lunes, 21 de diciembre de 2020

El relato conspirativo que no cesa, por Patricio Pron

Joe Biden sólo ganó porque las elecciones estaban “amañadas”, España se “rompe”, vivimos bajo una “dictadura sanitaria”, el coronavirus fue creado en un laboratorio, los inmigrantes están “reemplazando” a la población europea como resultado de la negativa de las feministas a aceptar tener sexo con quien se lo exija, la vacunación será “forzosa”. Unas semanas atrás, la Sociedad Alemana de la Lengua (GfdS, por sus siglas en alemán) escogió Verschwörungserzählung (relato conspirativo) como una de las 10 palabras de 2020. La GfdS lleva desde 1971 eligiendo los términos más destacados de cada año, y esta elección pone de manifiesto el auge de ideas paranoicas y antiliberales, no solo en Alemania. Un “relato” no es una “teoría”. En español, el uso extendido de la expresión “teoría de la conspiración” puede inducir a confusión, no así en alemán, idioma en el que se usan dos palabras distintas. Sin embargo, la sociedad alemana tampoco está blindada ante la confusión. Recientemente, por ejemplo, el periódico Die Zeit y la radio pública de Alemania denunciaron que numerosos objetos del Museo Pérgamo y otras galerías de Berlín habían sido dañados intencionalmente. En el trasfondo de los ataques parecen estar las declaraciones del ideólogo de la conspiración Attila Hildmann, quien afirmó que el Museo Pérgamo es un “templo de Satán” del que irradian todos los males del mundo (también el coronavirus) y que allí se cometen sacrificios humanos y violaciones de niños de los que participa la canciller alemana Angela Merkel, cuya residencia se encuentra enfrente. Que esta historia sea absurda no parece ser un obstáculo para que la crean miles de personas, y lo mismo sucede con otras relacionadas con el supuesto origen de la covid-19. La teoría del 5G —según la que el coronavirus se extiende gracias a estas redes— resultó en más de cien antenas de telefonía móvil destruidas en Reino Unido, incluyendo una que proveía servicios a un hospital. Desde hace varios años, la organización Conspiracy Watch viene alertando del aumento de ideas negacionistas y paranoicas. Según una encuesta reciente de la fundación alemana Friedrich Ebert, el 50% de la población cree que hay “organizaciones secretas malignas” que dirigen los acontecimientos del mundo. Otra encuesta realizada en mayo por la Universidad de Oxford determinó que solo la mitad de los ingleses está libre de estas ideas, tres cuartas partes alberga dudas sobre las explicaciones oficiales de la pandemia y la mayoría piensa que fue creada en un laboratorio. Entre una quinta y una cuarta parte está dispuesta, además, a culpar de ella a judíos, a musulmanes o a Bill Gates, mientras que el 21% cree que es “un arma alienígena para destruir a la humanidad”. “¿Por qué el curso de los acontecimientos mundiales no podría haber sido planeado por un grupo de familias de la élite hace cientos, incluso miles de años?”, se pregunta James Meek en la London Review of Books. “¿Por qué —como insisten los seguidores de la teoría de la conspiración estadounidense conocida como QAnon— no podría un grupo de políticos, magnates y celebridades estar secuestrando y torturando niños?”. Las mejores teorías de la conspiración dan sentido a lo que siempre ha parecido no tenerlo, reflexiona el escritor Rich Cohen en The Paris Review. “Permiten creer que finalmente estás conectando los puntos, encontrando las piezas que faltan, experimentando el mundo como realmente es”. Nada de esto es nuevo: de la Revolución Francesa se dijo en su momento que era una conspiración masónica; la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial fue atribuida a la “puñalada por la espalda” de socialistas y comunistas, no a la superioridad militar de la Entente; los campos de concentración fueron creados por EE UU con fines propagandísticos; el Che Guevara fue asesinado por orden de Fidel Castro; los atentados del 11-S fueron un trabajo interno... No hay prácticamente ningún acontecimiento histórico que no arroje sombra de recelo; la novedad es la articulación de intereses entre quienes agitan la paranoia y las empresas de tecnología (Attila Hildmann o el exfutbolista inglés David Icke tienen millones de seguidores en sus plataformas) y la creciente complejidad de la toma de decisiones en un mundo globalizado, que desplaza el fenómeno marginal de la sospecha al centro de la vida pública. Queremos conocer la verdad, pero esta es inasible: el presente es una maraña de relatos contradictorios porque las fuerzas políticas y económicas que condicionan nuestra vida lo son; podría decirse, en ese sentido, que los conspiranoicos (una expresión a la que Fundéu dio carta de ciudadanía ya en octubre de 2019) se hacen todas las preguntas correctas (¿Por qué hay personas que tienen una enorme cantidad de poder y otras no tienen ninguno? ¿Por qué la promesa de igualdad social ha devenido en más desigualdad?), pero sus respuestas son todas las equivocadas. El filósofo austriaco Karl Popper, quien acuñó el término “teoría conspirativa”, soslayó parcialmente el problema al afirmar que la “teoría” es una predisposición personal a creer en algo, sin que importe el qué. Pero un estudio de la Universidad de California demostró en junio, con ayuda de algoritmos, que las