Llevo días intentando acordarme del nombre de esa profesora de Historia del Arte que tuve en COU y que hizo tanto por mí.
Recuerdo perfectamente su aspecto físico: era muy delgada, alta, de pelo negro seguramente teñido, cortado en melena al ras de la oreja. Tal vez entonces tenía la edad que tengo yo ahora. Sus ojos eran oscuros y su mirada cálida, la boca grande y los dientes un poco separados. Era algo desgarbada, tenía un aire despistado y bondadoso, normalmente vestía vaqueros, pero recuerdo que a menudo se daba un toque coqueto: un pañuelo anudado al cuello, unos pendientes largos. Recuerdo la emoción que sentía cuando la veía entrar en clase cargada con el carrito de las diapositivas porque eso suponía que ese día apagaría las luces, proyectaría imágenes, nos explicaría con su voz grave y algo nasal por qué
las señoritas de Avignon me miraban al mismo tiempo de perfil y de frente.../...
Y recuerdo que fue la única profesora que pensó que yo era una joven inteligente y sensible y que podía estudiar una carrera universitaria. Ella fue quien me dijo, por primera vez, que yo sabía mirar, interpretar y escribir. Y que debía estudiar una carrera en la que pudiera desarrollar esas habilidades. Antes de conocerla, lo único que había escuchado de profesoras, si acaso, era que “no iba a ser nada en la vida” (palabras de monja cuando llamaron a mi madre para invitarla a que me sacara de su colegio porque ahí no me querían más). Es cierto que mi historial de estudiante hablaba negativamente de mí, pero esa profesora de la que no consigo recordar el nombre despertó en mí dos cosas sin las cuales tal vez nunca hubiera seguido estudiando: el interés por el conocimiento y mi autoestima intelectual.
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