Luigi Ferrajoli culmina la obra de su vida. Exmagistrado, filósofo y militante de los derechos, ha desarrollado un empeño único y vital también para nuestra época: la descripción del derecho como un sistema, pero vinculado al sistema político cuya sustancia define: la democracia. Puede haber derecho sin democracia, pero no puede haber democracia sin derecho. Tampoco una verdadera democracia constitucional sin una Constitución que no solo ordene y culmine la ley por arriba, sino que permee y proteja la vida de todas las personas, incluidas las de más abajo.
Ferrajoli es uno de los filósofos del derecho más citados en el mundo latino del último medio siglo. Autor de una cincuentena de libros, casi tantos como doctorados honoris causa tiene, la mayoría por universidades latinoamericanas, su monumental y cristalino Derecho y razón (Trotta) suma 13 ediciones en español desde su publicación en 1995 y se mantiene perfectamente actualizado sin haber cambiado una coma. Toda su obra se ha gestado en diálogo con Kant y Kelsen, y revisando a Montesquieu, de quien matiza la separación de poderes que lo hizo célebre: sigue siendo pertinente para el poder judicial, pero la del poder ejecutivo y el legislativo debería ahora aplicarse sobre todo a separar los partidos políticos y las instituciones.
A sus 82 años, con la democracia en entredicho, el mundo en crisis y el planeta en combustión, podría estar desesperado, pero nació en plena Segunda Guerra Mundial en Florencia y sabe de lo que ha sido capaz la vieja Europa en 80 años: los países que durante siglos se mataron por motivos económicos y religiosos han desarrollado “el más gigantesco experimento” de integración política, la Unión Europea.
La construcción de la democracia, que llega mañana a las librerías, interviene en un momento crítico en el que, por primera vez, los poderes salvajes —no limitados por el derecho—están poniendo en riesgo la habitabilidad de la Tierra. Hemos arrojado tanto plástico al mar “que los peces hoy son en parte plástico”; y se ha aguachinado tanto la letra y el espíritu de la política que ha sido reducida a puro espectáculo, una representación de la representación, una forma sin contenido que degrada la vida en los cinco continentes. Él sigue escribiendo, comprometido con el movimiento que abandera su libro anterior, Por una Constitución de la Tierra (Trotta, 2022). Nos recibe en el piso romano, soleado y forrado de libros, donde vive desde hace 50 años. Su esposa, Marina Graziosi, teórica feminista, murió el año pasado. De una de las estanterías, algo vencida por el peso de los viejos tomos enciclopédicos, cuelga una bandera arcoíris con la palabra Pace (paz).
Pregunta. Sostiene que hay un proceso deconstituyente en marcha.
Respuesta. Sí, piénsese en el Brasil de Bolsonaro, en los Estados Unidos de Trump. EE UU es la cuna del constitucionalismo, pero no ha realizado nunca la democracia social, es decir, la garantía de los derechos sociales. Ha llevado a la práctica el viejo paradigma ideológico del liberalismo consistente en confundir libertad y propiedad, libertad y mercado. El mercado es obviamente legítimo, pero es un lugar de poder y no de libertad. El poder de los mercados se ha hecho evidente con la globalización. Cuando los mercados han desbordado las fronteras nacionales, los poderes económicos han revelado ser poderes globales, que se han fortalecido extraordinariamente porque no existe esfera pública a su altura.
P. ¿Y por qué la izquierda ha perdido esa guerra (en la que Trump ha enarbolado ese discurso y cosechado votos) cuando habría encajado tan bien en su tradición clásica?