mejores teorías conspirativas son las que trazan el arco más amplio, el que engloba la mayor cantidad de acontecimientos y los explica: sus contorsiones pueden parecer dramáticas y desafiar la credulidad, pero su complejidad solo es aparente, ya que todas repiten las viejas historias de opresión y condena del relato religioso. En ello no se diferencian de los mitos, en el sentido de que, como afirmó el escritor Frank Kermode, ofrecen explicaciones totales y adecuadas y exigen aceptación absoluta. Los “relatos conspirativos” expresan la descomposición de la sociedad al tiempo que la promueven; son fantasías supletorias, que compensan la sensación de pérdida de control con la convicción de que todo es un gran plan que solo algunos comprenden. Para Kermode, las ficciones pueden degenerar en mitos cuando no se las acepta de forma condicional, como argumentos que requieren ser constatados y sujetos a contraargumentación. La elección por parte de la GfdS de “relato conspirativo” como expresión que define 2020 señala la necesidad de tender puentes y acotar con más y mejor periodismo la distancia que existe entre la realidad y las interpretaciones que se hacen de ella. Quizás, ante la multiplicación de relatos y la necesidad de aceptar la marginalidad intelectual como nuevo centro de la vida política y social, tengamos que volver al relato que fundó la sociedad moderna, el de que contar con una prensa de calidad es imprescindible para que las decisiones políticas de los ciudadanos sigan siendo racionales y apunten al bien común en vez de responder a la superstición y el temor a lo que es fortuito. Un virus, por ejemplo. Se adhiere a los criterios de

Ahora por fin ocurrirá algo, por Alessandro Baricco

Deberíamos tener el valor de admitir que la pandemia es un escenario que nos hemos buscado, que de alguna manera esperábamos y que incluso hemos generado instintivamente. Muy lejos de ser un castigo llovido del cielo, es claramente la consecuencia de una inercia que, a nivel inconsciente y colectivo, buscaba un colapso, una cesura, o al menos un salto de fase, y, en definitiva, un épico momento de verdad. Había demasiadas cosas sumidas en una prolongada y exasperante agonía: el sistema democrático, la sociedad de consumo, el sistema capitalista, el Antropoceno, la cultura romántica, las élites del siglo XX. Todo llevaba ya bastante oscilando, además, aunque todo siguiera colgando del árbol: un otoño eterno estaba volviendo melancólico un mundo incapaz de permitirse el lujo del invierno y el esplendor de la primavera. Solo una conmoción podía sacarnos de esa coyuntura. Podría haber sido una guerra, una revuelta social, una vieja y querida guerra de religión: al final ha resultado ser una pandemia, y nadie dejará de apreciar la sabiduría de la elección, o la suerte del azar. Ahora por fin ocurrirá algo. La ficción de la inmovilidad ya no resulta sostenible. Por más avalanchas de dinero público que intenten frenar el alud, será mucho lo que sea arrastrado, mucho lo que desaparezca, mucho lo que nazca, mucho lo que habrá que inventar, en una feroz aceleración que llevábamos tiempo buscando. Por resumirlo de forma sintética y brutal, vivimos, desde hace cincuenta años por lo menos, un duelo latente entre el viejo mundo y el nuevo: la pandemia decidirá quién gana. Puedo equivocarme, pero solo hay dos posibilidades: por un lado, la restauración de un orden social que se estaba derrumbando, la revancha de una limpieza moral y social intransigente, el regreso del Estado al centro del campo de juego, la prolongación póstuma del sistema cultural del siglo XX. Por otro lado, la victoria del mundo nuevo, el advenimiento de la inteligencia digital, la eclosión imprudente de un poshumanismo, el declive de la política rebajada a deporte popular, la propagación de una impersonal amoralidad. Nadie puede señalar, por ahora, el ganador. Pero aquellos que auspician, prometen y desean un renacimiento feliz, indoloro y luminoso del viejo sistema, apenas reformado y más sabio debido al sufrimiento, nos están propinando un cuento de hadas. Será mucho lo que morirá en este tránsito, y no hablo solo de vidas humanas: morirán gestos, rituales, valores, acaso esperanzas, intuiciones, visiones. Se trata de un invierno y nada podemos hacer al respecto. El escenario es válido para todos, y por tanto también para la cultura; cuando no especialmente para la cultura. Ahí se libra una batalla importantísima. La cultura del siglo XX, por un lado; la cultura digital, por el otro. Estoy simplificando, pero todos sabemos que la brecha existe, todos la hemos visto. Así como hemos visto el mundo partirse en dos: con todas las instituciones públicas y colectivas tutelando la cultura del siglo XX, y el lucro privado dando rienda suelta a la cultura digital. Y nadie es capaz de alcanzar una síntesis inteligente entre ambas mareas. ¿Hacia dónde acabaremos deslizándonos? La pandemia lo decidirá. O, mejor dicho: en el mejunje químico de la pandemia, decidiremos nosotros, es decir, la suma de los muchos “yoes”. En lo que a mí respecta —y admitiendo que pueda tener importancia—, haré sosegadamente mi propia aportación a la audacia necesaria que lleve el viejo mundo cultural al corazón de un colapso controlado. No importa si yo mismo soy expresión y fruto de ese mundo. Me buscaré un