viernes, 22 de noviembre de 2024

Un orden caótico, por Juan José Millás (El País: 22/11/24)

Reprimo con frecuencia el impulso de criticar a la vez esto del Gobierno y aquello de la oposición por miedo a caer en lo que se ha dado en llamar la “antipolítica”. También para evitar que de mis palabras pudiera concluirse que “todos son iguales”. No lo son, muestran sensibilidades distintas ante las desgracias que nos aquejan, pero tienen una cosa en común: trabajan en un contexto económico hiperliberal, así que no pueden tomar decisiones o promulgar leyes por las que el dinero se sienta amenazado. De ahí el declive ininterrumpido de las clases medias y bajas; de ahí el aumento de los trabajadores pobres; de ahí que la vivienda haya devenido un bien de mercado inaccesible; de ahí el descenso alarmante de la natalidad; de ahí que, gobierne quien gobierne, el destino de los hijos sea el de arrastrar una vida menesterosa, comparada con la de quienes crecieron en un mundo en el que la lógica depredadora del capital tenía como contrapeso la alternativa imaginaria del modelo soviético y de los países socialistas, que resultaron un fiasco. Las únicas sociedades que se han demostrado viables son las de mercado. Pero no es lo mismo el mercado, donde el comprador es un cliente, que el hipermercado, donde el cliente es un consumible. Debería ser lícito, por tanto, declararse antisistema sin ser asimilado de manera mecánica a la antipolítica o a la ultraderecha. Un socialdemócrata flojo, en los tiempos que corren, podría pasar perfectamente por un rojo frenético. De ahí también la crecida feroz de la desigualdad, que no se debe tanto al empobrecimiento del sistema como a la transferencia de rentas de las clases medias y pobres a las privilegiadas. Fue precisamente el multimillonario Warren Buffett el que se quejó de pagar menos impuestos que su secretaria. Dejemos de predicar, pues, que no hay orden posible fuera del sistema (resulta inimaginable un caos mayor que el del sistema) y preguntémonos qué hacer.

Ese oscuro deseo de un Estado fallido, por Jordi Ibáñez Fanés ( El País: 22/11/24)

Vivimos en un Estado fallido gobernado por un autócrata. Esta es muy en síntesis, y prescindiendo de los aderezos más o menos exaltados o delirantes con que se aliña el mensaje, la lectura que los opinadores del antisanchismo —alguno llegó a pasar por analista solvente antes de caer en la ofuscación y la monomanía— proponen para entender la situación de la España de hoy mismo. Al autócrata lo teníamos desde hacía tiempo, por si no lo sabían. Desde 2018, ahí es nada. Pero la terrible riada de Valencia permitió pasar a la casilla del “Estado fallido”. De Estado fallido hablaba algún intelectual —no entrecomillo por caridad— del procés en los meses previos a octubre de 2017. De fallo sistémico habló Mazón ante las Cortes valencianas en un bochornoso ensayo general para su defensa jurídica. De Estado fallido y de fallo sistémico hablan todos aquellos líderes y fuerzas políticas que buscan desacreditar en bloque un régimen político para apoderarse de él sea mediante un golpe, o una revolución, o una simple ocupación democrática del poder para desarmar desde dentro del Estado sus instituciones en provecho propio. Presumo que no todos los que usan esta expresión están en ese extremo ni se han vuelto tan locos, aunque algunas llamadas a “la acción” —entre seniles y grotescas, viniendo de quienes vienen— obligan a temerse que hay quienes salen con unas cuantas copas de más de algunos cenáculos. Hay una ferocidad gagá, y hay ambiciones y ansiedades más juveniles, todas ellas inocuas en una sociedad educada. Pero aquí la pregunta es siempre quién anima o quién paga esos cenáculos. Seguramente el que sale sobrio de la francachela y se va tranquilamente a casa a fumarse un puro y a beber de su whisky, que es el bueno. La imagen no pretende ser literal, pero sí significativa: hemos ingresado en el imperio de la exaltación y han regresado en tropel los tontos útiles. Que el rechazo a Pedro Sánchez puede plantearse como algo argumentado y hasta racional no seré yo quien lo ponga en duda. Ni tan siquiera lo digo en subjuntivo, porque no es una posibilidad: es un hecho y forma parte de las reglas del juego de la democracia. Pero que el rechazo se exprese como odio, e incluso si ese odio todavía se esfuerza por parecer argumentado y razonado —claro, ¿cómo no se verá como odioso a un autócrata, y cómo no será un autócrata si lo odiamos?