La monarquía española, instaurada por el generalísimo Francisco Franco, ha prestado grandes servicios al país. Fue el motor de la transición de la dictadura a la democracia, actuó decisivamente en la crítica noche del 23 de febrero de 1981 y logró ganarse un considerable respaldo popular. Hay quien dice que el discurso de Felipe VI contra el separatismo catalán, el 3 de octubre de 2017, fue tan significativo como el que había pronunciado su padre, Juan Carlos I, durante el secuestro de los diputados. Hay quien valora la estabilidad en la Jefatura del Estado. Hay quien, como Felipe González, prefiere “una monarquía republicana como la que tenemos a una republiqueta”.
A falta de que alguien explique en qué consiste el celebrado oxímoron de la “monarquía republicana”, demos por buenos los servicios, la estabilidad y la protección frente al riesgo de la “republiqueta”, sea lo que sea eso.
España ha visto auténticos prodigios durante estas décadas de monarquía parlamentaria. La mayoría de los partidos políticos se han financiado ilegalmente, representantes del Estado han cometido delitos de terrorismo, un director de la Guardia Civil se fugó con la pasta, un presidente autonómico declaró la independencia de Cataluña… Era casi lógico que un rey comprometido con su pueblo participara del espíritu nacional y se embolsara unas presuntas comisiones saudíes con las que presuntamente pagó una fortuna a una presunta antigua amante. Todo quedará en presunción porque el rey, en activo o en condición de emérito, disfruta de inviolabilidad e impunidad. Quizá las comisiones y la generosidad de quienes pagaban los festejos de Juan Carlos I beneficiaran en algún momento a su hijo, Felipe VI. Cosas presuntas.
Demos por buena la coherencia. En un país desordenado, resultaría un poco absurdo que todas las instituciones sufrieran máculas menos una. Las piezas del entramado institucional han de marchar al mismo paso.
¿Se imaginan que un presidente de la República hubiera cometido los presuntos delitos de Juan Carlos I? Habríamos caído sin duda en la condición de “republiqueta”. Los medios de comunicación habrían titulado en caracteres gigantescos. El malestar social sería insufrible. Por suerte, disfrutamos de una monarquía. Se informa del asunto con discreción y prudencia. Impera la calma en la nación.
Demos por bueno el sosiego.
Por imperativo de la naturaleza y de la transmisión hereditaria, los reyes tienen familia. Es inevitable. Los familiares de los reyes a veces cometen delitos y van a la cárcel. A veces son jaraneros sin oficio pero con beneficio. A veces simpatizan con la ultraderecha: normal en quienes han crecido en un ambiente de inflamado nacionalismo, tradiciones rancias y privilegios abundantes. No hay de qué extrañarse. Fijémonos en la familia real británica: uno es sospechoso de pedofilia y corrupción, otro se larga del país… Evitemos las histerias, por favor. Son gajes de la institución.
Demos por bueno el hecho de que las cosas son como son.
Cabe señalar como posible inconveniente un pequeño detalle ideológico. Por los factores antes señalados (nacionalismo, tradiciones, privilegios y, para qué negarlo, dinero en abundancia), lo más probable es que un rey tienda al conservadurismo. Es decir, lo más probable es que los sucesivos jefes del Estado español sean siempre y eternamente de derechas. Ese inconveniente acaba siendo una ventaja. ¿Qué pasaría si hubiera un jefe del Estado izquierdista? Si con un gobierno más o menos progre como el de ahora (soslayemos su relativa ineficacia) hay tanta gente alterada y tanta prensa al borde del ataque de nervios, mejor nos quedamos con la monarquía, ¿no?
Un último rasgo positivo de la institución monárquica española: por más importantes que resulten sus problemas y deficiencias, parece que nunca son muy importantes. La discusión sobre la organización del Estado nunca es prioritaria. Nunca es momento de abordarla. Aunque en palacio pase de todo, y estos últimos años ha pasado de todo, no pasa nada.
Démoslo por bueno.
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