jueves, 19 de septiembre de 2024

Los fantasmas de las derechas; Nicolás Sartorius (El País, 19/09/24)

Uno. Un día de febrero de 1848 dos pensadores alemanes publicaron un manifiesto que comenzaba así: ”Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”. Efectivamente, se trataba de un espectro o ánima, pues en la realidad de las cosas de este mundo el comunismo no existía, ni ha existido nunca como un posible estadio de la sociedad. No obstante, cuánto pánico ha desatado su simple mención a lo largo del último siglo y medio. Hasta tal punto que sirvió de coartada para intentar justificar el apoyo a las fuerzas fascistas con el fin de frenar o abortar reformas sociales que de comunistas no tenían nada. Después de la terrible contienda (1939-1945) y en el ambiente de la llamada Guerra Fría se siguió utilizando con el fin de malograr cualquier avance político o social, como fueron los casos de Mossadegh, en Irán; Arbenz, en Guatemala; Lumumba, en el Congo Belga; Getulio Vargas, en Brasil; Allende, en Chile; o sostener las dictaduras de España, Portugal o cualquier otra que se declarase anticomunista. Es, desde luego, el espectro que más juego ha dado en la historia de la humanidad, en general al precio de ríos de sangre. Lo curioso y siniestro del asunto es que han transcurrido 176 años desde aquella famosa frase del manifiesto, el “comunismo” por lo visto ha sido derrotado y, sin embargo, ese mismo fantasma, o quizá su hijo o nieto, sigue pululando por el ancho universo y las mismas fuerzas de ogaño continúan enarbolándolo de muy similar forma y manera que lo usaban las de antaño. Así, el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, acusa a la candidata del Partido Demócrata, Kamala Harris, de peligrosa comunista, incluso representándola con un gorro que en vez de decir Make America Great Again aparece con la hoz y el martillo. A un nivel muy inferior, pero en la misma dirección, también la señora Ayuso, flamante presidenta de la Comunidad de Madrid, sostiene que el presidente Sánchez nos está conduciendo al comunismo. En la última campaña electoral a la autonomía madrileña manifestó que había que elegir entre el comunismo —un fantasma— o la libertad, que en la concepción “ayusista” no deja de ser un espejismo. Dos. Sin embargo, la derecha no satisfecha solo con un fantasma se ha sacado de la manga otros no menos fantasmagóricos. Todo el mundo debería de saber que ETA desapareció de nuestras vidas hace ya 13 años. No obstante, destacados voceros de las derechas siguen sosteniendo que la organización terrorista continúa existiendo transmutada, por lo visto, en partido político plenamente legal y con representación parlamentaria, como es el caso de Bildu. Incluso llegan a decir, llevados de sus delirios anti Sánchez, que ETA ha triunfado y, en consecuencia, el actual Gobierno se mantiene gracias al apoyo de terroristas, un nuevo fantasma armado de metralletas. Tres. Otro tanto está sucediendo con el tema del separatismo en Cataluña. Es conocido que en 2017, bajo un Gobierno del PP, la Generalitat declaró durante unos minutos la independencia; las fuerzas separatistas eran mayoría en el Parlament; la sociedad catalana estaba dividida y enfrentada y el Gobierno de España tuvo que ejercer una represión, que fue una de las mayores chapuzas que contemplaron los siglos. Pues bien, ahora en la Generalitat gobierna un socialista que se llama Salvador Illa; los indepes han perdido la mayoría; por primera vez en años se coloca la bandera constitucional de España y el president recibe con normalidad al jefe del Estado, el Rey. Nadie habla ya de secesión y los partidarios de la independencia han descendido de forma considerable. Sin embargo, la derecha y sus socios mediáticos siguen diciendo que el Gobierno socialista de Cataluña significa el triunfo, póstumo o no, del