Era el año 1985. Acababa de sacar las oposiciones y apenas llevaba un mes en mi primer instituto. Algunos colegas veteranos andaban corrigiendo exámenes e intercambiaban impresiones. “El BUP es una fábrica de tontos”, se decían, en lo que a buen seguro era un lugar común en sus conversaciones. Varios de los recién llegados alzamos la vista. “¡Eh, que nosotros venimos del BUP!”. Pertenecíamos a la primera promoción de la Ley General de Educación y, por tanto, nuestros colegas se encontraban por primera vez con compañeros formados en un plan de estudios del que yo misma venía escuchando pestes desde mi adolescencia.
La comparación entre el pretendido nivel de la generación anterior —seis años de bachillerato más el PREU, con su examen de ingreso y sus dos reválidas— me acompañó durante toda mi vida académica. Pocas veces escuché poner en valor la enorme conquista social que suponía la extensión de la escolarización obligatoria desde los 10 hasta los 14 años.
Tenía ya una década de experiencia docente cuando la paulatina implantación de la Logse llegó a la educación secundaria. La incorporación a los institutos no solo de quienes hasta entonces habían estudiado en los colegios de primaria —niñas y niños de los dos primeros cursos de la ESO— sino también, con la extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años, de quienes hasta entonces el sistema expulsaba, produjo un seísmo en el cuerpo docente. Insignes catedráticos reclamaban aquel antiguo bachillerato de seis años y cuestionaban su reducción a dos cursos, indisociable reverso de la ampliación de la educación obligatoria.
También los currículos escolares fueron objeto de una honda revisión a fin de adecuarlos tanto a los objetivos establecidos en la ley —la primera ley educativa de la democracia—, como a las características de la población escolar y a las aportaciones de la pedagogía y las didácticas específicas. Para los docentes de lenguas, por ejemplo, la Logse supuso alinearnos en los enfoques comunicativos, consolidados hoy en todos los países de nuestro entorno.
Pero las resistencias al cambio fueron estruendosas. Muchas de las propuestas de la Logse se quedaron en agua de borrajas, a pesar de los esfuerzos volcados —entonces sí— en cursos de actualización didáctica y disciplinar. Romper la cultura profesional de un profesorado cuya formación inicial seguía siendo la misma de antaño, cuya forma de acceso a la función docente apenas había cambiado, y que veía transformado radicalmente el contexto en que se desenvolvía día a día no era fácil, ni aun con unas condiciones laborales infinitamente mejores a las actuales. Y como conjuro contra el malestar se achacó a la entraña misma de la ley la culpa de cuanto acontecía, cuando lo que latía en muchos casos era la resistencia a asumir la creciente diversidad del alumnado y la constatación de la esterilidad de las antiguas formas de enseñar.
Y así desde entonces. Cada vez que una ley educativa pretende adecuar los currículos escolares a los fines del sistema educativo, estos sí objeto de un cierto consenso —al menos hasta ahora—, los sectores más conservadores se llevan las manos a la cabeza: en cuanto los anhelos de una escuela inclusiva, coeducativa, democrática y ecológica permean los currículos de las asignaturas, se acusa a estos de adoctrinadores y se pretende expurgarlos allí donde las competencias autonómicas lo permiten.
Cada vez que una ley educativa trata de adecuar los currículos escolares a las características del alumnado, crecientemente diverso también por la llegada de los hijos e hijas de la inmigración y tan diferente al de antes tras la revolución tecnológica, los sectores más conservadores ponen el grito en el cielo: como si abrirnos, por poner un ejemplo, a una literatura que vaya más allá de las fronteras nacionales o construir itinerarios de lectura que partan del horizonte lector de los adolescentes para llevarlos mucho más lejos supusiera una renuncia al conocimiento verdadero.
Cada vez, en fin, que una ley educativa trata de adecuar los currículos escolares a la investigación pedagógica y didáctica, a cuanto sabemos acerca del modo en que se producen los aprendizajes, los sectores más conservadores vuelven la mirada al modo en que ellos se formaron, olvidando que quizá aquellos cauces, tan estrechos, fueron los responsables de que tantos de sus coetáneos se quedaran en el camino.
Porque lo difícil no es tanto consensuar los grandes principios como asegurar que los currículos escolares no dan la espalda a ninguna de esas tres coordenadas sobre las que venimos insistiendo. En primer lugar, a la investigación disciplinar, pedagógica y didáctica. En segundo lugar, a la diversidad del alumnado, para garantizar a cada estudiante el aprendizaje efectivo en lo que debe ser un sistema que garantice la inclusión y la equidad. Y, en tercer lugar, a unos valores compartidos que tienen su suelo ideológico irrenunciable en los derechos humanos y en la responsabilidad de preservar para las nuevas generaciones el planeta que habitamos.
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