viernes, 26 de abril de 2024

Socialistas de antaño, por Antonio Muñoz Molina (El País, 20/04/24)

Ha habido escritores varones eminentes que elogiaban con fervor a mujeres escritoras a condición de que llevaran muertas mucho tiempo (ahora se detecta una tendencia intelectual y varonil parecida pero inversa, que es la de elogiar a mujeres escritoras que sean fotogénicas y no pasen de los 30 años). Los mecanismos del elogio son siempre complicados en España, porque proceden muchas veces más de un cierto cálculo que del entusiasmo o la admiración verdadera. Hay políticos y periodistas de derechas que se permiten, con un aire de grandeza de miras, elogiar a personas de izquierdas, a condición tan solo de que ya hayan vuelto al menos tan de derechas como ellos, y a ser posible además que renieguen de sus anteriores lealtades con la apropiada vehemencia de recién convertidos. Así se viene dando el caso de que la nostalgia por los socialistas de antaño la suelen manifestar personas que jamás los habrían votado cuando estaban en activo. Pasan los años y el enemigo de entonces al que se denostaba y en caso necesario se calumniaba ahora es invocado como un hombre íntegro y un gran estadista, a diferencia de los botarates que han usurpado las nobles siglas de otros tiempos. Como me acuerdo bien de cómo trataron los políticos y los medios de derechas a Felipe González en sus últimos años de gobierno, entre 1993 y 1996, cuando ya no controlaban las ganas de echarlo de cualquier manera del poder, me sorprende ahora la reverencia que muchos de aquellos mismos personajes le muestran. También me sorprende el propio Felipe González, que ha sido siempre un hombre un poco estratosférico, asomado desde las alturas del pedestal histórico en el que se acomodó muy pronto, como quien se acomoda después del retiro en la poltrona anatómica de un consejo de administración. No tengo nada contra los cambios de opinión, ni de intención de voto, ni de partido. Me gusta la interrogación amable de John Maynard Keynes: “Cuando cambian los hechos, cambian mis opiniones. ¿Y usted, señor, qué hace?”. Cuando era joven yo estaba convencido de que la República Democrática Alemana era democrática, y la Cuba de Fidel Castro no era una dictadura. Ahora mi modelo político es aquella socialdemocracia que en la posguerra de 1945, colaborando con el centroderecha de la democracia cristiana, levantó el Estado del bienestar sobre las ruinas de Europa. Uno de los socialistas más cabales a los que he conocido, Mario Onaindía, había militado en su primera juventud en la banda ETA. Mi abuelo materno, que había sido simpatizante socialista y miembro de la Guardia de Asalto durante la Guerra Civil, se hizo franquista por inercia o distracción con el paso de los años, y porque estaba agradecido por el seguro de enfermedad y la pensión de jubilado que disfrutó en su vejez. Pero en las elecciones de 1977 volvió a votar al Partido Socialista, igual que lo había votado por última vez en las de febrero de 1936. En los primeros ochenta, después de la victoria desmedida de octubre de 1982, muchos antiguos militantes de la extrema izquierda y del Partido Comunista se pasaron a las filas del PSOE, bastantes por el arrimo provechoso al poder, y otros muchos por verdadera convicción, por ganas de contribuir a la transformación del país, igual que habían hecho unos años antes con plena integridad los profesionales de muy variados saberes que participaron en la UCD. Hay formas pragmáticas de idealismo mucho más útiles para el bien común que los grandes ademanes de pureza ideológica. Y quizás las derivas más estériles y autodestructivas de la izquierda proceden de una obsesión ideológica que tiene mucho de fiebre religiosa y acaba en un activismo de catacumbas, alimentado por la expulsión de los desviados, que suelen ser además los que se muestran desafectos a un mesías de intransigencia egocéntrica. El conocimiento de primera mano es el mejor antídoto contra la nostalgia. Vi de cerca las actitudes de algunos de aquellos socialistas victoriosos a los que ahora celebra tanto la derecha y encontré en ellos una ebriedad arrogante de poder, una falta de escrúpulos que se justificaba muchas veces por la necesidad de cambiar rápidamente las cosas, venciendo los obstáculos de un aparato administrativo ineficiente y hostil. Pero la prisa, la falta de miramientos, la arrogancia de tener razón, les provocaron una ceguera que no les permitía distinguir a los corruptos, y a veces un cinismo que les llevaba a aceptarlos como un efecto secundario, pequeños gestos confidenciales para premiar la lealtad. Celebrar a los socialistas de antaño, como a las escritoras muertas, es una manera no muy sutil de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Aquellos sí que eran socialistas. Y lo eran tanto que a la vuelta de los años y en nombre de aquella lejana integridad se han vuelto propagandistas de una bronca derecha que al acogerlos en su seno se felicita a sí misma por una falta de sectarismo de la que sería incapaz esta izquierda de ahora: con mezquindad, con rencor, el Partido Socialista expulsó a Joaquín Leguina, sin más motivo que su ardoroso apoyo electoral a Isabel Díaz Ayuso; con una generosidad que los antiguos correligionarios de Leguina nunca tendrían, el Gobierno regional premia sus muchos méritos con la presidencia del Consejo de la Cámara de Cuentas, en la que el beneficiario confiesa que no sabe lo que tendrá que hacer, sin que esa ignorancia le impida aceptar un sueldo anual de más de 100.000 euros. Que un gobierno tan partidario de la extrema austeridad en el gasto en salud pública y educación pública sea así de generoso con quien al fin y al cabo fue su adversario es un gesto que el quizás todavía socialista de corazón Joaquín Leguina sabrá apreciar. Quizás por eso ha sido tan elegante al expresar su reacción a las críticas que está recibiendo de la izquierda. Dice que se la sudan. Es fácil que a uno lo exasperen las tonterías de la izquierda. El peligro es que ese hartazgo lo lleve a uno casi insensiblemente a aceptar las tonterías de la derecha. A mí me harta de una gran parte de la izquierda establecida su autocomplacencia, su abandono del espíritu crítico en favor de una ortodoxia que se disfraza de rebeldía, su entrega a los papanatismos lingüísticos y a las jergas de moda de las identidades. A la izquierda más radical me aproxima la conciencia ecologista, pero me aleja de ella irremediablemente su fascinación por los nacionalismos antiespañoles y más todavía su desdén hacia las formalidades de la democracia y su romanticismo de la violencia política y de los caudillos que se declaran antiimperialistas. No entiendo qué tiene que ver la defensa de la igualdad y del medio ambiente o el trato digno hacia los animales con la incapacidad de condenar los crímenes terroristas o el despotismo ruso. Pero miro al otro lado y veo a personas inteligentes a las que tuve aprecio celebrando la fiesta de la matanza de los toros y la épica de la conquista de América, y sumándose a la extrema derecha y a las multinacionales del petróleo en el negacionismo del cambio climático. Creo que el mayor aprendizaje político de mi vida fue que las libertades personales y la justicia social son inseparables la una de la otra, y las formalidades legales de la democracia la mejor garantía contra la irracionalidad humana y la propensión al despotismo y al servilismo. Como algunos socialistas de antaño que apenas salen en los periódicos y a los que ni reivindica la derecha ni hace caso la izquierda —con algunos de ellos tengo amistad— me gusta pensar que aún es posible una lucidez sin sectarismo, y que la antigua causa progresista aún merece ser defendida.