—, eso ya sospecho que forma parte de una manera muy actual, quizá demasiado actual, de vivir la política. Y no digamos si el odio se expresa como algo visceral, como algo odioso en sí mismo y como algo dispuesto a la violencia, o dando pábulo a la acción violenta hasta alentarla y comprenderla. Objeto de odio ya lo fueron Suárez, González, Aznar y Zapatero. Calvo Sotelo y Rajoy sospecho que desataron menos pasión. Pero sea cual sea el ranking de los odiosos, lo que es evidente es que el odio, la visceralidad, el exabrupto, el disparate, y ahora la mentira sistemática y descarada, la manipulación más burda y maniobrera, dominan la política de este país —y de buena parte del mundo global— para desgracia de todos. Quienes creen que un mínimo de racionalidad se impondrá se equivocan. Quienes invocan una política basada en la sensatez, en el triunfo de la verdad sobre la mentira —del bien sobre el mal— se equivocan. Muchos ciudadanos de hoy se informan y piensan enganchados a un placebo informativo repleto de venenos, y son precisamente esos venenos los que les dan gusto y los vuelven adictos a su nicho de información. Es el final del sueño ilustrado de una sociedad articulada por una opinión pública honesta, cualificada y bien informada. Es el final definitivo, y nada abrupto, porque sería muy ingenuo creer que eso no ha sucedido hasta ahora. Alexander Koyré ya pudo escribir en su ensayo sobre la mentira de 1940 que “nunca antes se había mentido tanto como ahora”. Su motivo de escándalo era Goebbels, y la novedad era el aparato de radio. No es difícil encontrar en internet fotomontajes de los años treinta con el aparato de radio como gran tótem erigido en medio de una multitud, ni imágenes de familias unidas en torno a la misma radio escuchando la voz del Führer con la misma devoción con la que se podía bendecir una mesa. Son conocidas las reacciones de intelectuales como Tucholsky o Thomas Mann al oír por primera vez a Hitler en la radio, porque dejaron por escrito su perplejidad y la imposibilidad de tomarse en serio justamente aquella voz. Pero también es conocida la advertencia de Hitler: “Primero fueron muchos los que se reían, luego fueron cada vez menos, y de los que todavía se ríen, pronto no se reirá ninguno”. No quiero incurrir en la típica reductio ad Hitlerum, pero es importante pensar históricamente y tratar de comprender adónde nos lleva la dinámica actual de frivolidad, mala fe y ominosa ferocidad. Y qué significa para la democracia, tal como la conocemos, esta demolición de una opinión pública razonablemente capaz de preferir la veracidad a la mendacidad. Lo del Estado fallido no es un ejemplo de bulo. Es el horizonte al que apunta la proliferación de los bulos. La agitación verbal acaba por agitar los ánimos, que es lo que busca, y de los ánimos agitados puede esperarse cualquier cosa. Así se crea un estado de opinión cada vez más amplio que asume como un hecho que la situación general de España es efectivamente la propia de un Estado fallido. La parte de la sociedad que muerde con afán semejante anzuelo no puede no desear otro Estado, a menos que encuentre placentero el vivir en un Estado fallido, cosa improbable. De modo que tanto la insistencia en el Estado fallido como la receptividad ante semejante infundio lo que hacen es expresar el deseo de que el Estado actual —la España constitucional— se dé efectivamente por fallido y dé paso a otro modelo o régimen político, se supone que más fuerte, más autoritario, más centralizado, o simplemente más caótico y ya consumadamente libertario, ideal para las doctrinas del cuanto peor, mejor. No me cabe duda de que algunos de los opinadores que se han lanzado por ese tobogán, llegados a ese punto, se llevarían las manos a la cabeza y dirían que