R. La izquierda cometió el error histórico de la adhesión al modelo soviético, opción equivocada desde el comienzo. Después ha vivido esta adhesión con un sentimiento de culpa y tras la caída del muro ha hecho todo lo posible por relegitimarse, aceptando, en buena parte, las políticas de la derecha: la precariedad del trabajo, las políticas contra los migrantes. (…) La pérdida de su base social es todo uno con la pérdida de la identidad política de la izquierda. Todo remite al gran problema de la globalización. Y del dominio de los poderes salvajes del mercado, cuyo ejercicio está produciendo algo que no tiene precedente en la historia: el riesgo de la inhabitabilidad del planeta. La humanidad podría desaparecer. Es un fenómeno al que habría que dar respuesta desde el derecho. Es la única respuesta posible.
P. ¿Cómo podría llevarse a cabo?
R. Si se toma conciencia de que estamos todos en el mismo barco y no queremos ser las últimas generaciones que viven en la Tierra, no podemos limitarnos a las promesas. Hacen falta límites y vínculos a los poderes desbocados a los que se debe esta situación, en garantía no solo de los derechos fundamentales, sino también de los bienes fundamentales, los bienes vitales de la naturaleza (el agua, el aire, las grandes masas forestales, los grandes glaciares, aquello de lo que depende nuestra supervivencia). Una categoría francamente desprotegida y en grave riesgo, que precisa la construcción no solo de un derecho, sino de una garantía objetiva como sería un demanio planetario, con el fin de ponerlos fuera del comercio, que no sean privatizables. Si no, serán destruidos.
P. ¿Y ante qué instancias hay que articular eso?
R. La Asamblea General de la ONU. Estamos en un momento de refundación colectiva del derecho internacional, porque las grandiosas promesas de la Carta de la ONU y de las cartas de derechos han fallado por la ausencia de las garantías. Mi proyecto de Constitución de la Tierra, no hay que hacerse ilusiones, sirve para señalar una perspectiva. Sus 100 artículos son el diseño estructural e institucional de un ordenamiento fundado esencialmente en las instituciones de garantía. Las instituciones de gobierno deben seguir siendo de ámbito estatal, debido a que son tanto más legítimas cuanto más representativas y la relación de representatividad exige cierta proximidad entre los sujetos implicados en ella. A escala mundial basta con instituciones como el Consejo General y la Asamblea de la ONU, que únicamente deben ser democratizadas.
P. ¿Y eso se tendría que conseguir con el acuerdo de los grandes bloques, no solo, por ejemplo, de la Unión Europea?
R. Yo estoy convencido de que, si Occidente tomase la iniciativa en este asunto, poniendo en marcha un proceso gradual, no sería necesario llegar a una Constitución de la Tierra, bastaría con suscribir una serie de tratados, que, eso sí, deberían estar caracterizados por la rigidez, para dotarlos de vigencia efectiva. Por ejemplo, un tratado sobre la paz, que supusiera la eliminación de las armas, de todas, no solo de las nucleares. También un tratado sobre el medio ambiente, con la institución de un demanio planetario, para poner fin a la destrucción de la naturaleza. Por ahora la idea es promover un movimiento desde abajo, fundado en ese proyecto, con objeto de mostrar que la alternativa a la actual pesadilla no es un sueño, que es practicable, que es cuestión de voluntad política. Se trata de asumir la existencia real de una humanidad mestiza, en la que se asegure la salud y la subsistencia de las personas, que puedan desplazarse donde quieran. Hay un nexo claro ente la salud de las personas y la del planeta. Hemos llenado el mar de millones de toneladas de plástico, hasta el punto de que los peces hoy son en parte plástico; estamos destruyendo la fertilidad del suelo… Si no, ¿qué alternativa entonces, la real politik que consiste en continuar haciendo la guerra? La guerra ya ha acabado incluso con el tabú de la guerra atómica. Hoy se dice que es improbable, pero no imposible, que Putin pueda usar armas atómicas.
