Cuando se hizo evidente que el franquismo se desmoronaba y mutaba en algo distinto, hacia 1976, sentí un malestar bastante profundo. Cosas de los 17 años. Crecí más o menos convencido de que ser catalán consistía en sufrir represión y opresión y estar en el bando correcto de la historia. ¿Qué iba a ocurrir tras el cambio político? ¿Íbamos a perder el dulce romanticismo de las reuniones semiclandestinas, la complicidad del nosotros contra ellos, la discreta heroicidad de acudir a manifestaciones prohibidas? Entiéndase que por entonces los riesgos eran mínimos y que “ellos” no eran otros que los que mandaban; por entonces, Barcelona (la real) y Madrid (la real) vivían un romance. Puestos en lo concreto, para mí “ellos” eran esos antidisturbios de gris, tan salvajes como idiotas, que daban palos en La Rambla. Nunca, desde entonces, he logrado mirar con simpatía a un policía. Lo siento. Sé que de aquello hace casi medio siglo y que entre ellos hay de todo. Pero sigo sin fiarme de ninguno.../...
Miremos cómo estamos. Los independentistas que toman las calles, sin distinción entre los que se manifiestan y los que destrozan, se sienten oprimidos y reprimidos y en el lado correcto de la historia. Quienes se manifiestan este domingo a favor de la unidad de España y la Constitución, y añadamos también a los franquistas del aguilucho, por qué no, se sienten oprimidos y reprimidos y en el lado correcto de la historia. Y esa amplia mayoría que se queda en casa harta y hastiada, dolorida porque el país no tiene arreglo, se siente oprimida y reprimida y en el lado correcto de la historia.../...
Y ya está. Todos tienen razón. Qué bonito es ser catalán.
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