ellos solo quieren “echar a Sánchez”. Pero al cambiar el agua del barreño —como suele decirse— hay que vigilar mucho con que no se acabe tirando también al niño. Y el niño por supuesto no es Sánchez. Por supuesto que no es Sánchez lo sagrado, sino el Estado. Por eso lo inquietante es que para hundir un Gobierno hayamos entrado en una carrera hiperbólicamente destructiva y en la que parece haberse infiltrado otro plan, otro propósito con un tufo trumpista y desestabilizador que apesta, en definitiva, a ultraderecha. Y que la ultraderecha juegue a ser ultraderecha no debe sorprendernos. Pero que la derecha en teoría centrista se arme un lío —y nos líe a todos—con sus maniobras de supervivencia ante el colosal desastre de Valencia y su escandalosa gestión por parte del Gobierno valenciano, eso debe anotarse en la interpretación del momento presente y sus tendencias. No vaya a ser que desacreditar el Estado llegue a ser conveniente incluso para aquellos partidos que representa que son partidos de Estado. Dicho de otro modo: ¿Dar el Estado por fallido podría llegar a ser electoralmente rentable?

martes, 12 de noviembre de 2024

Las fracturas de la política estadounidense, por Daniel Innerarity (El País, 12/11/24)

Las recientes elecciones estadounidenses se parecen más a las de 2016 de lo que a primera vista puede parecer. Cabe interpretarlas de tres modos: como la clásica alternancia de poder (lo que contradice la evidencia de que estamos ante cambios más significativos e impredecibles que el mero cambio de Gobierno), como un giro histórico (algo que sobrevalora la capacidad de los políticos para producir los resultados que anuncian, como el de “arreglarlo todo” proclamado por Trump en la campaña) o como unas elecciones que vuelven a recordarnos la existencia de viejos problemas, de las fracturas que atraviesan a la sociedad estadounidense, que deterioran su espacio público común y que condicionan una y otra vez su política. Soy partidario de esta última interpretación. Estas fracturas persistentes se manifiestan al menos en cuatro grandes asuntos: la ruptura de la comunicación entre las élites y la gente, la cultura cívica y populista del viejo jeffersonianismo, la transformación del capitalismo clásico y un cierto agotamiento del paradigma multicultural. Se da la paradoja de que el pueblo americano no ha elegido a quien podría sanar esas fracturas, sino al que con más habilidad las ha utilizado en su favor, pero esa es otra historia, que tiene que ver con que una decisión sea correcta y lo que ahora me interesa es tratar de entenderla. Comencemos por el desconcierto de las élites, que obedece a las múltiples fragmentaciones de la sociedad estadounidense, intensificadas pero no creadas por las redes sociales, frente a lo que suele afirmarse. Más relevante que la desinformación es la incapacidad para hacerse con una información equilibrada y más importante que la verdad es la diversidad, sin la cual no hay acceso posible a la verdad. El resultado de todo ello es la creación de comunidades homogéneas de opinión en las que se realizan diversas formas de autosegregación psíquica e ideológica. Sin experiencias compartidas resulta imposible entenderse incluso desde el punto de vista cognitivo: hacerse cargo de los puntos de vista y malestares de los otros. Pensemos en esa minoría blanca que se siente amenazada por la inmigración y el comercio internacional o la experiencia de esa minoría civilizada que no sufre las amenazas de la precariedad y celebra la diversidad cultural que no le plantea ningún problema existencial sino que más bien multiplica sus posibilidades de oferta gastronómica o trabajadores más baratos. La segunda fractura tiene que ver con la confrontación entre dos culturas políticas muy diferentes y presentes en el relato fundacional americano: la radical-plebeya del viejo jeffersonianismo, que exalta el trabajo, rechaza la burocracia y las intrigas del poder federal frente a la concepción hamiltoniana del poder centralizador y los grandes espacios. Hay mucha nostalgia en el deseo de mantener la cultura cívica republicana (que es una