España está acostumbrándose a celebrar elecciones generales como se celebran las fiestas mayores: anualmente y sin mayores consecuencias que un punto de resaca. También parece haber adquirido el hábito de ir tirando con los presupuestos del año anterior, que a su vez son del año anterior, etcétera. Cuenta con unos políticos que dan para lo que dan, y no más, como comprobamos de forma cotidiana. Y con unos partidos que son lo que son: entre los que dicen hablar en nombre de la Nación, los que dicen hablar en nombre del Pueblo y los que dicen hablar en nombre de la Nación, el Pueblo y la Historia (una rica especialidad catalana), más unas cuantas líneas rojas y unas cuantas líneas torcidas, ¿cómo no regocijarnos ante las urnas?.../...
Y, sin embargo, aquí seguimos. Los siglos han demostrado que, pese a nuestros denodados esfuerzos, no somos capaces de destruir España. Cabe sospechar que, llegados a este punto, ni siquiera estamos dispuestos a repetir eso que históricamente tan bien se nos ha dado: destruir la convivencia. Quizá, sin darnos cuenta, hayamos conseguido el sistema que mejor se adapta a este país complicado y propenso a la autolesión: un sistema malo, pero irrompible.
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