Deberíamos tener el valor de admitir que la pandemia es un escenario que nos hemos buscado, que de alguna manera esperábamos y que incluso hemos generado instintivamente. Muy lejos de ser un castigo llovido del cielo, es claramente la consecuencia de una inercia que, a nivel inconsciente y colectivo, buscaba un colapso, una cesura, o al menos un salto de fase, y, en definitiva, un épico momento de verdad. Había demasiadas cosas sumidas en una prolongada y exasperante agonía: el sistema democrático, la sociedad de consumo, el sistema capitalista, el Antropoceno, la cultura romántica, las élites del siglo XX. Todo llevaba ya bastante oscilando, además, aunque todo siguiera colgando del árbol: un otoño eterno estaba volviendo melancólico un mundo incapaz de permitirse el lujo del invierno y el esplendor de la primavera. Solo una conmoción podía sacarnos de esa coyuntura. Podría haber sido una guerra, una revuelta social, una vieja y querida guerra de religión: al final ha resultado ser una pandemia, y nadie dejará de apreciar la sabiduría de la elección, o la suerte del azar.
Ahora por fin ocurrirá algo. La ficción de la inmovilidad ya no resulta sostenible. Por más avalanchas de dinero público que intenten frenar el alud, será mucho lo que sea arrastrado, mucho lo que desaparezca, mucho lo que nazca, mucho lo que habrá que inventar, en una feroz aceleración que llevábamos tiempo buscando. Por resumirlo de forma sintética y brutal, vivimos, desde hace cincuenta años por lo menos, un duelo latente entre el viejo mundo y el nuevo: la pandemia decidirá quién gana. Puedo equivocarme, pero solo hay dos posibilidades: por un lado, la restauración de un orden social que se estaba derrumbando, la revancha de una limpieza moral y social intransigente, el regreso del Estado al centro del campo de juego, la prolongación póstuma del sistema cultural del siglo XX. Por otro lado, la victoria del mundo nuevo, el advenimiento de la inteligencia digital, la eclosión imprudente de un poshumanismo, el declive de la política rebajada a deporte popular, la propagación de una impersonal amoralidad. Nadie puede señalar, por ahora, el ganador. Pero aquellos que auspician, prometen y desean un renacimiento feliz, indoloro y luminoso del viejo sistema, apenas reformado y más sabio debido al sufrimiento, nos están propinando un cuento de hadas. Será mucho lo que morirá en este tránsito, y no hablo solo de vidas humanas: morirán gestos, rituales, valores, acaso esperanzas, intuiciones, visiones. Se trata de un invierno y nada podemos hacer al respecto.
El escenario es válido para todos, y por tanto también para la cultura; cuando no especialmente para la cultura. Ahí se libra una batalla importantísima. La cultura del siglo XX, por un lado; la cultura digital, por el otro. Estoy simplificando, pero todos sabemos que la brecha existe, todos la hemos visto. Así como hemos visto el mundo partirse en dos: con todas las instituciones públicas y colectivas tutelando la cultura del siglo XX, y el lucro privado dando rienda suelta a la cultura digital. Y nadie es capaz de alcanzar una síntesis inteligente entre ambas mareas. ¿Hacia dónde acabaremos deslizándonos? La pandemia lo decidirá. O, mejor dicho: en el mejunje químico de la pandemia, decidiremos nosotros, es decir, la suma de los muchos “yoes”.
En lo que a mí respecta —y admitiendo que pueda tener importancia—, haré sosegadamente mi propia aportación a la audacia necesaria que lleve el viejo mundo cultural al corazón de un colapso controlado. No importa si yo mismo soy expresión y fruto de ese mundo. Me buscaré un lugar desde donde sea hermoso contemplar el mar. Estoy convencido de que el sistema cultural heredado del siglo XX, defendido hasta ahora por la contemporaneidad, solo es capaz de hacer florecer una parte ridícula de la creatividad colectiva actual, de la fuerza animal que poseemos, de las formas de inteligencia que generamos. Soy consciente de que, por extraño que parezca, existe un humanismo contemporáneo que poco tiene que ver con los departamentos universitarios, y mucho con la ceremonia del té y la industria de los videojuegos. Estoy seguro de que en los dispositivos digitales hay movimientos mentales en los que podemos reconocer la misma torsión visionaria que idolatramos en las acrobacias de un Copérnico o de un Darwin. He aprendido a admitir que la superficialidad puede representar una ventaja y la profundidad un lujo inútil. Y al final, aun a costa de un enorme esfuerzo, me he visto luchando para que la tierra que generó aventuras intelectuales como la mía sea removida por algún arado, capaz de otorgarnos el privilegio de nuevas siembras y nuevas cosechas. La pandemia, incómoda y atroz, me parece el escenario ideal para que se produzca esta contingencia, o, por el contrario, para que desaparezca de nuestros horizontes. Albergo la sospecha de que, sea como fuere, la belleza de los seres humanos nunca se perderá. Pero hay una belleza particular, que he tenido ocasión de entrever, espiando el futuro, y que no existía cuando empecé a huir de la fealdad: ahora está a nuestro alcance, y en lo que a mí respecta, no alcanzo a ver gesto más exacto que elegirla.
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