lugar desde donde sea hermoso contemplar el mar. Estoy convencido de que el sistema cultural heredado del siglo XX, defendido hasta ahora por la contemporaneidad, solo es capaz de hacer florecer una parte ridícula de la creatividad colectiva actual, de la fuerza animal que poseemos, de las formas de inteligencia que generamos. Soy consciente de que, por extraño que parezca, existe un humanismo contemporáneo que poco tiene que ver con los departamentos universitarios, y mucho con la ceremonia del té y la industria de los videojuegos. Estoy seguro de que en los dispositivos digitales hay movimientos mentales en los que podemos reconocer la misma torsión visionaria que idolatramos en las acrobacias de un Copérnico o de un Darwin. He aprendido a admitir que la superficialidad puede representar una ventaja y la profundidad un lujo inútil. Y al final, aun a costa de un enorme esfuerzo, me he visto luchando para que la tierra que generó aventuras intelectuales como la mía sea removida por algún arado, capaz de otorgarnos el privilegio de nuevas siembras y nuevas cosechas. La pandemia, incómoda y atroz, me parece el escenario ideal para que se produzca esta contingencia, o, por el contrario, para que desaparezca de nuestros horizontes. Albergo la sospecha de que, sea como fuere, la belleza de los seres humanos nunca se perderá. Pero hay una belleza particular, que he tenido ocasión de entrever, espiando el futuro, y que no existía cuando empecé a huir de la fealdad: ahora está a nuestro alcance, y en lo que a mí respecta, no alcanzo a ver gesto más exacto que elegirla.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Cuentos de niños, por Antonio Muñoz Molina

El cuento que más miedo me ha hecho pasar en mi vida era tan austero en sus elementos narrativos que casi no era un cuento, sino más bien una letanía, una de esas cantinelas infantiles en las que se preserva la unidad arcaica que debió de haber entre las historias y la música, igual que la hubo entre la poesía y el canto. Era un relato o más bien un diálogo a tres voces, una madre, una hija, una presencia innominada y amenazadora que se iba acercando. Decía la niña: “Ay mama mía mía mía, ¿quién será?”, y la madre contestaba: “Cállate hija mía mía mía, que ya se irá”. Pero entonces aparecía la tercera voz, y el narrador o la narradora volvía más grave la suya: “Que ya estoy entrando por la puerta…”. El cuento consistía, musicalmente, en la repetición de las dos primeras voces y en la variación gradualmente aterradora de la tercera, que cada vez anunciaba una mayor cercanía hacia la madre y la hija amenazadas. La niña preguntaba una y otra vez quién sería aquella presencia, y la madre repetía palabra por palabra la misma respuesta cada vez menos tranquilizadora, porque después de cada “cállate hija mía mía mía, que ya se irá”, aquella criatura hecha de oscuridad y amenaza indicaba el lugar cada vez más próximo en el que ya se encontraba. Un refinamiento improvisado del narrador era adaptar los pasos de esa aproximación a la topografía de la vivienda donde la historia se contara: el portal, la escalera, el rellano, por fin la misma puerta que el niño estaba viendo, abierta sin defensa contra el enemigo, o bien cerrada y sin embargo fácilmente vulnerable, o entornada, dejando paso a una penumbra doméstica que las palabras llenaban de misterio y hasta de terror. El cuento no sucedía en un castillo, en un país fabuloso, sino allí mismo, en nuestra propia casa, en los espacios más familiares, el portal, la escalera por la que subíamos y bajábamos a diario, los pasillos que llevaban a los dormitorios, en los que más de una vez, si tardábamos en llegar al conmutador de la luz, ya empezábamos a sentir la sospecha del miedo. Es ahora, al cabo de tantos años, cuando caigo en la cuenta de la eficacia de aquella despojada economía narrativa. No había introducción, no había nombres, no se describía nada. Eran las tres voces sucediéndose, manejadas por el mismo narrador, con una parte de reiteración y otra de novedad, y con un margen para la improvisación dentro de la forma invariable que también es muy propio de las artes orales. El “Ay mama mía mía mía” y el equivalente “Cállate hija mía mía mía” marcaban un ritmo obsesivo y monótono, como un impulso de fatalidad hacia lo inevitable. El narrador, niño o adulto, podía multiplicar según su albedrío los pasos intermedios, retardando o acelerando el ataque final, que no se llegaba a saber en qué consistía, igual que no se sabía nada sobre esa presencia, esa criatura invasora, más temible aún por ese motivo. La palabra ya es en sí misma un medio de máxima sobriedad: que tenga tanta fuerza de sugestión sin el adorno de los detalles, ni de las imágenes, ni de más efectos especiales que sus propios dones de sonido y sentido es uno de tantos prodigios usuales en los que casi nunca se repara. En aquellos tiempos muy anteriores a la psicopedagogía, los adultos disfrutaban sin remordimiento asustando a los niños con cuentos espeluznantes. Éramos niños antiguos que ni siquiera habíamos visto la televisión, y que, aunque íbamos mucho al cine, habíamos nacido mucho antes de que llegaran las películas de vísceras y asesinos con motosierras. En los cuentos que nos contaban los mayores había lobos feroces, gigantes caníbales y brujas que engordaban a