impostura cuando Trump se presenta como su defensor), pero también hay amplias capas de la sociedad americana que la añoran. En el imaginario cultural americano pervive el ideal de la comunidad cívica que reposa sobre la ética individual de sus miembros y la solidaridad con los cercanos (basta recordar algunas películas de Robert Altman o de Frank Capra), en contraste con los escándalos financieros, la administración burocrática y el trabajo deslocalizado o, simplemente, la inanidad de ciertas tareas tal y como se refleja en la serie televisiva The Office. Por supuesto que no deja de ser paradójico que quienes tienen éxito político en este mundo banal no sean aquellos mejor representan esa cultura cívica sino quienes mejor se aprovechan de su decadencia. El tercer gran contraste que atraviesa a la sociedad americana es el que distingue al capitalismo industrial clásico del nuevo capitalismo digital. Buena parte de la sociedad no comprende la lógica de esta nueva economía que es vista como una amenaza y no cuadra con la lógica del trabajo material. Es cierto que hay en todo ello una visión romántica del viejo mundo industrial, una consideración demasiado negativa de la globalización y una incomprensión de la economía del conocimiento, que no necesariamente equivale a especulación financiera. Pero en política es más importante cómo las cosas son percibidas que como realmente son. Conocemos los enormes costes que ha tenido en la historia el cierre proteccionista, pero también sabemos que se paga muy cara la desatención hacia las señales emitidas por la gente, su deseo de protección. Mientras no se consiga esto, habrá resistencias hacia los espacios abiertos para el comercio o la libre circulación de personas, unas resistencias en las que suelen mezclarse aspiraciones racionales y reacciones torpes, pero que no son nunca temores del todo infundados. La cuarta cuestión conflictiva es la que se refiere a la diversidad cultural. En los últimos años, se ha criticado mucho a la izquierda por haber abandonado los combates redistributivos por cuestiones acerca de la identidad, de haber caído en una especie de histeria moral en relación con la identidad racial, sexual y de género que habría distorsionado su mensaje e incapacitado para unificar la sociedad y gobernarla. No comparto esta crítica porque creo que las cuestiones redistributivas y de identidad están íntimamente vinculadas, además de que la movilización de los votantes blancos en favor de Trump sigue la lógica identitaria de un grupo supuestamente discriminado, es decir, que no estaría representando ninguna aspiración universalista. Pero es cierto que el discurso de las élites sobre la diversidad cultural puede ser hiriente para quienes conviven habitualmente con esa diversidad en sus aspectos menos idílicos. Existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses, cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de los otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto. La falta de credibilidad de tales discursos es lo que explica, por ejemplo, el voto republicano de tantos migrantes que tienen una visión completamente distinta de la realidad multicultural. Cuanto más tiempo pierdan las élites liberales en lamentar la irracionalidad de estas reacciones, más lejos estarán de la verdadera tarea que tienen por delante: comprender las causas del malestar que ha propiciado el éxito de quien menos puede hacer para aliviarlo. Ahora no se trata de tener razón, sino de resultar convincente sin perderla. Tampoco es que la gente sea necesariamente más sabia que sus representantes, por lo que esa forma de elitismo invertido que es el populismo no representa ninguna solución. El problema de fondo es la falta de mundo común. Las soluciones solo se alumbrarán compartiendo experiencias, es decir, emociones y razones; si, en vez de seguir enfrentando las razones de los de arriba con las pulsiones de los de abajo, aquellos interpretan adecuadamente las irritaciones de estos, condición indispensable para que los irritados puedan confiar en las intenciones y capacidades de quienes les representan.

