Termina la jornada. Tras un largo día, ni las pequeñas ni tú podéis más, pero eso nunca disculparía que os saltarais el ineludible ritual de que les leas un cuento. Y es algo que sigues disfrutando, aunque ese reloj intangible que todos tenemos en nuestro interior te avise de que tiene fecha de caducidad y que esta cada vez está más próxima. Pronto, las niñas rechazarán rotundamente la perspectiva de que les cuenten cuentos, porque ya solo les importará ser un simulacro de adultas. Pero eso aún no ha pasado. No, aún no, y te aprestas a cumplir con ello y disfrutarlo.
Estamos hechos de historias. Escribo esta frase consciente de que difícilmente ganará un premio a la originalidad. La introduzco en el buscador de Google y, en efecto, veo que la escribió en algún momento Eduardo Galeano. Pero me atrevería a decir que ni siquiera él debió de ser el primero en pensarla; en realidad, a poco que se dedique un momento a buscar algo que nos defina a la perfección, hay muchas posibilidades de reparar en ello.
Si algo hemos visto una y otra vez en estas páginas es que nuestro cerebro tiene pánico al caos, al sinsentido, a que las cosas sucedan sin un porqué. Nuestras prodigiosas neuronas captan constantemente la información que reciben y la analizan sin interrupción, y la potencia de nuestra mente construye con ella patrones, relatos, ordena las piezas que a simple vista no están relacionadas y busca un significado a todo.
En el universo, en el mundo, ante nosotros e incluso en nuestro interior, cada acción tiene una reacción. Eso es lo que permite a la ciencia avanzar, comprender las causas de los hechos observables, que a su vez nos llevarán aún más lejos. Pero sería mucho decir que existe un relato como tal, una historia con un propósito, un sentido, unas vicisitudes y un final coherente con lo sucedido hasta entonces. Eso entraría, más que en el campo de la ciencia, en el de las religiones, que también cuentan con su correspondiente nómina de héroes y villanos, la salsa de cualquier relato que se precie. De hecho, son en sí mismas relatos que ahuyentan el fantasma de lo imprevisible y en apariencia sin sentido(…)
Así que, sí, estamos hechos de historias. Nuestra propia existencia es una historia. Necesitamos las historias, aunque no acaben bien, y las buscamos con ahínco desde pequeños. Es un hecho probado que, a pesar de la proliferación de las pantallas, del sobreestímulo de relatos que nos rodean, todavía hay millones de niños que, cada noche, se duermen mientras un adulto les lee un cuento. No importa que hayan cambiado los soportes, que ahora existan formatos con mayor capacidad de llegar hasta la mente infantil para atrapar su atención; la imagen de un padre o una madre leyéndole a su hijo un relato, normalmente sacado de un libro ilustrado, podría parecer una anomalía, algo más propio de un mundo más antiguo, uno en el que los adultos trenzaban historias para exorcizar peligros y amenazas, y así acompañar a los más pequeños en su particular descenso hacia las profundidades del sueño.
Podemos pensar que las historias que contamos han cambiado mucho a lo largo de los miles de años que llevamos aquí. Al fin y al cabo, no son lo mismo las andanzas del Homo sapiens que vivía en una cueva que las de un sapiens que navega por internet, habla con sus compañeros de oficina a través de una pantalla o elige qué ver entre una amplia oferta desde el sofá. Y, sin embargo, hay algo atávico en esas historias, en cómo se construyen, que ha permanecido inalterado. Nada extraño, si tenemos en cuenta que, aunque creamos que hemos evolucionado muchísimo, seguimos teniendo prácticamente el mismo cerebro que el de nuestros venerables antepasados. Un cerebro que continúa descifrando la realidad e interpretándola igual que lo hacía entonces, y que por eso mismo es estimulado por las mismas cosas. Como afirma José Enrique Campillo, nuestro cerebro no fue creado para concebir ni la vastedad del universo ni la infinitesimalidad de lo cuántico, realidades ambas que han irrumpido entre nosotros, con las que tiene que lidiar un tejido neuronal diseñado para el presente más inmediato y contundente, en esencia el mismo cerebro con el que los cazadores recolectores tenían que arreglárselas para sobrevivir en un mundo eminentemente hostil.
Pero lo más curioso es que, al final, es muy probable que el mecanismo con el que logremos montar la historia que nos explique esos vastos conceptos se construya de forma parecida a como lo hacían nuestros más remotos antepasados. El relato que nos atrapa es el que logra interrumpir nuestro monólogo interior, ese que nos acompaña a cada instante y que va continuamente otorgando ese sentido que tanto necesitamos a cualquier cosa con la que nos vamos encontrando, incluso en la calle, y que, en realidad, no tiene por qué guardar relación con nada. Nuestro cerebro se ha encargado de dar una coherencia a hechos que son, en gran medida, fortuitos y hasta caóticos.
Por eso, para que un relato nos cautive tiene que tener un comienzo que rompa con lo previsto y, así, capte nuestra atención. O incluso contener unas palabras mágicas que, en cierta forma, ejerzan de conjuro, de rito que indique que abandonamos lo que conocíamos para adentrarnos en un mundo nuevo; en este sentido, “Érase una vez” puede ser tan eficaz como “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Estrategias distintas, mismo resultado.
Si es la primera vez que leemos el cuento que ahora estamos contándoles a nuestras hijas, al posar los ojos sobre el texto escrito, la combinación de lo que vemos y de la acción de nuestro cerebro irá descifrando lo que, previamente, el autor codificó. Y lo más fascinante es que nuestra mente, y por extensión la de las niñas que nos escuchan, irá construyendo la realidad al mismo ritmo con el que vamos escaneando cada palabra, e incluso adelantando lo que va a continuación, en una sucesión vertiginosa de posibilidades hasta que solo quede una opción. En cierta forma, es como cuando el teclado predictivo del móvil sugiere palabras, mientras vamos escribiendo, hasta quedarse con la versión definitiva.
Cada noche, con cada lectura, en una penumbra apenas rota por una pequeña lámpara, se produce uno de los procesos más fascinantes de un día lleno de momentos casi mágicos. Porque, al leer lo que alguien antes imaginó, quizá apoyándose en imágenes creadas por algún ilustrador, estamos poniendo en marcha poderosos procesos mentales, que seguramente nos pasen tan inadvertidos como los que nos permiten descifrar la hora en la esfera de un reloj, simplemente porque se han vuelto cotidianos. Pero, a la vez, al verbalizarlos, estamos añadiendo capas sobre capas de magia. Si cada lectura es única, si cada lector reconstruye a su modo lo que el autor previamente imaginó, lo mismo hace el niño a partir de lo que escucha, desde su propia perspectiva, todavía no tan ahormada como la nuestra.
Y lo verdaderamente maravilloso es que, de esa suma de relatos únicos que proceden de varias fuentes (el autor, el adulto que lee, el niño que escucha), surgirá uno de esos momentos capaces de perdurar. Quizá por eso sigue teniendo algo de ritual el contarle un cuento a un niño. Quizá por eso, también, haya conseguido mantenerse frente al tsunami de soportes y plataformas nuevos. Y ojalá que lo siga haciendo.
(Este estracto es un adelanto de "La costumbre ensordece.La fascinante histotria que esconden nuestras rutinas diarias", de Editorial Ariel.
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