procés y que su presidente es un consumado separatista, según algunos, el peor de todos. Cuatro. Por no hablar de ese otro fantasma que, en este caso, recorre el mundo, el fantasma de las migraciones, que por causa del mendaz “efecto llamada” y la irrefrenable tendencia de los desplazados a la delincuencia está socavando las ricas, blancas y pacíficas sociedades occidentales. Movería a risa si no fuese tan trágico y costase tantas vidas. La realidad es que esos desheredados de la tierra se juegan la vida porque no tiene nada que perder; porque esta globalización es un desastre de desigualdad; porque los países de donde proceden han sido esquilmados, durante siglos, por el colonialismo y porque, aunque se afirme lo contrario, los necesitamos como el comer y forman ese nuevo “ejército de reserva”, sin el cual el capitalismo realmente existente no mantendría la tasa de beneficios. Cinco. Todo ello es demostración de que a las derechas les faltan argumentos y propuestas reales y necesitan de estos fantasmas para atemorizar a las gentes, demonizar a los gobiernos contrarios y, de esa manera, obtener votos y llegar al poder. Cuando en realidad lo único fantasmagórico es su propio pensamiento y se les podría aplicar el dicho popular de “sois unos fantasmas”. Ahora bien, el método para crear tantos espectros o trasgos es bastante parecido a los del pasado. Se dice que fue Joseph Goebbels, el jefe nazi encargado de la propaganda, el que dijo que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. Seguramente, otros lo dijeron antes, pues la mentira tiene una larga historia. Ahora, ciertas derechas hacen lo mismo, con medios mucho más sofisticados. Sin embargo, entonces como en la actualidad, la mentira necesita medios para triunfar y penetrar en la mente de los humanos. El doctor Goebbels, o “huevels” como en la estupenda película La niña de mis ojos de Trueba, controlaba la prensa y, sobre todo, la radio, que era la reina de los medios de aquella época. Ahora, además de los anteriores, tenemos la televisión, las redes sociales, las plataformas, muchas de las cuales bombardean todos los días y a todas horas con informaciones falsas, tergiversadas o difamaciones puras y duras. Todo ello amparado en la libertad de información, que por supuesto hay que preservar. No obstante, en el artículo 20.1.d) de la Constitución Española “se reconocen y protegen los derechos de comunicar o recibir información veraz por cualquier medio de difusión”. Es decir, que los ciudadanos tenemos derecho a recibir información veraz y no a tragar mentiras o difamaciones a las que estamos sometidos. Quizá habría dos medidas que podrían mitigar este universo de mentiras en el que vivimos: la transparencia absoluta de quien transmite y la luminosidad de la financiación de todo instrumento de cualquier clase que cree o transmita información. Dicho de otra manera, la prohibición del anonimato personal o societario y de la ocultación de la procedencia de los fondos de todo tipo de medios de comunicación. Y cuando me refiero a medios e instrumentos incluyo las plataformas digitales de cualquier naturaleza, que socapa de considerarse simples transmisores en realidad son medios de comunicación, que deben de estar sometidas a las mismas reglas de transparencia y regulación que los tradicionales. De no hacerlo así, los resultados empiezan a ser nefastos para la propia supervivencia de una democracia sana y robusta, pues esta no puede estar basada en la mentira y la difamación. Un ejemplo práctico de cómo hay que actuar es lo que ha hecho un magistrado del Tribunal Supremo de Brasil contra la plataforma X y su propietario Elon Musk, al clausurar dicha plataforma en el país por suponer una auténtica amenaza para la democracia con sus falsedades y actividades que fomentan el odio y las políticas de ultraderecha.

