Vivimos en un Estado fallido gobernado por un autócrata. Esta es muy en síntesis, y prescindiendo de los aderezos más o menos exaltados o delirantes con que se aliña el mensaje, la lectura que los opinadores del antisanchismo —alguno llegó a pasar por analista solvente antes de caer en la ofuscación y la monomanía— proponen para entender la situación de la España de hoy mismo. Al autócrata lo teníamos desde hacía tiempo, por si no lo sabían. Desde 2018, ahí es nada. Pero la terrible riada de Valencia permitió pasar a la casilla del “Estado fallido”. De Estado fallido hablaba algún intelectual —no entrecomillo por caridad— del procés en los meses previos a octubre de 2017. De fallo sistémico habló Mazón ante las Cortes valencianas en un bochornoso ensayo general para su defensa jurídica. De Estado fallido y de fallo sistémico hablan todos aquellos líderes y fuerzas políticas que buscan desacreditar en bloque un régimen político para apoderarse de él sea mediante un golpe, o una revolución, o una simple ocupación democrática del poder para desarmar desde dentro del Estado sus instituciones en provecho propio.
Presumo que no todos los que usan esta expresión están en ese extremo ni se han vuelto tan locos, aunque algunas llamadas a “la acción” —entre seniles y grotescas, viniendo de quienes vienen— obligan a temerse que hay quienes salen con unas cuantas copas de más de algunos cenáculos. Hay una ferocidad gagá, y hay ambiciones y ansiedades más juveniles, todas ellas inocuas en una sociedad educada. Pero aquí la pregunta es siempre quién anima o quién paga esos cenáculos. Seguramente el que sale sobrio de la francachela y se va tranquilamente a casa a fumarse un puro y a beber de su whisky, que es el bueno. La imagen no pretende ser literal, pero sí significativa: hemos ingresado en el imperio de la exaltación y han regresado en tropel los tontos útiles.
Que el rechazo a Pedro Sánchez puede plantearse como algo argumentado y hasta racional no seré yo quien lo ponga en duda. Ni tan siquiera lo digo en subjuntivo, porque no es una posibilidad: es un hecho y forma parte de las reglas del juego de la democracia. Pero que el rechazo se exprese como odio, e incluso si ese odio todavía se esfuerza por parecer argumentado y razonado —claro, ¿cómo no se verá como odioso a un autócrata, y cómo no será un autócrata si lo odiamos?—, eso ya sospecho que forma parte de una manera muy actual, quizá demasiado actual, de vivir la política. Y no digamos si el odio se expresa como algo visceral, como algo odioso en sí mismo y como algo dispuesto a la violencia, o dando pábulo a la acción violenta hasta alentarla y comprenderla. Objeto de odio ya lo fueron Suárez, González, Aznar y Zapatero. Calvo Sotelo y Rajoy sospecho que desataron menos pasión. Pero sea cual sea el ranking de los odiosos, lo que es evidente es que el odio, la visceralidad, el exabrupto, el disparate, y ahora la mentira sistemática y descarada, la manipulación más burda y maniobrera, dominan la política de este país —y de buena parte del mundo global— para desgracia de todos.
Quienes creen que un mínimo de racionalidad se impondrá se equivocan. Quienes invocan una política basada en la sensatez, en el triunfo de la verdad sobre la mentira —del bien sobre el mal— se equivocan. Muchos ciudadanos de hoy se informan y piensan enganchados a un placebo informativo repleto de venenos, y son precisamente esos venenos los que les dan gusto y los vuelven adictos a su nicho de información. Es el final del sueño ilustrado de una sociedad articulada por una opinión pública honesta, cualificada y bien informada. Es el final definitivo, y nada abrupto, porque sería muy ingenuo creer que eso no ha sucedido hasta ahora. Alexander Koyré ya pudo escribir en su ensayo sobre la mentira de 1940 que “nunca antes se había mentido tanto como ahora”. Su motivo de escándalo era Goebbels, y la novedad era el aparato de radio. No es difícil encontrar en internet fotomontajes de los años treinta con el aparato de radio como gran tótem erigido en medio de una multitud, ni imágenes de familias unidas en torno a la misma radio escuchando la voz del Führer con la misma devoción con la que se podía bendecir una mesa. Son conocidas las reacciones de intelectuales como Tucholsky o Thomas Mann al oír por primera vez a Hitler en la radio, porque dejaron por escrito su perplejidad y la imposibilidad de tomarse en serio justamente aquella voz. Pero también es conocida la advertencia de Hitler: “Primero fueron muchos los que se reían, luego fueron cada vez menos, y de los que todavía se ríen, pronto no se reirá ninguno”. No quiero incurrir en la típica reductio ad Hitlerum, pero es importante pensar históricamente y tratar de comprender adónde nos lleva la dinámica actual de frivolidad, mala fe y ominosa ferocidad. Y qué significa para la democracia, tal como la conocemos, esta demolición de una opinión pública razonablemente capaz de preferir la veracidad a la mendacidad.
Lo del Estado fallido no es un ejemplo de bulo. Es el horizonte al que apunta la proliferación de los bulos. La agitación verbal acaba por agitar los ánimos, que es lo que busca, y de los ánimos agitados puede esperarse cualquier cosa. Así se crea un estado de opinión cada vez más amplio que asume como un hecho que la situación general de España es efectivamente la propia de un Estado fallido. La parte de la sociedad que muerde con afán semejante anzuelo no puede no desear otro Estado, a menos que encuentre placentero el vivir en un Estado fallido, cosa improbable. De modo que tanto la insistencia en el Estado fallido como la receptividad ante semejante infundio lo que hacen es expresar el deseo de que el Estado actual —la España constitucional— se dé efectivamente por fallido y dé paso a otro modelo o régimen político, se supone que más fuerte, más autoritario, más centralizado, o simplemente más caótico y ya consumadamente libertario, ideal para las doctrinas del cuanto peor, mejor. No me cabe duda de que algunos de los opinadores que se han lanzado por ese tobogán, llegados a ese punto, se llevarían las manos a la cabeza y dirían que ellos solo quieren “echar a Sánchez”. Pero al cambiar el agua del barreño —como suele decirse— hay que vigilar mucho con que no se acabe tirando también al niño. Y el niño por supuesto no es Sánchez. Por supuesto que no es Sánchez lo sagrado, sino el Estado. Por eso lo inquietante es que para hundir un Gobierno hayamos entrado en una carrera hiperbólicamente destructiva y en la que parece haberse infiltrado otro plan, otro propósito con un tufo trumpista y desestabilizador que apesta, en definitiva, a ultraderecha. Y que la ultraderecha juegue a ser ultraderecha no debe sorprendernos. Pero que la derecha en teoría centrista se arme un lío —y nos líe a todos—con sus maniobras de supervivencia ante el colosal desastre de Valencia y su escandalosa gestión por parte del Gobierno valenciano, eso debe anotarse en la interpretación del momento presente y sus tendencias. No vaya a ser que desacreditar el Estado llegue a ser conveniente incluso para aquellos partidos que representa que son partidos de Estado. Dicho de otro modo: ¿Dar el Estado por fallido podría llegar a ser electoralmente rentable?
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