domingo, 4 de diciembre de 2022

Los desposeídos, por Christophe Guilluy (El País, 27/11/22)

Hace casi un siglo, en el verano de 1936, la clase obrera francesa consiguió los mayores avances sociales de su historia. Tras meses de huelgas, una coalición de partidos de izquierda, el Frente Popular, arrancó a la patronal aumentos salariales, protección sindical, la reducción de la jornada laboral y vacaciones pagadas. Todas estas cosas figuran entre las mayores conquistas sociales y materiales logradas en Francia, pero también tienen una dimensión profundamente simbólica e inmaterial, porque, por primera vez, los trabajadores pudieron ir junto al mar. El acceso al litoral, antes reservado a la burguesía, transformó las perspectivas de los más modestos, que hasta entonces se limitaban a los lugares en los que vivían: los barrios y municipios de las grandes zonas industriales para los obreros y el campo para los que todavía no se denominaban “población rural”. Gracias a este avance geográfico y cultural, las clases trabajadoras ampliaron sus horizontes, ampliaron el campo de visión y empezaron a ser visibles no solo como engranajes indispensables de la economía, sino también como un conjunto cultural ineludible. Casi cien años después, esa victoria simbólica está haciéndose añicos. Desde la costa de Normandía hasta el País Vasco, las costas francesas están volviendo a cerrarse a las clases trabajadoras. En los últimos 20 años, los precios inmobiliarios se han disparado en todas las costas. No se salva ningún municipio. Hay que decir que, desde la crisis sanitaria de 2020, las clases altas han comprado mucho. Las cabañas de pescadores originales son hoy viviendas de ejecutivos urbanos que buscan un “refugio” en el que descansar o teletrabajar. Este encarecimiento de los inmuebles tiene en todas partes los mismos efectos sociales: una vuelta a la casilla de salida, al siglo XIX, porque las capas humildes se han quedado sin acceso al mar —que vuelve a ser coto privado de la burguesía— y los medios para vivir en la franja costera y están refugiándose en las áreas rurales. Como consecuencia, los jóvenes de las clases populares ya no pueden vivir en el lugar donde nacieron. Un dato que recuerda lo que soportan los más pobres de las grandes ciudades de los países occidentales desde hace varias décadas. De París a Londres, de Barcelona a Estocolmo, hay un mismo mecanismo que los ha expulsado de las grandes ciudades. Así que, por primera vez en la historia de Occidente, las clases medias y trabajadoras han dejado de vivir donde se crean el empleo y la riqueza. La pérdida de esos lugares no es más que la punta del iceberg de la gran desposesión que sufre la mayoría, la gente corriente, no solo de lo que tiene, sino —lo que es más grave— de lo que es. Las clases medias y trabajadoras ya no están en el centro de la creación de riqueza en ningún país de Occidente; ese puesto lo ocupan hoy las clases altas, que están sobrerrepresentadas en las metrópolis. Las clases populares, al perder su papel crucial en la economía, han dejado de ser productoras para convertirse en consumidoras y, muchas veces, receptoras de ayudas sociales. Y esa desposesión es todavía más violenta en la medida en que, al mismo tiempo, han perdido un estatus fundamental: el de referente político y cultural. Esa es la base del malestar democrático que sacude hoy todas las democracias y que explica las peculiaridades de la contestación política, social y cultural que viven los países occidentales desde hace 20 años. Porque las protestas actuales no se parecen a ningún movimiento social de los siglos anteriores. No están dirigidas por ningún partido, ningún sindicato, ningún líder, sino por gente normal y corriente. Algunos las consideran protestas “sociales”, de izquierda, de extrema izquierda o marxistas y otros piensan que son “identitarias”, de derecha, de extrema derecha o populistas. Pero la verdad es que parece imposible etiquetarlas. Desde luego, esta contestación popular no pertenece a quienes se han olvidado del pueblo y lo han dejado de lado. Ni los políticos, ni los sindicatos, ni el mundo de la cultura, ni la intelectualidad. No es exclusiva de ningún bando, ni la izquierda, ni la derecha, ni los extremos. Tampoco defiende la cómoda “lucha de clases a la antigua”, nacida de un conflicto consciente entre categorías económica y culturalmente integradas y, por tanto, representadas en la política. No encaja en ningún marco sociológico ni ideológico preestablecido. Esta revuelta no está impulsada por la conciencia de clase, sino porque a la gente se le han arrebatado sus prerrogativas, se la ha empujado poco a poco hasta el borde del mundo. Su fuerza y su serenidad derivan de su integración a largo plazo. Por eso, este movimiento descoloca a los defensores del presente perpetuo y la agitación permanente. Sus motivos de fondo —y esta es su especificidad— no son solo materiales, sino, sobre todo, existenciales. Su dimensión inmaterial la hace imparable e incomprensible para las clases dirigentes, acostumbradas a resolver todo de forma “material”, a base de cheques. En contra de lo que se dice, la protesta tampoco distingue entre los que luchan por “llegar a fin de mes” (la gente corriente) y los que se preocupan por “el fin del mundo” (los intelectuales). Por el contrario, establece un drástico contraste entre quienes nos bombardean con la imagen ilusoria de un modelo benefactor al mismo tiempo que se protegen de sus efectos nocivos y los que verdaderamente afrontan la alteridad, tanto la exclusión social de un sistema que fomenta cada vez más la desigualdad y la vida precaria como la alteridad cultural. Este nuevo “movimiento social” no es un refrito de Los miserables, no es un levantamiento de “pobres”. Tampoco pretende adquirir nuevos derechos sociales. No aspira a un “mundo nuevo”, sino todo lo contrario, a la continuación del antiguo, un mundo en el que la mayoría, la gente corriente, seguía estando en el “centro”. En el centro de la economía, en el centro de las preocupaciones de la clase política y en el centro de las representaciones culturales. La peculiaridad de esta revuelta de las clases medias y trabajadoras es que no nace de ninguna ideología, sino de una fuerza primaria, vital, producida por la experiencia fundamental de la existencia, de una lucha cotidiana que permite afrontar la realidad con energía y no con sistemas. Este movimiento, que se basa en un acto original de rebelión (“no al relato dominante”), no puede circunscribirse a la estrechez del análisis tecnocrático. Así, al margen de los moralismos imperantes, la gente corriente ha forjado la base cultural, el punto de apoyo sobre el que reconstruir un modelo que tenga sentido. Se acusa con frecuencia a las clases medias y trabajadoras de dejarse llevar por pasiones tristes y elaborar un discurso contra las élites. Este análisis simplista esconde la verdadera naturaleza de un movimiento que no está “en contra de”, sino “en otro lugar”. Autónomos, impermeables a las arengas de quienes los desposeen cuando les dicen cómo deben sobrevivir y comportarse, los desposeídos ya no se dirigen a las “élites”, a las que consideran impotentes y ridículas, sino a la sociedad en su conjunto. Impulsado por el instinto de supervivencia, este llamamiento existencial que hace saltar por los aires el relato de quienes nos prometieron el mejor de los mundos no tiene más que un objetivo: reconstruir todo mediante el regreso a las realidades sociales y culturales de la vida ordinaria.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

La edad de la ignorancia, por Antonio Muñoz Molina (El País, 12/11/22)

Una falta de ortografía arruinó en 1992 la carrera política de Dan Quayle, vicepresidente de Estados Unidos. Visitando una escuela primaria, con un gran cortejo de ayudantes y cámaras de televisión, Quayle le pidió a un niño que escribiera en la pizarra la palabra potato. El niño la escribió correctamente, pero Quayle, afectando una paciencia de maestro bonachón, le indicó que había cometido un pequeño error: a la palabra potato le faltaba, según el vicepresidente, una “e” al final. El pitorreo fue tan universal que todavía hoy basta teclear Quayle en Google para asistir de nuevo a aquella escena memorable. Ya retirado, Dan Quayle llegó a actuar en un anuncio de patatas fritas, con gran indignación del niño experto en ortografía, quien argumentó, no sin motivo, que habría sido más justo que el anuncio lo protagonizara él. Treinta años después de aquella visita escolar, lo que nos asombra no es la ignorancia de un individuo que se las había arreglado para llegar a un paso de la presidencia, sino el hecho mismo de que un error ortográfico lo sumiera en un ridículo del que ya no pudo recuperarse. Más alto todavía que Dan Quayle llegó Donald Trump, de quien se sabe que es incapaz de leer más de dos líneas seguidas, a no ser que en ellas esté contenido su propio nombre, y que aun en esta época de correctores automáticos ha sido capaz de llenar la brevedad de un tuit de faltas de ortografía. “Con todas las cosas que tú no sabes se podría escribir un libro entero”, cuenta Tobias Wolff que le decía cuando era niño su padrastro. Con todo lo que se va sabiendo que no ha sabido nunca Donald Trump se han escrito ya volúmenes copiosos, y se va descubriendo más según aparecen testimonios de quienes asistieron de cerca a los años alucinantes de su presidencia. Nada más ser elegido, parece que lo desconcertó el número de dirigentes extranjeros que lo llamaban para felicitarlo. “No tenía idea de que hubiera tantos países en el mundo”, confesó. Pensaba vagamente que África era el nombre de un país, y no distinguía entre los países bálticos y los balcánicos. En un libro reciente, y aterrador, sobre sus años en la Casa Blanca, The Divider, Susan Glasser y Peter Baker cuentan algunas de las propuestas de gobierno que Trump compartió con sus colaboradores: excavar un canal infestado de cocodrilos a lo largo de la frontera con México; lanzar bombas atómicas contra los huracanes para desactivarlos; comprar Groenlandia a Dinamarca, o en su defecto intercambiarla por Puerto Rico. Según Baker y Glasser, a Donald Trump lo indignaba que los altos mandos del Ejército no lo obedecieran tan incondicionalmente como obedecían los generales alemanes a Hitler. También creía que el papel de la aviación había sido decisivo en la Guerra de la Independencia americana. Jaume Perich, el gran humorista de la resistencia en el franquismo tardío, decía en uno de sus aforismos: “La prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede llegar a presidente es el propio presidente de Estados Unidos”. Perich se refería a Richard Nixon, que fue un forajido y sin duda un criminal de guerra, pero que se encerraba a devorar libros de historia, llenándolos de notas y de subrayados, y hasta escribió él mismo los que se publicaron con su nombre. Es probable que lo que podríamos llamar la Edad de la Ignorancia empezara unos años después, con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan. Así lo explica Andy Borowitz en un libro titulado Profiles in Ignorance, una crónica entre sarcástica y desolada del triunfo de la estupidez en la vida pública de Estados Unidos. Ha habido tres fases, o tres eras distintas, dice Borowitz, en este progreso hacia la imbecilidad. En la primera fase, ya tan lejana, la ignorancia desataba el ridículo, y los políticos y sus asesores se esforzaban por disimularla. La metedura de pata de Dan Quayle pertenece a aquel tiempo abolido. En la segunda fase, la ignorancia ha dejado de ser un obstáculo en una carrera política, y se acepta con toda naturalidad, con indulgencia, hasta con una sonrisa, como una prueba de campechanía. Eran los tiempos en que George Bush hijo reconocía haber leído un solo libro en la universidad, y se compraba un rancho para fingir que era un hombre común pegado a la tierra, y no el heredero de varias generaciones de privilegios de clase. Había logrado pasar por las universidades más elitistas del Este sin aprender nada: su ignorancia la convirtió en un mérito para atraer a muchas personas, sobre todo blancos de clase trabajadora, a las que la pobreza y la injusticia las habían privado de las ventajas de la educación. Ya presidente, en vísperas de la invasión de Irak, se quedó muy intrigado cuando unos asesores intentaban explicarle la diferencia entre suníes y chiíes: “Yo pensaba que en ese país eran musulmanes”. En la tercera fase vivimos ahora. La ignorancia ya no se disimula, ni se muestra sin complejo: ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, los expertos, los tediosos, los exquisitos, los avinagrados. Ahora la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio, la determinación de pasar por encima de los escrúpulos del conocimiento y de las normas y las garantías de la legalidad. Marjorie Taylor Greene, diputada por Georgia desde 2020, afirma no solo que la elección de Joe Biden fue fraudulenta, como un número considerable de sus compañeros de partido, sino también que los terribles incendios de estos últimos años en California no tienen que ver con el cambio climático, ya que están causados por rayos láser lanzados desde el espacio exterior, y financiados por los judíos. Andy Borowitz atribuye a las redes sociales una gran parte de la culpa del triunfo y glorificación de la ignorancia: el desdén hacia las fuentes contrastadas de información, el encierro, favorecido por los algoritmos, en la burbuja sectaria de la propia tribu, en lo ilusorio y neurótico del activismo digital. Pero sin duda influye más profundamente el misterioso desprestigio que viene cayendo desde hace décadas, en las sociedades herederas de la Ilustración, de todo lo que sea el aprendizaje de saberes sólidos y oficios prácticos, de lo bien pensado y lo bien hecho, lo que requiere paciencia y esa forma de entrega que nace de la alianza entre la racionalidad y la pasión. Nada irritaba y ofendía más a Donald Trump que el conocimiento profundo y la larga experiencia del doctor Anthony Fauci, que hizo tanto por remediar en algo la catástrofe de la pandemia, agravada por la ignorancia ególatra del presidente. Políticos necios, demagogos ignorantes, someten ahora en España a los profesionales de la sanidad a todo tipo de humillaciones y los condenan a la penuria y a la incertidumbre. No hay respeto para el saber, ni parece que haya peligro de castigo electoral para la exhibición descarada y despótica de la ignorancia.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Las etiquetas de la ley trans, por Soledad Gallego-Díaz (El País, 6/11/22)