los niños en jaulas antes de cocinarlos y comérselos. Pero también había niños valientes e ingeniosos que acababan prevaleciendo sobre los enemigos más temibles, y casi siempre esos héroes inesperados eran el hijo pequeño, la hija abandonada, el personaje astuto y mañoso que en todas las mitologías vence al gigantón ensoberbecido por su fuerza bruta. Pulgarcito pertenece al linaje de Ulises y al del Lazarillo. El bravucón y el temerario acaban recibiendo su merecido a manos de ese esmirriado al que despreciaron. El arrogante Juan Sin Miedo aprende que sentir temor no es una bajeza, sino una estrategia de supervivencia, y también puede ser una actitud de razonable humildad. A los niños nos daban mucho miedo aquellas historias que nos contaban los adultos, y como teníamos más agudeza de la que ellos pensaban, nos irritaba que se divirtieran a nuestra costa. Pero éramos nosotros mismos quienes las pedíamos, y quienes exigíamos que se repitieran exactamente cada vez: saber de antemano el desenlace no anulaba el misterio, sino que lo enriquecía, tal vez con la intuición de lo inevitable, con la incorregible esperanza humana de que por una vez pueda ser evitado. Los niños empiezan a disfrutar de verdad de los cuentos hacia la misma edad en la que empiezan a recordar sueños y a despertarse por las noches con pesadillas terroríficas. En los cuentos orales y en las nanas está la evidencia de que la narración y la música son hechos culturales arraigados en un instinto humano que es universal. Las personas que fabricaron flautas con fémures de buitre hace 50.000 años sin la menor duda contarían también historias y dormirían con cantos a los niños. Lo que empezó en las culturas humanas más antiguas empieza también en cada vida infantil. Lo que llamamos literatura coincide demasiado exactamente con los registros escritos y, por tanto, no se remonta mucho más allá de unos 3.000 años, desde que la epopeya de Gilgamesh se copió en tablillas de barro. Pero antes de la invención de la escritura, y después de ella y al margen, existieron y en parte siguen existiendo todavía universos formidables de historias, igual que han existido músicas de las que no sabemos nada, porque no hubo sistemas de notación que las recogieran y desaparecieron antes de que se inventara la grabación del sonido. A algunos de nosotros el entusiasmo por la literatura se nos tiñe de desaliento cuando la vemos convertida en un espectáculo más bien sórdido de pedantería, de mezquindad, de arrogancia de presuntos expertos, de impostura consentida, de tráfico de influencias. Un antídoto de esa tristeza es recordar su origen como proveedora de historias asombrosas, de lecciones tan profundas que ya se transmitían hace muchos milenios y siguen vivas ahora en los cuentos que les contamos a los niños.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Entrevista a Manuel Castells en el País Semanal (6/12/20)

Sobre el asiento del despacho del ministro de Universidades, el profesor Manuel Castells (Hellín, Albacete, 1942), de los intelectuales más prestigiosos del mundo, pende el retrato de Felipe VI. A los 78 años, el ministro más inesperado del Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos (también para él es el ministro inesperado) no siente que deba eludir tema alguno, tampoco el de la monarquía. Mezcla buena educación y sonrisa como si le divirtiera este ejercicio de aparcar la teoría sobre lo que sucede con la intervención real en lo que pasa. Pero no está cómodo del todo. Él mismo explica qué le incomoda de este trabajo al que llegó desde su puesto de catedrático en California, Estados Unidos, y de profesor en la Universidad de Oxford y de la Universitat Oberta de Cataluña. Exhibe la ironía de los que tienen poco tiempo para culparse. Parece que la vida le ha declarado la paz y eso lo lleva en la cara. En algún momento le recordamos un verso de Lorca (“A esta hora de la tarde qué raro que me llame Federico”) para hablarle de lo extraño de verle en ese sillón. “Me identifico totalmente”, respondió. Pregunta. ¿Cómo se siente? Respuesta. Incómodo y determinado. Como muchos intelectuales formados en la Transición, me siento inclinado a la política para cambiar la sociedad. En la política acepto todo lo que hay que hacer, y por supuesto asumo esta responsabilidad, pero siento que no soy yo exactamente. No pienso eternizarme en la labor, primero porque el Gobierno es democrático, y porque realmente no me siento cómodo. Mantengo la determinación de que he de realizar todo lo que pueda hacer por la Universidad española, que siempre ha sido mi ecosistema, y porque quiero ver cómo, en un mundo en crisis, puedo aportar a que las cosas no solo se recuperen, sino que se transformen. P. ¿Qué es lo más incómodo? R. Ver el espectáculo en el Parlamento. Esto no es la política. Esto se debe a comportamientos totalmente no democráticos de la derecha. No meto a todo el mundo en el mismo saco, pero la forma y el comportamiento de mis colegas no están en eso. El espectáculo de la clase política en el Parlamento me parece lamentable y grave. Está socavando aún más el fenómeno de la legitimidad de la política, que analicé en mi libro Ruptura [que reedita ahora Alianza Editorial, sello que lleva también, entre otros, su imponente Comunicación y poder]. La política no está en los