martes, 5 de noviembre de 2024

DANA: depresión aislada en niveles altos (El País: 3/11/24)

Depresión. Me refiero a ese malestar íntimo y cotidiano, a la consciencia de que habitamos un mundo que produce dolor de forma sistemática mientras nos esforzamos en divertirnos o en poner foco en alguna tarea productiva. Aislada. No somos pocos los que nos sentimos desolados ante la idea de morir en un mundo que agoniza entre guerras y genocidio pero sí nos sentimos profundamente solos e impotentes. En niveles altos. Sucede que la depresión se ha convertido en el estado del alma de las llamadas sociedades del bienestar. En las esquinas del mundo donde miramos vemos desastres naturales, campos de concentración para personas migrantes y hasta las bombas sobre hospitales infantiles con horror, pero también con distancia, incluso con el alivio de sabernos lejos del espanto. Pero la DANA está aquí y las vidas arrancadas están demasiado cerca. Es imposible no entender de una vez que la vida de uno es la vida de todos. Es imposible no sentir, viendo las imágenes de estos días y de todos los días, que somos parte de una cultura fracasada y profundamente equivocada. Hasta que no se nos meta en la cabeza, no con el horror de la tragedia presente pegada al cuerpo sino en todo momento, que la vida de uno es la vida de todos, no hay nada que hacer. Esta catástrofe no es excepcional sino absolutamente cotidiana: en los cayucos, en Ucrania, en Gaza… Todo forma parte de la misma DANA. Sin embargo, eso que llamamos solidaridad solo parece urgente cuando tenemos el agua al cuello y el cuerpo congelado. Como si viviéramos en un tipo de sociedad que no es capaz de entender que cada uno de nosotros es todos. Que en democracia todo el mundo tiene derecho a vivir su vida, y que la vida no es tal cosa sin soportes comunitarios, sin servicios de emergencia, sin espacio público, sin aire limpio, sin una sociedad decidida a protegernos a todos. En vez de eso, tenemos a Trump diciendo que las personas migrantes se comen a las mascotas en EE UU y a Núñez Feijóo viajando a Valencia para hacer uso político de la desgracia en defensa de sus propios intereses. Esa forma tan extendida y “democrática” de hacer política sobre el dolor ajeno y en beneficio del propio interés también es DANA. Pero ¿qué son y en qué consisten exactamente los propios intereses cuando pisamos sobre un planeta que se recalienta hasta la asfixia? ¿Qué es el propio interés cuando tenemos cientos (miles) de niños no acompañados durmiendo literalmente hacinados en centros de menores de Canarias? Creo que el propio interés es también DANA y un reflejo de nuestra falta absoluta de solidaridad. Una clase de solidaridad que es imposible en un tipo de cultura política que no entiende que cada uno es todos y que se esfuerza en convencernos cada día de que cada uno es uno. Por supuesto que todos nos sentimos solidarios y acongojados estos días. Pero creo que la empatía se ha convertido en una forma de disfrazar el miedo y de pensar que podría pasarme a mí, cuando la empatía debería ser una forma de entender y de sentir que de hecho los intereses de los otros son, objetivamente hablando y todos los días, también los nuestros. La empatía de la que hablo no es capaz de evitar la tragedia pero sí de exigir un mundo que deje de una vez de provocarla.

