De vez en cuando, a lo largo de las muchas páginas y muchos años de sus diarios, Julio Ramón Ribeyro reflexiona con cierta melancolía sobre su incapacidad para escribir esas grandes novelas abarcadoras o totalizadoras que iban publicando casi todos los miembros de su generación latinoamericana. En algún momento anota que los lectores y los críticos europeos prefieren a novelistas de ambición épica: él, Ribeyro, que carece por completo de ella, que tiende a la escritura breve y a las historias de gente sin brillo, se da cuenta de que para ser celebrado en Europa le sería necesario irradiar un exotismo y una desmesura como los que cultivaban con tanto éxito los más celebrados de sus contemporáneos, García Márquez, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, el José Donoso de El obsceno pájaro de la noche o su compatriota y amigo intermitente Mario Vargas Llosa. Ribeyro dice que le dan envidia esas novelas que los críticos califican como “frescos”: grandes panoramas sobre épocas o países. “Yo nunca podré concebir un ‘fresco’, ni menos escribirlo, no cabe en mi espíritu abarcarlo”.
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