Soy un premuerto. Tengo 74 años y soy un premuerto para el mundo. Tal es lo que me ha hecho comprender la crisis de la covid-19. Podría haber expirado en una residencia de ancianos, donde estos días han caído como chinches, podría haber sido víctima también de lo que eufemísticamente venimos llamando el techo terapéutico, o me podría haber caído una teja en la cabeza sin despertar entre mis congéneres otra cosa que un suspiro de alivio. El azar me mantiene vivo (como a todos, por otra parte), pero ahora sé que socialmente he caducado, que mi fallecimiento, cuando se produzca, será el final de unas diligencias burocráticas que ya estaban en marcha sin que yo lo supiera.
No me parece mal. O sí. Hay en esta aceleración una patología que genera asimismo prenacidos. Los prenacidos son, como los viejos, un estorbo, de ahí la cantidad exagerada de cesáreas que se llevan a cabo en nuestros hospitales: superamos en un 70% o así las recomendadas. Todo por culpa de la productividad. ¿Qué hace un bebé en el vientre de su madre cuando podría ser ya un proyecto de adulto? Eso son los niños entre nosotros, proyectos de adultos, de mano de obra, de carne de cañón, y no sujetos valiosos por sí mismos, por lo que representan. Eso explica la pobreza histórica de nuestra literatura infantil y juvenil.
Así las cosas, no me parece extraño que los viejos seamos proyectos de cadáveres. De otro modo, alguna institución debería haberse abierto las venas frente a lo sucedido en las residencias de ancianos. Alguien debería haber dimitido al menos de sí mismo o de la dirección general que ocupe. Escribo estas líneas con una salud a prueba de bombas y con multitud de proyectos en la cabeza. Pero veo que me miráis como si no estuviera.
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