que ese proyecto tendría en las comunidades trabajadoras y las crecientes desigualdades de riqueza que produciría.
P. Advierte usted de que parte de la gente que votó por Trump, igual que por otras opciones de derecha populista en otros lugares del mundo, lo hizo porque comulgaba con ciertas ideas xenófobas, pero otra parte del apoyo obedece a quejas legítimas construidas durante cuatro décadas de gobiernos neoliberales. ¿Cómo están esas quejas ahora, cuando podemos encontrarnos ante un segundo asalto de Trump contra Biden?
R. Esos agravios están básicamente igual que cuando Trump dejó el poder, y por eso la mayoría de los votantes republicanos aceptan la gran mentira de que las elecciones fueron robadas. Buena parte de la gente trabajadora ve a la izquierda más alineada con los valores e intereses de las clases profesionales bien educadas que con los de la clase media y la gente trabajadora. Esos eran los agravios a los que apeló Trump. Y persisten, desafortunadamente, porque el lado progresista todavía no ha hallado una respuesta alternativa a esas quejas. El populismo de derechas es históricamente un síntoma del fracaso de las políticas progresistas.
P. Pero hemos visto políticas progresistas claras desde la Casa Blanca en estos dos años.
R. Hay que reconocerle mérito a Biden. Su Administración ha hecho más de lo que nadie esperaba para empezar a salirse de la versión neoliberal de la globalización. Por ejemplo, no ha promovido acuerdos de libre comercio. Ha sido el primer candidato demócrata en 36 años sin un título de una universidad de la Ivy League, así que estaba menos aferrado a la fe meritocrática que sus predecesores. Y es un poco más escéptico respecto a los economistas que han asesorado a las administraciones demócratas y republicanas previas.
P. ¿Por qué la derecha populista sigue conectando más con la clase trabajadora?
R. En parte, la respuesta es que la política no trata solo de cuestiones redistributivas. También está conectada con el patriotismo. La gente necesita un sentido de identidad y comunidad fuerte. Y la izquierda no ha logrado ofrecer su propia versión positiva del patriotismo como alternativa al hipernacionalismo estrecho, intolerante y xenófobo que ofrece la derecha populista. Ya en la primera edición de El descontento democrático expresaba mi preocupación por que la gente sentía que el tejido moral de comunidad se está deshaciendo alrededor de ellos, en las familias y en los barrios, pero también a nivel de nación. La globalización, o al menos la globalización liderada por los mercados, ignoraba el significado de comunidad nacional. Y eso es algo que los progresistas no han sabido aún cómo abordar. Para la derecha, para Trump, la frontera y la inmigración son una manera de apelar a ese deseo de identidad nacional. La izquierda quiere otra aproximación a la inmigración. Pero necesita ofrecer una idea alternativa de lo que nos mantiene unidos como país, como comunidad, como nación.
P. Los defensores de la globalización, explica en su libro, despreciaban el patriotismo como algo casi atávico. Por eso fue un patriotismo tóxico, como el de Trump o el del Brexit, el que se impuso. ¿Cómo construir esa otra versión sana del patriotismo que usted defiende?
R. Podríamos empezar por preguntar qué nos debemos unos a otros como conciudadanos. Y esto entra en debates como el de la sanidad pública. El debate de la sanidad universal, en su mejor versión, es un debate sobre las obligaciones mutuas entre los ciudadanos. Si se fija, la reforma sanitaria de Obama se defendía principalmente con argumentos tecnocráticos: que era más eficiente, etcétera. Pero el sentimiento de comunidad nacional que subyace aún no ha sido articulado. Es un debate moral y cívico, no de eficiencia tecnocrática. Y eso es solo un ejemplo. También es una cuestión de comunidad nacional decidir si las empresas pueden trasladarse a otros territorios para pagar menos impuestos. Eso también puede enmarcarse como una cuestión de patriotismo económico. Eludir los tipos impositivos de un país trasladando las operaciones a otro país con tipos más bajos. Eso no es solo un problema técnico. Es un problema de patriotismo.
P. ¿La izquierda tiene miedo de hablar de patriotismo?
R. Sí. Por ese miedo, esa alergia casi, se ha entregado a la derecha el monopolio del patriotismo como argumento político. Gran error, la derecha lo ha explotado muy bien.
P. Cuando hablamos la última vez, hace casi tres años, tenía esperanzas de que la pandemia contribuyera a visibilizar las desigualdades. Mostró hasta qué punto dependemos de los trabajadores a los que, en la lógica meritocrática, habíamos mirado por encima del hombro. Incluso los empezamos a llamar “trabajadores esenciales”. Veía usted ahí señales de un cambio en la manera en que valoramos la dignidad del trabajo. ¿Ha sido así?
R. Me temo que ese momento ha pasado sin que se haya producido una reflexión seria sobre los trabajadores esenciales, sobre cómo alinear su reconocimiento y su salario a la importancia de su contribución.
P. Otra cosa que mostró la pandemia es la importancia del Estado y de la política. ¿También eso se ha olvidado?
R. No creo que hayamos olvidado la importancia del Estado. Las limitaciones fiscales características de la época de la austeridad en muchos países fueron rechazadas. Los gobiernos llevaron a cabo estímulos fiscales a gran escala y partidas de gastos que habrían sido inconcebibles en los años posteriores al crash de 2008. Otra cosa es el papel de la política. La era de la globalización nos enseñaba que no hay alternativa a la fe en el mercado. Se insistía en que la versión neoliberal de la globalización es como un fenómeno meteorológico. No es algo sujeto al control humano y, por tanto, no debe estar abierto al debate democrático. Pero la crisis financiera y las desigualdades crecientes fueron producto de decisiones políticas deliberadas que podían haber sido diferentes. Mirado en retrospectiva, es el espacio de la política el que se eliminó.
