Reprimo con frecuencia el impulso de criticar a la vez esto del Gobierno y aquello de la oposición por miedo a caer en lo que se ha dado en llamar la “antipolítica”. También para evitar que de mis palabras pudiera concluirse que “todos son iguales”. No lo son, muestran sensibilidades distintas ante las desgracias que nos aquejan, pero tienen una cosa en común: trabajan en un contexto económico hiperliberal, así que no pueden tomar decisiones o promulgar leyes por las que el dinero se sienta amenazado. De ahí el declive ininterrumpido de las clases medias y bajas; de ahí el aumento de los trabajadores pobres; de ahí que la vivienda haya devenido un bien de mercado inaccesible; de ahí el descenso alarmante de la natalidad; de ahí que, gobierne quien gobierne, el destino de los hijos sea el de arrastrar una vida menesterosa, comparada con la de quienes crecieron en un mundo en el que la lógica depredadora del capital tenía como contrapeso la alternativa imaginaria del modelo soviético y de los países socialistas, que resultaron un fiasco.
Las únicas sociedades que se han demostrado viables son las de mercado. Pero no es lo mismo el mercado, donde el comprador es un cliente, que el hipermercado, donde el cliente es un consumible. Debería ser lícito, por tanto, declararse antisistema sin ser asimilado de manera mecánica a la antipolítica o a la ultraderecha. Un socialdemócrata flojo, en los tiempos que corren, podría pasar perfectamente por un rojo frenético. De ahí también la crecida feroz de la desigualdad, que no se debe tanto al empobrecimiento del sistema como a la transferencia de rentas de las clases medias y pobres a las privilegiadas. Fue precisamente el multimillonario Warren Buffett el que se quejó de pagar menos impuestos que su secretaria. Dejemos de predicar, pues, que no hay orden posible fuera del sistema (resulta inimaginable un caos mayor que el del sistema) y preguntémonos qué hacer.
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