P. ¿El referéndum sería un caso de la democracia llevada al extremo?
R. Sea cual sea el sistema, no es el pueblo quien gobierna. El pueblo debe aceptar la legitimidad de sus representantes. Somos 66 millones de franceses y 66 millones de personas no pueden gobernar. La utopía en la que se basa nuestra democracia es que la elección por parte de los electores da legitimidad a un cierto número de representantes. Si esto no se respeta, entramos en el caos, y el caos nunca es bueno.
P. ¿Estamos en esta fase?
R. No lo sé. Pero es lo que temo: que en nombre de la democracia se instaure un caos, y un caos siempre acaba con gobiernos autoritarios o totalitarios.
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P. En 1989, usted tenía una sensación de euforia, según explica en Trabajar y amar, sus memorias, como si hubiese ganado después de décadas de combates.
R. Sin duda. La democracia había ganado, y sin hacer nada, solo mostrando que aguantaba mientras que los otros se descomponían. Durante unos años hubo una impresión de verdadera felicidad política.
P. ¿Esto se acabó?
R. Sí, la idea de que todo el mundo aceptará la democracia, que es cuestión de tiempo y que no hay otra idea que se le oponga acabó. Los chinos contraponen otra idea, Orbán [el primer ministro húngaro] tiene otra.
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