No te avergüenzas de dedicar a la sabiduría solo el tiempo que no puede utilizarse para nada más?”. Estas palabras de Séneca resultan provocadoras y proféticas en una época en la que la rapidez y el utilitarismo han transformado el tiempo en dinero y nuestra vida en una loca carrera dominada por la dictadura de la productividad. Ante la aceleración que caracteriza a la sociedad actual, ¿cómo puede interpretarse una decisión que invita a recuperar el tiempo y colocarse, aunque sea por un instante, “fuera de él”? Por ejemplo, apagar el móvil durante unas horas, quedarse sin enviar ni recibir mensajes, sin llamar ni responder llamadas, sin escribir ni leer correos. Una ocasión valiosa, precisamente, para “perder el tiempo”. Observar un atardecer a la orilla del mar, ver salir la luna llena detrás de una montaña o admirar los majestuosos revoloteos de un pájaro en el aire parecen experiencias incompatibles con una economía basada en “ganar tiempo”. Lo mismo ocurre con las actividades que no entran en la lógica de la productividad. La pregunta siempre es la misma: ¿para qué sirve? ¿Para qué sirve leer una poesía, escuchar música o admirar una obra de arte? Se considera (por desgracia) que estas actividades son “improductivas” y que, por tanto, quien renuncia a aprovechar al máximo su tiempo termina por desperdiciarlo innecesariamente.
No hay más que reflexionar sobre el destino de la escuela y la universidad, centro de atención en estas semanas debido a la segunda ola de la pandemia, para comprender a fondo las consecuencias de una lógica basada en las exigencias del mercado y el beneficio. ¿Cómo se interpretaría hoy la provocación profética de Jean-Jacques Rousseau? “¿Me atreveré a exponer aquí —escribió el autor francés en Emilio— lo que ordena la mejor, la más importante, la más valiosa regla de toda la educación? ¡No ganar tiempo, sino perderlo!”.
Me complace añadir a estas provocaciones las reflexiones brillantes de un gran novelista, Charles Dickens. En Tiempos difíciles (1854) ya se atisban los peligrosos gérmenes de una concepción utilitarista y mercantilista de la enseñanza. Estamos en Coketown, en el Reino Unido. Una ciudad industrial en la que solo importan los hechos, el dinero, la producción y el mercado: “Hechos, hechos, hechos en todo el aspecto físico de la ciudad; y hechos en todo el aspecto espiritual. La escuela de M’Choakunchild era todo hechos, la escuela de dibujo era todo hechos, las relaciones entre amos y trabajadores eran todo hechos, todo era hechos, desde el hospital en el que se nacía hasta el cementerio, y lo que no podía traducirse en cifras o no se podía adquirir más barato o vender más caro no existía ni debería existir jamás, por los siglos de los siglos, amén”. En este contexto de alienación, también se obliga a la escuela a servir los intereses del mercado y el beneficio. En ese mismo libro, en las palabras del gordo banquero Bounderby y el pedagogo Gradgrind, se entrevén las líneas maestras de una educación destinada a combatir todo lo que se opone a la concreción de los hechos y la producción. Gradgrind, enemigo de la enseñanza abierta a la imaginación, a los sentimientos, los afectos, cualquier forma de curiositas, aparece “con una regla, una balanza y una tabla de Pitágoras siempre en el bolsillo”, dispuesto a “pesar y medir cualquier partícula de la naturaleza humana y decirnos exactamente a cuánto asciende”. Para él, la educación y la vida se reducen a “una pura cuestión de cifras”. Y los jóvenes alumnos son “pequeños recipientes que hay que llenar de hechos”.
Hoy, lamentablemente, esta descripción tan profética se ha hecho realidad. Hace muchos años que los parámetros internacionales de educación están cada vez más condicionados por las directrices de los organismos multinacionales: son los expertos del Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Organización Mundial de Comercio quienes señalan los criterios para valorar el aprendizaje en las escuelas de los Estados miembros.
El énfasis en la enseñanza a distancia y las exigencias del mercado están contribuyendo a que se pierda de vista la verdadera misión de la educación y la investigación: el término escuela procede del griego skholè, que significa ocio, tiempo libre, “el uso placentero de las propias fuerzas, sobre todo espirituales, independientemente de cualquier necesidad u objetivo práctico”. Por eso los profesores no pueden ser gestores ni intermediarios de negocios. Las escuelas y las universidades no pueden ser fábricas de diplomas. Los alumnos no pueden ser clientes que compran pasaportes para incorporarse el mundo del trabajo. No se estudia solo para aprender un oficio. No es cierto que lo único útil sea lo que produce beneficios y ganancias. Los laboratorios no son distribuidores automáticos en los que empresas invierten para comprar los productos que deseen.
El universo de la educación es un espejo en el que se reflejan las contradicciones de la sociedad. Por eso, al culto a la productividad y el beneficio se suma el culto a la rapidez. La velocidad es cada vez más la expresión de poder social, la eficacia, el ahorro de tiempo. Frenar, hoy, significa “perder tiempo”. Y, sin embargo, si lo pensamos bien, el conocimiento, las relaciones humanas y nuestra relación con la vida necesitan sobre todo “lentitud”. Bastaría releer el bellísimo elogio que dedica Nietzsche a la filología en Aurora para comprender la importancia esencial de lo lento.
Desde esta perspectiva, tomarse su tiempo no significa perder tiempo, sino, por el contrario, ganar tiempo, adueñarse del tiempo. Quiere decir humanizar nuestro tiempo y nuestra vida. Desconectarse para renunciar a la rapidez y la urgencia es obligatorio para reconquistar la libertad perdida y relacionarse con los demás y con el mundo sin prisas, sin furia, sin ninguna necesidad de precipitarse. Solo así podremos descubrir, como nos enseñó el coronel Aureliano Buendía, la fecunda inutilidad de hacer cosas y gestos sin el menor propósito utilitario: “Úrsula no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro y luego convertía las monedas de oro en pescadito para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En realidad, lo que le interesaba a él no era el negocio, sino el trabajo”. Alcanzar la meta no es el propósito de nuestro viaje, sino que, como nos sugiere Kavafis en su poema Ítaca, son las experiencias que acumulamos de camino a la isla las que nos enriquecen y nos hacen mejores.
Parar o frenar el tiempo dedicado a la productividad quiere decir rendirse a la aventura de los encuentros inesperados e improbables. Es precisamente en ese espacio de libertad donde podemos cultivar nuestra curiositas para alimentar la reflexión y la creatividad. Este es un rechazo necesario, un “equívoco de lo posible”, en palabras de Eugenio Montale, que nos permita abrirnos a las sorpresas que nos ofrece la vida. El auténtico artículo de lujo, en una sociedad en la que lo virtual está absorbiendo todos los aspectos de nuestra existencia, siempre coincidirá más con el tiempo consagrado a las relaciones humanas. Por eso, perder tiempo para dedicarlo a los afectos, para reflexionar, para oír música, para admirar un cuadro, volver a cazar mariposas, disfrutar de la de la naturaleza, significa ganar tiempo para uno mismo y para los demás y, de esa forma, contribuir a que la humanidad sea más humana.
Nuccio Ordine es profesor de la Universidad de Calabria.
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