Quizá todos podríamos ponernos de acuerdo en que no existe una esencia femenina, como tampoco existe la masculina. Se nace con un sexo biológico (que no se asigna, sino que se constata) relacionado con la reproducción, pero feminidad y masculinidad son resultado de un aprendizaje social, hormas que se obliga a ocupar a todos los seres humanos, que seguramente no nos “sentimos” mujer u hombre, salvo cuando interactuamos con otros. Si eso es así, la autodeterminación de género es un concepto problemático. El concepto de identidad de género como asunto fundamentalmente “esencialista” (vivencia interna e individual o “sentimiento sentido de forma interna y profunda”, según el proyecto de ley trans) entra en contradicción, además, con lo que han venido defendiendo durante años muchas feministas: el género es una construcción que da lugar a determinados estereotipos sociales, mujer y hombre, y ha fijado durante siglos el papel subordinado de la mujer. La identidad de género no es algo esencial, sino un proceso que se construye socialmente, unos estereotipos contra los que ha sido, y sigue siendo, necesario luchar. Los argumentos esencialistas ( “es mujer quien se siente mujer”) se han ido convirtiendo, sin embargo, en hegemónicos en los últimos tiempos, hasta el extremo de que la idea de género está pasando de ser un elemento cultural colectivo a un asunto identitario personal. Defender que la única realidad es la autopercibida y sacralizar el sentimiento como fuente de derecho es bastante contradictorio con la idea de que ser mujer es algo que se aprende y depende de elementos externos. El movimiento feminista, o al menos una parte importante de él, ha venido defendiendo que sobre el cuerpo de las personas con sexo femenino se fue construyendo socialmente un sistema de dominación que se llamó patriarcado. Ser mujer supuso durante siglos (y lo supone aún en muchas partes del mundo) ser analfabeta, no tener propiedades y estar sometida a la voluntad de hombres. Si ahora ser mujer es una decisión individual y radicada en los “sentimientos internos”, ¿qué han estado defendiendo muchas feministas desde hace más de un siglo? Si ser mujer es un deseo íntimo, en lugar de una construcción social, habrá que cambiar el significado que venía dando el feminismo a esa palabra y desvincularla de la lucha social por la igualdad. No parece posible hablar ya de estos asuntos sin provocar una avalancha de acusaciones y descalificaciones personales. Lástima tanta agresividad. La nueva ley dará por enterrado completamente este debate y consagrará la “autodeterminación” sin matices. Lo único que parece seguir provocando polémica e inquietud en el proyecto de ley es todo lo relacionado con los niños y adolescentes, incluso tras las nuevas enmiendas introducidas por el PSOE esta misma semana. Según el texto actual, niños y adolescentes podrán “autodeterminar” su sexo en el Registro Civil a partir de los 12 años, aunque hasta los 16 necesitarán autorización judicial. Aunque la ley no dice nada al respecto, sigue siendo motivo de enfrentamiento que no prohíba prácticas de modificación genital (hormonación o cirugía) incluso entre los 12 y los 16 años, como ya se permite en algunas comunidades. La inquietud respecto a los niños está justificada, porque es posible que se esté animando (¿influyen las redes sociales?) a optar por un cambio de sexo a niños y niñas que, simplemente, no quieran encarnar la masculinidad o feminidad que se les exige socialmente y estén expresando su desazón y malestar por ello, sin necesariamente optar por el sexo opuesto. Por lo menos es lo que opina Miquel Missé, sociólogo, consultor en el ámbito de políticas públicas por la diversidad sexual y de género, y alguien a quien difícilmente se podrá calificar de falto de empatía. Missé piensa que seguramente hay casos concretos de transexualidad en los que está psicológicamente indicado un proceso de hormonación y cirugía (en adultos), pero que en la mayoría de las ocasiones simplemente sería bueno permitir que esos niños y niñas exploren durante su infancia y adolescencia su identidad y el papel social que se les exige, en lugar de establecer las cosas “de una vez por todas” en edades tempranas. ¿Qué de malo tiene acompañar en su exploración a esos niños y niñas, jóvenes que no quieren seguir las normas de género, en lugar de considerarlos inmediatamente “trans” y colocarles una nueva etiqueta?

Seis motivos por los que hoy no es posible la revolución, `por Byung-Chul Han (El Paìs, 6/11/22)

Primer motivo. Kafka escribe en uno de sus aforismos: “El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo”. El animal se figura que como es él quien se flagela a sí mismo entonces es libre. Nos explotamos voluntaria y apasionadamente, figurándonos que nos estamos realizando. Quien ejerce aquí la presión destructiva no es el otro, sino yo mismo. Esa presión viene de mi interior. No es el amo quien me explota, sino que yo me exploto a mí mismo. Soy a la vez amo y esclavo. En esta sociedad de flagelantes no es posible la revolución. Segundo motivo. El neoliberalismo es un capitalismo del “me gusta”. Se distingue radicalmente del capitalismo del siglo XIX, que trabajaba con coerciones y prohibiciones disciplinarias. El poder del régimen neoliberal tiene un aire de finura. El poder refinado, en vez de someternos a base de coerciones y prohibiciones, se amolda a nosotros y trata de sonsacarnos un “me gusta”. No nos obliga a callar. Al contrario, constantemente nos anima a que contemos nuestra vida, a que expresemos nuestras opiniones, nuestras necesidades, nuestros deseos y nuestras preferencias. La protocolización total de la vida se plasma en un control absoluto sobre nuestro comportamiento. En el régimen neoliberal la dominación no se ejerce mediante la opresión, sino mediante la comunicación. La ebriedad de comunicación nos aturde. La víspera de la revolución, por el contrario, reina el silencio. La revolución interrumpe la comunicación. Tercer motivo. Hoy nos enzarzamos a linchamientos digitales y nos lanzamos comentarios cargados de odio, pero al mismo tiempo olvidamos qué es la cólera. La cólera es un sentimiento capaz de poner fin a una situación y de hacer que comience otra. Hoy ha sido desbancada por la indignación o por el descontento, que son sentimientos incapaces de provocar cambios drásticos. Por eso sucede que también nos enojamos por lo que no tiene remedio. La indignación es a la cólera lo que el temor a la angustia. Mientras que el temor se suscita ante un objeto determinado, la angustia es ante el ser en cuanto tal. La angustia aqueja y conmueve a la existencia entera. Tampoco la cólera se dirige contra una circunstancia concreta. Niega la totalidad. A toda revolución es inherente una cólera que dice resueltamente “no” a lo que existe falsamente, a la sociedad falsa. Cuarto motivo. Toda dominación genera sus propios objetos de devoción, que se emplean para someter. Esos objetos hacen que la sociedad se habitúe a ellos y de este modo le dan estabilidad. “Devoto” significa sumiso. El smartphone es un objeto de devoción digital, es más, es el objeto de devoción a lo digital. “Sujeto” significa originalmente haber sido arrojado debajo, y por tanto estar sometido. El smartphone opera como un instrumento de subjetivación. El like es el amén digital. Cuando le damos al like estamos acatando el sometimiento a una dominación. El smartphone no es solo un eficaz instrumento de vigilancia, sino un confesionario móvil. La confesión fue una técnica de dominación altamente eficaz. Nosotros nos seguimos confesando, solo que ahora lo hacemos voluntariamente. Nos desnudamos porque queremos. Pero no lo hacemos para pedir perdón, sino para demandar atención. El smartphone sofoca toda revolución. Quinto motivo. En La era del capitalismo de la vigilancia, Shoshana Zuboff hace un llamamiento a la resistencia común evocando la caída del muro de Berlín: “El muro de Berlín cayó por muchos motivos, pero sobre todo porque la gente de Berlín del este se dijo: ‘¡Basta ya!’. (…) ¡Basta ya! Que esa sea nuestra declaración”. El sistema comunista, que reprime la libertad, se diferencia radicalmente del capitalismo neoliberal de la vigilancia, que explota la libertad. Estamos demasiado aturdidos por la droga digital, demasiado embriagados de comunicación, como para lanzar un “¡Basta ya!” y alzar la voz de la resistencia. En plena ebriedad de comunicación no se produce ninguna revolución. Con su truismo “Protect me from what I want”, “protegedme de lo que quiero”, la artista conceptual Jenny Holzer explica por qué hoy no es posible ninguna revolución. Sexto motivo. El régimen neoliberal es un régimen de la angustia. Aísla a las personas convirtiendo a cada una en empresario de sí mismo. La competencia total y la absolutización del rendimiento erosionan a la comunidad. La creciente individualización, la pérdida de solidaridad y el narcisismo de las personas ahondan la angustia. Hoy también nuestro comportamiento está cada vez más marcado por nuestros miedos: miedo a fracasar, miedo a no estar a la altura de nuestras propias expectativas, miedo a no poder seguir el ritmo, miedo a quedarnos descolgados o miedo a tomar la decisión equivocada. El régimen neoliberal mete miedo para incrementar la productividad. La sociedad del miedo sofoca todo germen de revolución. Hoy vivimos en una sociedad de la supervivencia. Avanzamos colgándonos de una crisis a la siguiente, de un apocalipsis al siguiente, de un problema al siguiente. Así la vida se atrofia y se reduce a resolver problemas. Ante acontecimientos apocalípticos como la pandemia, la guerra y las catástrofes climáticas, miramos amedrentados hacia un futuro tétrico. Hemos renunciado a las esperanzas. La vida se reduce a resolver problemas, incluso a sobrevivir. La vida es sacrificada en el altar de la angustia. Nos hemos resignado a sobrevivir. La jadeante sociedad de la supervivencia se parece a un enfermo que ya solo abriga el débil deseo de que el dolor cese pronto. La esperanza es lo único que nos permitiría recuperar aquella vida que es más que una mísera supervivencia. Que en Europa hayan surgido fuerzas populistas de derechas tiene que ver justamente con el aumento del miedo. La fuerza opuesta, el antídoto a la angustia, es la esperanza. La esperanza nos une, crea comunidad y genera solidaridad. Es el germen de la revolución. Es un brío, un salto. Bloch dice incluso que la esperanza es “un sentimiento militante”. Ella “enarbola el estandarte”. Nos abre los ojos para una vida distinta y mejor. La angustia se nutre de lo pasado y del resentimiento. La esperanza abre el futuro. Lo único que puede salvarnos es el espíritu de la esperanza. Solo ella despliega el horizonte de sentido, que reanima y estimula la vida, y hasta la inspira.

