Ha habido escritores varones eminentes que elogiaban con fervor a mujeres escritoras a condición de que llevaran muertas mucho tiempo (ahora se detecta una tendencia intelectual y varonil parecida pero inversa, que es la de elogiar a mujeres escritoras que sean fotogénicas y no pasen de los 30 años). Los mecanismos del elogio son siempre complicados en España, porque proceden muchas veces más de un cierto cálculo que del entusiasmo o la admiración verdadera. Hay políticos y periodistas de derechas que se permiten, con un aire de grandeza de miras, elogiar a personas de izquierdas, a condición tan solo de que ya hayan vuelto al menos tan de derechas como ellos, y a ser posible además que renieguen de sus anteriores lealtades con la apropiada vehemencia de recién convertidos. Así se viene dando el caso de que la nostalgia por los socialistas de antaño la suelen manifestar personas que jamás los habrían votado cuando estaban en activo. Pasan los años y el enemigo de entonces al que se denostaba y en caso necesario se calumniaba ahora es invocado como un hombre íntegro y un gran estadista, a diferencia de los botarates que han usurpado las nobles siglas de otros tiempos. Como me acuerdo bien de cómo trataron los políticos y los medios de derechas a Felipe González en sus últimos años de gobierno, entre 1993 y 1996, cuando ya no controlaban las ganas de echarlo de cualquier manera del poder, me sorprende ahora la reverencia que muchos de aquellos mismos personajes le muestran. También me sorprende el propio Felipe González, que ha sido siempre un hombre un poco estratosférico, asomado desde las alturas del pedestal histórico en el que se acomodó muy pronto, como quien se acomoda después del retiro en la poltrona anatómica de un consejo de administración.
No tengo nada contra los cambios de opinión, ni de intención de voto, ni de partido. Me gusta la interrogación amable de John Maynard Keynes: “Cuando cambian los hechos, cambian mis opiniones. ¿Y usted, señor, qué hace?”. Cuando era joven yo estaba convencido de que la República Democrática Alemana era democrática, y la Cuba de Fidel Castro no era una dictadura. Ahora mi modelo político es aquella socialdemocracia que en la posguerra de 1945, colaborando con el centroderecha de la democracia cristiana, levantó el Estado del bienestar sobre las ruinas de Europa. Uno de los socialistas más cabales a los que he conocido, Mario Onaindía, había militado en su primera juventud en la banda ETA. Mi abuelo materno, que había sido simpatizante socialista y miembro de la Guardia de Asalto durante la Guerra Civil, se hizo franquista por inercia o distracción con el paso de los años, y porque estaba agradecido por el seguro de enfermedad y la pensión de jubilado que disfrutó en su vejez. Pero en las elecciones de 1977 volvió a votar al Partido Socialista, igual que lo había votado por última vez en las de febrero de 1936. En los primeros ochenta, después de la victoria desmedida de octubre de 1982, muchos antiguos militantes de la extrema izquierda y del Partido Comunista se pasaron a las filas del PSOE, bastantes por el arrimo provechoso al poder, y otros muchos por verdadera convicción, por ganas de contribuir a la transformación del país, igual que habían hecho unos años antes con plena integridad los profesionales de muy variados saberes que participaron en la UCD.
Hay formas pragmáticas de idealismo mucho más útiles para el bien común que los grandes ademanes de pureza ideológica. Y quizás las derivas más estériles y autodestructivas de la izquierda proceden de una obsesión ideológica que tiene mucho de fiebre religiosa y acaba en un activismo de catacumbas, alimentado por la expulsión de los desviados, que suelen ser además los que se muestran desafectos a un mesías de intransigencia egocéntrica.
El conocimiento de primera mano es el mejor antídoto contra la nostalgia. Vi de cerca las actitudes de algunos de aquellos socialistas victoriosos a los que ahora celebra tanto la derecha y encontré en ellos una ebriedad arrogante de poder, una falta de escrúpulos que se justificaba muchas veces por la necesidad de cambiar rápidamente las cosas, venciendo los obstáculos de un aparato administrativo ineficiente y hostil. Pero la prisa, la falta de miramientos, la arrogancia de tener razón, les provocaron una ceguera que no les permitía distinguir a los corruptos, y a veces un cinismo que les llevaba a aceptarlos como un efecto secundario, pequeños gestos confidenciales para premiar la lealtad.
Celebrar a los socialistas de antaño, como a las escritoras muertas, es una manera no muy sutil de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Aquellos sí que eran socialistas. Y lo eran tanto que a la vuelta de los años y en nombre de aquella lejana integridad se han vuelto propagandistas de una bronca derecha que al acogerlos en su seno se felicita a sí misma por una falta de sectarismo de la que sería incapaz esta izquierda de ahora: con mezquindad, con rencor, el Partido Socialista expulsó a Joaquín Leguina, sin más motivo que su ardoroso apoyo electoral a Isabel Díaz Ayuso; con una generosidad que los antiguos correligionarios de Leguina nunca tendrían, el Gobierno regional premia sus muchos méritos con la presidencia del Consejo de la Cámara de Cuentas, en la que el beneficiario confiesa que no sabe lo que tendrá que hacer, sin que esa ignorancia le impida aceptar un sueldo anual de más de 100.000 euros. Que un gobierno tan partidario de la extrema austeridad en el gasto en salud pública y educación pública sea así de generoso con quien al fin y al cabo fue su adversario es un gesto que el quizás todavía socialista de corazón Joaquín Leguina sabrá apreciar. Quizás por eso ha sido tan elegante al expresar su reacción a las críticas que está recibiendo de la izquierda. Dice que se la sudan.
Es fácil que a uno lo exasperen las tonterías de la izquierda. El peligro es que ese hartazgo lo lleve a uno casi insensiblemente a aceptar las tonterías de la derecha. A mí me harta de una gran parte de la izquierda establecida su autocomplacencia, su abandono del espíritu crítico en favor de una ortodoxia que se disfraza de rebeldía, su entrega a los papanatismos lingüísticos y a las jergas de moda de las identidades. A la izquierda más radical me aproxima la conciencia ecologista, pero me aleja de ella irremediablemente su fascinación por los nacionalismos antiespañoles y más todavía su desdén hacia las formalidades de la democracia y su romanticismo de la violencia política y de los caudillos que se declaran antiimperialistas. No entiendo qué tiene que ver la defensa de la igualdad y del medio ambiente o el trato digno hacia los animales con la incapacidad de condenar los crímenes terroristas o el despotismo ruso. Pero miro al otro lado y veo a personas inteligentes a las que tuve aprecio celebrando la fiesta de la matanza de los toros y la épica de la conquista de América, y sumándose a la extrema derecha y a las multinacionales del petróleo en el negacionismo del cambio climático.
Creo que el mayor aprendizaje político de mi vida fue que las libertades personales y la justicia social son inseparables la una de la otra, y las formalidades legales de la democracia la mejor garantía contra la irracionalidad humana y la propensión al despotismo y al servilismo. Como algunos socialistas de antaño que apenas salen en los periódicos y a los que ni reivindica la derecha ni hace caso la izquierda —con algunos de ellos tengo amistad— me gusta pensar que aún es posible una lucidez sin sectarismo, y que la antigua causa progresista aún merece ser defendida.
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