P. Usted ha defendido que hay que negociar la paz en Ucrania. Pero ¿qué significa negociar con Putin?
R. Putin es un criminal. La guerra de Putin es clamorosamente ilegal y criminal. Pero dicho esto, era una guerra prevista. ¿Por qué no se hizo nada de lo que habría sido posible para evitarla, comenzando por dar a Putin la seguridad de que Ucrania no entraría en la OTAN? El único modo de poner fin a esta guerra es un acuerdo de paz. Y Occidente está en mejor posición, porque mientras que un autócrata no puede perder la cara, porque sería un signo de debilidad, para Occidente sería un signo de fuerza.
P. ¿Cree que en Ucrania defienden realmente ese pacifismo?
R. Ucrania es la víctima de esta guerra. Y la única forma de ayudarla es apoyarla en las negociaciones de paz. Incluso, y yo lo he dicho muchas veces y suena como una provocación, pero a mí me parece absolutamente sensato: el ofrecimiento a Putin y a Rusia de entrar en la OTAN; y hasta con una ayuda económica para sacar de la miseria a 150 millones de rusos.
P. ¿Usted propone que Putin entre en la OTAN?
R. Pues claro, ¿por qué no?
P. ¿Cree que Putin lo aceptaría?
R. Hace años fue una hipótesis que manejó la propia Rusia, naturalmente de una manera muy superficial, no fue una verdadera hipótesis. Pero la primacía de Occidente, su fuerza y su superioridad, se demuestra también así.
P. ¿Usted cree que la población occidental entendería que se le ofreciera a Putin la entrada en la OTAN?
R. Todo esto es un proceso. Pero la estatura moral y política de una clase dirigente se mide también por estas cosas. Es inútil seguir insultando a Putin. No digo que sea un proceso simple, pero es imprescindible asumir la paz como un valor prioritario, porque la guerra no solo es el crimen más grave contra la humanidad, que consiste en la violación de todos los derechos, en mandar a miles de personas inocentes al matadero, es, además, la cosa más idiota. Si, pongamos por hipótesis, Biden, Macron, Europa, la OTAN decidieran poner fin a la guerra, haciendo esta propuesta aparentemente paradójica, porque se está frente a un autócrata, pero tiene todo el interés a aceptar esta solución, Biden y Europa saldrían fortalecidos como grandes estadistas en el ámbito mundial. Y el pueblo ucranio y el pueblo ruso serían los verdaderos vencedores.
P. ¿Y de verdad Putin lo aceptaría?
R. Putin necesita una vía de salida, no hace más que repetir que son los ucranios los que no quieren negociar. Está en un callejón sin salida.
P. Los nexos de Putin con Berlusconi resultaron controvertidos.
R. Se trata de dos personajes a cuál peor, por eso no puede sorprender la relación de amistad. Berlusconi no ha tenido más que una regla, cuidar de sus propios intereses. Y para ello ha llevado a cabo la más grave labor de deseducación masiva, civil y moral. La Italia de hoy no tiene nada que ver con la de hace 30 o 40 años. Hoy prevalece el escepticismo, la desconfianza en las instituciones, la idea de que cada quien debe velar de manera exclusiva por sus propios intereses, aunque sea a costa de los intereses de los demás.
P. En su último libro describe a la Unión Europea, como experimento político, en términos muy positivos.
R. Es obvio, todo fenómeno de integración implica crecimiento de la democracia porque va en la dirección de la igualdad. Este es un continente con siglos de guerras, de guerras de religión, de imperialismos. El milagro es que se haya decidido romper esa dinámica. ¿Por qué no reproducir ese milagro a escala mundial? Europa adquiriría un enorme prestigio si, además de transformarse en una verdadera federación de Estados Unidos de Europa, se propusiese al mundo como modelo. Hay una bella página de Calamandrei que decía que la Unión Europea es más pequeña que la Toscana hace cinco siglos. Porque nos vemos, mantenemos relaciones entonces impensables, porque estando en nuestro salón, encendiendo la radio, sabemos lo que sucede en cualquier otra parte del mundo. Eso lo decía con referencia a la realidad de hace 70 años, ahora el grado de interconexión permite hablar ya de un solo pueblo de la humanidad. Hace falta, simplemente, que se produzca un despertar de la razón, impuesto por el hecho de que no tenemos tiempo, debido al proceso destructivo en marcha. En 1945, pudo decirse, como se dijo: “Nunca más”, en referencia al Holocausto y al nazismo. Con el calentamiento climático no se puede decir simplemente “nunca más”, o se introducen eficaces mecanismos de contención o…
P. En 2019, y tras la condena de los dirigentes independentistas en el Tribunal Supremo, escribió usted en este diario que “sería un signo de fuerza y de inteligencia, por parte del Gobierno español, promover una decisión de clemencia”. Aunque entonces no estaba sobre la mesa, se refería usted a la amnistía.