sábado, 13 de agosto de 2022

Permitan que el amor rompa el alma de mi hija, por Marina Perezagua

Los domadores de animales salvajes conocen como “romper el alma” el proceso de sumisión de las bestias por el cual se logra que una foca aplauda o un elefante haga estupideces propias sólo de un humano. Es curioso que, a pesar de las evidencias del daño físico que conlleva esta cruenta metamorfosis (heridas abiertas, espaldas quebradas, mutilaciones), en este caso no utilicen un eufemismo, sino que llamen a las cosas por su nombre: romper el alma, una de las expresiones tópicas pero efectivas que se suelen utilizar cuando nuestro primer amor nos hace daño: me ha roto el alma. Pero qué ingenuos somos. Eso no es posible, porque antes de llegar a la adolescencia ya tenemos el alma rota, con una diferencia: nos han vendido su fractura como educación, ahorro, sentido cívico. Todos hemos sido criados desde niños en la ficción de que nuestra educación está diseñada para cimentar el ejercicio de una mayor libertad, de la que podremos gozar cuando seamos adultos. Lógicamente, esto no puede ocurrir, porque ejercitamos una instrumentalización orientada a la producción y que está absolutamente arraigada en las identidades y entidades que nos conforman, desde la escuela hasta los medios de comunicación que fijan estas estructuras defectuosas en las masas. De igual manera que no existe un pegamento que una los pedazos del elefante roto aunque sea liberado, vivimos en un chantaje prometedor de futuro hacia el niño, una transformación irreversible que pasa por un proceso encubierto de doma y mansedumbre, un sistema que por desgracia no permite que sea el amor el primer sentimiento que llegue a rompernos el alma, de frente, sin artificio, sin opacar la transparencia de ese dolor. Estoy sentada en un banco del zoológico más antiguo del mundo. Fue fundado en 1752 como casa de fieras imperial del palacio de Schönbrunn en Viena. Hace años solía resistirme a entrar en cualquier zoológico, pero teniendo en cuenta que cualquiera de nosotros ha llegado a conocer la extinción total de diversas especies, oponerse a los zoológicos me parece un gesto escénico. Escribo esto sobre la estela de una emoción intensa que he vivido hace escasos minutos, frente al recinto acristalado de los orangutanes. Al fondo había un orangután que, al darse la vuelta, resultó ser hembra, y que sostenía a su bebé tal como en ese momento yo sostenía a mi hija de seis meses. Se fue acercando lentamente, hasta que lo único que se interponía ya entre nuestro olfato y nuestro olor era el cristal. Nos observaba mientras acariciaba la cabeza diminuta, con mechones dispersos y anaranjados de su cría, que con los ojos negros muy abiertos miraba a su madre de esa forma paradójica que contiene la mirada de los bebés: con más admiración que pensamiento. Cada vez se acercaban más personas que querían asistir a lo que parecía ser un insólito gesto de presentación por parte de la madre orangután. A pesar de la emoción que me provocó esa suerte de comunicación entre ella y yo, dos especies distintas de primates, sé que mi experiencia no ha sido única. Por las redes circulan vídeos con escenas similares. Otras madres han sido testigos de esta interacción por parte de grandes primates que se acercan para mostrar orgullosas a su bebé e interesarse por ese otro bebé que se encuentra al otro lado del encierro, con una mirada que no resulta más inteligente, una ternura que no resulta más humana. Esto me lleva a recordar un episodio que viví en mis años de doctorado: conocí a un chico con el que me gustaba hablar, era inteligente, me divertía. Mi interés se transformó en repulsión en el momento en que me contó sobre su nuevo trabajo: le pagaban por criar, jugar, mimar y ganarse la confianza de las crías de chimpancé que llegaban al laboratorio de la universidad, de modo que, cuando hiciera falta realizar un nuevo experimento, él les tendiera la mano y ellos, confiados por el cariño programado y asesino, marcharan sin rechistar hacia la experimentación con su cuerpo. Esta persona utilizó palabras muy similares a estas, que recuerdo con precisión por el impacto que me causó su frialdad: “Confían en mí y vienen sin rechistar”. En otras palabras, esta persona se encargaba de eso que los domadores conocen como “romper el alma”, sólo en que en su caso la sumisión no llevaba al animal a hacer equilibrios sobre una pelota o a tocar una trompeta, sino a entregar sus córneas o partes de sus órganos. Me repugnaba la figura del protector, del padre, como medio hacia la traición y la tortura. Entonces pienso en el cuento de Leopoldo Lugones en el que el narrador describe los experimentos que realizó con un mono que había comprado en el saldo de un circo arruinado, a quien llamó Yzur. Los experimentos se fundamentaban en una leyenda de la isla de Java que aseguraba que el hecho de que los monos no hablen no se debe a una incapacidad fisiológica o de inteligencia. Aludiendo a que no hay ninguna evidencia científica para que el mono no hable, la conclusión es que los monos no hablan para que no les hagan trabajar. A partir de esta creencia, el nuevo dueño del mono comenzará a torturarle gradualmente para intentar sacarle las palabras. Si lo pienso, el trabajo de aquel chico de mi universidad y las acciones del dueño de Yzur no son tan extraordinarios en su crueldad como podría parecerme. Como a estas crías de chimpancé, todos hemos sido educados en la sumisión. Y nos han sometido con tal destreza que se trata de una sumisión que, en el caso de que lleguemos a descubrir, no estaremos dispuestos a enfrentar, porque para entonces ya no seremos capaces de renunciar a los mecanismos de sometimiento, que en muchos casos incluyen ciertas comodidades de las que no queremos prescindir. En los últimos años todos hemos podido sentir la fragilidad de la libertad individual, esa sensación de paz inestable, tornadiza, que antes sólo atribuíamos a países de políticas conflictivas, pero no creo que tengamos menos libertades que antes; es sólo que la pedagogía de la sumisión se ha hecho más evidente, aunque sigue sin importar. Esa es la tortura asumida. Antes de que el amor nos rompa el alma, el Estado ya lo hizo, no una, sino mil veces, todas ellas a traición, pero en el nombre del padre, del hijo, del educador. ¿Cómo mitigar para mi hija siquiera parte de esa pedagogía de la sumisión? Tal vez no deba contarle que yo misma he cometido delitos de los que no me arrepiento. ¿Le digo lo que de verdad pienso para que a base de quejarse corra el riesgo de terminar siendo lo que se conoce como una inadaptada social? ¿O la engaño enseñándole respeto y obediencia a la idiotez de ciertas autoridades para que acabe bailando al ritmo del organillo ciudadano? Aún no lo sé. Pero no creo poder inculcarle el don de la ceguera, porque no lo tengo. Los experimentos con Yzur terminan con su muerte, pero en los últimos minutos de su agonía el chimpancé logra murmurar sus primeras y últimas palabras: “AMO, AGUA, AMO, MI AMO”. Estas palabras, no por azar, son de necesidad y sumisión. Mi hija aún no entiende, pero yo pronuncio para ella paria, insurrecta, desobediente. Yo escupo vino a las órdenes y guerras de mi patrón. Yo le digo: “Respetaremos el silencio de los monos que no quieren trabajar”. Intentaré que el amor sea lo único que te rompa el alma. Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama).

miércoles, 20 de julio de 2022

Noticias que nos traen las novelas, por Juan Gabriel Vásquez

En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles. Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía: “Mi corazón se levanta pensando en traerte noticias de algo que te concierne y concierne a muchos hombres. Mira lo que pasa por lo nuevo. No lo encontrarás allí sino en poemas despreciados. Es difícil obtener noticias de los poemas pero cada día los hombres mueren infelices por falta de lo que allí se encuentra”. Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias. Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso. La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo. Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió. Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad. En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo.

sábado, 9 de julio de 2022

Entrevista a Alain Badiou (El País, 22/05/22)

