Desde hace unos días asistimos a una especie de colapso moral que va mucho más allá del caso Errejón y afecta a los partidos, al crédito político en general, al Estado de Derecho y, sobre todo, al feminismo. Se llama linchamiento. A la espera de que se concreten y resuelvan las denuncias, nada se puede ni se debe decir sobre la culpabilidad penal de Iñigo Errejón porque nadie lo sabe aún. Hay algo que, sin embargo, sabemos ya todos. Incluso si se demostrara culpable de los delitos de los que se le acusa e incluso si un tribunal le impusiera los máximos castigos que nuestras leyes contemplan, ningún juez podrá imponer a Errejón una pena más severa que la que ya ha recibido. Estamos asistiendo, en efecto, a una muerte civil sin rehabilitación posible como resultado de un escarnio público en el que se han cruzado a veces todos los límites.
Errejón ha perdido ya eso que, al menos hasta hoy, habíamos decidido no arrebatar jamás a ningún miembro de nuestra sociedad, ni siquiera a los responsables de los crímenes más abyectos. Ha perdido para siempre cualquier posibilidad de vivir como un ciudadano más; tendrá que esconderse o exiliarse; nadie se atreverá a darle trabajo ni a frecuentar su trato, pues su baldón irreparable se contagiará a todo el que se le acerque, como las miasmas de la peste. Es, en efecto, un apestado, un monstruo, un engendro inhumano que parece autorizarnos a suspender todas las reglas y todas las garantías que cuidadosamente nos impusimos respetar. Socialmente, es ya un cadáver. Ya lo hemos matado. En medio de un sombrío panorama mundial, mientras avanza una extrema derecha cruelmente vengadora, mientras se justifican genocidios en nombre de víctimas de holocaustos, cuando parece más posible que nunca precipitarse en la barbarie, recordar los derechos humanos parece una extravagancia propia de locos y de ingenuos. O, peor aún, de traidores: quien no dispare hoy contra Errejón y no se sume a su linchamiento, quien no participe en su asesinato civil, quien evoque la presunción de inocencia o el derecho a la reinserción —dinamitado ya para siempre— deberán ser señalados, atacados y acusados de mancillar a las víctimas.
¿Es esa la sociedad que queremos? ¿Se trata de una gran victoria sobre el machismo? A juzgar por la reacción inicial de los medios, las redes y nuestros partidos políticos, podríamos pensar que sí. Las firmantes de este texto creemos, al contrario, que ninguna victoria feminista puede pasar por la destrucción de un ser humano y menos aún por la activación de tribunales populares al margen de la justicia y basados en dos principios peligrosos: la victimización radical de la mujer y la confusión entre pecado y delito. El “yo sí te creo”, nacido para invertir una relación de poder desigual, debe funcionar como una “ficción de combate” destinada a recordar el miedo de las mujeres frente a una justicia que históricamente nos ha considerado pérfidas y mentirosas. No debemos aceptar ser sospechosas por defecto y ello implica señalar todo poder e institución, toda política, toda ley y todo tribunal, todo policía y todo juez que parta de esa premisa.
Ahora bien, si no somos mentirosas por defecto es porque por defecto no somos nada: ni decimos siempre la verdad ni tenemos por qué decirla siempre. Contra la propaganda de la ultraderecha, es bueno recordar que el número de denuncias falsas por agresión sexual es insignificante, es decir, que, frente a esa sospecha patriarcal proyectada sobre las mujeres, estas no mienten más que los hombres. Por pocas que sean las falsas denuncias, en todo caso, su existencia residual demuestra otra cosa: que también mentimos y que para merecer justicia no tenemos por qué ser santas. Las mujeres no estamos obligadas a ser puras e inocentes, tenemos derecho a ser ambiciosas, interesadas, crueles, poco empáticas y mentirosas. Por eso, un análisis feminista que contemple a las mujeres al margen de estas categorías (ángeles o demonios) debe tomarse muy en serio las servidumbres del Derecho; es decir, si hay un espacio al que no puede llevarse el “yo sí te creo” es el de los tribunales, donde debemos imponernos la absoluta obligación de que, como bien explica la magistrada feminista Amaya Olivas, todos los castigos se desprendan no de crímenes creídos sino de crímenes demostrados. Por lo demás, por razones profundamente feministas debemos partir de la constatación de que ni para los hombres ni para las mujeres es fácil evitar estas pulsiones negativas en un marco capitalista neoliberal que fetichiza la imagen y obliga a disputar la visibilidad en condiciones de feroz competencia.
