José Saramago creía que los escritores vivían dentro de sus libros. El premio Nobel portugués pensaba que, al tomar un libro en nuestras manos, debíamos pasar el dedo por el lomo con un gesto cómplice y luego abrirlo con cuidado, pues entre esas páginas impresas vivía el creador, con toda su sensibilidad, su inteligencia, acompañado por cada uno de los grandes y sutiles ingredientes que hacen que ese objeto, muchas veces maravilloso, esa obra concebida por su morador, sea única e irrepetible. Jugando con una concepción animista, Saramago aseguraba que en los estantes de su biblioteca vivía gente.
Un siglo y medio antes, Gustave Flaubert había sido atacado por los críticos de su momento pues había escogido como heroína de su novela Madame Bovary a una mujer adúltera. En su defensa, Flaubert argumentó que, a través de sus personajes, él “solo quería llegar al alma de las cosas”.
Más recientemente, Eugenio Fuentes, reflexionando sobre novelas, nos ha recordado que este “prodigioso género literario (…) desde el siglo XIX nos ha dicho de todas las formas posibles, en todos los lugares, de qué materia estamos hechos y ha mostrado, mejor que ningún otro (discurso), la infinita variedad de motivos, pasiones, grandezas, debilidades, humillaciones, ofensas, amores, odios de un millón de personajes, las pasiones que todo el mundo conoce y ha sentido”.
Como simple y común lector siempre sufro una sensación agobiante, que me agrede sin piedad, cuando entro en una biblioteca o en una librería bien surtida. Y es la incontestable certeza de que el tiempo de la vida no me alcanzará para conocer a tantas de las gentes que viven dentro de esos libros y merecerían que los conociera, y poder asomarme al vislumbre del alma de tantas cosas, a las pasiones de ese millón de personajes.
Y es que la experiencia de la lectura —y eso lo sabemos todos— es única e irrepetible no solo como placer estético o medio de aprendizaje, no solo como forma de apropiación de historias, personajes, de adquirir información de todo tipo, sino como medio para, conociendo a otros, conocernos mejor a nosotros mismos. Para vivir otras vidas.
Los escritores que habitan dentro de los libros dejan en esas páginas encuadernadas unas formas de ver la vida, de interpretar la realidad, que suelen ser el fruto de una necesidad expresiva y, también, de un deseo de comunicarnos una peculiar visión de un mundo. Y, si de literatura artística se trata, debe resultar un empeño por atrapar la densidad inconmensurable de los entresijos de la condición humana y, por añadidura, con la intención de manifestarlo con belleza. Tal vez por eso fue que Hemingway solía repetir que escribir (literatura), y hacerlo bien, nunca ha sido fácil.
Todo lo dicho hasta ahora puede parecer una sarta de verdades tan elementales que quizás hubiera resultado innecesario anotarlas. Pero he preferido hacerlo ante la explosión de una realidad en la que ya vivimos y amenaza con convertir en historia antigua la pretensión de Flaubert, la certeza de Hemingway e incluso la imagen poética de José Saramago sobre los libros. Porque está llegando el tiempo en que, en lugar de personas, entre las páginas virtuales de los libros, deambulen algoritmos administrados y ordenados por máquinas, una época en la que escribir sea muy fácil.
Todavía tengo la confianza de que una noticia que me ha alarmado sea falsa. Pero aun así pienso que debería ser comentada, pues su presunta falsedad bien podría ser pasajera. Y es que unas semanas atrás varios sitios de la web publicaron que Amazon, el mercado de todo lo vendible más grande del mundo, incluso propietario del espacio comercial más poderoso de venta de libros, anunció que, de los textos electrónicos autoeditados y escritos con las herramientas de la inteligencia artificial, solo admitiría poner en sus estantes un máximo de tres obras de un mismo autor. Tres obras cada día, añadía la información leída.
Aunque las cifras manejadas en la noticia son tan ridículas que podamos dudar de su veracidad, lo cierto es, en cualquier caso, que la avasallante llegada de la IA a nuestro mundo es ya una realidad en marcha. La creación de un instrumento como el ChatGPT para la redacción de textos se ha convertido en una herramienta de uso común en muy diversos escenarios. En el ámbito académico, por ejemplo, su colaboración es cada vez mayor en la redacción de trabajos de clase y hasta de tesis de distintas categorías. En los sectores de la publicidad y los negocios, entre otros, su empleo es cada vez más recurrido y, al parecer, hasta muy eficiente pues permite ganar tiempo e, incluso, precisión en el manejo de datos. Mientras, su utilización para la creación literaria puede estar cada vez más extendida y siendo aprovechada (algunos confiesan que parcialmente) incluso por escritores profesionales. Y nada de esto estaría mal si al uso de ese instrumento tecnológico nos acercáramos con los más elementales condicionamientos éticos.
Quiero dar por descontado que —al menos por ahora— la calidad artística de esas obras escritas con el auxilio de la IA debe resultar cuando menos dudosa y que, posiblemente, sus contenidos nunca puedan acercarse a las sutilezas de una literatura creada por un humano con pretensiones de llegar “al alma de las cosas”. También quisiera confiar en que los buenos lectores no se dejarán engañar con facilidad, aunque no todos los lectores son buenos, como tampoco los escritores, incluso si se valen de inteligencias ajenas.
Pero la sola existencia de una eventual avalancha de textos fabricados con herramientas digitales pone en peligro toda una concepción de la creación y la cultura que nos ha acompañado desde los tiempos de Homero, Heródoto y los redactores bíblicos que, por cierto, para escribir sus obras, contaron unos con la ayuda de las musas y otros con el apoyo de Dios, que supervisaba la redacción de su doctrina, puesta en manos de seres humanos.
Los más optimistas piensan que ningún instrumento creado por la inteligencia humana será capaz de superarla o sustituirla, y quizás tengan razón. En cambio, sin aventajar nuestras capacidades, ya esas herramientas de procesar, organizar y recrear información sí pueden suplantarnos en muchas manifestaciones y hacerlo con la oscura habilidad —también de origen humano— de poder o, al menos, pretender engañarnos, pues los plagiarios y creadores de supercherías son más antiguos que los ordenadores.
En un mercado tan caprichoso y lamentablemente mercantilizado como el del libro y la literatura, cada día resulta más difícil a los autores hacerse un espacio, encontrar lectores. El escritor que pretende serlo de veras debe luchar, por ejemplo, contra el fenómeno ya no tan reciente de los best sellers publicados por los influencers (o por sus amanuenses) y también contra la creciente presencia de libros con temas específicos escritos con estudios de mercado y encargados por editoriales que, incluso antes de estar escritas las obras consignadas, pueden llegar a premiarlas con generosidad monetaria.
Ese complejo panorama donde se mezclan lo artístico, lo mercantil y los avances tecnológicos nos asoma a una realidad en la que la literatura artificial puede provocar un verdadero cataclismo cultural. Y, lo peor, es que todo parece indicar que no tenemos escudos para defendernos de ese ataque y salvar la existencia de esa gente, con pasiones y veleidades humanas, que hasta ahora hemos visto vivir dentro de los libros.
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