miércoles, 17 de abril de 2024

¿Quién vivirá dentro de los libros?, por Leonardo Padura (El País, 14/04/24)

José Saramago creía que los escritores vivían dentro de sus libros. El premio Nobel portugués pensaba que, al tomar un libro en nuestras manos, debíamos pasar el dedo por el lomo con un gesto cómplice y luego abrirlo con cuidado, pues entre esas páginas impresas vivía el creador, con toda su sensibilidad, su inteligencia, acompañado por cada uno de los grandes y sutiles ingredientes que hacen que ese objeto, muchas veces maravilloso, esa obra concebida por su morador, sea única e irrepetible. Jugando con una concepción animista, Saramago aseguraba que en los estantes de su biblioteca vivía gente. Un siglo y medio antes, Gustave Flaubert había sido atacado por los críticos de su momento pues había escogido como heroína de su novela Madame Bovary a una mujer adúltera. En su defensa, Flaubert argumentó que, a través de sus personajes, él “solo quería llegar al alma de las cosas”. Más recientemente, Eugenio Fuentes, reflexionando sobre novelas, nos ha recordado que este “prodigioso género literario (…) desde el siglo XIX nos ha dicho de todas las formas posibles, en todos los lugares, de qué materia estamos hechos y ha mostrado, mejor que ningún otro (discurso), la infinita variedad de motivos, pasiones, grandezas, debilidades, humillaciones, ofensas, amores, odios de un millón de personajes, las pasiones que todo el mundo conoce y ha sentido”. Como simple y común lector siempre sufro una sensación agobiante, que me agrede sin piedad, cuando entro en una biblioteca o en una librería bien surtida. Y es la incontestable certeza de que el tiempo de la vida no me alcanzará para conocer a tantas de las gentes que viven dentro de esos libros y merecerían que los conociera, y poder asomarme al vislumbre del alma de tantas cosas, a las pasiones de ese millón de personajes. Y es que la experiencia de la lectura —y eso lo sabemos todos— es única e irrepetible no solo como placer estético o medio de aprendizaje, no solo como forma de apropiación de historias, personajes, de adquirir información de todo tipo, sino como medio para, conociendo a otros, conocernos mejor a nosotros mismos. Para vivir otras vidas. Los escritores que habitan dentro de los libros dejan en esas páginas encuadernadas unas formas de ver la vida, de interpretar la realidad, que suelen ser el fruto de una necesidad expresiva y, también, de un deseo de comunicarnos una peculiar visión de un mundo. Y, si de literatura artística se trata, debe resultar un empeño por atrapar la densidad inconmensurable de los entresijos de la condición humana y, por añadidura, con la intención de manifestarlo con belleza. Tal vez por eso fue que Hemingway solía repetir que escribir (literatura), y hacerlo bien, nunca ha sido fácil. Todo lo dicho hasta ahora puede parecer una sarta de verdades tan elementales que quizás hubiera resultado innecesario anotarlas. Pero he preferido hacerlo ante la explosión de una realidad en la que ya vivimos y amenaza con convertir en historia antigua la pretensión de Flaubert, la certeza de Hemingway e incluso la imagen poética de José Saramago sobre los libros. Porque está llegando el tiempo en que, en lugar de personas, entre las páginas virtuales de los libros, deambulen algoritmos administrados y ordenados por máquinas, una época en la que escribir sea muy fácil. Todavía tengo la confianza de que una noticia que me ha alarmado sea falsa. Pero aun así pienso que debería ser comentada, pues su presunta falsedad bien podría ser pasajera. Y es que unas semanas atrás varios sitios de la web publicaron que Amazon, el mercado de todo lo vendible más grande del mundo, incluso propietario del espacio comercial más poderoso de venta de libros, anunció que, de los textos electrónicos autoeditados y escritos con las