R. Obviamente.
P. Ahora sí lo está. ¿En qué sentido sería un signo de inteligencia?
R. La secesión catalana es peor que la del Brexit porque es una secesión de ricos respecto de los pobres. Cataluña es la región más rica de España y esto hace que la pretensión de los separatistas sea contraria al sentimiento de solidaridad y de igualdad. Dicho esto, diré que problemas como el representado por el separatismo catalán son problemas políticos que no se resuelven con el instrumento penal, al contrario, se agudizan, porque las condenas provocan la victimización de quienes las sufren y agravan las tensiones en vez de reducirlas. Por eso entiendo que un acto de clemencia es una demostración de fortaleza, en tanto que puede acompañarse de un juicio negativo sobre el [secesionismo] en sí. El acto de clemencia serviría para reforzar la unidad del pueblo español y evitar la victimización de los responsables de ese acto absolutamente insensato de la secesión.
P. Habla de unir al pueblo español. El domingo miles de personas se manifestaron en Madrid contra la posible amnistía, convocados por el partido que ganó las últimas elecciones. La amnistía interviene, si no provoca, un contexto de división. ¿Aun así cree que es conveniente?
R. Con mayor razón. Es lo propio que la derecha tenga este reflejo identitario. Todas las derechas juegan hoy a la lógica del enemigo. Un enemigo que puede ser el migrante, el desviado, Cataluña, el secesionismo… Pero frente a estas pulsiones está la superioridad civil que proviene del sentido de igualdad y del igual valor asociado a las diferencias. Las opiniones políticas se combaten con la razón, con la dialéctica. Esto, que vale en general, vale mucho más en un contexto digamos de triunfo del populismo, de la lógica identitaria. Me parecería absolutamente irresponsable alimentar eso.
P. Como teórico, adopta el optimismo como método. Pero ¿es optimista como ciudadano italiano, europeo, como ciudadano del mundo?
R. Obviamente no, no hay razones para serlo. Pero desde el punto de vista político y teórico el optimismo es una cuestión de método. Hay una idea de Kant que yo hago mía: sin la esperanza de tiempos mejores no habría espacio para la moral y para la política. Si aceptásemos como verdadera la tesis del realismo vulgar, según la cual no hay alternativas, que naturaliza lo que de hecho es artificial, tendríamos que resignarnos y considerar a este como el mejor de los mundos posibles, como hacen los ricos; o como el peor, como hacen los excluidos. Pero hay alternativas. La política es la construcción del futuro, que se basa, precisamente, en que es posible un mundo diferente.
P. En esa estantería está la Autobiografía de Norberto Bobbio, su maestro. ¿Se plantea escribir su propia autobiografía, o unas memorias?
R. No, siempre me ha parecido un acto de presunción. Tampoco tengo tiempo. Tengo otras cosas de las que ocuparme. Ahora estoy volcado en este proyecto de una Constitución de la Tierra y no tengo tiempo para una autobiografía que, además, no sé para qué podría servir. En todo caso, lo haría para mi hijo, para mis nietos. Cierto es que hay autobiografías, como la de Bertrand Russell, que fue una ocasión para hacer pedagogía civil. En fin, no hablo en general contra las autobiografías, solo de la mía.
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