Había una vez un niño que se llamaba Gabriel o Gabrielillo, el Pescaíto para sus papás, el Pelusín para algunos de sus amigos. Era un niño normal; es decir, excepcional. Era gracioso, bueno, guapo, ingenuo y, como todos, un poco consentido. Estaba siempre maravillado. Le gustaban los peces del mar. Le gustaban los camaleones de las ramblas. Le gustaba el mundo y lo demostraba riéndose a carcajadas ante cualquier figura redonda o peluda o de colores. Estaba siempre como diciendo con la mirada y con los dientes: qué suerte haber llegado a un lugar como este, con cielo y tierra y lenguados y pasteles. A través de sus ojos, un lugar como este –que llamamos mundo– a los adultos nos parecía seguro, hermoso, apetecible, habitable. No es verdad que los niños transporten un mundo nuevo; transportan un mundo más antiguo, antes del Diluvio y de Caín, antes de los trabajos y los días, antes de la lucha de clases, antes incluso del amor con todas sus perrerías. Los niños transportan un mundo enteramente a su medida en el que las piedras parecen piedras y las palmeras parecen palmeras y en el que, si en el camino aparece un palo o en la montaña una cueva, es porque eso es justamente lo que en ese momento sueñan o necesitan. “Gabrielillo, ¿qué has pescado este año?”. “Un rehfriaó”, nos decía riéndose con ese acento almeriense que daba aún más cuerpo a su infancia sin heridas.
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