La idea de una soberanía atada de pies y manos a una concepción de la nación es innecesaria y peligrosa. Todavía lo es más si esta nación, como sucede con casi todos los símbolos del Estado y la lengua castellana, está tallada sobre uno de los varios moldes identitarios que existen en España. Para paliar esto tiene poco sentido insistir en la unidad de la nación, en el mandato constitucional o en un federalismo hueco, un artefacto meramente político sin consistencia cultural. Antes lo dijimos: no existe una fórmula, debe buscarse. Para ello hace falta imaginación y flexibilidad política. También mirar fuera y aprender, de Canadá por ejemplo.
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