Joe Biden sólo ganó porque las elecciones estaban “amañadas”, España se “rompe”, vivimos bajo una “dictadura sanitaria”, el coronavirus fue creado en un laboratorio, los inmigrantes están “reemplazando” a la población europea como resultado de la negativa de las feministas a aceptar tener sexo con quien se lo exija, la vacunación será “forzosa”. Unas semanas atrás, la Sociedad Alemana de la Lengua (GfdS, por sus siglas en alemán) escogió Verschwörungserzählung (relato conspirativo) como una de las 10 palabras de 2020. La GfdS lleva desde 1971 eligiendo los términos más destacados de cada año, y esta elección pone de manifiesto el auge de ideas paranoicas y antiliberales, no solo en Alemania.
Un “relato” no es una “teoría”. En español, el uso extendido de la expresión “teoría de la conspiración” puede inducir a confusión, no así en alemán, idioma en el que se usan dos palabras distintas. Sin embargo, la sociedad alemana tampoco está blindada ante la confusión. Recientemente, por ejemplo, el periódico Die Zeit y la radio pública de Alemania denunciaron que numerosos objetos del Museo Pérgamo y otras galerías de Berlín habían sido dañados intencionalmente. En el trasfondo de los ataques parecen estar las declaraciones del ideólogo de la conspiración Attila Hildmann, quien afirmó que el Museo Pérgamo es un “templo de Satán” del que irradian todos los males del mundo (también el coronavirus) y que allí se cometen sacrificios humanos y violaciones de niños de los que participa la canciller alemana Angela Merkel, cuya residencia se encuentra enfrente. Que esta historia sea absurda no parece ser un obstáculo para que la crean miles de personas, y lo mismo sucede con otras relacionadas con el supuesto origen de la covid-19. La teoría del 5G —según la que el coronavirus se extiende gracias a estas redes— resultó en más de cien antenas de telefonía móvil destruidas en Reino Unido, incluyendo una que proveía servicios a un hospital.
Desde hace varios años, la organización Conspiracy Watch viene alertando del aumento de ideas negacionistas y paranoicas. Según una encuesta reciente de la fundación alemana Friedrich Ebert, el 50% de la población cree que hay “organizaciones secretas malignas” que dirigen los acontecimientos del mundo. Otra encuesta realizada en mayo por la Universidad de Oxford determinó que solo la mitad de los ingleses está libre de estas ideas, tres cuartas partes alberga dudas sobre las explicaciones oficiales de la pandemia y la mayoría piensa que fue creada en un laboratorio. Entre una quinta y una cuarta parte está dispuesta, además, a culpar de ella a judíos, a musulmanes o a Bill Gates, mientras que el 21% cree que es “un arma alienígena para destruir a la humanidad”.
“¿Por qué el curso de los acontecimientos mundiales no podría haber sido planeado por un grupo de familias de la élite hace cientos, incluso miles de años?”, se pregunta James Meek en la London Review of Books. “¿Por qué —como insisten los seguidores de la teoría de la conspiración estadounidense conocida como QAnon— no podría un grupo de políticos, magnates y celebridades estar secuestrando y torturando niños?”. Las mejores teorías de la conspiración dan sentido a lo que siempre ha parecido no tenerlo, reflexiona el escritor Rich Cohen en The Paris Review. “Permiten creer que finalmente estás conectando los puntos, encontrando las piezas que faltan, experimentando el mundo como realmente es”.
Nada de esto es nuevo: de la Revolución Francesa se dijo en su momento que era una conspiración masónica; la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial fue atribuida a la “puñalada por la espalda” de socialistas y comunistas, no a la superioridad militar de la Entente; los campos de concentración fueron creados por EE UU con fines propagandísticos; el Che Guevara fue asesinado por orden de Fidel Castro; los atentados del 11-S fueron un trabajo interno... No hay prácticamente ningún acontecimiento histórico que no arroje sombra de recelo; la novedad es la articulación de intereses entre quienes agitan la paranoia y las empresas de tecnología (Attila Hildmann o el exfutbolista inglés David Icke tienen millones de seguidores en sus plataformas) y la creciente complejidad de la toma de decisiones en un mundo globalizado, que desplaza el fenómeno marginal de la sospecha al centro de la vida pública.
Queremos conocer la verdad, pero esta es inasible: el presente es una maraña de relatos contradictorios porque las fuerzas políticas y económicas que condicionan nuestra vida lo son; podría decirse, en ese sentido, que los conspiranoicos (una expresión a la que Fundéu dio carta de ciudadanía ya en octubre de 2019) se hacen todas las preguntas correctas (¿Por qué hay personas que tienen una enorme cantidad de poder y otras no tienen ninguno? ¿Por qué la promesa de igualdad social ha devenido en más desigualdad?), pero sus respuestas son todas las equivocadas. El filósofo austriaco Karl Popper, quien acuñó el término “teoría conspirativa”, soslayó parcialmente el problema al afirmar que la “teoría” es una predisposición personal a creer en algo, sin que importe el qué. Pero un estudio de la Universidad de California demostró en junio, con ayuda de algoritmos, que las mejores teorías conspirativas son las que trazan el arco más amplio, el que engloba la mayor cantidad de acontecimientos y los explica: sus contorsiones pueden parecer dramáticas y desafiar la credulidad, pero su complejidad solo es aparente, ya que todas repiten las viejas historias de opresión y condena del relato religioso. En ello no se diferencian de los mitos, en el sentido de que, como afirmó el escritor Frank Kermode, ofrecen explicaciones totales y adecuadas y exigen aceptación absoluta.
Los “relatos conspirativos” expresan la descomposición de la sociedad al tiempo que la promueven; son fantasías supletorias, que compensan la sensación de pérdida de control con la convicción de que todo es un gran plan que solo algunos comprenden. Para Kermode, las ficciones pueden degenerar en mitos cuando no se las acepta de forma condicional, como argumentos que requieren ser constatados y sujetos a contraargumentación.
La elección por parte de la GfdS de “relato conspirativo” como expresión que define 2020 señala la necesidad de tender puentes y acotar con más y mejor periodismo la distancia que existe entre la realidad y las interpretaciones que se hacen de ella. Quizás, ante la multiplicación de relatos y la necesidad de aceptar la marginalidad intelectual como nuevo centro de la vida política y social, tengamos que volver al relato que fundó la sociedad moderna, el de que contar con una prensa de calidad es imprescindible para que las decisiones políticas de los ciudadanos sigan siendo racionales y apunten al bien común en vez de responder a la superstición y el temor a lo que es fortuito. Un virus, por ejemplo.
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