miércoles, 14 de agosto de 2024

Pienso donde existo, por Aurora Freijo (El País, 11/08/24)

En enero pasado, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, anunció un loable proceso de revisión de las colecciones de los 16 museos estatales, con el fin de eliminar marcas del pasado colonial, además de las inercias de género o etnocéntricas, todo ello enmarcado en un compromiso internacional que España ha firmado. En este terreno tan delicado, un programa revisionista no parece fácil de trazar. Habrá que decidir qué mostrar, qué retirar, cómo comisariar, cómo hablar de la relación de las antiguas metrópolis con las colonias y cómo dar voz a una memoria sin archivo. En este sentido, hemos asistido ya a una primera, y quizá algo tibia, incursión, en este caso en el Museo Thyssen y su exposición a propósito de la memoria colonial en sus colecciones. Entre tanto, hemos leído manifestaciones encaminadas a relativizar y aminorar el pasado colonial, que desatienden las humillaciones, los métodos coercitivos, las masacres, torturas y los crímenes infligidos a los colonizados. He recordado entonces las palabras de algunos pensadores, a quienes conviene traer a colación. Así, en 1961, Frantz Fanon escribía en su obra Los condenados de la tierra: “El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los indios y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo”. Pocos años antes, su maestro, Aimé Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo, afirmaba: “Si citásemos a Europa ante el tribunal de la razón y la conciencia, no podría justificarse. Europa”, continúa, “permite matar en Indochina, torturar en Madagascar, encarcelar en África y causar estragos en Antillas”. Por eso Europa es, dice, indefendible, moral y espiritualmente. Incluso arriesga más Césaire, y sostiene que, en el fondo, lo que el burgués del siglo XX no le perdona a Hitler no es exactamente el crimen en sí que su maquinaria realizó, sino el crimen contra el hombre blanco; no es la humillación en sí misma, sino el haber aplicado en Europa procedimientos colonialistas, que hasta entonces solo concernían a los árabes de Argelia o a los negros de África. La tesis es fuerte, porque está afirmando la existencia de Auschwitz antes de Auschwitz, lo que desplaza una de las heridas europeas más profundas y paradigmáticas, del lugar escogido del acontecimiento único a una mera versión más de la brutalidad humana, y, en consecuencia, que el nazismo no es una anomalía de la política occidental, sino una continuación de la expansión colonial moderna, europea, que utiliza sobre ella misma los métodos usados siempre contra el mundo no europeo, inveterados en ese lado oscuro de la modernidad que es la colonialidad. Eduardo Galeano nos recuerda que, cuando Namibia conquistó la independencia en 1990, se siguió llamando Göring la principal avenida de su capital, pero no por Hermann, el célebre jefe nazi, sino en homenaje a su padre Heinrich, que fue uno de los autores del primer genocidio del siglo XX. Fue entonces, continúa, cuando por primera vez se pronunció la palabra Konzentrationslager, que ya entonces era el lugar donde se combinaba el encierro, el trabajo forzado y la experimentación científica, esta última en manos entonces de los maestros de Mengele. Fanon y Césaire son pensadores. Y no son europeos y no son blancos, sino negros y de la Martinica. A partir de ellos, el pensamiento decolonial toma la palabra y con ello aparece la exigencia no solo de denunciar los procedimientos colonialistas, sino la de hablar desde un cuerpo y un lugar distintos al hegemónico. La palabra de la filosofía fue desde los orígenes blanca, masculina y europea, y pensó siempre sobre y a partir de sí misma. Cuando Descartes pronuncia su celebérrima sentencia “pienso, luego existo”, está hablando desde y para una razón abstracta y universal, que no contempla las diferencias. Por eso, debiera sustituirse por la fórmula “pienso donde existo”, un donde que señale que no es lo mismo pensar en un cuerpo mujer, o un cuerpo negro, o un cuerpo trans, o pensar desde América Latina, desde África, desde Europa o desde las fronteras. La filosofía, el pensamiento, debe ser por eso una geocorpofilosofía, un pensamiento descentralizado, un paradigma otro. Por mucho que se quiera establecer, no hay un grado cero de la epistemología: el conocimiento no puede ser objetivo, neutro ni universal, porque inevitablemente el pensamiento posee una geografía de carne. La ontología debe quebrarse en ontologías otras, periféricas, mestizas, raciales, lo que significa que en el pensamiento debe operarse un desplazamiento y una desterritorialización. No es Europa lo que está en juego, sino el eurocentrismo. Tenemos la oportunidad de, en palabras de Enrique Dussel, trazar una geopolítica del conocimiento. La revisión que se ha iniciado ahora está en ese camino, pero debe ser cuidadosa para no repetir la soberanía centroeuropea. Debe ir más allá del mero buenismo europeo, posibilitar pensar desde fuera de palacio y ser una verdadera praxis. La tarea no es sencilla, y no solo por la gestión y la logística al respecto, sino porque ahonda además en un problema filosófico importante: el de la consideración del otro, el del tratamiento de la otredad, y, pegado a ello, el de cómo mostrarla, cómo dar la voz a ese otro sin hablar por él.