Alain Badiou. “Las situaciones de gran desorientación terminan en guerra mundial” Es uno de los pensadores franceses vivos más influyentes, un ave extraña. No reniega del maoísmo y no vota desde 1969. Pronostica una guerra mundial a medio plazo. Alain Badiou (Rabat, de 85 años) es uno de los filósofos franceses vivos más influyentes en el mundo. Es un intelectual peculiar, un ave extraña: no ha renegado del comunismo ni —más exótico aún— del maoísmo. El autor del monumental El ser y el acontecimiento es el último de una estirpe que tiene en Sartre, Lacan, Althusser… a algunos de sus antecedentes, sus “maestros”, como señala el profesor Jordi Riba en Alain Badiou: lo político y la política (Gedisa, 2021). Se le estudia como a un clásico, pero él no deja de producir. En francés acaba de publicar, en la editorial Gallimard, el opúsculo Observaciones sobre la desorientación del mundo. De cerca impone. Tiene un aire de profeta bíblico. O de un intelectual de otro tiempo, un tiempo de intelectuales a los que se escuchaba y que a menudo, en sus opiniones políticas, se equivocaban espectacularmente. PREGUNTA. “Estamos desorientados”, escribe usted. ¿Qué nos desorienta? RESPUESTA. La desorientación son aquellos momentos de la historia en los que a la población no se le propone ninguna elección clara. Conocí una época orientada. En política, se enfrentaban una derecha y una izquierda claramente identificadas. La derecha: conservadora, nacionalista, partidaria de la propiedad privada. La izquierda: socialista, comunista e internacionalista, partidaria de una lucha de clases. En Francia había una elección fundamental: ¿se estaba a favor o en contra de la guerra de Argelia? ¿Y de las guerras coloniales? P. ¿Se acabó todo esto? R. Ahora este tipo de definición es difícil de encontrar y de definir. El mundo dirigente —propietarios de bienes, accionistas, pero también partidos y dipu­tados— está de acuerdo en que no habrá una transformación fundamental. Tampoco hay partidos políticos realmente diferentes unos de otros. La elección política se vuelve muy difícil y confusa, y se expresa a través de protestas más o menos violentas contra este o aquel punto. Pero son protestas desligadas de una visión de conjunto. Quienes protestan se sienten desorientados. No saben cuál será la etapa siguiente, no saben qué significa su derrota o victoria. Es como un viaje marítimo sin brújula. P. No le convencen movimientos como los chalecos amarillos. R. Entiendo su naturaleza. Sé que detrás hay una cuestión real: el abandono progresivo del mundo rural y provincial por las autoridades y también las poblaciones. Pero el movimiento en sí no indica por medio de qué método piensa resolver sus problemas. Por falta de una visión clara sobre qué hacer se busca una cabeza de turco. “¡Es culpa de Macron!”. Se imaginan que, haciendo caer a Emmanuel Macron, la situación cambiará. Son movimientos de cólera, pero la cólera no es una buena pasión política porque es negativa: sabemos qué no quiere, pero no qué quiere. P. La pandemia, ¿nos desorientó? R. Llegó en una época ya desorientada, pero lo agravó. Nadie estaba preparado. En el fondo, lo que se impuso fue la cólera, nuestras costumbres se veían perturbadas: no poder ir al café, tener que llevar mascarilla, vacuna. La pandemia nos permitió medir hasta qué punto estábamos desorientados. P. ¿Y la guerra en Ucrania? R. Recuerda más bien al momento antes de la guerra de 1914, un conflicto posiblemente mundial que está ligado a situaciones de detalle en Europa Central, como la Primera Guerra Mundial, que se desencadenó por Serbia y por disputas por los imperios coloniales. Era un enfrentamiento para saber si Alemania iba a ser admitida en el club de las grandes potencias. Hoy en el horizonte está la cuestión de si China va a ser admitida en el concierto de las naciones. Para que esta situación se clarifique hace falta que Rusia ya no sea un factor en el juego. P. ¿No hay simplemente un país soberano y democrático, invadido y bombardeado? R. ¿Y cuando los americanos bombardearon Belgrado en 1999? ¿No había algo inaceptable ahí? ¿No habría habido que salir de la OTAN? Hay una disimetría total. ¿Qué fue a hacer el Ejército americano a Afganistán? ¿Por qué destruyó Irak? En el último periodo, los desperfectos internacionales principales no son obra de Rusia ni China, sino de las guerras del Ejército americano. Con nuestro apoyo. Ahora nos damos cuenta de que Ucrania es un país soberano. ¡Irak también era un país soberano! P. ¿Significa que, puesto que sucedieron aquellos episodios, no hay que decir nada ahora? R. Significa que los ejercicios de la soberanía deben ser igualitarios. Yo soy un antiputiniano resuelto, con más razón aún porque considero que Putin es el resultado final de la descomposición del comunismo en Rusia. Hay una agresión injustificada, pero no debe permitir olvidar el contexto general. ¿Por qué habría que escandalizarse por la agresividad de Rusia hacia uno de sus vecinos sin escandalizarse por la agresión de EE UU por todo el mundo? Hay que condenar la acción de Putin, pero desde una independencia total respecto a la OTAN y los americanos. Yo digo: ni Putin ni Joe Biden. P. Personalmente, ¿usted se siente desorientado? R. La desorientación es una situación, no es algo subjetivo. Uno puede tener una orientación personal, pero esto no cambiará la desorientación general. Vivimos en una época histórica confusa. Quiero hacer un triste pronóstico, que no sé si veré porque empiezo a tener una edad. Las situaciones mundiales de gran desorientación terminan en una guerra mundial. Es mi previsión a medio plazo. P. ¿Pronostica una guerra mundial? R. Pronostico una guerra mundial. Veo multiplicarse los accidentes —la situación en Ucrania es uno de ellos, pero la derrota americana en Afganistán era otro— como los que precedieron a la guerra de 1914, más que a la guerra de 1940, porque la de 1940 era ideologizada, entre demócratas, fascistas y comunistas: tres protocolos de orientación. La de 1914 era entre potencias para consolidar la hegemonía. P. Francia ha celebrado elecciones presidenciales. Usted nunca vota. R. No he votado desde 1969, entonces lo hice por un candidato local del Partido Socialista Unificado. Nunca he vuelto a encontrar razones para hacerlo. Pienso que votar debería ser una de las formas de expresión de los conflictos de las orientaciones. Pero visiblemente no es esto, sino una elección para saber si mantenemos al hombre que está en el cargo a falta de nada mejor. P. A falta de nada mejor, ¿Macron? R. No a falta de nada mejor, pero está en la lógica de la desorientación. Marx definía a los dirigentes de las grandes metrópolis capitalistas como apoderados del capital. Hemos regresado, después de épocas más complicadas con la larga interrupción de las ideologías socialista y comunista, al hecho de que el mejor dirigente posible es el mejor apoderado del capital, aquel que desarrolla el capitalismo local y conserva una buena relación con las ciudadelas del capitalismo. En este papel, Macron me parece conveniente. P. En las elecciones presidenciales, la candidata de la extrema derecha, Marine Le Pen, perdió, pero obtuvo su mejor resultado, 13 millones de votos. ¿Le preocupa? R. El aumento de la extrema derecha forma parte de la desorientación. La ausencia de toda perspectiva más allá de la continuación de la dictadura parlamentaria del capital, falsamente denominada democracia, ha empujado a millones de personas al campo de la pura reacción: el deseo de regresar al pasado y la hostilidad hacia los extranjeros. Mire el desarrollo del antisemitismo antes de la última guerra mundial. El desarrollo de un concepto identitario de las naciones, que pretende devolver a su miseria a los proletarios que vienen de África, Asia o América del Sur, es lo mismo. Y también es un factor de guerra, civil e internacional. P. La unión de la izquierda en Francia, ¿es motivo de esperanza para usted? R. ¿Qué es hoy, en Francia, la izquierda, entre comillas? ¿Los socialistas, completamente descompuestos y dispuestos a aliarse con quien sea? ¿Los comunistas que tienen la orden de no pronunciar la palabra comunismo en su propaganda, y que están a punto de convertirse en un grupúsculo? Nuestra última unión de la izquierda se hizo en 1981 bajo la presidencia de Mitterrand. ¿El resultado? El inicio de la contrarrevolución de los años ochenta y noventa, que instalaron en Francia un capitalismo ávido y reforzado. La izquierda no puede unificarse, porque prácticamente no existe. Joseph Biden Vladímir Putin Ucrania Se adhiere a los criterios de The Trust Project Más información

martes, 5 de julio de 2022

Las ranas calentitas o el fin de la democracia, por Azahara Palomeque

Si esto fuera una sesión de terapia, comenzaría por decir que sigo teniendo problemas serios para dormir; que me sobresalto fácilmente cuando escucho petardos o fuegos artificiales por confundirlos con el clamor de los disparos; o que la amabilidad, las sonrisas de la gente que me encuentro por la calle, en su mayoría sana, contrasta abismalmente con la degradación de los cientos de adictos a los opiáceos que hasta hace poco conformaban mi paisaje rutinario en Filadelfia, tanto que me resulta irreal, un espejismo a punto de evanescerse y devolverme de nuevo al mapa conflictivo del que salí huyendo. Tres semanas viviendo en España después de casi 13 años en Estados Unidos no han podido curar lo que, a juicio de mi psicólogo, son síntomas claros del síndrome de estrés postraumático, experimentados por alguien que no se encontraba precisamente en los estados más bajos de la jerarquía social: un trabajo en una universidad, vivienda digna y la posibilidad de hacer frente a imprevistos económicos me han ahorrado sufrimientos inimaginables, esos a los que se enfrentan las capas más desfavorecidas del país. Sin embargo, no he salido completamente indemne de allí, y esto se debe, probablemente, a dos causas: que el desmantelamiento de la democracia norteamericana es estructural, por tanto imposible de eludir desde cualquier flanco, y mi propia experiencia migratoria, la cual me ha permitido siempre comparar el desastre político y humano de la “tierra de la libertad” con los relativos éxitos del Estado de bienestar español. En este sentido, se podría decir que soy como la rana que lograba saltar de la olla hirviendo, según la teoría que narra Donella Meadows en Pensar en sistemas. De acuerdo con la investigadora, una rana arrojada a una olla llena de agua en su punto de ebullición pegará tal respingo ante la quemadura que podrá salvarse de su ejecución; si a esa misma rana la introdujéramos en la olla con agua fría y fuéramos subiendo poco a poco la temperatura hasta que comenzase a cocerse, ya no tendría fuerzas para escapar, pues su cuerpo se habría ido acostumbrando progresivamente al calor y, una vez esquilmada su energía, moriría irremediablemente. Estados Unidos está lleno de anfibios chapoteando en líquido abrasivo, sapos y ranas que apenas consiguen mantenerse a flote entre las tórridas burbujas que suben del fondo de la olla. Algunos, a pesar de la gravedad de la situación y el colapso inminente de sus órganos, creen firmemente que disfrutan de las bondades de un jacuzzi, o que quien mantiene activo el fuego bajo sus patas puede no ser perfecto, pero los protege del frío que hace afuera. Otros intentan inútilmente gritar, movilizar a los demás batracios para idear una fuga colectiva, soplar un poco tal vez, y un tercer grupo se calcina impasible y acepta su destino a base de drogas. Ahora que se están televisando las sesiones de la comisión de investigación por el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, buena parte de la población está asistiendo en directo a una descripción minuciosa de cómo se produce la evaporación, a una clase de Física, intentando quizá comprender cómo se alcanzó tal extremo mientras los grados continúan aumentando. Pero el aprendizaje de los comportamientos del agua no garantiza saber qué circunstancias llevaron a que la olla existiera. Cuenta el historiador Timothy Snyder en su magistral ensayo El camino hacia la no libertad cómo la injerencia de Rusia hizo posible el ascenso de Trump. Desde los caudales financieros procedentes del Kremlin —cuyos vínculos con las ultraderechas europeas son de sobra conocidos— hasta las estrategias comunicativas y el uso de fake news, la ayuda rusa fue fundamental en la elección del presidente, pero, lejos de echar balones fuera, Snyder reconoce que no se habría producido esa victoria fatal si el país no se hubiera encontrado en tal estado de decrepitud. “Trump llegó al Despacho Oval en un momento en que los niveles de desigualdad en Estados Unidos se aproximaban a los de Rusia”, afirma, con un reparto de la riqueza tan injusto como no se veía desde 1929. Los recortes en programas de asistencia social especialmente a partir de las políticas neoliberales implantadas por Reagan —y ampliadas por gobiernos demócratas—, la falta de derechos sociales y un sistema electoral que menoscaba la representatividad permitiendo restringir el voto de las minorías constituyeron el caldo de cultivo perfecto para lo que él califica de “sadopopulismo”, junto a las sucesivas reformas que han ido rebajando las obligaciones fiscales de los ricos. Estos llegaron a pagar un 94% de su renta en impuestos durante la II Guerra Mundial, después en torno al 70%, y la cifra fue deslizándose en caída libre hasta situarse en el exiguo 37% de ahora gracias a la mano de Trump, el último mandatario en reducirla. La carencia de una sanidad decente contribuye a acrecentar las ya precarias condiciones en las que malvive una gran parte de la gente y aquí, analizando las raíces de la desesperación y la agonía más dolorosa, es donde el historiador asegura que triunfa la política más despreciable, aquella erigida para blindar los privilegios de unos pocos y destruir el tejido democrático: la mayoría de los adictos a los opiáceos, víctimas de una epidemia que sólo el año pasado se saldó con 100.000 muertos, votó a quien ahora está siendo juzgado por provocar una insurrección golpista. En otras palabras, las ranas depositaron la papeleta a favor de quien avivaba la candela, pero alguien puso allí la leña, encendió la cerilla, sacó el fuelle con antelación. A pesar de todos mis esfuerzos, incluidos los terapéuticos, no creo que pueda jamás contar con exactitud lo que ha supuesto residir en Estados Unidos durante una época tan convulsa: los niveles de deterioro en seres de aspecto tan monstruoso que resulta difícil localizar su humanidad; el grado de una violencia que ha aumentado con la pandemia y tiene en el lobby de las armas a su mayor cancerbero; la sensación de habitar en un auténtico Estado autoritario mucho antes del asalto al Capitolio: las calles militarizadas, las barricadas, los arrestos arbitrarios y las disrupciones a propósito en un servicio de correos imprescindible para ejercer el derecho al sufragio dan cuenta de ello. Mi huida, no obstante, debe ser matizada, puesto que del agua hirviendo de aquellos confines he pasado a querer sanar en una España donde empieza a templarse rápidamente. Cuánto poder adquisitivo hemos perdido desde la última crisis financiera, por qué el número de ciudadanos con sanidad privada sigue hinchándose si no es por el debilitamiento intencional de la pública, cómo hemos llegado al punto en que los millonarios son públicamente elogiados por sus limosnas mal llamadas filantrópicas mientras aportan tan poco a las arcas de todos, de qué cataclismo inefable andamos a la espera para comenzar a extinguir las llamas antes de que la olla se transforme, directamente, en artefacto explosivo. No hay tiempo ya para más concesiones neoliberales o parches en forma de abanicos momentáneos. Allí con las llagas abiertas, o aquí aguantando el tibio malestar que se acelera, es necesario pelear por una democracia que le haga justicia a su nombre. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (RIL editores). gualdad social Desigualdad económica Impuestos Se adhiere a los criterios de The Trust Project Más información