Linchamiento, por Santiago Alba Rico (El País, 5/11/24)

Desde hace unos días asistimos a una especie de colapso moral que va mucho más allá del caso Errejón y afecta a los partidos, al crédito político en general, al Estado de Derecho y, sobre todo, al feminismo. Se llama linchamiento. A la espera de que se concreten y resuelvan las denuncias, nada se puede ni se debe decir sobre la culpabilidad penal de Iñigo Errejón porque nadie lo sabe aún. Hay algo que, sin embargo, sabemos ya todos. Incluso si se demostrara culpable de los delitos de los que se le acusa e incluso si un tribunal le impusiera los máximos castigos que nuestras leyes contemplan, ningún juez podrá imponer a Errejón una pena más severa que la que ya ha recibido. Estamos asistiendo, en efecto, a una muerte civil sin rehabilitación posible como resultado de un escarnio público en el que se han cruzado a veces todos los límites. Errejón ha perdido ya eso que, al menos hasta hoy, habíamos decidido no arrebatar jamás a ningún miembro de nuestra sociedad, ni siquiera a los responsables de los crímenes más abyectos. Ha perdido para siempre cualquier posibilidad de vivir como un ciudadano más; tendrá que esconderse o exiliarse; nadie se atreverá a darle trabajo ni a frecuentar su trato, pues su baldón irreparable se contagiará a todo el que se le acerque, como las miasmas de la peste. Es, en efecto, un apestado, un monstruo, un engendro inhumano que parece autorizarnos a suspender todas las reglas y todas las garantías que cuidadosamente nos impusimos respetar. Socialmente, es ya un cadáver. Ya lo hemos matado. En medio de un sombrío panorama mundial, mientras avanza una extrema derecha cruelmente vengadora, mientras se justifican genocidios en nombre de víctimas de holocaustos, cuando parece más posible que nunca precipitarse en la barbarie, recordar los derechos humanos parece una extravagancia propia de locos y de ingenuos. O, peor aún, de traidores: quien no dispare hoy contra Errejón y no se sume a su linchamiento, quien no participe en su asesinato civil, quien evoque la presunción de inocencia o el derecho a la reinserción —dinamitado ya para siempre— deberán ser señalados, atacados y acusados de mancillar a las víctimas. ¿Es esa la sociedad que queremos? ¿Se trata de una gran victoria sobre el machismo? A juzgar por la reacción inicial de los medios, las redes y nuestros partidos políticos, podríamos pensar que sí. Las firmantes de este texto creemos, al contrario, que ninguna victoria feminista puede pasar por la destrucción de un ser humano y menos aún por la activación de tribunales populares al margen de la justicia y basados en dos principios peligrosos: la victimización radical de la mujer y la confusión entre pecado y delito. El “yo sí te creo”, nacido para invertir una relación de poder desigual, debe funcionar como una “ficción de combate” destinada a recordar el miedo de las mujeres frente a una justicia que históricamente nos ha considerado pérfidas y mentirosas. No debemos aceptar ser sospechosas por defecto y ello implica señalar todo poder e institución, toda política, toda ley y todo tribunal, todo policía y todo juez que parta de esa premisa. Ahora bien, si no somos mentirosas por defecto es porque por defecto no somos nada: ni decimos siempre la verdad ni tenemos por qué decirla siempre. Contra la propaganda de la ultraderecha, es bueno recordar que el número de denuncias falsas por agresión sexual es insignificante, es decir, que, frente a esa sospecha patriarcal proyectada sobre las mujeres, estas no mienten más que los hombres. Por pocas que sean las falsas denuncias, en todo caso, su existencia residual demuestra otra cosa: que también mentimos y que para merecer justicia no tenemos por qué ser santas. Las mujeres no estamos obligadas a ser puras e inocentes, tenemos derecho a ser ambiciosas, interesadas, crueles, poco empáticas y mentirosas. Por eso, un análisis feminista que contemple a las mujeres al margen de estas categorías (ángeles o demonios) debe tomarse muy en serio las servidumbres del Derecho; es decir, si hay un espacio al que no puede llevarse el “yo sí te creo” es el de los tribunales, donde debemos imponernos la absoluta obligación de que, como bien explica la magistrada feminista Amaya Olivas, todos los castigos se desprendan no de crímenes creídos sino de crímenes demostrados. Por lo demás, por razones profundamente feministas debemos partir de la constatación de que ni para los hombres ni para las mujeres es fácil evitar estas pulsiones negativas en un marco capitalista neoliberal que fetichiza