jueves, 25 de julio de 2024

Bárbaros digitales, por José María Lasalle (El País, 25/07/24)

Spinoza combatió el populismo extremista que destruía la democracia de su época con un panfleto que tituló “Ultimi barbarorum”. Lo hizo porque creía que la denuncia crítica que ejerce la libertad de pensamiento es la última trinchera de la dignidad humana y la mejor arma para defenderla. Algo que hay que invocar de nuevo: cuando las democracias sucumben en todo el mundo ante una nueva barbarie que corroe sus fundamentos liberales para hacerlas populistas. Esto es, democracias que funcionan sin reglas. Gobernadas por emociones y a impulsos de líderes que, como advertía Spinoza, fomentan una barbarie que impone el imperio de una libertad tan absoluta como dirigida y manipulable. Las elecciones europeas expusieron a la democracia ante una forma ultimísima de bárbaro digitalizado, que combina autoritarismo y libertarismo y campa a sus anchas a lomos de la desinformación de los jóvenes y el malestar de las clases medias. Un fenómeno que no es exclusivamente europeo, sino que se extiende al conjunto de las democracias liberales. Empezó en Estados Unidos, cuando la “derecha alternativa” aupó a Donald Trump a la presidencia. Desde entonces, ha cosechado éxitos en todas partes. Para ello propone una democracia híbrida que balancea dosis de libertad extrema con un autoritarismo selectivo que invisibiliza las críticas, hace impermeables las fronteras y aplica mano dura con los delincuentes. Aquí radica la fuerza atractiva de su mensaje. En que no cuestiona directamente la democracia, sino sus fundamentos humanistas y liberales. Los considera desfasados por las circunstancias de un siglo que no se piensa desde lo razonable, sino desde la intensidad de la agonía de saber que el futuro no existe ni permite aplazar las cosas. Por eso, la barbarie híbrida que nos sacude con sus triunfos reclama respuestas que atajen los problemas que proliferan en una época asediada por infinidad de urgencias inmediatas. Una forma de acción política que desecha los partidos y los intermediarios porque conecta en tiempo real sucesos analógicos y activismo digital. Esta circunstancia produce una confusión de planos deliberada que desarrolla una performatividad de experiencias colectivas a través de las redes sociales que desestabiliza la psicología política de la gente más vulnerable emocionalmente en estos momentos: los jóvenes y las clases medias. Esta es la razón por la que el nuevo extremismo alternativo adapta sus mensajes a ellos. Lo hace para atraerlos a su redil. Una estrategia habilidosa que entremezcla realidad y simulacro dentro de una excepcionalidad que justifica el autoritarismo de los liderazgos que propugna como solución práctica. De este modo, se generaliza irresistiblemente un fenómeno extremista de masas que funciona como espectáculo digital. Su objetivo es absorber emociones para proyectarlas con furia sobre la política. Algo que a la larga convierte a la democracia en una cámara de eco de sí misma. Esta extraordinaria capacidad de impacto mediático que tiene nuestro “ultimi barbarorum”, explica por qué está siendo capaz de debilitar tan rápida y definitivamente la democracia liberal. Al someterla a su presión todos los días, ha conseguido que renuncie a la pedagogía y que funcione en la práctica como un reality show. Este es el motivo por el que ha perdido el respeto de la gente. Hasta el punto de que es víctima del ruido ensordecedor de una guerra cultural que, además de hacer imposible la deliberación tolerante y la racionalidad de los consensos, frustra la negociación