herramientas de la inteligencia artificial, solo admitiría poner en sus estantes un máximo de tres obras de un mismo autor. Tres obras cada día, añadía la información leída. Aunque las cifras manejadas en la noticia son tan ridículas que podamos dudar de su veracidad, lo cierto es, en cualquier caso, que la avasallante llegada de la IA a nuestro mundo es ya una realidad en marcha. La creación de un instrumento como el ChatGPT para la redacción de textos se ha convertido en una herramienta de uso común en muy diversos escenarios. En el ámbito académico, por ejemplo, su colaboración es cada vez mayor en la redacción de trabajos de clase y hasta de tesis de distintas categorías. En los sectores de la publicidad y los negocios, entre otros, su empleo es cada vez más recurrido y, al parecer, hasta muy eficiente pues permite ganar tiempo e, incluso, precisión en el manejo de datos. Mientras, su utilización para la creación literaria puede estar cada vez más extendida y siendo aprovechada (algunos confiesan que parcialmente) incluso por escritores profesionales. Y nada de esto estaría mal si al uso de ese instrumento tecnológico nos acercáramos con los más elementales condicionamientos éticos. Quiero dar por descontado que —al menos por ahora— la calidad artística de esas obras escritas con el auxilio de la IA debe resultar cuando menos dudosa y que, posiblemente, sus contenidos nunca puedan acercarse a las sutilezas de una literatura creada por un humano con pretensiones de llegar “al alma de las cosas”. También quisiera confiar en que los buenos lectores no se dejarán engañar con facilidad, aunque no todos los lectores son buenos, como tampoco los escritores, incluso si se valen de inteligencias ajenas. Pero la sola existencia de una eventual avalancha de textos fabricados con herramientas digitales pone en peligro toda una concepción de la creación y la cultura que nos ha acompañado desde los tiempos de Homero, Heródoto y los redactores bíblicos que, por cierto, para escribir sus obras, contaron unos con la ayuda de las musas y otros con el apoyo de Dios, que supervisaba la redacción de su doctrina, puesta en manos de seres humanos. Los más optimistas piensan que ningún instrumento creado por la inteligencia humana será capaz de superarla o sustituirla, y quizás tengan razón. En cambio, sin aventajar nuestras capacidades, ya esas herramientas de procesar, organizar y recrear información sí pueden suplantarnos en muchas manifestaciones y hacerlo con la oscura habilidad —también de origen humano— de poder o, al menos, pretender engañarnos, pues los plagiarios y creadores de supercherías son más antiguos que los ordenadores. En un mercado tan caprichoso y lamentablemente mercantilizado como el del libro y la literatura, cada día resulta más difícil a los autores hacerse un espacio, encontrar lectores. El escritor que pretende serlo de veras debe luchar, por ejemplo, contra el fenómeno ya no tan reciente de los best sellers publicados por los influencers (o por sus amanuenses) y también contra la creciente presencia de libros con temas específicos escritos con estudios de mercado y encargados por editoriales que, incluso antes de estar escritas las obras consignadas, pueden llegar a premiarlas con generosidad monetaria. Ese complejo panorama donde se mezclan lo artístico, lo mercantil y los avances tecnológicos nos asoma a una realidad en la que la literatura artificial puede provocar un verdadero cataclismo cultural. Y, lo peor, es que todo parece indicar que no tenemos escudos para defendernos de ese ataque y salvar la existencia de esa gente, con pasiones y veleidades humanas, que hasta ahora hemos visto vivir dentro de los libros.

lunes, 15 de abril de 2024

Por qué leer libros es tan importante para cultivar la inteligencia de nuestros hijos, por Michel Desmurget ( El País , 7/04/24)