enfrentamientos ideológicos de mala fe, que son siempre iniciados por la derecha y a los que resulta difícil sustraerse, porque de falsedades e improperios es muy difícil salir. Yo creo que se debe salir. P. ¿Y cómo? R. Se debe salir no entrando en el juego. Mi gran amigo Salvador Illa está recabando la admiración de mucha gente porque no se inmuta. Claro que le afecta que digan que está matando a gente, cuando está salvando todo lo que se puede, pero mantiene una actitud serena… Como estoy menos expuesto, no tengo que aguantar tanto, pero creo que es muy importante no solo guardar la calma, sino mantener una mirada por encima de eso, darnos cuenta del momento gravísimo que están pasando España y el mundo, y proponer, al respecto, ideas, proyectos, soluciones. P. ¿Esa política bronca es culpa de esa falta de reconciliación? R. En la Transición hubo subjetivamente reconciliación, pero al poco tiempo hubo un intento de golpe de Estado. Yo creo que hubo una reconciliación por necesidad más que por convencimiento, y esto nos está pasando factura. Hubo cosas que quedaron ambiguas en la Constitución, y las Constituciones no pueden ser ambiguas. España es una nación de nacionalidades: ¡brillante! Y complicado. Mi querido Jordi Solé Tura [ponente comunista de la Ley Fundamental] advirtió que había que encajar la realidad histórica de una sociedad plurinacional en una Constitución que no criminalice la plurinacionalidad… Era lo que más obsesionaba a Franco. Ese de las nacionalidades es un ejemplo de cómo hubo cuestiones que se dejaron abiertas. Cada vez que se han querido consolidar han surgido problemas graves. España fue una de las últimas democracias europeas. Ha habido 500 años antes de llegar a una breve democracia durante la República, y luego otra a raíz de la Constitución de 1978. Hoy las nuevas generaciones no se plantean que pueda haber otra cosa que la democracia, pero hay sectores de la sociedad que no aceptan al otro… P. Es la política del odio… El ministro de Universidades, Manuel Castells. El ministro de Universidades, Manuel Castells. SAMUEL SÁNCHEZ R. Que está ahí como un indicador del marco político, representado por el surgimiento de una fuerza decisiva, que es Vox, un síntoma de una política que se manifiesta en el odio y que en muchos casos deforma la realidad más allá de las fake news. Esto no se observa solo aquí, aunque en la sociedad española sea más acentuado. Ahí están Trump, el Brexit, Bolsonaro, la ultraderecha en Italia o en Alemania, regímenes como los de Hungría o Polonia, al borde de un nuevo totalitarismo… Creíamos que habíamos superado todo eso, pero estamos peor que nunca. No, no estamos en los años treinta otra vez. Lo que ocurre es otra cosa, pero puede ser otra cosa igual de peligrosa. P. Una crisis política apabullante, pues. R. Y eso va más allá de si la población escoge un partido u otro. En estos momentos el PSOE tiene aquí 12 puntos más que el PP, así que no hay problema de mayoría parlamentaria de largo plazo de que pueda ganar la derecha. Pero es que lo importante no es la coyuntura electoral: es el vínculo que lleva años rompiéndose entre ciudadanía y representación política. Si pones todo eso junto, la situación es preocupante. ¿Eso quiere decir que nos vamos a la guerra civil? No. Quiere decir que hay que hacer una política nueva para reconectar con la ciudadanía y tratar de guardar la distancia y la calma con respecto a las fuerzas políticas que parten del odio. P. Usted ha dedicado tiempo y escritura al diferendo catalán. ¿Cree que una revisión de la Constitución como la que sugiere podría dar fin a ese conflicto? R. Como ministro estoy en la posición del Gobierno, que comparto en gran parte: hay que reconocer la existencia de un conflicto político en Cataluña. Un conflicto político no es una cuestión de convivencia. Sí que hay tensión entre la gente, pero yo diría que hay mucha más tranquilidad en Cataluña que en Madrid en este momento. Hay un conflicto político. Eso solo se arregla en democracia con el diálogo y la negociación, no hay otra. Para negociar hacen falta dos, y una parte del independentismo catalán o no quiere negociar o quiere empezar a negociar por la autodeterminación. Y no se empieza a hablar por lo más complicado y con lo que ahora el Gobierno no puede estar de acuerdo… En cuanto a lo que yo sigo pensando, el conflicto solo se podría estabilizar a partir de los líderes que están en prisión o exiliados, en función de un muy mal llevado procés, una declaración unilateral en mi opinión totalmente irresponsable. No estamos en el franquismo; sí que infringieron la ley española, no hay duda sobre esto. Hay que empezar políticamente, y no solo judicialmente, respetando todo lo que son las resoluciones para resolver el conflicto de Cataluña, solucionar la situación de esos exiliados resultantes de ese problema. Siempre he estado, como la gran parte de la población de Cataluña, por el derecho a decidir, y siempre he dicho que, en una campaña por ese derecho, yo votaría no a la independencia. ¿Resulta incoherente? No, coherente. Porque una cosa es la democracia y otra distinta son las diferentes opciones que defiende cada uno. P. ¿Qué poso le ha dejado a usted ese conflicto? R. El de gran tristeza ante la estupidez humana. Un conflicto que se podía haber resuelto mucho antes