Parole, parole, parole, por José Luis Pardo

— What do you read, my Lord? — Words, Words, Words… Estamos tan acostumbrados a suponer que la filosofía carece totalmente de efectividad que a veces nos pasa desapercibida la posibilidad de que pueda tener cierto interés para explicar algunos de los fenómenos sociales que nos ocurren, como es el caso del que a continuación señalaré. Me refiero al hecho de que hoy las palabras son como dardos. Quien no quiere lastimar a sus semejantes tiene que andarse con muchísimo tiento a la hora de hablar, escribir o cantar. Quien quiera herirles, en cambio, lo tiene más fácil que nunca. Esto podría ser un síntoma de progreso civilizatorio y de buena educación, si implicase que ha aumentado nuestro cuidado de la palabra. Pero lo inquietante es que la hipersensibilidad discursiva coexiste con un desprecio inédito hacia la lengua (sintaxis y ortografía incluidas), a la que se ataca como responsable de los peores males de nuestro tiempo, y con un aumento de la tolerancia hacia el salvajismo verbal y hacia los bulos más descabellados. Y aquí es donde la filosofía puede dar algunas pistas. Es sabido que el lenguaje fue el objeto privilegiado de la reflexión filosófica en el siglo XX. Durante la primera mitad se trató principalmente del lenguaje como representación verdadera (científica) o engañosa (ideológica) del mundo. Pero, en la segunda mitad, la filosofía redescubrió la dimensión retórica y poética del lenguaje. También los poetas hablan de un mundo pero, a la vez que lo describen, construyen ese mundo. Esto resalta la dimensión productiva de la palabra (no en vano nuestro vocablo “poesía” procede de una palabra griega que significa “producción”). Ciertamente, los mundos creados por los poetas son ficticios, pero ya los sofistas de la antigüedad descubrieron la eficacia de la palabra como instrumento para el ejercicio del poder y sugirieron que la realidad social no es más que una ficción hecha de palabras, pero en la que creen la mayoría de los hablantes, de manera que quien domine ese uso productivo de la palabra dominará, por ello, el mundo social. El pensador británico J. L. Austin llamó la atención en 1955 sobre los enunciados que llamaba “performativos”, como “Sí, juro (o prometo)”, pronunciado en una ceremonia de investidura, o “Se abre la sesión”, pronunciado por el presidente de un tribunal, señalando que de ellas no puede decirse que sean verdaderas o falsas, sino únicamente afortunadas o desafortunadas (según consigan o no realizar la acción que enuncian). Para hacernos una idea de este tipo de eficacia verbal podríamos añadir a la lista el “¡Fuego!” gritado por el jefe del pelotón de fusilamiento. Desde entonces, los términos “performativo” y “performatividad” se han convertido en bandera de esta función creativa del lenguaje que hoy reivindican tanto los artistas como los activistas políticos (pasando por alto, todo hay que decirlo, que Austin nunca pensó esas expresiones como fórmulas mágicas capaces de crear por sí mismas hechos extradiscursivos, y que su eficacia no depende de las palabras mismas, sino de las situaciones jurídicas en las que se emiten). A partir de la década de 1960, una influyente corriente de la filosofía francesa sostuvo que realidades tales como la sexualidad, la enfermedad mental o la delincuencia son “hechos discursivos” producidos por los discursos médicos, jurídicos, policiales, religiosos o políticos que generan “efectos de verdad” (o sea, que se trata de una suerte de “fantasmas” creados por las palabras que nos hacen creer en la existencia de tales cosas), y que la insistencia en una realidad exterior al discurso era un vicio metafísico del que había que desprenderse. Este tipo de doctrinas atravesaron el Atlántico etiquetadas como “teoría” para instalarse en las universidades norteamericanas, y desde allí fueron reexportadas a Europa a finales del siglo pasado transmutadas en “práctica”. Desde entonces, se han convertido en inspiración de muchas de las políticas públicas de los poderes institucionalizados. Y esto, al menos en parte, explica la coyuntura presente. Si reducimos las cosas —al menos las cosas sociales— a “hechos discursivos” producidos por las palabras que hablan de ellas, se siguen dos consecuencias inevitables. La primera es que no hay cosas propiamente dichas, ya que su dependencia de las pugnas discursivas entre interlocutores rivales hace que tengan tan poca consistencia y sean tan maleables, etéreas e ingrávidas como las pompas de jabón de las que hablaba el poeta: pueden disolverse en la nada al menor efecto de discurso. De ahí la facilidad con la que, en nuestros días, pueden construirse cosas o “hechos alternativos”. La segunda es que quien piensa que son las palabras las que hacen las cosas ha de tener muchísimo cuidado con lo que dice: llamar a alguien “enfermo” puede causarle una enfermedad. Por este procedimiento se corre el riesgo de que el tratamiento de los enfermos se convierta en algo secundario con respecto al cuidado del vocabulario que los designa, del mismo modo que hoy los vendedores nos suplican que valoremos con un sobresaliente la atención verbal que nos han prestado, aunque la mercancía que nos han vendido esté averiada. Las mejores palabras duelen como aguijones y se castigan como puñaladas, mientras que las peores cosas se toleran o se pasan por alto con el desprecio y el escepticismo de quien sólo las considera relativamente reales. Sin duda, combatir, regular o prohibir los discursos y las palabras es mucho más fácil que combatir las injusticias, pero también es mucho más ineficaz, pues ello desembocará en un orden en el que las prácticas discursivas estarán asfixiantemente hiperreguladas, pero no evitará que la realidad siga siendo injusta, que los enfermos sigan estando enfermos o que las mercancías sigan estando averiadas. Esa visión de la política como práctica discursiva que pretende producir “performativamente” (o sea, mediante el discurso) cambios en la normatividad social no es nueva: los ministerios de propaganda la venían practicando desde su creación, por no remontarnos a las épocas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aunque hay que reconocer que la propaganda política se ha ennoblecido notablemente al convertirse en asesoría de comunicación con fundamento académico. Pero cuando la palabra se convierte en un instrumento de poder para intentar imponer al adversario nuestra visión del mundo o rechazar la suya, se pierde su referencia a un mundo reconocido como común y compartido, lo cual no solamente hace que las disputas sean irresolubles sino que convierte la discusión pública en una mera lucha por un poder desnudo y abstracto en la que sólo resuenan los nombres propios, vaciando enteramente de sentido el resto del lenguaje, que pierde por esta vía todo su crédito y toda su capacidad de producir entendimiento entre los hombres. Al final de la contienda, y aunque no haya un vencedor claro, es posible que las cosas (acerca de las que presuntamente se trataba en la disputa) hayan sido enteramente destruidas o abandonadas y que las palabras que se decían inspiradas en ellas yazgan desperdigadas entre los desechos como armaduras huecas de una lengua muerta. José Luis Pardo es escritor.

