Doblo mi ejemplar para asediar a Jorge Dioni con una frase que he subrayado de El malestar de las ciudades hasta agujerear la página 59 de su libro. “Guerras culturales para evitar el conflicto sobre el modelo económico”. Estamos sentados en la terraza cutre de un bar en una calle peatonalizada hace pocos meses en el centro de Barcelona. Vamos a presentar su ensayo sobre cómo se ha configurado la realidad donde vivimos: la ciudad neoliberal. Luego, de vuelta a casa, ordenaré mis papeles y seguiré leyendo con melancolía el estudio que me tiene atrapado desde hace unos días: Auge y caída del orden neoliberal.
Ya en la introducción el profesor Gary Gerstle escribe una variante de la frase de Dioni. Identifica al presidente Bill Clinton como el hombre que consiguió que el Partido Demócrata aceptara el orden neoliberal, aprobando una serie de paquetes legislativos que reestructuraron el sistema de comunicación y el financiero y que tuvieron una influencia decisiva en la economía política de las dos primeras décadas del siglo. Apenas hubo discusión sobre esa deriva, afirma Gerstle: “su significado ha quedado empañado por la cortina de humo generada por las encarnizadas guerras culturales de la década”. Y esa óptica sobre la identidad de la comunidad habría desplazado el análisis sobre la realidad material, descuidando la crítica sobre cómo se iba haciendo estructural un proyecto de transformación económica y, por tanto, social. Una de las consecuencias de ese cambio las enfatiza Michael Sandel en la nueva edición de El descontento democrático: “no estamos acostumbrados a prestar atención a las consecuencias cívicas del poder económico”. Estamos enfrascados en otras batallas.
La principal batalla cultural en España —nuestra gran cortina de humo— es la pulsión que se retroalimenta entre nacionalismos enfrentados. He visto a las mejores mentes de mi generación, aquí y allí, destruidas por esta locura.
Esta batalla explica por qué la política de pactos parlamentarios del Gobierno de coalición con partidos nacionalistas apenas se evalúe en función de las políticas aprobadas, mejores o peores, ya sea la reforma laboral, la de las pensiones o la ley de la vivienda. Nuestra batalla cultural trastoca el análisis y tiene la capacidad de embalsamar otra vez el debate público en el territorio de la invertebrada angustia orteguiana, como si la respuesta a la pregunta sobre qué es España, por Dios, qué es, fuese a modificar en algo las condiciones de vida de los ciudadanos. Situar el foco en esta dimensión identitaria, en realidad, excita las bajas pasiones, el rencor y la rabia, y nos aleja de comprender cómo actúan las principales fuerzas del orden neoliberal, que en España son el Partido Turístico y el Partido Inmobiliario, siguiendo el argumentario de Jorge Dioni. Mientras vivamos en las ruinas de ese orden, para usar ahora la imagen de Gerstle, esas fuerzas actuarán para proteger sus intereses legítimos y evitar así el principal desafío que enfrentan hoy los gobiernos para reafianzar la democracia: la adopción de políticas económicas que se impongan sobre los mercados financieros (plagio esta frase del libro de Sandel) que hegemonizaron el orden de una globalización que se acaba.
Plantear la pregunta de las elecciones generales como una dicotomía polarizadora emociona, porque parece que la continuidad de la democracia o la nación esté verdaderamente en juego, pero esa opción invisibiliza la política social y económica. No se trata de dar datos y más datos. “Dato no mata relato”, escribe Dioni en su libro. Pero hay un relato alternativo a partir de los datos y lo hecho, lo planificado y lo ejecutado. Las medidas para desactivar las pasiones de nuestra batalla nacional (los indultos), las que han posibilitado la mejora de la calidad de los contratos y la caída de la temporalidad (la reforma laboral), las que apuestan por una reindustrialización propulsada por los Fondos Next Generation EU, en cuyo diseño la aportación española fue tan destacada. Hay ingredientes para “construir un discurso propositivo de corte nacional” (robo ahora a Germán Cano). Vaya, lo que nos dijo Sandel: “la izquierda debe ofrecer una visión positiva del patriotismo”.
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