y que estaba prácticamente superado en una primera fase, cuando hubo la elaboración del Estatut, cuando se votó e incluso cuando fue recortado, o cepillado, como dijo Alfonso Guerra, que fue apoyado por Zapatero y refrendado… Y que todo eso se cayera por el recurso al Constitucional y por la incapacidad estructural de la derecha al aceptar una mayor capacidad de autogobierno en otros territorios del Estado… Se perdió la gran oportunidad. A partir de ahí la política en Cataluña se volvió emocional para la mayoría de la población catalana, no toda pero tampoco la mitad, porque hay tres cuartas partes que están por el derecho a decidir. Y no coincido para nada con el voto político. Personalmente, pues, tristeza, y el sentimiento de que cosas terribles, como las rupturas familiares, pudieron haberse evitado. Cuanto más se ha agravado el conflicto, más difícil se ha hecho. La declaración unilateral y la unilateralidad en general es una opción nuclear que ha afectado enormemente a la capacidad que hay de que se produzca una negociación que lleve a aumentar el autogobierno y permita una consulta tranquila y pacífica. Y lo más importante es que, si Cataluña no se estabiliza, España nunca lo hará. P. ¿Cómo se ha ido adaptando al trabajo con políticos profesionales? R. Lo he hecho, la verdad, sin necesidad de asimilar los comportamientos. He encontrado un nivel de sacrificio personal muy alto. Hay una cosa bonita en este Gobierno: hay bastante comprensión, dentro de los desacuerdos normales. Hay un excelente clima personal. Y me tranquiliza mucho mi relación personal con los dos líderes del Gobierno. En primer lugar, con Pedro Sánchez. Tengo total confianza en él. Conozco menos a Pablo Iglesias, la otra parte de esta bicefalia. Mi respeto por él viene de que fue capaz de traducir el 15-M en un instrumento político e institucional aceptando reglas del juego propiamente institucionales. Eso es difícil, porque movimientos así se absorben o desaparecen cuando entran en las instituciones. Ahí los problemas democráticos se plantean muy severamente. En ese sentido tengo una gran admiración personal y respeto por lo que Pablo Iglesias ha hecho, con acuerdos y desacuerdos, esa es otra cuestión, y su aguante extraordinario, su coraje ante la campaña de exterminio. Desde que Podemos se hizo importante, ha sufrido una campaña de liquidación personal. P. ¿La situación de la universidad puede ser un retrato de este país? R. Sí. Este país es también mucho el del quiero y no puedo, porque sin recursos no se puede. En la última década ha sufrido un 21% de recortes presupuestarios, y, al mismo tiempo, como ha querido aumentar las enseñanzas, incorporar a una proporción mayor de la población española, de que todo el mundo pueda estudiar, con unos recursos tan escasos, se ha creado una situación de precariedad. En la próxima década se jubilará a la vez el 95% de catedráticos y profesores titulares. Esta es una universidad tremendamente envejecida y con muy precarios recursos, pero a la vez con ideales democráticos, de expansión de la enseñanza, y vive esa tensión constante en un país que aún está lastrado por su retraso económico y social respecto de Europa. P. ¿Cómo se ha encontrado el ánimo universitario? R. El salario medio de un catedrático español oscila entre los 80.000 y los 90.000 euros anuales. El salario medio de un profesor norteamericano está entre 160.000 y 200.000 dólares, según qué universidades. Y en Francia está muy por encima de los 200.000 euros. Un joven investigador inglés viene a España en unas condiciones precarias. Por eso hay pocos extranjeros trabajando entre nosotros, porque además hay limitaciones serias de las plazas permanentes que se puedan ofrecer. Eso es lo que estoy tratando de cambiar. P. ¿Y cómo va a hacerlo? ¿Tiene apoyo? R. Todo el mundo dice que la universidad es lo más importante, pero luego no pagan. Aquí hay un problema que yo pretendo afrontar, con paciencia y determinación; si no se puede avanzar a la velocidad a la que estuve intentándolo al llegar porque he visto las dificultades, bajaré el ritmo de las reformas, pero sin dejarlas. Y aun así creo que en el espacio de esta legislatura se podrá cambiar bastante. Yo empecé por lo que me parecía más urgente: la precariedad de los estudiantes, becas y tasas. Doblamos las becas en un año. Tenemos las tasas más altas de Europa, y eso es ridículo: somos un país más pobre que Francia o Alemania, pero tenemos tasas más altas. Por ley, las hemos congelado, y ahora trato de abordar el estatuto del personal docente e investigador, la regulación de las enseñanzas, la gobernanza de las universidades, la financiación de las universidades, el estatuto de estudiantes… Todos los problemas están planteados desde el punto de vista de una normativa que se ha ido quedando obsoleta. Es falso cuando se dice que no somos competentes: la ley la hacemos nosotros, pero los planes de estudio dependen de cada universidad, y eso está muy bien; pero es que también las comunidades autónomas son las que tienen las competencias en materia de financiación universitaria, así que tendríamos que ponernos de acuerdo los que hacemos las leyes con los que reciben los fondos y pagan para esas leyes, porque, si no, no hay correspondencia. El ministro de Universidades, Manuel Castells. El ministro