jueves, 31 de marzo de 2022

El difícil arte de ser uno mismo, por Juan Gabriel Vásquez

He vuelto a leer en estos días la brevísima biografía de Montaigne que Stefan Zweig dejó sin terminar cuando se quitó la vida. Su larga huida del nazismo había comenzado en 1934, cuando se refugió en Inglaterra tras ver, con más claridad que otros, lo que Hitler representaba en realidad; y siguió seis años más tarde en Nueva York, después de que su nombre apareciera, con dirección y todo, en una lista negra de personajes que habrían de ser arrestados tan pronto como los nazis ocuparan la isla. Zweig y Lotte Altman, su segunda esposa, viajaron más tarde de Nueva York a Buenos Aires y de Buenos Aires a Petrópolis, en Brasil, y mientras vagaban por América iban siguiendo el desarrollo de la guerra, cada vez con más pesimismo, cada vez confiando menos en la respuesta que los aliados pudieran darle a Hitler. El 22 de febrero de 1942, cansados de escapar y seguros de lo que para ellos era la derrota de la civilización, se tomaron una sobredosis de barbitúricos y se durmieron abrazados en su cama matrimonial, y así los encontraron los policías al día siguiente, muertos junto a la mesa de noche donde estaban el vaso de agua y las pastillas. Es extrañamente conmovedor que Zweig hubiera estado trabajando en este libro, esta biografía de Montaigne, en el momento de su desespero y su suicidio. La biografía es apenas un borrador, la obra de quien escribe sin acceso a los libros necesarios y a veces citando de memoria, pero precisamente por eso nos salta a la vista la urgencia con que fue escrita. En realidad, las cien páginas que nos han llegado apenas pueden llamarse biografía, y son más bien un ensayo personalísimo —casi un panfleto, un manual de autodefensa existencial— que usa la vida de Montaigne para hablar de lo que obsesionaba a Zweig en el desconsuelo de su exilio: aquella época catastrófica en que la guerra y las ideologías tiránicas amenazaban las libertades que los seres humanos habían conquistado con sangre en los últimos siglos. “Cuánto coraje”, escribe Zweig, “cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria”. Nada es más difícil, añade, que “conservar la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas”. Independencia en tiempos de locura gregaria: esta era para Zweig la gran virtud de Montaigne, o su logro más admirable. Por supuesto, eso era exactamente lo que Zweig echaba de menos en su época, asolada por ideologías totalitarias a las que el individuo adhería con entusiasmo o sin él, por miedo o por odio, pero en todo caso buscando siempre el amparo de las multitudes. También Montaigne vivió tiempos convulsos. Tenía menos de treinta años cuando los católicos y los hugonotes comenzaron a matarse entre sí, y le faltaban dos para llegar a los cuarenta cuando los años de violencias diversas fueron a dar a los ocho mil muertos en un solo día de la masacre de San Bartolomé. Pero además su punto de partida era especial, por decir lo menos, y ahora podemos comprender bien que le interesara tanto a Zweig. Montaigne era hijo de una madre de ascendencia judía y de un padre católico, y por eso, escribe Zweig, “estaba predestinado a ser un hombre del centro y de la unión que miraba a todos lados sin prejuicios, con amplitud de miras, librepensador y ciudadano del mundo, un espíritu libre y tolerante”. Sí, ahí está: un hombre del centro. Es imposible no leer esa frase ahora y llenarnos de melancolía, no sólo al imaginar lo que podía pasarle a Zweig por la cabeza al escribirla, sino por ver lo que les ha ocurrido a esas palabras ahora, ochenta años después, en la época desastrada que nos ha tocado en suerte. “Un hombre de centro”, escribe Zweig, y nuestro tiempo tribal y polarizado le habría escupido inmediatamente (a Zweig, pero probablemente también a Montaigne) por equidistante y tibio. No sé si sea posible “mirar sin prejuicios”, pero sé que intentarlo, en nuestro tiempo cínico, es una señal inequívoca de ingenuidad, y es difícil no leer una invocación a la tolerancia sin sentir el hálito temible del buenismo: debe de ser una de las palabras más desgastadas de nuestro diccionario, ahora que se la han apropiado todos para los propósitos más diversos: entre ellos, para defender su propia intolerancia. Pero así pasa en todos los ámbitos: la libertad religiosa consiste para muchos en el derecho de expulsar las religiones ajenas, para que no molesten; la libertad de expresión, en exigir que los demás se callen, para que sus ideas no nos hagan interferencia. En cuanto al cosmopolitismo —ciudadano del mundo, dice Montaigne, que conoció un mundo bastante más pequeño que nosotros— parece estar de capa caída ahora que en todas partes estallan los nacionalismos más ramplones y volvemos todos a refugiarnos en las políticas de la identidad, en nuestros pequeños fundamentalismos portátiles; y otra vez va siendo cierto que sólo entre los nuestros —los que hablan nuestra lengua y comen lo que comemos y piensan lo que pensamos— nos sentimos tranquilos y a salvo. No es otra cosa lo que hacen las redes sociales, por poner un ejemplo; lo hacen con nuestra connivencia y aun nuestro beneplácito, y yo no veo que sean muchos los que intenten con seriedad defenderse de esas distorsiones. A eso hemos vuelto: al pensamiento de manada, o a la imposibilidad de sustraernos a la presión del grupo, como si las sociedades en que vivimos se hubieran instalado en una mentalidad de adolescente. Sí, lo sé: nunca ha sido sencillo el oficio de pensar por cuenta propia. Ya escribía Zweig que en toda la obra de Montaigne sólo encontró una sola afirmación categórica: “La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo”. Ser uno mismo nos puede sonar hoy a libro de autoayuda, pero hay que ver lo difícil que es, cómo puede convertirse en el trabajo de toda una vida. La independencia o el disenso provocan la inmediata desconfianza de los grupos que se han situado en los extremos, y en el centro queda el hombre del que habla Zweig, que sobre todo admiraba de Montaigne ese esfuerzo por salvaguardar su libertad “en una época de servilismo generalizado a ideologías y facciones”. “Dejaba a los otros hablar, agruparse en cuadrillas, encolerizarse, predicar y fanfarronear”, dice Zweig sobre Montaigne, “y sólo se preocupaba de una cosa: ser juicioso él mismo, humano en una época de inhumanidad, libre en medio de una locura colectiva”. Zweig, escribiendo a comienzos de los años cuarenta, proyectaba sus propias ansiedades sobre un hombre del siglo XVI, pero estaba convencido de que Montaigne era su contemporáneo, de que hablaba también de su mundo, de que “su lucha es la más actual de la tierra”. Por supuesto que el mundo de Zweig no es nuestro mundo, ni este mundo nuestro es el que vivió Montaigne: ese mundo de violencia religiosa y guerras civiles, ese mundo de locura gregaria y de sectarismos enloquecidos. Por fortuna.

lunes, 28 de marzo de 2022

No quiero ver el color, por Marina Pérezagua

Hace unos meses, un amigo llegaba a casa por la noche y se encontró con un matrimonio vecino en la calle. Estaban muy alterados. Buscaban a un hombre que había cortado la cadena del garaje y, al verlos llegar, había salido corriendo. Antes de aparcar, este amigo dio una vuelta para ver si lo encontraba. En efecto, lo encontró, llamó a la policía y avisó al matrimonio. Tanto él como ella le reprendieron porque la única razón por la que querían localizar al ladrón era para devolverle la cizalla que se había dejado olvidada al verse sorprendido. No pretendían llamar a la policía, porque el ladrón era negro y ellos no eran racistas. Absurdo. Verídico. Absurdo hasta para mí, que no me caracterizo precisamente por favorecer ningún tipo de autoridad. Absurdo y deshonesto, pues dudo que la pareja se preocupara por las consecuencias de una posible detención. El hecho de que se desvincularan de la realidad del robo con tal sandez sólo puede responder a la hambrienta necesidad de exhibirse como ejemplo de moderación y tolerancia; una tolerancia que no tiene que ver con la comprensión hacia el otro, hacia el hombre, sino una condescendencia vergonzosa hacia el hombre negro. Sólo ven el color. Negro, blanco o cualquier color. También es lo primero que veo al conocer a alguien. Durante los primeros instantes su color es el indicativo que va a determinar mi conducta inicial hacia esa persona. Al escribir esto no ignoro que muchos pueden juzgarme, pero también sé que al escribir lo contrario —es decir, que hasta hace muy poco yo no veía el color— también me sentenciarán, porque no ver el color es imposible, dirán, todos estamos condicionados por un racismo inherente a nuestro propio tono de piel al nacer. Todos, excepto, claro está, los blancos que hacen del mensaje antirracial una suerte de salvoconducto que les permite alzarse como moralmente superiores. El problema es que, en la mayoría de los casos, esta olimpiada por identificarse como imprescindible en el devenir social —es decir, no racista, no especista, no tránsfobo, no binario o no cualquiera de las ya miles de variantes de estas fallas del alma humana— empieza y termina en esta misma proclamación. Detrás del mensaje no suele haber nada, y mucho menos un verdadero compromiso solidario. No veo que la situación social haya mejorado desde que batallamos por clasificar y asignarnos un puesto dentro de la defensa de cualquier minoría; es más, la mordaza del mensaje es tan potente que se anula a sí misma. Ya no se puede decir, por ejemplo, que la explosión demográfica en África sigue siendo un problema. Estamos inmersos en una suerte de totalitarismo ideológico que responde a los mismos mecanismos que Hannah Arendt asignaba a los totalitarismos del siglo XX: un fanatismo que tiene mucho más que ver con una lógica de la idea desarraigada de la realidad que con un pensamiento vinculado a la libertad, la reflexión o el sentido. No se privilegia la humanidad de las ideas que se defienden, sino únicamente los mecanismos por los cuales estas ideas funcionan y se retroalimentan en un plano muy ajeno a la acción progresista. En un momento en que aparentemente la defensa de ciertos principios importa más que nunca, resulta paradójico que el compañerismo y el bienestar social se manifiesten seriamente perjudicados, y el ser humano va quedando reducido a un charco de abstracciones que no son más que una tentativa de dominio absolutamente individual y agresivo. Todo o casi todo es cosmética. Lo que se sigue llamando ideología es una mujer europea o norteamericana de piel y ojos claros que se riza el cabello a lo afro y utiliza maquillaje oscuro para legitimar ante los demás su discurso reivindicativo por los derechos de la comunidad afroamericana. Este personaje no es ficticio; existe en la figura de Rachel Dolezal, mujer norteamericana y blanca que durante 10 años se hizo pasar por descendiente afroestadounidense y llegó a presidir la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color (NAACP). Dolezal insiste en que su identidad es negra y, por tanto, no ha engañado a nadie, mientras que sus detractores la excomulgan de la comunidad porque, al ser blanca, no puede tener idea de lo que realmente significa ser negra. Sin embargo, a pocos les extraña que un señor nacido y crecido con el nombre de Andrés, pero que ahora se llama Anna, trans y negro, se indigne de que una mujer blanca se identifique como negra. De nuevo, el absurdo, absurdo por la absoluta arbitrariedad de los discursos, que ni siquiera se detienen en preguntas esenciales: ¿en qué principios culturales, éticos o biológicos nos basamos para defender que el sexo con el que nacemos es fluido, pero, sin embargo, no podemos desprendernos de ninguna manera de nuestro tono de piel? ¿Es la identidad racial una cualidad más inherente al ser humano que la identidad sexual y por tanto se le asigna un mayor estatismo? ¿Qué somos primero, sexo o color?, ¿sexo o lugar de nacimiento? Lo curioso es que, ante la dificultad de respuesta a estas cuestiones, frente a las que yo personalmente titubeo, una inmensa mayoría parece estar dotada de una clarividencia que le permite discernir sobre las identidades de los otros, nada menos. Uno de los peligros de la ideología hoy es que está desvinculada del problema en sí, y más bien se utiliza como seña de identidad; sólo tiene que ver con nosotros mismos y nos separa del resto del mundo, porque el resto del mundo sólo importa en la medida en que lo usamos para ubicarnos en nuestro reducido núcleo de otros que no nos van a llevar la contraria. Nos definimos hasta el punto de que uno tiene problemas para mantenerse al día de todas las consideraciones que hay que tener en cuenta para dirigirse a alguien desde su naturaleza sexual, racial, de género. Es un etiquetado que sólo deshumaniza en un mundo de farsantes, más cínico que nunca, más vacío, donde los verdaderos activistas, los más silenciosos y efectivos, no son escuchados porque no requieren ser vistos. Esto responde a una lógica similar a la de aquellos que se oponían a la erradicación de la mendicidad en la España del Siglo de Oro. De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, la conservación de la pobreza era necesaria para que los ricos pudieran practicar la caridad de la limosna y ganarse así la salvación de su alma. ¿Y cómo se aseguraba la limosna? A través del sermón. El poder del sermón cumple hoy, mediante su adoctrinamiento, una función similar a la que ejercía hace cinco siglos. Esta defensa de las minorías es en gran parte una falacia, un sermón ideológico que necesita que el negro, la mujer o el moro sigan siendo vistos como el negro, la mujer y el moro de hace 50 años para que otros puedan ostentar su superioridad moral. El discurso ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos. Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama). ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos.