Sometidos al yugo adictivo de las omnipresentes pantallas recreativas (películas, series de televisión, videojuegos, redes sociales...), nuestros hijos leen cada vez menos y, por tanto, cada vez peor, porque, como demuestran decenas de estudios, la capacidad lectora depende directamente del tiempo de práctica. En España, según las últimas evaluaciones internacionales Pisa, el 75% de los alumnos de 13 años de secundaria no pasan del nivel “básico”, que como mucho les permite comprender enunciados sencillos y explícitos; el 51% tienen incluso un nivel “bajo” y dificultades con los textos más básicos. Solo el 5% de los lectores son “avanzados”, capaces de identificar y resumir las ideas implícitas en un texto no trivial. Estas cifras son comparables a la media de la OCDE. Desde 2015, los alumnos españoles de secundaria han perdido un año de aprendizaje. Esto significa que los jóvenes de 13 años en 2022 tenían el mismo nivel que sus homólogos de 12 años siete años antes. Muchos observadores parecen satisfechos con esta evolución, alegando que hay que avanzar con los tiempos y que los niños de hoy simplemente aprenden “de otra manera”. Mientras que en tiempos pasados se utilizaba la palabra escrita, en el mundo moderno se recurre a los medios audiovisuales. Por desgracia, este argumento pasa por alto las características específicas de la palabra escrita. En primer lugar, está el lenguaje. El libro está desprovisto de contexto. Solo tiene palabras como soporte. La imagen (o el vídeo) de un paisaje, de un objeto, de una emoción, de una escena de la vida, etcétera, habla por sí sola, por así decirlo, al menos en parte. El libro tiene que describirlo todo. Esto explica por qué, por término medio, la complejidad léxica y gramatical de los corpus textuales es mucho mayor que la de los corpus orales. Amplios estudios de contenido han demostrado que hay más riqueza lingüística en un álbum de preescolar (el más sencillo de los libros) que en todos los corpus orales corrientes: discusiones entre adultos cultos o adultos y niños, películas, series, dibujos animados, programas de televisión... Esto significa que la exposición a la palabra escrita es la única manera de desarrollar un lenguaje avanzado, sin el cual no puede construirse ningún pensamiento complejo. A menudo, oigo decir que las generaciones más jóvenes nunca han leído tanto, gracias a internet. Lamentablemente, la afirmación es engañosa. Entre los jóvenes de 8 a 18 años, la lectura digital representa entre el 2% y el 3% del tiempo de pantalla, mientras que las actividades audiovisuales (películas, series, vídeos, etcétera) suponen entre el 40% y el 50%. Además, este tiempo de lectura incluye muy pocos libros y muchos contenidos lingüística y conceptualmente pobres. En definitiva, el tiempo de lectura en internet (redes sociales, blogs, correos electrónicos y todo lo demás) y, más en general, el tiempo total de pantalla recreativa están negativamente correlacionados con las competencias lingüísticas y la capacidad de lectura de los niños. Lo mismo ocurre con los conocimientos. Cuanto más leen los niños y los adolescentes, más amplia es su cultura general, en relación con los niños de entornos socioeconómicos comparables que están expuestos a contenidos audiovisuales (películas, series, entre otros). Los niños que leen tienen muchas más probabilidades de saber, por ejemplo, qué es un carburador o un tipo de interés; de decir que Japón fue aliado de Alemania y no de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, y de afirmar que hay más musulmanes que judíos en el planeta. Además de estas repercusiones culturales y lingüísticas, existen beneficios documentados en cuanto a coeficiente intelectual, concentración, imaginación, creatividad, capacidad de síntesis y de expresión (tanto oral como escrita). En otras palabras, mientras que las pantallas recreativas minan concienzudamente el desarrollo de nuestros hijos, la lectura construye meticulosamente su inteligencia. Pero eso no es todo. La lectura de novelas también estructura fuertemente nuestras habilidades emocionales y sociales. Si veo a Don Quijote en la televisión, no tengo acceso a la complejidad de sus pensamientos. En cambio, cuando leo la novela, me meto literalmente en la cabeza del personaje y puedo comprender el funcionamiento interno de