Si esto fuera una sesión de terapia, comenzaría por decir que sigo teniendo problemas serios para dormir; que me sobresalto fácilmente cuando escucho petardos o fuegos artificiales por confundirlos con el clamor de los disparos; o que la amabilidad, las sonrisas de la gente que me encuentro por la calle, en su mayoría sana, contrasta abismalmente con la degradación de los cientos de adictos a los opiáceos que hasta hace poco conformaban mi paisaje rutinario en Filadelfia, tanto que me resulta irreal, un espejismo a punto de evanescerse y devolverme de nuevo al mapa conflictivo del que salí huyendo. Tres semanas viviendo en España después de casi 13 años en Estados Unidos no han podido curar lo que, a juicio de mi psicólogo, son síntomas claros del síndrome de estrés postraumático, experimentados por alguien que no se encontraba precisamente en los estados más bajos de la jerarquía social: un trabajo en una universidad, vivienda digna y la posibilidad de hacer frente a imprevistos económicos me han ahorrado sufrimientos inimaginables, esos a los que se enfrentan las capas más desfavorecidas del país. Sin embargo, no he salido completamente indemne de allí, y esto se debe, probablemente, a dos causas: que el desmantelamiento de la democracia norteamericana es estructural, por tanto imposible de eludir desde cualquier flanco, y mi propia experiencia migratoria, la cual me ha permitido siempre comparar el desastre político y humano de la “tierra de la libertad” con los relativos éxitos del Estado de bienestar español. En este sentido, se podría decir que soy como la rana que lograba saltar de la olla hirviendo, según la teoría que narra Donella Meadows en Pensar en sistemas. De acuerdo con la investigadora, una rana arrojada a una olla llena de agua en su punto de ebullición pegará tal respingo ante la quemadura que podrá salvarse de su ejecución; si a esa misma rana la introdujéramos en la olla con agua fría y fuéramos subiendo poco a poco la temperatura hasta que comenzase a cocerse, ya no tendría fuerzas para escapar, pues su cuerpo se habría ido acostumbrando progresivamente al calor y, una vez esquilmada su energía, moriría irremediablemente.
Estados Unidos está lleno de anfibios chapoteando en líquido abrasivo, sapos y ranas que apenas consiguen mantenerse a flote entre las tórridas burbujas que suben del fondo de la olla. Algunos, a pesar de la gravedad de la situación y el colapso inminente de sus órganos, creen firmemente que disfrutan de las bondades de un jacuzzi, o que quien mantiene activo el fuego bajo sus patas puede no ser perfecto, pero los protege del frío que hace afuera. Otros intentan inútilmente gritar, movilizar a los demás batracios para idear una fuga colectiva, soplar un poco tal vez, y un tercer grupo se calcina impasible y acepta su destino a base de drogas. Ahora que se están televisando las sesiones de la comisión de investigación por el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, buena parte de la población está asistiendo en directo a una descripción minuciosa de cómo se produce la evaporación, a una clase de Física, intentando quizá comprender cómo se alcanzó tal extremo mientras los grados continúan aumentando. Pero el aprendizaje de los comportamientos del agua no garantiza saber qué circunstancias llevaron a que la olla existiera.
Cuenta el historiador Timothy Snyder en su magistral ensayo El camino hacia la no libertad cómo la injerencia de Rusia hizo posible el ascenso de Trump. Desde los caudales financieros procedentes del Kremlin —cuyos vínculos con las ultraderechas europeas son de sobra conocidos— hasta las estrategias comunicativas y el uso de fake news, la ayuda rusa fue fundamental en la elección del presidente, pero, lejos de echar balones fuera, Snyder reconoce que no se habría producido esa victoria fatal si el país no se hubiera encontrado en tal estado de decrepitud. “Trump llegó al Despacho Oval en un momento en que los niveles de desigualdad en Estados Unidos se aproximaban a los de Rusia”, afirma, con un reparto de la riqueza tan injusto como no se veía desde 1929. Los recortes en programas de asistencia social especialmente a partir de las políticas neoliberales implantadas por Reagan —y ampliadas por gobiernos demócratas—, la falta de derechos sociales y un sistema electoral que menoscaba la representatividad permitiendo restringir el voto de las minorías constituyeron el caldo de cultivo perfecto para lo que él califica de “sadopopulismo”, junto a las sucesivas reformas que han ido rebajando las obligaciones fiscales de los ricos. Estos llegaron a pagar un 94% de su renta en impuestos durante la II Guerra Mundial, después en torno al 70%, y la cifra fue deslizándose en caída libre hasta situarse en el exiguo 37% de ahora gracias a la mano de Trump, el último mandatario en reducirla. La carencia de una sanidad decente contribuye a acrecentar las ya precarias condiciones en las que malvive una gran parte de la gente y aquí, analizando las raíces de la desesperación y la agonía más dolorosa, es donde el historiador asegura que triunfa la política más despreciable, aquella erigida para blindar los privilegios de unos pocos y destruir el tejido democrático: la mayoría de los adictos a los opiáceos, víctimas de una epidemia que sólo el año pasado se saldó con 100.000 muertos, votó a quien ahora está siendo juzgado por provocar una insurrección golpista. En otras palabras, las ranas depositaron la papeleta a favor de quien avivaba la candela, pero alguien puso allí la leña, encendió la cerilla, sacó el fuelle con antelación.
A pesar de todos mis esfuerzos, incluidos los terapéuticos, no creo que pueda jamás contar con exactitud lo que ha supuesto residir en Estados Unidos durante una época tan convulsa: los niveles de deterioro en seres de aspecto tan monstruoso que resulta difícil localizar su humanidad; el grado de una violencia que ha aumentado con la pandemia y tiene en el lobby de las armas a su mayor cancerbero; la sensación de habitar en un auténtico Estado autoritario mucho antes del asalto al Capitolio: las calles militarizadas, las barricadas, los arrestos arbitrarios y las disrupciones a propósito en un servicio de correos imprescindible para ejercer el derecho al sufragio dan cuenta de ello. Mi huida, no obstante, debe ser matizada, puesto que del agua hirviendo de aquellos confines he pasado a querer sanar en una España donde empieza a templarse rápidamente. Cuánto poder adquisitivo hemos perdido desde la última crisis financiera, por qué el número de ciudadanos con sanidad privada sigue hinchándose si no es por el debilitamiento intencional de la pública, cómo hemos llegado al punto en que los millonarios son públicamente elogiados por sus limosnas mal llamadas filantrópicas mientras aportan tan poco a las arcas de todos, de qué cataclismo inefable andamos a la espera para comenzar a extinguir las llamas antes de que la olla se transforme, directamente, en artefacto explosivo. No hay tiempo ya para más concesiones neoliberales o parches en forma de abanicos momentáneos. Allí con las llagas abiertas, o aquí aguantando el tibio malestar que se acelera, es necesario pelear por una democracia que le haga justicia a su nombre.
Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (RIL editores).
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