De no haber existido en la realidad, Nigel Wilkins podría haber sido un personaje de John le Carré: un británico de edad madura, solitario, aficionado a la música clásica, muy dotado para los números aunque no para la vida social ni las intrigas de oficina, muy unido todavía a una exnovia con la que llegó a vivir algún tiempo, en el apartamento donde luego siguió viviendo solo, rodeado de libros y de cajas de documentos, y con alguna excentricidad decorativa, como un frasco de cristal en el que preservó los últimos rizos de su pelo, antes de quedarse calvo muy joven. Wilkins ha tenido una carrera profesional distinguida, pero no sobresaliente. Trabajó como compliance officer en la sede londinense de un banco suizo especializado en clientes muy ricos, Banco della Svizzera Italiana (BSI). Dejó el banco con un acuerdo decoroso en el que podía traslucirse un despido y durante unos cuantos años más, antes de jubilarse, trabajó para la Financial Services Authority, el organismo supervisor de las actividades financieras en la City. Los estantes de su biblioteca estaban llenos de libros sobre economía. Su distracción literaria eran las novelas de Thomas Hardy. Aparte de la lectura y la música, y las cenas con su antigua novia y siempre amiga Charlotte, a lo que más tiempo dedicaba Wilkins en su apartamento era al estudio de las cajas de cartón rojo llenas de documentos de contabilidad, todos ellos fotocopiados furtivamente y sustraídos de las oficinas del BSI. Siendo un empleado concienzudo, Nigel Wilkins había adquirido el hábito de quedarse en la oficina después de que sus compañeros se hubieran marchado. Como compliance officer, su trabajo consistía en asegurarse de la legalidad de los fondos internacionales que llegaban al banco y de la respetabilidad de los clientes que abrían las cuentas, más protegidas que secretos nucleares.
En 2008, en pleno derrumbe financiero, cuando los Gobiernos se apresuraban a salvar con inmensas cantidades de dinero público a los bancos, Nigel Wilkins decidió que su obligación ética era avisar a las autoridades del carácter delictivo de una gran parte de las operaciones que el BSI y otros bancos similares ocultaban bajo su apariencia hermética de respetabilidad. Anotó por entonces en uno de sus cuadernos: “Por comparación con las actividades de los bancos suizos, los atracadores a mano armada son delincuentes menores”. En las cajas que había llevado a su casa después de que lo despidieran, Wilkins guardaba las pruebas de una maraña colosal de lavado y ocultamiento de capitales procedentes del robo, la corrupción y el pillaje de los recursos naturales de medio mundo. Es un procedimiento relativamente simple: lo ilícito y lo sospechoso se vuelve decente después del adecuado maquillaje financiero; el secreto ampara la impunidad del criminal y borra la sangre, la explotación y el dolor que infamaban el origen de su riqueza; paraísos fiscales dispersos por el mundo permiten eludir no solo el pago de impuestos, sino también, en caso necesario, la acción de la justicia. La afirmación de Balzac de que en el origen de toda gran fortuna hay un crimen se ha quedado obsoleta. Detrás de las fortunas de los oligarcas rusos que son tan bien recibidos en las instituciones financieras de la City está el caos de corrupción, violencia y pillaje de las privatizaciones de las antiguas empresas estatales soviéticas, un universo de mafiosos, espías y canallas que es el de las novelas tardías de Le Carré.
Dice Hilary Mantel en uno de sus luminosos ensayos que uno ha de tener muy claro qué es lo que gana al escribir una ficción en vez de un reportaje. Nigel Wilkins podría servir como modelo para el protagonista de una novela. Pero yo prefiero haberlo encontrado en un libro que es un largo reportaje, un prodigio de búsqueda y de narración periodística, Kleptopia, de Tom Burgis, que lleva el subtítulo alarmante de “Cómo el dinero sucio está conquistando el mundo”. Con instinto de novelista, Tom Burgis elige la vida rara y solitaria y las investigaciones furtivas de Nigel Wilkins como hilo de su relato, y eso le da un centro de gravedad moral y ayuda a no perderse en la telaraña pavorosa de las corrientes o más bien las cloacas de una economía mundial basada literalmente en el robo. Pero la palabra se queda corta ante la escala inconcebible de un despojo que abarca países, continentes enteros, que somete a la miseria a muchos millones de personas, que corrompe los Estados y los vuelve impotentes para cumplir sus obligaciones más elementales, asegurar la vida de las personas, los servicios comunes, el imperio de la ley.
Como John le Carré en sus tramas internacionales, Tom Burgis se mueve con soltura por los escenarios del pillaje: Zimbabue y el Congo, donde los dictadores y sus aliados se enriquecen malvendiendo a compañías occidentales o chinas recursos naturales inmensos, mientras sus ciudadanos son carne de cañón en las guerras civiles o viven y mueren en la miseria; Kazajistán, una república exsoviética gobernada hasta el año pasado por Nursultán Nazarbáyeb, un déspota que fue burócrata comunista y ahora amasa miles de millones gracias a la explotación del petróleo, el gas natural, el hierro, el uranio. En sus países los tiranos roban sin límite, persiguen a los disidentes, los mandan ejecutar y torturar. Bancos occidentales, despachos de abogados, compañías inmobiliarias les ayudan a preservar su riqueza inmunda y les ofrecen oportunidades de respetabilidad y hasta de prestigio: Norman Foster diseñó edificios rutilantes en la nueva capital de Kazajistán, rebautizada oportunamente con el nombre de pila del dictador, Nursultán; Tony Blair ha asesorado a Nazarbáyeb en sus campañas internacionales de imagen, que han llegado a incluir una conferencia del propio tirano en la Universidad de Cambridge. Por esas y otras labores, Blair ha cobrado una nómina de 13 millones de libras anuales.
En una novela, Nigel Wilkins entrega a las autoridades sus cajas de cartón con las pruebas de una criminalidad inaudita, y los culpables, o al menos algunos de ellos, sufren el escándalo y reciben su castigo. En la realidad, Wilkins hizo lo que consideraba su deber, y a continuación no pasó nada. Su carrera en la Financial Services Authority fue breve y concluyó sin ningún éxito. Los investigadores a los que había entregado aquellos documentos nunca volvieron a llamarlo, ni hicieron nada con ellos. Tenía una salud frágil y murió en 2017, con 66 años. Charlotte, exnovia y casi viuda, hizo llegar las cajas de papeles a Tom Burgis. La integridad de Wilkins no había sido tan en vano como él creyó melancólicamente antes de morir.
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