de Universidades, Manuel Castells. SAMUEL SÁNCHEZ P. Ha dicho que está con la gente que quiere y en el país que más le importa. ¿Qué no quiere de este país? R. No quiero la intransigencia ni la intolerancia religiosa o política, así como no aguanto los reflejos burocráticos de las instituciones públicas, no solo del Estado central. Este es un país en que el Estado siempre ha sido más importante que la sociedad, y en el que el dinamismo empresarial ha estado dominado por compañías enormes, grandes poderes financieros… Y hay jóvenes capaces de inventar. Y existe esa idea de libertad cada vez más fuerte y necesaria, porque tiene más obstáculos… La verdadera ideología transformadora en España siempre ha sido el anarquismo, explícito o implícito. P. ¿Usted es anarquista? R. Sí, lo soy, pero no lo practico. Como ministro no lo practico. P. Tiene sobre su asiento el retrato de un monarca. R. Sí, Felipe VI. Yo le tengo bastante afecto personal. No a su padre, para nada, porque mata elefantes y cuya abdicación pedí públicamente en un artículo de La Vanguardia en 2014. Al rey Felipe lo conocí cuando él era joven, estudiaba en la Autónoma y yo era profesor allí, a la vez que enseñaba en Berkeley. Apreciaba en él una personalidad inteligente, afable, democrática, con valores. Tengo también muy buenas referencias de su familia, de la reina Letizia… Recientemente, en la Fiesta Nacional, pude hablar con las infantas, que son inteligentes y abiertas. Son casi fluidas en la lengua árabe, que han estudiado por la relación que su madre piensa que va a tener este país con el mundo árabe. Todo eso son cosas muy positivas. Pero soy republicano, y una cosa es el respeto profundo y otra cosa es la ideología. He prometido la Constitución y mantengo mi respeto a la Monarquía. Ahora bien, ¿en este momento hay que plantear república o monarquía? Yo creo que el pueblo soberano, según la Constitución española, en algún momento tendría que ser capaz de expresar las preferencias constitucionales sobre monarquía o república. Simplemente, así de claro. ¿Que esa situación está cerca? No. Y, además, ahora y en este momento, tal como dijo, aunque se le malentendió, Pablo Iglesias, no hay una situación política que permita avanzar en ese sentido. P. Predijo que la Red lo iba a marcar todo. ¿Cómo se puede defender la sociedad de ese Gran Hermano? R. Los libertarios de espíritu pensamos que la Red permite intervenir en el espacio mediático sin que las grandes corporaciones puedan controlar la libertad de expresión. Pero para poder censurar esto tienes que intervenir en las redes. Clinton lo quiso hacer, y la sentencia que lo paró decía: “Los ciudadanos tienen un derecho constitucional al caos”. P. Trump ha sido el campeón de la mentira… ¿Qué ha supuesto este hombre para este mundo y para la verdad? R. Ha sido la puesta en cuestión de lo que son criterios de verdad, de tolerancia, de ciencia. Ha legitimado el desarrollo de movimientos parafascistas. Ha creado una forma de gobernar por Twitter, evitando así los controles democráticos. Es un efecto devastador que tendrá herederos por mucho tiempo.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Perder tiempo para ganarlo, por Nuccio Ordine

No te avergüenzas de dedicar a la sabiduría solo el tiempo que no puede utilizarse para nada más?”. Estas palabras de Séneca resultan provocadoras y proféticas en una época en la que la rapidez y el utilitarismo han transformado el tiempo en dinero y nuestra vida en una loca carrera dominada por la dictadura de la productividad. Ante la aceleración que caracteriza a la sociedad actual, ¿cómo puede interpretarse una decisión que invita a recuperar el tiempo y colocarse, aunque sea por un instante, “fuera de él”? Por ejemplo, apagar el móvil durante unas horas, quedarse sin enviar ni recibir mensajes, sin llamar ni responder llamadas, sin escribir ni leer correos. Una ocasión valiosa, precisamente, para “perder el tiempo”. Observar un atardecer a la orilla del mar, ver salir la luna llena detrás de una montaña o admirar los majestuosos revoloteos de un pájaro en el aire parecen experiencias incompatibles con una economía basada en “ganar tiempo”. Lo mismo ocurre con las actividades que no entran en la lógica de la productividad. La pregunta siempre es la misma: ¿para qué sirve? ¿Para qué sirve leer una poesía, escuchar música o admirar una obra de arte? Se considera (por desgracia) que estas actividades son “improductivas” y que, por tanto, quien renuncia a aprovechar al máximo su tiempo termina por desperdiciarlo innecesariamente. No hay más que reflexionar sobre el destino de la escuela y la universidad, centro de atención en estas semanas debido a la segunda ola de la pandemia, para comprender a fondo las consecuencias de una lógica basada en las exigencias del mercado y el beneficio. ¿Cómo se interpretaría hoy la provocación profética de Jean-Jacques Rousseau? “¿Me atreveré a exponer aquí —escribió el autor francés en Emilio— lo que ordena la mejor, la más importante, la más valiosa regla de toda la educación? ¡No ganar tiempo, sino perderlo!”