domingo, 15 de septiembre de 2019

Fin a la hipocresía colectiva, por Stephan Lessenich

La perversión de nuestra sociedad de la abundancia es que para mantener las condiciones de vida, se hace necesario dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades, tienen que privar a otros de las suyas.../... La distribución asimétrica de condiciones de vida entre los países que nos hemos acostumbrado a llamar “desarrollados” y el mundo presuntamente “en desarrollo” radica en desigualdades geopolíticas que se han establecido durante siglos —en la época que se conoce por el nombre de “modernidad”—. Pero resulta que nuestra modernidad la hemos construido a través de la colonialidad, a modo de adueñarnos del trabajo, las tierras, la sabiduría, la vida de otros pueblos. Se sabe que ese proceso ha sido extremadamente violento y sangriento, pero con el tiempo ha sido “racionalizado” y las asimetrías económicas, ecológicas y sociales han quedado institutionalizadas en forma de regímenes políticos transnacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta la Organización Mundial del Comercio o el Acuerdo de París. Basándose en esa constelación geopolítica y en su poderío militar, ha sido posible para las sociedades occidentales construir una estructura socioeconómica que solo funciona a costa de terceros. Un modo de producción y consumo que obedece a una racionalidad irracional, porque no puede dejar de producir daños materiales para seguir funcionando.../... Nuestra vida diaria y todo el orden institucional de las sociedades occidentales están íntimamente relacionados con procesos de externalización. Por ello, iniciar un proceso de transformación de nuestro modelo de producción y consumo equivale a un acto heroico. Renunciar a los beneficios de la externalización es renunciar a la vida a la que estamos acostumbrados y a la que muchos creemos tener un derecho casi legal a sostenerla. Hemos incorporado colectivamente las normas del individualismo liberal, e insistimos en la libertad individual de consumir cuando, donde y como queramos. En consecuencia, lo que se necesitaría para salir del dilema de la externalización sería algo equivalente a una revolución cultural. Porque una cosa está bien clara: al mundo no lo cambiamos a base de decisiones individuales de no usar las libertades que se nos ofrecen y de restringir nuestro consumo de energía o de recursos naturales. Las cosas solo cambiarán si colectivamente decidimos dejar de producir millares de cosas que restringen o anulan las libertades de otros. Lo que hará falta es un nuevo contrato social: juntos convenimos que no queremos seguir viviendo a costa de otros. LEER

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