que legitima las decisiones de la democracia liberal. Sin acuerdos, la democracia se escurre por el desagüe de la necesidad de liderazgos personalistas que combatan los problemas resolutivamente. De este modo, muere el liberalismo al prevalecer la audacia sobre la reflexión; la sorpresa sobre la previsibilidad; la táctica sobre la estrategia y el oportunismo sobre la responsabilidad. Se vio durante el asalto al Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021 y se verá en el futuro. Entre otras cosas, porque irá de la mano de un uso de la inteligencia artificial (IA) que hará más eficaz la capacidad desestabilizadora de nuestro último bárbaro. No en balde, podrá atentar impunemente contra la veracidad que sustenta la gestión representativa del conocimiento político que, todavía, define la praxis de la democracia liberal como un sistema de gobierno que afirma verdades contrastables argumentativamente y que las urnas refrendan con los votos. Esta es la razón que explica por qué la derecha alternativa global hibrida autoritarismo y tecno-libertarismo. Un fenómeno que explica que Donald Trump y Elon Musk se alíen y que el primero anuncie que el segundo será su consejero tecnológico si llega a la Casa Blanca. O que el primer viaje oficial de Javier Milei fuese a Silicon Valley, donde tuvo una calurosa acogida de los líderes del ecosistema de emprendimiento tecnológico vinculado a la IA. Quizá porque ofreció Argentina como laboratorio de entrenamiento para las IA fronterizas. Aquellas que pueden acarrear consecuencias maléficas que pongan en grave riesgo el respeto de los derechos humanos. La convergencia de intereses entre el libertarismo de Silicon Valley y perfiles populistas como Trump o Milei no es nueva. Revela un denominador común que, además de reverenciar a autores como Ayn Rand o Nick Land, defiende una forma de despotismo tecnoilustrado que cree que ha de corresponder a las elites emprendedoras impulsar la aceleración del cambio digital de la sociedad, sin importar el coste social. El avance técnico lo compensará con la extraordinaria prosperidad que creará en el futuro. Para lograr ambas cosas es necesario orden y liderazgo incontestables. Algo que teoriza Peter Thiel, fundador de PayPal y asesor de Trump, cuando mantiene en La educación de un libertario que la libertad y la democracia son potencialmente incompatibles si no hay un líder que las garantice con su carisma. Reflexión que traduce en defender que Estados Unidos sea gobernado por un consejero delegado tecnológico de éxito, pues, si quiere mantener su hegemonía planetaria frente a China, tendrá que convertirse en una plataforma que acelere la revolución tecnológica del país a hombros de monopolios corporativos. Y es que, según el autor de De cero a uno: cómo inventar el futuro, son la forma natural de favorecer el progreso de la humanidad al premiar el genio de los ganadores, mientras que la competencia y la democracia, con su exceso de reglas y principios éticos, son las limosnas que compensan el fracaso de los mediocres. Con estos mimbres ideológicos no extraña que la Argentina de Milei quiera convertirse, de la mano de Demian Reidel, su gurú libertario en economía y digitalización, en un laboratorio global de experiencias fronterizas de IA. Empezando por la generativa. Si así fuera, la derecha alternativa global tendrá, también, su espacio de ensayo para llevar la IA hasta donde quiera. Quizá convertirla en el arma letal autónoma con la que el “ultimi barbarorum” acabe con la democracia liberal al sustituirla por otra completamente “fake” que sea indistinguible de la primera.