sábado, 5 de marzo de 2022

Literatura y dinero, por Manuel Vilas

Las novelas en donde nunca sale el dinero o el precio de las cosas suelen ser maravillosas, grandes cuentos de hadas que nos quitan muchos pesos de encima. Y las necesitamos tanto como las novelas en donde sí aparecen el dinero y el precio de las cosas. Hasta los místicos tenían que comer y vestirse. Hoy, Juan de la Cruz estaría obligado a entrar en alguna zapatería para comprarse unas desaliñadas sandalias vintage. Y tendría que pagarlas. También Vladimir Lenin estaría obligado a vestirse y elegir un color de corbata y unos zapatos y una gorra de diseño capaz de visualizar grandes y profundos valores revolucionarios. Y Jesucristo tendría que arreglarse la melena en alguna peluquería y elegir una túnica fashion. La complejidad del capitalismo, desde la caída del muro de Berlín, se ha hecho gigantesca. Quienes lo identifican solo con el neoliberalismo cometen una torpeza intelectual que provoca tristeza. Porque el capitalismo es ya la totalidad. La globalización de la economía y, por tanto, de la cultura es una de las últimas grandes extensiones del capitalismo, cuya última metamorfosis consiste en haber mutado en codicia de belleza y de verdad. Las clases medias occidentales viajan por el mundo. Anhelan viajar, y para viajar necesitamos flamantes aeropuertos, aviones seguros, hoteles de cuatro estrellas (qué gran invento la categoría de cuatro estrellas) y carreteras modernas. Las clases medias exigen belleza. Ya no quieren solo comer y tener un techo. Ahora pedimos belleza, ver belleza, ver arte, llevar vidas elevadas, viajar a Roma, ver la Capilla Sixtina, viajar a Paris, ver el Louvre ¿Pero quién construye los aeropuertos y los aviones y los hoteles que saciarán nuestra hambre de belleza y de verdad? En el mundo de la cultura el menosprecio del capitalismo es moneda común, pero acaba siendo un acto reaccionario e infantil, lleno de pereza intelectual. Ese menosprecio jamás viene acompañado de renuncia alguna. Nadie quiere vivir en una choza, ir descalzo, renunciar a su smartphone o a una buena conexión wifi o a un premio a la excelencia profesional en el ámbito que sea. El menosprecio al capitalismo acaba así en desprecio por el mundo del trabajo, por el desprecio a los trabajadores. Y ahí está la gran paradoja que convierte la condena general del capitalismo en un acto profundamente reaccionario. Porque hay gente que madruga para hacer posible que existan los aeropuertos, los aviones y los hoteles. Es una vieja paradoja que conocen muy bien los antropólogos. Pues detrás del capitalismo quien alienta no son solo las obscenas 30 o 40 grandes fortunas del mundo, sino todos los asalariados de la tierra, millones y millones de seres humanos que dependen del éxito de un sistema económico que nos avergüenza nombrar. El capitalismo es muy inteligente y sabe que su nombre nos aterroriza; por eso cambia su apelación por la de democracia, para alcanzar así una manera prestigiosa de presentarse en sociedad. Los escritores estamos obligados a mirar este mundo, a mirar el corazón del capitalismo, a mirar a las pupilas de la bestia, como Dante miró el infierno allá por 1300. Hace poco, leía una entrevista al escritor César Aira en donde se preguntaba por qué a la música de Mozart nadie le exige función social y, en cambio, sí se le exige a la literatura. Aira daba con una de las servidumbres de la literatura, que es a la vez su mérito primitivo. Los escritores no tenemos una herramienta abstracta. Las palabras designan las cosas reales. Sí, los escritores tenemos una función social. Y la literatura destila ideología por todas partes, y más ideología destila cuando el escritor se empeña en decir que su literatura no destila ideología. La literatura tiene delante la representación del capitalismo y de la democracia; incluso tiene la posibilidad de defender los territorios de la libertad individual frente al escarnio del capitalismo. La vida privada, la exaltación de las pasiones íntimas, los sentimientos, las relaciones familiares, las amorosas, allí donde el capitalismo no consigue entrar aparentemente, allí reina la literatura. Pero con toda esa exaltación de las bondades irreductibles de la vida el escritor tiene que construir novelas racionales y con capacidad de emocionarnos y tiene que devolver esos territorios de libertad humana al sucio mundo de los precios, al mercado, al comercio, a un código de barras, a la búsqueda del éxito. Por eso, a veces los escritores no pueden evitar, en un ejercicio de responsabilidad, ver allí una profunda herida que abrasa, una melancolía final. Sin éxito social la literatura no existe. Pero qué es el éxito de una obra literaria. El éxito democrático de una obra literaria son los lectores. Pero debajo de ese éxito absolutamente puro y legítimo surgen, como si de un río subterráneo se tratase, las aguas de la transformación de las emociones en mercancía, en dinero. De modo que la literatura, como el cine, como la pintura, como la música, acaba regresando al engranaje del capitalismo. Y es allí donde todos acabamos doblegados. Un artista —escritor, músico, pintor— invoca en su obra la invención de un territorio humano, pero ese territorio siempre tendrá un precio. Una novela cuesta 20 euros. Ir al cine, nueve euros. Una entrada para la ópera, 50 euros como mínimo y con visibilidad reducida. Entrar en un museo, unos 15 euros. Comprar una obra de arte, eso ya es imposible. A mi amigo el escritor y cineasta mexicano Guillermo Arriaga un periodista le preguntó que en qué se notaba la diferencia entre el cine y la literatura y contestó que en los hoteles en donde lo alojaban. No era una respuesta anecdótica; era precisa, extremadamente inapelable. El éxito de un escritor nunca será el mismo que el de un director de cine como el de un director de cine no será el mismo que el de una estrella del rock. Es el malvado capitalismo, que divide las artes antes de que lo hagan nuestros más preclaros teóricos de la cultura. No es una escena indeseable la que intento describir, es lo que tenemos delante. Ver esa escena, mirarla en toda su complejidad, no reducirla a una historia de buenos y malos, me parece un acto de responsabilidad intelectual. Denostar el capitalismo desde una novela o desde una película o desde un cuadro para tener éxito dentro del capitalismo me parece una diminuta y casi dulzona perversión moral dentro de un mundo de perversiones infinitamente mayores. No es un delito, dios santo, para nada. Es casi una perversión divertida, infantil, graciosa, mueve a sonrisa. Es como una diablura de niños. Es también un sueño. Es nuestro sueño más admirable en alguna medida, aunque su ingenuidad tiene un punto aterrador. Es el sueño de nuestra civilización. Sí nos queda la democracia, ese lugar estratégico que busca la fraternidad. Sí nos queda lo que ya vio Walt Whitman. Nos queda el acto maravilloso de vivir en plenitud. Solo la poesía está fuera del capitalismo porque no vale ni 10 céntimos de euro. La poesía es la humanidad sin cadenas. Huir del capitalismo no es fácil. Para que las cosas existan deben tener un precio. Me acuerdo de un wéstern de Sergio Leone, titulado Por un puñado de dólares. En ese puñado nuestras vidas crecen, se expanden y desaparecen. O mejor aún, y recordando a Bécquer: ¿qué es capitalismo? ¿Y tú me lo preguntas? Capitalismo eres tú.

viernes, 18 de febrero de 2022

Ser perfecto no es posible ni deseable, por David Lorenbaum

Ser perfecto significa no tener imperfecciones, fallas ni debilidades, y ¿quién diría que no es una meta legítima? Para muchos, perfeccionismo es ventaja; por lo común, se aplica en el lugar de trabajo para describir conductas a las que, supuestamente, uno debe aspirar si desea tener éxito—estándares altos, dedicación, atención a detalles—. Esto es un mito, el perfeccionismo tiene elementos que lo distinguen de lo que sería aspirar a hacer las cosas bien, es perjudicial para la salud y para el rendimiento. Así lo constata el célebre escritor Truman Capote en el prefacio del libro Música para camaleones, en un comentario con el que sale del armario de su propio perfeccionismo: “Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y esto sólo tiene por finalidad la autoflagelación”. El perfeccionismo afecta a personas de todas las edades y estilos de vida, pero, en particular, va en ascenso entre estudiantes. Un metaanálisis en el que fueron incluidos 41.641 universitarios británicos, canadienses y estadounidenses entre 1989 y 2016 mostró incrementos lineales en el porcentaje de jóvenes que sienten que deben alcanzar la perfección para lograr sus objetivos académicos y profesionales. Dichas observaciones llevaron recientemente al autor principal, Thomas Curran, del Departamento de Ciencias Psicológicas y del Comportamiento de la London School of Economics, a proponer que estamos ante una “epidemia oculta de perfeccionismo”. En otras palabras, nos encontramos bajo una presión infinita por conquistar niveles inalcanzables de logros medidos en función de criterios cada vez más amplios. El perfeccionismo extremo es una forma compulsiva de requerir que las cosas y el yo sean perfectos y exactos. Apuntar a la perfección puede tener un coste personal alto, acarrea múltiples efectos negativos, como trastornos alimentarios, ansiedad o depresión —­especialmente entre los jóvenes, el vínculo entre perfeccionismo y riesgo de suicidio es un dato alarmante—. “Es un estilo de personalidad que tiene elementos cognitivos y motivacionales muy particulares”, apuntan los investigadores canadienses Paul Hewitt y Gordon ­Flett, quienes han trabajado en el campo durante más de 30 años. “Nuestra creencia fundamental es que el perfeccionismo es una diátesis que se activa en un contexto estresante”. Según ellos, un número cada vez mayor de personas está experimentando lo que definen como “perfeccionismo multidimensional”, que incluye el perfeccionismo dirigido hacia uno mismo, hacia los demás y el prescrito socialmente. Mientras que el perfeccionismo orientado hacia uno mismo se enfoca en estándares personales extremos, el dirigido hacia los demás implica exigir que otros cumplan con expectativas desmesuradas, en tanto que el prescrito socialmente conlleva la percepción—verídica o no— de que otras personas, o quizás la sociedad en general, están imponiendo demandas de perfección en uno mismo. Cada forma de perfeccionismo viene con una carga negativa, particularmente intensa para quienes sufren del prescrito socialmente: cuando la persona que lucha por la perfección falla, especialmente en presencia de otros, siente un profundo sentimiento de culpa y vergüenza por lo que percibe como una actuación defectuosa de un yo defectuoso. Hewitt y colaboradores proponen un modelo del perfeccionismo basado en las relaciones de apego que configuran las experiencias formativas de los niños y adolescentes. Ubican sus orígenes en la discrepancia entre las necesidades de apego, de pertenencia y de autoestima y las respuestas a dichas necesidades en el vínculo con los padres o cuidadores; en su sentido más amplio, también consideran la importancia de otras relaciones —hermanos, compañeros, parejas románticas—. El desajuste produce percepciones distorsionadas de los otros significativos que son percibidos como críticos, da lugar a un sentido del yo frágil y fragmentado, y a esquemas de las relaciones y del yo caracterizados por sentimientos de vergüenza. La necesidad de ser perfecto —o parecer perfecto— es una estrategia inconsciente para compensar un sentido de autoestima dañada. ¿Cómo beneficiarse del favor de lo imperfecto? Date permiso para desarrollar expectativas más realistas y flexibles. Mantén tu propia perspectiva y céntrate en lo que te apasiona para poder encarar tus tendencias perfeccionistas. En situaciones críticas es vital solicitar ayuda profesional. Nos estigmatizamos cuando fallamos, por ello es importante aprender que fallar es aceptable. Trata de reconocer que también hay un significado en el fracaso. Parafraseando a Juan Ramón Jiménez y víctima frecuente de las calamidades del perfeccionismo: lo perfecto y lo imperfecto deben existir en equilibrio, cada uno con su perpetua, inevitable, demandante y hermosa realidad. “Perfecto e imperfecto, como la rosa”.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Años de sotanas, por Antonio Muñoz Molina