sus pensamientos y acciones. Mejor aún, puedo experimentar estos últimos. Los investigadores se refieren a la lectura como un auténtico “simulador emocional”, en el sentido de que las situaciones vividas realmente y las experimentadas literariamente activan los mismos circuitos cerebrales. Cuando busco el significado de la palabra traición en un diccionario, entiendo intelectualmente lo que significa; pero cuando leo Madame Bovary, no solo lo entiendo, sino que experimento la traición desde el punto de vista tanto del traidor como del traicionado. Penetro en los mecanismos subyacentes y siento los estados emocionales asociados. Al final, los lectores de ficción tienen una mayor empatía y capacidad para comprender a los demás y a sí mismos. En última instancia, todos estos beneficios influyen enormemente en la trayectoria educativa y profesional de los niños. El impacto es significativo tanto a nivel individual como colectivo. Numerosos estudios demuestran que el desarrollo económico de un país, el número de patentes desarrolladas y su PIB están estrechamente relacionados con los resultados educativos. Se trata de una cuestión crucial en un contexto de creciente competencia internacional, sobre todo si tenemos en cuenta, en vista de las evaluaciones Pisa ya mencionadas, que las diferencias de rendimiento, no solo en lectura, sino también en matemáticas, son cada vez mayores entre las naciones de la OCDE y los países asiáticos. Por supuesto, podemos vivir sin la lectura. No es esa la cuestión. Lo importante es que entonces perdemos una parte esencial de nuestra humanidad. No es casualidad que los libros hayan sido el blanco de tiranos de todo tipo desde el principio de los tiempos. Los nazis quemaron más de 100 millones de libros y, como ha demostrado el filólogo Victor Klemperer, se embarcaron en un proceso de empobrecimiento del lenguaje digno de la neolengua de Orwell en 1984. Hitler decía que la literatura era veneno para el pueblo. En Un mundo feliz, de Huxley, solo una pequeña casta posee aún las herramientas del pensamiento y del lenguaje. El resto está compuesto por técnicos celosos, formateados para adaptarse con la mayor precisión a las necesidades económicas, atiborrados de entretenimientos absurdos, privados de las herramientas fundamentales de la inteligencia y felices con una servidumbre que ya ni siquiera son capaces de percibir. La lectura es el antídoto más seguro contra esta pesadilla porque, a través de su efecto en el desarrollo intelectual, emocional y social de nuestros hijos, dibuja el camino más seguro hacia la emancipación. Como dijo Ray Bradbury, autor de la novela futurista Fahrenheit 451: “No hay que quemar libros para destruir una cultura. Basta con conseguir que la gente deje de leerlos”. Ante este desastre incipiente, muchos culpan a la escuela. Sin embargo, el entorno familiar desempeña en esto un papel esencial, sobre todo a través de la lectura compartida, que es la única manera de que los niños adquieran progresivamente el lenguaje avanzado de la palabra escrita y, en última instancia, una vez adquiridas las bases de la descodificación, lean por sí mismos. Esto no quiere decir que la escuela sea ineficaz. Lo que significa es que el tiempo escolar disponible y el número de niños por profesor no permiten un trabajo óptimo. Todos los estudios demuestran que, en lo que respecta a la lengua y la lectura, la escuela no con­sigue compensar las desigualdades sociales. En España, según los datos procedentes de Pisa, la diferencia de competencias entre el cuarto más aventajado y el menos aventajado de los alumnos de secundaria representa cuatro años de aprendizaje. Es una diferencia descomunal. El problema solo puede resolverse mediante una acción focalizada, temprana y masiva dirigida a los niños menos favorecidos. También necesitamos un amplio programa de información para los padres, sobre todo para los desfavorecidos. Cuando explicamos a estos últimos la importancia de hablar con sus hijos, de leerles cuentos desde muy pequeños, de llevarlos a la biblioteca, los efectos en el lenguaje, el desarrollo cognitivo, la concentración o el vínculo familiar son considerables. Todo es cuestión de voluntad política. Los costes ocasionados se verían ampliamente compensados por el ahorro posterior (logopedia, fracaso escolar, etcétera).

