No niego que disfrutar de la literatura, de la historia o de la filosofía supone una de las grandes fuentes de placer que los humanos podemos experimentar, ni que ese disfrute, como muchos otros, requiera un cierto entrenamiento cuyas penalidades no dejan adivinar a veces las delicias que se ocultan tras ellas. Pero conozco a muchísimas personas que nos dedicamos a estos temas y puedo asegurar que no somos, en media, ni un poquitín menos imbéciles en nuestra vida privada y pública que los que no tienen la suerte de hacer de ese disfrute la parte principal de su trabajo, ni somos tampoco más felices, en el fondo, que el resto de quienes gozan de un nivel económico y social parecido al nuestro. Y tampoco sé de mucha gente para la que haber recibido a regañadientes nada más que un pequeño barniz humanístico en el colegio o en el instituto haya supuesto la condena a una vida de miserable infelicidad y alienación, que se habría evitado con unas pocas lecturas más de Kant, de Homero o de Rousseau.
LEER