jueves, 9 de enero de 2020

El malperder, por Lluís Bassets

El buen malperdedor, el que ha hecho de su malperder un virtuosismo, es incansable y obstinado. Nunca se corrige. Cava incansablemente en la misma dirección, hacia abajo, hasta convertir el agujero en fosa, hasta hundirse él mismo con sus obsesiones. Sin alternancia, no hay democracia. Puede haber urnas y votos, puede haber partidos e incluso libertades. La ley y el Estado de derecho pueden ser respetados. Pero no es una verdadera democracia aquella que no da pie a la alternancia. Pocos se atreven a negarla en sus palabras, salvo los abiertos apóstoles de la dictadura, pero no son pocos los que están dispuestos a obstaculizarla por todos los medios, aun a costa de vulnerar el Estado de derecho o de hacer burla de la democraciA.../... La negación de la alternancia no es una exclusiva de los sistemas totalitarios, donde el culto al partido único impide imaginar siquiera la existencia de partidos que compitan en las urnas y todavía menos que puedan sustituirlos. Y si sucede también en países de larga raigambre democrática, donde el poder ha sido secularmente sentido como patrimonio de las ideas y partidos conservadores, cómo no iba a suceder en el nuestro, donde quedó suprimida durante las cuatro décadas anteriores a la Constitución de 1978. El espectáculo parlamentario que hemos vivido estos días ha sido una exhibición de estas artes oscuras del malperder parlamentario. A falta de unos resultados favorables en sucesivas elecciones, la derecha española se ha comportado como el perro del hortelano, que no comía ni dejaba comer. Ni podía alcanzar una mayoría de gobierno ni se conformaba con que la formaran las izquierdas. Solo quedaba entonces el camino de boicotear la mayoría posible por todos los medios imaginables, incluida la coacción, la amenaza y, sobre todo, una especialidad de la casa, como es el uso y abuso de las instituciones. Tiene toda la lógica y no es ni mucho menos una exclusiva española: véase el rumbo nefasto del trumpismo. Cada uno usa libremente lo que considera que es de su propiedad. Eso suelen creer las derechas respecto a las instituciones, instrumentales para erosionar la democracia cuando las urnas no arrojan el resultado deseado. Dispuestas a sacrificarlas y erosionarlas con tal de evitar la alternancia. Incluyendo las más altas, como la institución monárquica, o las más delicadas y arbitrales, como el sistema judicial. Ese cavar incansable llevará, al final, cuando la alternancia sea ya un hecho, a negar también toda legitimidad al Gobierno legal y legítimo bajo excusas osadas e increíbles que apelan a la moral. Quienes se llenan la boca de la Constitución, terminarán así convertidos en el auténtico frente contra la Constitución, la regla de juego que exige los guardarraíles de la tolerancia y de la contención para que la democracia no se vaya por el desagüe hacia el que la conduce ese hosco y rencoroso malperder.

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