martes, 2 de abril de 2024

Portugal, tan cerca, tal lejos, por Fernando Vallespín (El País, 31/03/24)

En Portugal, el líder conservador Luís Montenegro ha conseguido dejar fuera de su posible nuevo Gobierno a la Chega, el partido de ultraderecha que sacudió el sistema de partidos de nuestro país vecino. La reacción del PS, el anterior partido gobernante, parece que lo encamina a una oposición constructiva; hará oposición, pero le ha tendido también la mano para apoyar ciertas reformas. Desde luego, está por ver si conseguirá la estabilidad necesaria para llevar adelante la legislatura, pero estas maniobras no dejan de mandar una señal positiva. A la vista de lo que ocurre en nuestro país y de aquello hacia lo que apuntan las elecciones europeas, esta decisión va en la buena dirección. Muestra al menos que el sector mayoritario de la derecha tiene clara cuál ha de ser su relación con los partidos nacionalpopulistas. Justo lo contrario de lo que nos encontramos en España y en buena parte de Europa. Está claro que España no goza de la cohesión nacional portuguesa y está paralizada por un bibloquismo polarizador que hace imposible imaginar casi cualquier acuerdo transversal. Pero, y esto es lo que nos va a interesar aquí, carece también de una derecha que sepa cómo orientarse en su propio territorio. Esta es la herida por la que sangra el PP, obligado, allí donde depende de Vox, a ceder en cuestiones que lo desfiguran como “derecha moderna” y, como vimos en las pasadas elecciones generales, lo limitan gravemente en sus aspiraciones a gobernar. En dos palabras, no ha encontrado aún una estrategia para relacionarse con Vox. Ni se la espera. Al menos después de lo visto en su acuerdo con los ultras relativo a la memoria histórica en las comunidades en las que gobiernan. O el que se sientan arrastrados por el vocerío crispante de los de Abascal para que parezca que no son menos contundentes en su rechazo del “contubernio Frankenstein”. Lo peor, sin embargo, es que se ha acomodado a hacer oposición por la oposición misma. Me explico. Se rasga las vestiduras ante todos y cada uno de los pasos del Gobierno en su cesión ante los independentistas, pero no ofrece un contra-modelo, una alternativa. Fuera de la referencia genérica a la Constitución, a lo que, por otra parte, está obligado, ¿sabe alguien cuál es la solución del PP para apaciguar Cataluña o buscar una mejor integración de Euskadi? ¿Tiene algún plan para resolverlo? A las puertas de las elecciones en estas dos comunidades solo sabemos que no es el del actual PSOE, y esta indefinición lastra gravemente sus posibilidades de alcanzar allí un buen resultado. Otra pregunta. ¿Sabemos realmente cuál es su posición ante las nuevas guerras culturales? ¿Qué parte de las medidas al respecto impuestas en sus comunidades autónomas se corresponden con sus convicciones y cuáles son meras cesiones a sus socios de Vox? Esta última pregunta no es baladí, porque el grueso de la hipoteca que le impone Vox va esta dirección y es la principal fuente del temor que inspira su liaison con dicho partido. Quizá le alegre saber que, como afirmaba hace un par de días Simon Kuper en Financial Times apoyándose en diversos sondeos, parece que las guerras culturales se van apaciguando. Baste una muestra, que enlaza con lo de la memoria histórica. Una amplia mayoría de estadounidenses y británicos se mostraban a favor de discutir los aspectos más controvertidos de su historia —el racismo o el imperialismo, según el caso—, no eliminarlos o renunciar a una visión crítica; pero tampoco compraban el radicalismo más woke. Y así en todos los temas. ¿Ven?, tampoco es tan difícil. Aunque, eso sí, tendrán que trabajárselo y plantarse luego ante Vox.

La promesa de un mejor pasado, por Juan Gabriel Vásquez (El País, 31/03/24)