Quien no conoció aquellos tiempos no puede imaginar el poder que los curas ejercían sobre las vidas de casi todo el mundo, mayor cuanto más indefensas estaban las personas sometidas a ellos. Los abusos sexuales eran la consecuencia extrema de un permanente abuso político y social, una atmósfera irrespirable de tiranía eclesiástica. Cuando yo era niño se nos enseñaba que si veíamos a un cura por la calle había que acercarse respetuosamente a él y besarle la mano. Las sotanas de los curas eran tan omnipresentes en los actos oficiales como las camisas azules, los uniformes militares, los correajes y los tricornios de la Guardia Civil. Desde que teníamos seis años debíamos asistir a la catequesis obligatoria, que nos preparaba para la Primera Comunión. A los siete años ya se nos adoctrinaba sobre el pecado, el remordimiento, la culpa, el castigo sin fin de los condenados al infierno. En las paredes de algunas iglesias había cuadros ennegrecidos en los que se veía a los réprobos ardiendo entre las llamas. Un recurso clásico del padre catequista era encender una cerilla o una vela y pedirte que acercaras un dedo a ella: lo apartabas, claro, al instante, y él afablemente se recreaba en comparar ese dolor tan breve, que sin embargo no habías podido soportar, y la duración eterna y literal que tendría si por tus pecados te condenabas para siempre. Un niño de siete u ocho años vive todavía en un presente sin agobios, en un estado de tranquila inocencia. Introducir en una mente como ésa la idea de la eternidad y del infierno es una perversión que ahora nos parece imperdonable, pero que entonces formaba parte de la educación cotidiana, como los castigos físicos y como el sacramento sombrío de la confesión, tan prematuro para la conciencia de un niño que a la mayor parte de nosotros nos costaba trabajo idear pecados convincentes. Sobre todo nos daba miedo acercarnos a la penumbra del confesionario, a la cortina granate o a la celosía detrás de la cual se veía una cara pálida y se escuchaba una voz inquisitiva y oscura, acompañada a veces por un aliento a tabaco. Había que estar de rodillas, la cabeza inclinada, las manos juntas, los codos apoyados en un reborde de madera muy gastada por tantos roces eclesiásticos. Hacia los 12 años la confesión cobraba otro tono, contaminado ya de culpa y vergüenza sexual, de ignorancia y miedo, porque nadie nos había explicado los cambios que estaban sucediendo en nosotros, aunque sí se nos advertía severamente sobre las consecuencias terribles, físicas y morales, de los pecados que ahora nos costaba tanto confesar: ahora la voz en la penumbra hacía preguntas más detalladas, con una curiosidad en la que detectábamos algo torcido y viscoso. Si no confesabas y te atrevías a comulgar en pecado, estabas cometiendo un sacrilegio cuyo castigo era el infierno. Había que decir “he pecado contra la pureza”, o “he pecado contra el sexto mandamiento”. Y entonces venían las preguntas: “¡Cuántas veces?”. “¿Solo o con otros?”. La Iglesia católica fue la vencedora ideológica de la Guerra Civil. Cuando yo era niño y adolescente, en las escuelas, los propagandistas del fascismo eran unos camastrones que se quedaban dormidos mientras los alumnos leíamos en voz alta capítulos incomprensibles del libro de Formación del Espíritu Nacional. La propaganda incesante, ultramontana, agresiva, era la que hacían los curas en los púlpitos y sobre todo en las aulas, que fueron el gran regalo doctrinal y económico que le hizo la dictadura de Franco a la Iglesia, después de haber cortado a sangre y fuego la secularización de la enseñanza que había intentado la República. La otra cara de las ejecuciones, encarcelamientos y depuraciones de maestros y profesores de instituto, completada sin miramiento desde la victoria de Franco, fue la entrega incondicional de la educación a las órdenes religiosas, perpetuando así un oscurantismo que prolongaba el fracaso del Estado liberal desde el siglo XIX. En 1969, a los 13 años, a mí me apasionaban los Beatles y los viajes a la Luna, pero en la clase de Historia Sagrada nos enseñaban todavía que a Lutero lo había castigado Dios haciéndole morir de miedo y de diarrea durante una tormenta, en el retrete, y al ateo Émile Zola permitiendo que se asfixiara con el humo de un brasero mal apagado. Al director de nuestro colegio salesiano, en cambio, cuando cayó por accidente a un pozo muy profundo, María Auxiliadora lo había salvado milagrosamente de matarse, haciendo que no sufriera la menor herida su cabeza al chocar contra la maquinaria que extraía el agua. Podían hacer con nosotros lo que les diera la gana. Eran serviles con los hijos de los ricos y despóticos y mezquinos con los becarios. Nos sometían con el terror religioso y con la violencia física: con el miedo abstracto al infierno y el miedo inmediato a las bofetadas, a los castigos, a los golpes de los nudillos en la nuca. Sentado en el pupitre, la cabeza inclinada sobre un cuaderno, uno sentía acercarse por detrás los pasos y el roce peculiar de la sotana del cura, y eso le provocaba un escalofrío de amenaza a lo largo de la espalda. Había alumnos que se orinaban de miedo en cuanto el profesor con su sotana negra entraba en la clase. El padre director que se había salvado por la intercesión tan oportuna de María Auxiliadora era especialista en bofetadas súbitas que resultaban más dolorosas porque a uno no le daba tiempo a prepararse para recibirlas. Ardía la cara y parecía que una aguja se hubiera clavado en el tímpano. Por aulas, despachos y pasillos se multiplicaba la estampa de san Juan Bosco, fundador de la orden salesiana, casi siempre pasando una mano paternal sobre el hombro del discípulo predilecto, santo Domingo Savio, ejemplo infantil y casi angélico de pureza, que había muerto a los 13 años con una frase en los labios, la consigna que todos debíamos repetir en voz alta, “antes morir mil veces que pecar”. En los anocheceres adelantados de invierno nos moríamos de tristeza en aquellas amplitudes cuartelarias. Formábamos marcialmente al final del día y cantábamos el himno: “Salve, salve, colegio de Úbeda / forjador de aguerridas legiones…”. Salir a la calle y respirar el aire libre era volver a la vida. Por eso daba tanta tristeza ver a los que se quedaban, los internos pálidos con batas cenicientas que nos veían irnos desde los corredores que llevaban al comedor y a los dormitorios, hacia una oscuridad en la que nosotros tuvimos la suerte de no ser atrapados.

domingo, 13 de febrero de 2022

Tedio vital, por Manuel Vicent

No se puede decir que le vayan mal las cosas a mi amigo. Tiene una salud aceptable, una mujer que le quiere, unos hijos que le respetan, unos nietos adorables. Acaba de jubilarse con una pensión que se considera bastante digna y le quedan aún muchos años por delante para disfrutar de la vida. Ahora que dispone de tiempo piensa viajar por España para descubrir hermosos paisajes y ciudades que no conocía. Sueña con volver a los orígenes y acabar los días junto al mar de su infancia en una pequeña casa de paredes blancas y ventanas pintadas de verde. Según me cuenta, le basta con una parra, un sillón de mimbre, un buen libro y un sombrero de paja. Estos sueños se hallan al alcance de la mano, ya que su profesión le ha permitido ahorrar lo suficiente como para no tener en el futuro problemas económicos graves. El percance de salud que sufrió hace un tiempo se ha solucionado felizmente con una operación quirúrgica y los análisis a los que se somete cada año son siempre favorables. Tiene unos amigos, entre los que me encuentro, con los que se reúne para almorzar, para ir al cine o para tomar una copa a media tarde un día a la semana y encima le gusta la música, visita exposiciones de pintura, no ha perdido el gusto por la buena mesa ni el hábito de la lectura. ¿Quién a cierta edad no firmaría por ser un tipo como este? Después de contarme las excelencias de su vida, le pregunto: “¿Y tú qué tal estás?”. Y me contesta: “Muy jodido, la verdad”. Dice que se siente atrapado por una congoja que no puede controlar ni sabe a qué obedece; es como si todos los días fueran siempre tardes de domingo. Vivir bien y sentirse mal le pasa a mucha gente, estar jodido y no saber por qué es lo último que se lleva y puesto que no se puede echar la culpa a nadie, le digo que abra de par en par las ventanas para que entre la primavera que ya está colgada de los árboles.

Usos insurrectos, por Soledad Gallego-Díaz

Es el título de un puñado de canciones norteamericanas que lamentan separaciones sentimentales: The Great Divide; el nombre de varios accidentes topográficos: desde la ruta para bicicletas que cruza Estados Unidos hasta la línea divisoria que va del estrecho de Bering al de Magallanes. Es asimismo uno de los mejores libros del economista Joseph Stiglitz. Y finalmente es también, y sobre todo, la manera de designar en inglés la “gran brecha”, la polarización social que buscan los discípulos de ese influyente manipulador que se llama Karl Rove, asesor de George W. Bush, impulsor de la guerra de Irak y de una línea política que ha arraigado también en Europa y que busca sobre todas las cosas la fractura social. “La radicalización social que parece consustancial a la democracia liberal”, escribió José María Ridao a propósito de Rove, “no es más que el producto de una estrategia de partido para hacerse con el poder y, en su caso, conservarlo”. El empeoramiento del clima político en España no es tampoco consecuencia de un fenómeno atmosférico, sino el resultado de una estrategia política deliberada que ha elegido el Partido Popular para intentar volver al poder y que busca continuamente causas capaces de fracturar la sociedad española, independientemente de los efectos secundarios que pueda provocar. En el fondo, la estrategia de la gran división no exige ninguna inteligencia, basta con no tener escrúpulos y despreciar la política como un instrumento que busca justamente lo contrario. Hannah Arendt decía que la política tiene su punto de partida en la pluralidad y que es un espacio público donde se habla y se actúa. Es decir, prácticamente todo lo que niegan los discípulos de Rove en el Partido Popular, rechazando de plano cualquier posibilidad de acuerdo o negociación, incluso cuando existe un texto producto del dialogo social, o manteniendo bloqueadas durante años instituciones como el Consejo General del Poder Judicial. Cada vez que el PP está en la oposición niega la política, pero quizás nunca lo había hecho provocando tantos efectos secundarios como ahora, quizás porque nunca había tenido enfrente un gobierno con una debilidad parlamentaria tan grande que le impide taponar las rendijas por las que “los fracturadores” cuelan su estrategia. “Dejemos que ellos hablen de identidad”, advertía Rove en uno de sus discursos, “y nosotros hablemos de nacionalismo económico”. Los populares suprimen lo de “económico”, puesto que no pueden oponerse a la permanencia de España en la Unión Europea, y se agarran con ansia a la primera parte de la propuesta. “Me preocupa que se coloquen ustedes fuera del sistema”, dijo la vicepresidenta Yolanda Díaz en respuesta a la portavoz popular, Cuca Gamarra, durante el debate de convalidación del decreto ley de medidas urgentes para la reforma laboral (al que no asistió Pablo Casado). Y en cierta manera en ese estrecho filo se está moviendo el PP desde que Mariano Rajoy perdió la moción de censura y desde que Pedro Sánchez es presidente del Gobierno. No supone otra cosa su estrategia de apropiarse de la Constitución, negando al mismo tiempo su verdadera esencia, que es la pluralidad. Si algo tuvieron claro los constituyentes, y desde luego los representantes en aquel momento de la derecha democrática (UCD), era que el aquel texto tenía que representar el respeto de una pluralidad de doctrinas, ideologías o posiciones. Los efectos secundarios del Gobierno de Bush y de la gran división de Rove no se apreciaron tan pronto como se están apreciando en algunos países europeos y desde luego en España, quizás porque irrumpió en política Barack Obama, capaz de frenar el proceso, pero su sucesor, Donald Trump, tuvo y tiene sus raíces en esa misma estrategia. Sería lamentable que el Partido Popular no comprendiera los riesgos de semejante operación de demolición, para el futuro del propio partido, pero sobre todo para el de las instituciones democráticas, que necesitan un grado determinado de acuerdo y consenso. Sería lamentable que no existan en el PP algunas voces como la de la republicana Liz Cheney, que se niega a violar los usos democráticos y convalidar el asalto al Capitolio. Voces que dentro del PP adviertan de que poco a poco se están sobrepasando incluso los usos incorrectos para caer de lleno en usos insurrectos.