. Me complace añadir a estas provocaciones las reflexiones brillantes de un gran novelista, Charles Dickens. En Tiempos difíciles (1854) ya se atisban los peligrosos gérmenes de una concepción utilitarista y mercantilista de la enseñanza. Estamos en Coketown, en el Reino Unido. Una ciudad industrial en la que solo importan los hechos, el dinero, la producción y el mercado: “Hechos, hechos, hechos en todo el aspecto físico de la ciudad; y hechos en todo el aspecto espiritual. La escuela de M’Choakunchild era todo hechos, la escuela de dibujo era todo hechos, las relaciones entre amos y trabajadores eran todo hechos, todo era hechos, desde el hospital en el que se nacía hasta el cementerio, y lo que no podía traducirse en cifras o no se podía adquirir más barato o vender más caro no existía ni debería existir jamás, por los siglos de los siglos, amén”. En este contexto de alienación, también se obliga a la escuela a servir los intereses del mercado y el beneficio. En ese mismo libro, en las palabras del gordo banquero Bounderby y el pedagogo Gradgrind, se entrevén las líneas maestras de una educación destinada a combatir todo lo que se opone a la concreción de los hechos y la producción. Gradgrind, enemigo de la enseñanza abierta a la imaginación, a los sentimientos, los afectos, cualquier forma de curiositas, aparece “con una regla, una balanza y una tabla de Pitágoras siempre en el bolsillo”, dispuesto a “pesar y medir cualquier partícula de la naturaleza humana y decirnos exactamente a cuánto asciende”. Para él, la educación y la vida se reducen a “una pura cuestión de cifras”. Y los jóvenes alumnos son “pequeños recipientes que hay que llenar de hechos”. Hoy, lamentablemente, esta descripción tan profética se ha hecho realidad. Hace muchos años que los parámetros internacionales de educación están cada vez más condicionados por las directrices de los organismos multinacionales: son los expertos del Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Organización Mundial de Comercio quienes señalan los criterios para valorar el aprendizaje en las escuelas de los Estados miembros. El énfasis en la enseñanza a distancia y las exigencias del mercado están contribuyendo a que se pierda de vista la verdadera misión de la educación y la investigación: el término escuela procede del griego skholè, que significa ocio, tiempo libre, “el uso placentero de las propias fuerzas, sobre todo espirituales, independientemente de cualquier necesidad u objetivo práctico”. Por eso los profesores no pueden ser gestores ni intermediarios de negocios. Las escuelas y las universidades no pueden ser fábricas de diplomas. Los alumnos no pueden ser clientes que compran pasaportes para incorporarse el mundo del trabajo. No se estudia solo para aprender un oficio. No es cierto que lo único útil sea lo que produce beneficios y ganancias. Los laboratorios no son distribuidores automáticos en los que empresas invierten para comprar los productos que deseen. El universo de la educación es un espejo en el que se reflejan las contradicciones de la sociedad. Por eso, al culto a la productividad y el beneficio se suma el culto a la rapidez. La velocidad es cada vez más la expresión de poder social, la eficacia, el ahorro de tiempo. Frenar, hoy, significa “perder tiempo”. Y, sin embargo, si lo pensamos bien, el conocimiento, las relaciones humanas y nuestra relación con la vida necesitan sobre todo “lentitud”. Bastaría releer el bellísimo elogio que dedica Nietzsche a la filología en Aurora para comprender la importancia esencial de lo lento. Desde esta perspectiva, tomarse su tiempo no significa perder tiempo, sino, por el contrario, ganar tiempo, adueñarse del tiempo. Quiere decir humanizar nuestro tiempo y nuestra vida. Desconectarse para renunciar a la rapidez y la urgencia es obligatorio para reconquistar la libertad perdida y relacionarse con los demás y con el mundo sin prisas, sin furia, sin ninguna necesidad de precipitarse. Solo así podremos descubrir, como nos enseñó el coronel Aureliano Buendía, la fecunda inutilidad de hacer cosas y gestos sin el menor propósito utilitario: “Úrsula no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro y luego convertía las monedas de oro en pescadito para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En realidad, lo que le interesaba a él no era el negocio, sino el trabajo”. Alcanzar la meta no es el propósito de nuestro viaje, sino que, como nos sugiere Kavafis en su poema Ítaca, son las experiencias que acumulamos de camino a la isla las que nos enriquecen y nos hacen mejores. Parar o frenar el tiempo dedicado a la productividad quiere decir rendirse a la aventura de los encuentros inesperados e improbables. Es precisamente en ese espacio de libertad donde podemos cultivar nuestra curiositas para alimentar la reflexión y la creatividad. Este es un rechazo necesario, un “equívoco de lo posible”, en palabras de Eugenio Montale, que nos permita abrirnos a las sorpresas que nos ofrece la vida. El auténtico artículo de lujo, en una sociedad en la que lo virtual está absorbiendo todos los aspectos de nuestra existencia, siempre coincidirá más con el tiempo consagrado a las relaciones humanas. Por eso, perder tiempo para dedicarlo a los afectos, para reflexionar, para oír música, para admirar un cuadro, volver a cazar mariposas, disfrutar de la de la naturaleza, significa ganar tiempo para uno mismo y para los demás y, de esa forma, contribuir a que la humanidad sea más humana. Nuccio Ordine es profesor de la Universidad de Calabria.