El debate sobre el pasado y la memoria —que no son la misma cosa— o sobre la historia y la memoria histórica —que también son cosas muy distintas— ha vuelto a la superficie recientemente en España. Ocurre cada cierto tiempo, de distintas formas y con distintas intensidades, pero yo no recuerdo un solo momento de este siglo en que estas tensiones no hayan estado presentes entre los ciudadanos: la ley de memoria histórica, sin ir más lejos, cumplirá 17 años en unos meses. Ahora se trata de la embestida que los partidos de la derecha llevan a cabo en ciertas comunidades contra la Ley de Memoria Democrática, que no ha cumplido dos años todavía. No hay nada nuevo en ello: los políticos siempre han querido apropiarse del pasado. Pero tengo la impresión confusa de que ese interés en dominar nuestro pasado común, lo que llamamos historia, ha cambiado de naturaleza en los últimos tiempos, a veces permitiéndose atrevimientos que a los memoriosos —no somos muchos, por desgracia— nos parecen salidos de viejos manuales que creíamos superados. Y acaba uno recordando una vez más, y con algo de cansancio, el manoseado refrán de 1984: “Quien controla el pasado, controla el futuro. Quien controla el presente, controla el pasado”. Sí, Orwell lo sabía bien, o lo sabían las autoridades de su dictadura ficticia. Siempre me ha gustado la coincidencia banal entre la publicación de la novela y un episodio breve de la historia colombiana, y no me resisto a anotarla aquí. Por esos años, Colombia se hundía en un estallido de violencia política sin precedentes —y esto dicho de un país que ya cargaba a sus espaldas más de un puñado de guerras civiles—, y los dos grandes partidos empezaron a negociar para acabar como fuera posible con la guerra partidista. Para las siguientes elecciones, en las que se definiría la suerte de ese país estremecido, el partido liberal proponía a Darío Echandía, un liberal moderado que había sido presidente designado en otros momentos críticos; pero pocos meses después, mientras caminaba por las calles de Bogotá como parte de una manifestación de liberales, Echandía fue víctima de un atentado. Sobrevivió, pero murió su hermano. Al día siguiente retiró su candidatura, y de todo el episodio quedó para la historia su frase melancólica: “¿El poder para qué?”. Esto ocurrió en 1949. La novela de Orwell, publicada ese mismo año, contenía una posible respuesta. El poder para esto, señor Echandía: para controlar el pasado. Pues quien controla el pasado, controla el futuro. Así es: el poder político es, entre otras cosas, la capacidad de imponer en una sociedad determinada una versión de la historia. Siempre ha sido así, como digo, pero fueron los totalitarismos del siglo XX los que mejor lo entendieron, o los que más jugo le sacaron. Lo que ha cambiado en tiempos recientes es, acaso, la facilidad con que lo hacemos o lo podremos hacer. Stalin tuvo que usar una técnica audaz y complejísima para eliminar a TrotskI y a Lev Kámenev de las fotografías que contaban la Revolución; en otro caso se insertó a sí mismo en la foto de un Lenin convaleciente, tratando de probar que lo había visitado en sus últimos días y ganar así derecho a ser su sucesor. Hay una foto fantástica en que Mussolini levanta una espada a lomos de un caballo, y hoy sabemos que hizo borrar al hombre que tenía al caballo de la brida para que nada entorpeciera su viril pose de prócer: como tantos dictadores, Mussolini era un hombre de masculinidad acomplejada. Pero nuestras sociedades entran ahora lentamente en una época peligrosa donde bastará un mínimo conocimiento informático para lanzar al mundo una imagen adulterada, convincente y, lo que es peor, influyente: para cuando se detecte el falseo, si es que se detecta, ya habrá conseguido sus consecuencias políticas. Pero no es esto, en estricto sentido, de lo que se habla en estos días. Es verdad que ese (no tan) valiente mundo nuevo de la inteligencia artificial me inquieta profundamente, y más me inquieta ver que a nuestros líderes no parece inquietarlos demasiado. Las leyes que regularán la inteligencia artificial no están en pañales: es que no se han concebido. Por supuesto, la ley va por detrás de la realidad, siempre persiguiéndola a marchas forzadas, siempre con la lengua afuera; y en este caso los avisos están claros, y las consecuencias de no actuar a tiempo son —literalmente— inimaginables. Pero nuestro debate de ahora no se refiere a imágenes de ningún tipo, ni a inteligencia artificial, sino a algo más familiar: la guerra por el relato. Alrededor de ella hay preguntas inmensas: ¿cómo se cuenta la historia? ¿Quién la cuenta, o quién debería contarla? ¿Cómo defendernos de los intentos groseros que hacen las fuerzas políticas por imponernos su relato interesado y tendencioso? Bajo todas estas preguntas yace una que, en su simpleza, me resulta conmovedora: ¿por qué es tan vulnerable el pasado? A eso se reduce todo, me parece. Y la respuesta es vertiginosa y a la vez sencilla: el pasado es vulnerable porque, en cierto sentido, solo existe mientras lo imaginamos. Una novela famosa comienza diciendo que el pasado es un país extranjero, y la metáfora está bastante bien, por lo menos en el libro, pero la realidad es más compleja justamente porque no es así: ya nos gustaría a muchos, pero el pasado no es un lugar físico al cual podamos ir para ver realmente cómo ocurrieron las cosas. Paul Valéry, que tantas veces y tan bien habló sobre estos temas, visitó a un grupo de estudiantes en 1932, y habló con ellos de nuestra relación difícil con los hechos de la historia. Los mismos hechos, les recordó a esos estudiantes, constituían un relato si lo contaba un historiador anticlerical y librepensador (Michelet, por ejemplo) y otro muy distinto si lo contaba un historiador conservador y ultracatólico de tendencias autoritarias (por ejemplo, Joseph de Maistre). ¿Cómo es eso posible? Valéry responde: es posible porque el pasado es “una cosa enteramente mental”. Y enseguida añade: “No es más que imágenes y creencias”. Desde que se dieron cuenta de las implicaciones que eso tiene, los políticos no han dejado pasar una sola oportunidad de adulterar esas imágenes, de manipular esas creencias. Lo hacen contando relatos cuya verdad sea difícil de comprobar para el ciudadano medio, que no tiene con frecuencia ni el tiempo ni los instrumentos para cuestionar lo que le digan, y con frecuencia no tiene tampoco la voluntad: pues las imágenes y las creencias que le llegan desde sus líderes políticos son siempre mucho más halagüeñas, más placenteras o menos incómodas que las que les proponen los otros. Es por eso por lo que el pasado histórico se está moviendo constantemente, dependiendo de vientos políticos o de inconstantes modas culturales: que se pongan o se quiten placas de mármol de nuestros lugares públicos no es sino la encarnación de esos fenómenos mentales. Hoy mismo parece que los populismos del mundo entero han descubierto, a falta de propuestas para mejorar el futuro de la gente, la inmensa rentabilidad de prometerles un mejor pasado. ¿Qué es un mejor pasado? Un espacio donde se sientan más cómodos, menos culpables, menos responsables. Es un error aceptarlo; es un error doble aceptárselo a los políticos. Sería como aceptar una foto adulterada. ¿Quién decide lo que sale en la foto? Que no sean ellos, por favor. Que no sean ellos.