El fanatismo opera dividiendo el mundo entre quienes son esencialmente buenos y quienes son esencialmente malos, y ese suele ser justamente el indicio que precede a los abismos más oscuros de la historia. El feminismo, la izquierda, los defensores de los derechos humanos, debemos combatir cualquier forma de fanatismo y anticiparnos a él para prevenirlo y desactivarlo. Por esa razón es imprescindible defender a ultranza una justicia que descarte bulos y testimonios anónimos y decida en cada caso la veracidad de las denuncias conciliando la escucha atenta de las víctimas con el respeto a la presunción de inocencia del acusado. Jamás debería convertirse en un principio del sentido común la idea de que —según hemos oído repetir últimamente— “es una infamia cuestionar el testimonio de las víctimas”, porque ello entraña haber dictado ya sentencia sin piedad y sin derecho a la defensa. El “yo sí te creo” no puede convertirse en una invitación a la denuncia impune y sin nombre. Hay que tener mucho cuidado. Lo hemos visto estos días con inquietud: el peligro de aceptar como creíble una denuncia anónima verosímil es que obliga a dar credibilidad también a las inverosímiles, en una cascada de testimonios sin freno tanto más creíbles cuanto más visible y poderoso es el objeto de las denuncias. Frente a la pandemia digital, en la que la facilidad, la impunidad y la conspiración política se alimentan de manera exponencial y se contagian como un imperativo libidinal, la justicia es impotente para intervenir o no puede intervenir a tiempo. Como sabemos, un linchamiento digital es un linchamiento real, pues ha ocasionado a menudo el suicidio de los señalados, fueran culpables o no. El feminismo nunca —nunca— debería sumarse a estas dinámicas.
El caso Errejón ha confirmado un peligro que a muchas nos asusta desde hace tiempo; nos referimos al peligro de confundir el pecado y el delito; es decir, lo social o moralmente reprobable con lo penalmente condenable. Como bien resumía un extraordinario texto del Colectivo Cantoneras, “las relaciones de mierda no son agresiones machistas”. Y no porque no sean a veces machistas —pueden serlo— sino porque hay que elegir bien las palabras con las que nombramos los delitos. La falta de empatía, la ausencia de atención, la indiferencia, son un buen motivo para no volver a tener relaciones sexuales con un hombre. Son también, en un mundo machista, el reflejo de un problema estructural. Que tantas mujeres se encuentren en la cama con hombres con quienes el sexo es egoísta, descuidado, unilateral, desagradable e insatisfactorio pone sobre la mesa una cultura machista que debe someterse a examen. Ahora bien, más vale que distingamos el mal sexo de la violencia sexual, y el machismo de los crímenes penales. Cuando el feminismo que parece reinar en este apocalipsis linchador confunde los comportamientos machistas con la agresión sexual está, por un lado, banalizando la violencia, pero también tratando a las mujeres como menores de edad. Esa confusión (entre “pecados” y “delitos”) sirve para legitimar, contra la razón y contra la misericordia, la condena social, a veces despiadada, de cualquiera que no nos haya tratado como creemos merecer. Induce además el olvido de otras violencias (políticas o económicas) que también sufren las mujeres junto a otros colectivos vulnerables.
El espectáculo catastrófico de estos días revela, en fin, la toxicidad de nuestros partidos, la ruina de la izquierda y la destrucción que, en determinadas manos, se ha llevado a cabo del feminismo como promesa de otra sociedad. Ningún feminismo puede ser compatible con el linchamiento. Ninguno. Porque ninguna sociedad puede ser sensible contra el machismo si no es sensible en general; porque ningún feminismo puede combatir el maltrato de las mujeres si no combate todo maltrato; porque ningún feminismo puede denunciar el abuso de poder masculino si no denuncia todo abuso de poder y porque ningún feminismo cambiará nada para las mujeres si no puede transformar esta sociedad. Es en momentos como estos cuando decidimos si queremos o no desengancharnos de todos esos límites —principios éticos y garantías jurídicas— que nos hemos dado para protegernos del fanatismo, de la crueldad y la deshumanización. Nuestro presente político no nos permite olvidar la facilidad con que la humanidad puede precipitarse en todos esos abismos; y un linchamiento, que nos sitúa ante el precipicio, nos hace temer que hayamos decidido dar el último paso y saltar.