Cómo entender a los adolescentes, por Francesc Miralles (El País, 25/07/24)

En una charla sobre ecoansiedad que mantuve con la bióloga Odile Rodríguez de la Fuente y Enric Soler, este profesor de Psicología de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) comentó que, para comprender lo que vive un adolescente, solo hay que mirar la propia etimología de la palabra. Procede de la voz latina adolescere, que puede traducirse como “adolecer” o “estar en duelo”. ¿De qué duelo hablamos? Del difícil tránsito que nos lleva de la infancia a la edad adulta. Solemos relacionar la infancia con la inocencia y la seguridad. Los progenitores pueden ser vistos como seres omnipotentes o infalibles, que saben lo que se hacen y procuran lo mejor para nosotros. De su mano, no hay nada que temer. Más allá del despertar de la sexualidad o de la búsqueda del propósito, empezamos a ingresar en el mundo adulto al darnos cuenta de que nuestros padres son imperfectos y que el mundo también lo es. Con unos noticieros que priman el sesgo negativo de la agresividad, el conflicto y el pesimismo, el adolescente abandona la cálida seguridad de la infancia para enfrentarse a un mundo amenazador. Esto, sumado a las dudas y retos propios de la adolescencia, cuando se cuestionan la orientación sexual o su futuro académico y laboral, hace que los episodios de ansiedad y depresión se disparen, llegando en casos extremos a pensamientos de suicidio. ¿Qué podemos hacer para ayudarlos? Según el Servicio de Atención Temprana de la Fundación Esfera, el primer paso es comprender qué está viviendo el adolescente. Por una parte, el niño asiste a la transformación de su propio cuerpo, lo cual puede ser inquietante, sobre todo cuando nos vemos fuera de los cánones que consideramos idóneos. En segundo lugar, las relaciones cambian. Según el taller de la inmediatez en la adolescencia de la fundación antes citada, “por un lado viven la sexualidad como un enigma, y más hoy en día con la cantidad de posibilidades que hay”. Así, mientras el joven intenta afirmar su identidad, tiene que lidiar con el rechazo o aceptación de las parejas a las que aspira, lo cual es un estrés suplementario. Los autores de este informe señalan las notorias diferencias que hay entre la adolescencia de hace tres o cuatro décadas y la actual. Así como los jóvenes de principios de los ochenta se enfrentaban a las bandas o a drogas como la heroína, el riesgo de los adolescentes actuales está vinculado al aislamiento y la satisfacción inmediata. La adicción a las tecnologías y la prisa por obtener seguidores o ingresos rápidos a través de las redes hacen que desconecten de la realidad analógica y que tengan más dificultad a la hora de abordar relaciones reales. Son pasto del desánimo cuando ven que sus intentos de conseguirlo todo con un clic no funcionan. La tecnología ha complicado, además, la necesidad adolescente de pertenecer a un círculo. En una edad en la que el vínculo con la amistad o la tribu son vitales, no recibir respuesta inmediata de un wasap o sufrir ghosting se vive como un drama. Respetar sus tiempos y ofrecer alternativas. Como adultos, tenemos la impresión de que el chaval “no hace nada”. Se levanta tarde; pasa horas trasteando en el ordenador o el móvil; le cuesta ponerse con los deberes o con cualquier cosa que consideremos productiva. En realidad, señala el equipo de la Fundación Esfera, “el adolescente está haciendo un gran trabajo psíquico (…), porque no se encuentra del todo pese a su búsqueda”. En lugar de criticarlo, podemos ofrecerle alternativas, como una salida al cine —atendiendo más a sus gustos que a los nuestros—, una comida en un restaurante o una excursión. Lugares y situaciones que faciliten la conversación sin que se sientan obligados a ello. Combatir la desesperanza hacia el futuro. En el diálogo es importante empoderarlos, en lugar de enumerar sus defectos o las dificultades del futuro. Hacerles entender que nada está escrito y que, al final, serán ellos quienes escriban su historia con sus actos. Para eso, en vez de señalar sus debilidades, el adolescente necesita que se elogien sus fortalezas, de modo que se anime a hacer algo con ellas. Compartir nuestra propia vulnerabilidad. Un joven artista al que conocí temía contarle a su padre, muy rígido y estricto, su descubrimiento de la homosexualidad, tras haber sido abandonado por su primera pareja masculina. Para su sorpresa, el padre no criticó su cambio de orientación y le confió que, a su edad, fue abandonado por una pareja muy querida. Eso les hizo sentir a ambos en igualdad y pudieron charlar largo rato. ‘Boyhood’: una oda a la maduración. — Para los progenitores que se congelaron al ver filmes como Kids o Thirteen, que plasman sus peores miedos, hay una película que debería ver quien quiera acompañar a su hijo en el tránsito hacia la edad adulta: la monumental Boyhood, rodada por Richard Linklater a lo largo de 12 años con los mismos actores. Siguiendo al pequeño Mason, veremos cómo va superando obstáculos desde los 6 hasta los 18 años con el apoyo de los padres. Francesc Miralles es escritor y periodista experto en psicología.