la imagen y obliga a disputar la visibilidad en condiciones de feroz competencia. El fanatismo opera dividiendo el mundo entre quienes son esencialmente buenos y quienes son esencialmente malos, y ese suele ser justamente el indicio que precede a los abismos más oscuros de la historia. El feminismo, la izquierda, los defensores de los derechos humanos, debemos combatir cualquier forma de fanatismo y anticiparnos a él para prevenirlo y desactivarlo. Por esa razón es imprescindible defender a ultranza una justicia que descarte bulos y testimonios anónimos y decida en cada caso la veracidad de las denuncias conciliando la escucha atenta de las víctimas con el respeto a la presunción de inocencia del acusado. Jamás debería convertirse en un principio del sentido común la idea de que —según hemos oído repetir últimamente— “es una infamia cuestionar el testimonio de las víctimas”, porque ello entraña haber dictado ya sentencia sin piedad y sin derecho a la defensa. El “yo sí te creo” no puede convertirse en una invitación a la denuncia impune y sin nombre. Hay que tener mucho cuidado. Lo hemos visto estos días con inquietud: el peligro de aceptar como creíble una denuncia anónima verosímil es que obliga a dar credibilidad también a las inverosímiles, en una cascada de testimonios sin freno tanto más creíbles cuanto más visible y poderoso es el objeto de las denuncias. Frente a la pandemia digital, en la que la facilidad, la impunidad y la conspiración política se alimentan de manera exponencial y se contagian como un imperativo libidinal, la justicia es impotente para intervenir o no puede intervenir a tiempo. Como sabemos, un linchamiento digital es un linchamiento real, pues ha ocasionado a menudo el suicidio de los señalados, fueran culpables o no. El feminismo nunca —nunca— debería sumarse a estas dinámicas. El caso Errejón ha confirmado un peligro que a muchas nos asusta desde hace tiempo; nos referimos al peligro de confundir el pecado y el delito; es decir, lo social o moralmente reprobable con lo penalmente condenable. Como bien resumía un extraordinario texto del Colectivo Cantoneras, “las relaciones de mierda no son agresiones machistas”. Y no porque no sean a veces machistas —pueden serlo— sino porque hay que elegir bien las palabras con las que nombramos los delitos. La falta de empatía, la ausencia de atención, la indiferencia, son un buen motivo para no volver a tener relaciones sexuales con un hombre. Son también, en un mundo machista, el reflejo de un problema estructural. Que tantas mujeres se encuentren en la cama con hombres con quienes el sexo es egoísta, descuidado, unilateral, desagradable e insatisfactorio pone sobre la mesa una cultura machista que debe someterse a examen. Ahora bien, más vale que distingamos el mal sexo de la violencia sexual, y el machismo de los crímenes penales. Cuando el feminismo que parece reinar en este apocalipsis linchador confunde los comportamientos machistas con la agresión sexual está, por un lado, banalizando la violencia, pero también tratando a las mujeres como menores de edad. Esa confusión (entre “pecados” y “delitos”) sirve para legitimar, contra la razón y contra la misericordia, la condena social, a veces despiadada, de cualquiera que no nos haya tratado como creemos merecer. Induce además el olvido de otras violencias (políticas o económicas) que también sufren las mujeres junto a otros colectivos vulnerables. El espectáculo catastrófico de estos días revela, en fin, la toxicidad de nuestros partidos, la ruina de la izquierda y la destrucción que, en determinadas manos, se ha llevado a cabo del feminismo como promesa de otra sociedad. Ningún feminismo puede ser compatible con el linchamiento. Ninguno. Porque ninguna sociedad puede ser sensible contra el machismo si no es sensible en general; porque ningún feminismo puede combatir el maltrato de las mujeres si no combate todo maltrato; porque ningún feminismo puede denunciar el abuso de poder masculino si no denuncia todo abuso de poder y porque ningún feminismo cambiará nada para las mujeres si no puede transformar esta sociedad. Es en momentos como estos cuando decidimos si queremos o no desengancharnos de todos esos límites —principios éticos y garantías jurídicas— que nos hemos dado para protegernos del fanatismo, de la crueldad y la deshumanización. Nuestro presente político no nos permite olvidar la facilidad con que la humanidad puede precipitarse en todos esos abismos; y un linchamiento, que nos sitúa ante el precipicio, nos hace temer que hayamos decidido dar el último paso y saltar.