Ejercicio de castidad, por Cristina Sánchez-Andrade (El País, 31/03/24)

En Steering the Craft, Ursula K. Le Guin menciona uno de los ejercicios que más ha utilizado con sus alumnos de escritura creativa, el llamado ejercicio de castidad. Para evitar los estilos sobrecargados y rimbombantes, pide que se escriba una página entera de prosa sin adjetivos ni adverbios. Es complicado, nos dice, porque hasta palabras tan básicas como “solo” o “entonces” son adverbiales, así que a veces no es posible eliminarlas todas. Pero seguro que puedes quitar todos los adverbios acabados en “mente” y los adjetivos pomposos. Al final el resultado es un texto en prosa muy casto y muy llano. Y como has puesto todas tus energías en los verbos y en los sustantivos, es más fuerte y más rico. Abundan los estilos impostados y rebuscados, es cierto, y la castidad no le vendría nada mal a unos cuantos. ¿De dónde vendrá esa falsa idea de que para escribir bien hay que recargar el texto? Es evidente que, cuando ocurre esto, el escritor está más pendiente de demostrar lo bien que escribe y la cantidad de adjetivos que maneja que en transmitir una idea o emoción concreta. Quiere impresionar y teme no poder hacerlo si no emplea un lenguaje inflado. Y no falla: al que así escribe, tampoco le interesa lo más mínimo escuchar que le sobran bastantes palabras. Es feliz con su gordura y se ofende ante la sugerencia de una dieta. ¿Y qué pasa con el lenguaje oral? Contrasta esta “obesidad” en la expresión escrita con la actual pobreza verbal, sobre todo entre los jóvenes. Generalizar nunca es justo, como siempre, hay excepciones, pero no creo exagerar al decir que a veces da verdadero pavor escuchar las conversaciones de la gente joven. Estoy sentada en la cafetería de una Facultad de Letras en Madrid. Junto a mí, hay unos estudiantes hablando y pongo la oreja. “En plan, tío”, comienza una de las jóvenes, “me flipa que Marta se haya pillado a Chema. En plan, no entiendo cómo le renta ese tío. Es mazo feo”. A lo que su amigo le contesta: “En plan, yo tampoco”. Muletillas, frases hechas, escaso vocabulario. En dos segundos, toda la esperanza de nutrir la imaginación con una historia enjundiosa se desvanece. Supongo que este lenguaje oral anémico, al menos en apariencia, se debe a múltiples razones. Uno de los motivos que siempre se esgrimen es que se lee cada vez menos. Creo que nadie duda de la importancia de la lectura y no es mi propósito ahondar en ello aquí. El lenguaje abreviado de las redes sociales impregna el idioma, que sufre una enfermedad grave: se está quedando en los puros huesos. En todo caso —y aquí volvemos al lenguaje escrito—, no se trata de mejorar la expresión con una dieta calórica a base de adjetivos y adverbios. No se trata (solo) de ampliar vocabulario, sino de dar peso a lo verdaderamente importante, que son los verbos y los sustantivos. En el fondo, y aunque tengan un origen diferente, ambos lenguajes pecan de la misma obesidad: la de construir a base de restos y florituras, de todo lo que adorna el lenguaje. El lenguaje tiene que ser eficaz, adecuado para lo que se cuenta. Siempre que me preguntan cuál es la novela de la que más he aprendido contesto lo mismo: El gran cuaderno, de Agota Kristof, la historia de dos niños, hermanos gemelos, que durante la Segunda Guerra Mundial son dejados por su madre al cuidado de su abuela en una pequeña aldea. Pues bien; esta novela tiene un vocabulario que no supera las mil palabras. “Lo justo, sin relleno, sin grasa”, como ella mismo explicaría en una entrevista. ¿En qué consiste, entonces, la magia de su vigor expresivo? La propia Kristof escribió en su libro autobiográfico La analfabeta que el estilo de la novela se debía a que estaba escribiendo en un idioma extranjero; tras huir de Hungría por razones políticas, atravesando la frontera junto con su marido y su hijo pequeño, se instaló en Suiza y tuvo que aprender francés. Escribe en lo que puede parecer un francés torpe, pero cuya economía y dureza tienen efectos hipnóticos, necesarios para lo que está contando. Nunca con tan poco se había dicho tanto. Se me ocurre que el ejercicio de castidad del que habla Ursula K. Le Guin sea algo parecido a un ejercicio de eficacia. Y la eficacia, tanto en la expresión escrita como en la oral, tiene que ver con si conseguimos transmitir una idea o una emoción. Evitar el lenguaje fofo y plagado de tópicos, ajustar fondo y forma, buscar la frase vívida y la palabra justa. Flaubert afirmaba haber encontrado esta última cuando se lo decía el oído: cuando sonaba bien. Virginia Woolf lo expresó con unas palabras bellísimas dirigidas a su amiga Vita Sakville-West: el estilo es ritmo, “una onda en la mente”, la onda, el ritmo están antes que las palabras y hacen que las palabras encajen. Y es que, debajo de la superficie lisa del texto, tiene que palpitar una vida oculta, algo que nos haga sentir y que de alguna manera nos perturbe. La poeta Emily Dickinson dijo “si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía”.