P. Nos enfrentamos ahora al gran desafío que como sociedades debemos pensar unidas: la transición verde, la lucha contra la crisis climática. ¿Cómo podemos hacerlo sin repetir errores, sin que de nuevo se agrande la brecha entre ganadores y perdedores?
R. Cómo nos enfrentemos al cambio climático será el examen más importante sobre lo que estamos hablando, sobre el alcance de un debate político genuino. Existe la tendencia a enfrentarse al cambio climático como un problema tecnocrático, de acertar con los incentivos económicos, los mecanismos de mercado. Pero es más que un problema tecnológico y económico. Fundamentalmente, es una cuestión política. Necesitamos una política climática de abajo arriba, no modelos abstractos o soluciones tecnocráticas. Debe empezar por tener conversaciones con la gente, especialmente en las comunidades en las que las vidas y los empleos dependen de los combustibles fósiles. Requerirá liderazgo político y activismo. La razón de las resistencias a las políticas que llevarían a una economía verde es que hay un profundo escepticismo por parte de la gente trabajadora. En amplias zonas industriales se perdieron miles de empleos en nombre de la globalización económica. Les dijeron: habrá perdedores, sí, pero las ganancias de los ganadores compensarán las pérdidas de los perdedores. Eso funcionaba en teoría. Pero la compensación nunca ocurrió. Ahora se preguntarán si no les pasará lo mismo. Y es una pregunta legítima.
P. En una conversación con Yuval Noah Harari dijo usted que el debate del cambio climático no es cuestión de conocer los hechos, que no se trata de educación.
R. Se tiende a decir que el motivo de la oposición a la transición verde es que esa gente no sabe lo suficiente de ciencia. Que debemos enseñarles. Y cuando intentamos hacerlo nos frustramos porque no saben lo suficiente para abrazar nuestras políticas. Pero es que no se trata de ciencia y no se trata de educación. No se trata de sermonearles sobre los peligros del calentamiento global. Se trata de confianza, fundamentalmente. Es una cuestión política y, como tal, requiere un tipo genuino de participación y discusión cívica de base.
P. En España estamos en año electoral, ¿cómo podrían encontrar los políticos el camino dialéctico intermedio entre la tecnocracia y el grito?
R. Los políticos y los partidos deben ampliar los términos de la conversación política, para incluir cuestiones como las que estamos comentando. Pero no es realista pretender que lo hagan por sí solos. Tenemos que entender que el tipo más amplio de conversación pública solo puede venir de dentro de la sociedad civil.
P. ¿Son las redes sociales un foro adecuado para esa conversación?
R. Necesitamos desafiar la forma en que funcionan las redes sociales. Necesitamos crear plataformas para la conversación pública que no acepten sencillamente el modelo de negocio dirigido por la publicidad que tienen las compañías tecnológicas. Un modelo de negocio que depende de mercantilizar la atención, de mantener a la gente el mayor tiempo posible para poder recabar más y más datos personales para venderles cosas que refuercen ese ciclo de consumismo, eso es antitético al tipo de conversación pública que necesitamos. Urge cultivar el arte perdido de la conversación pública democrática.
P. Si la socialdemocracia, con líderes como Biden o Scholz, está encontrando un discurso económico que vuelve a mirar a la clase trabajadora, ¿dónde se encuentran ahora las diferencias entre el centroizquierda y la izquierda más radical?
R. Creo que la relación entre los partidos de centroizquierda y los de la izquierda más populista está ahora en proceso de redefinición.
P. ¿Por dónde deberían empezar?
R. La combinación más poderosa para rejuvenecer el centroizquierda es conectar los valores aparentemente conservadores de patriotismo e identidad compartida con un proyecto creativo de reconfiguración de la economía para hacerla susceptible al control democrático, algo que tradicionalmente se asocia con la izquierda populista. Nociones potentes de comunidad, que parecen beber del pensamiento conservador, y un poder económico controlado por los ciudadanos. Conectar esas dos ideas es el proyecto de futuro de la política progresista.
P. La guerra en Ucrania se quedó fuera de las páginas de su libro en esta revisión. Una guerra en Europa hoy, ¿cómo encaja eso en su pensamiento?
R. Creo que la guerra en Ucrania es el ejemplo más dramático del sinsentido de la globalización neoliberal. Eso de que los lazos comerciales convertirían la guerra en obsoleta era una idea central del globalismo liberal. Aunque se remonta a Montesquieu, que hablaba del doux commerce. Cuanto más comercian unas naciones con otras, menos probable será que luchen unas con otras, porque los lazos comerciales les darán un interés por la paz. Lo escuchábamos una y otra vez en los años noventa y en los primeros dos mil como argumento para admitir a China en la OMC, por ejemplo, y ciertamente en Alemania para desarrollar una dependencia energética de Rusia. Pues es evidente que no ha sido así. Ucrania ha sido un recordatorio de que la política y las fronteras nacionales no desaparecerán. Debemos desarrollar patrones de comercio con algún sentido de quiénes son los socios fiables, no guiados únicamente por la búsqueda de la supuesta eficacia. Esa es otra idea que creo que ha traído la guerra de Ucrania: la idea de que la economía no es autónoma. No es un hecho de la naturaleza. Es inevitablemente una cuestión política y debería ser objeto de debate político democrático.
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