martes, 23 de julio de 2024

Cuanto peor, mejor (para la derecha radical), por Ignacio Sánchez-Cuenca (El País: 23/07/24)

El ascenso de las derechas radicales se ha convertido en uno de los temas más angustiosos y polémicos de la época actual. Aunque venían creciendo desde hacía tiempo, ha sido ahora, a raíz de las elecciones europeas, cuando se han activado todas las alarmas. Hay una explicación del fenómeno que no acaba de resultar convincente. Parte del siguiente diagnóstico de situación: la crisis económica de 2008, las fuerzas del capitalismo neoliberal y la globalización más en general, han generado unos sentimientos de agravio con el sistema entre amplias capas sociales. Se trata de gente que ha sufrido la globalización en sus carnes, a través del impacto de las importaciones de Asia en sus puestos de trabajo, que ha sido testigo de procesos de desindustrialización y deslocalización y que ha experimentado el deterioro de los servicios públicos. Por si lo anterior no fuera suficiente, hay grandes incertidumbres en el horizonte, las más evidentes son el cambio climático y el impacto de la Inteligencia Artificial. Como consecuencia de todo ello, esa gente está dominada por el pesimismo, el futuro es para ellos una fuente de amenazas y no de promesas. Son personas que no creen en los políticos tradicionales, que consideran que esos políticos no atienden (ni les importan) sus problemas. En definitiva, es gente que se siente abandonada ante el impacto del capitalismo de nuestra época. Supongamos que este diagnóstico, por muy esquemático que resulte, pues es obvio que simplifica en exceso argumentos bien elaborados y que merecerían un análisis más detallado, responde no obstante a la realidad. La pregunta que se plantea justo a continuación es esta: si una parte creciente de las sociedades desarrolladas está enfadada con las injusticias del capitalismo, con la globalización y con el deterioro de los servicios públicos, ¿por qué piensan que la solución está en la derecha radical y no en los partidos de izquierdas? ¿Es que acaso la anterior lista de agravios no coincide con los elementos más básicos de los programas políticos de izquierdas? Con diferentes matices y propuestas, la socialdemocracia y los partidos más a su izquierda llevan años llamando la atención sobre la desigualdad de ingresos y riqueza, sobre la necesidad de reforzar los Estados del bienestar y de abordar el calentamiento global, así como de regular de forma más estricta el capitalismo global. ¿Por qué, entonces, si las preocupaciones de esos votantes irritados encajan tan bien en los programas que ofrecen los partidos de izquierdas, luego, sin embargo, apoyan a los partidos emergentes de la derecha más radical? ¿Acaso esperan que estos mejoren los servicios sociales? ¿O que luchen contra la desindustrialización? ¿O que reduzcan la desigualdad? Entiendo que para responder a estas preguntas hay dos vías. La primera consiste en suponer que el diagnóstico del problema antes presentado es correcto, pero los ciudadanos no actúan en consecuencia porque están confundidos o alienados, no acaban de entender sus verdaderos intereses. Las opciones a las que se puede recurrir para sostener esta tesis son muy variadas, desde las redes sociales, que no hacen más que meter ideas falsas en la cabeza de la gente, hasta los valores nacionalistas, pasando por la xenofobia y el rechazo del inmigrante. Habría, pues, un conjunto de factores que alejan a los ciudadanos más afectados por los problemas económicos de las opciones políticas que más les convienen y, de esta manera, acaban votando a la extrema derecha en lugar de a los partidos de izquierdas. Por decirlo brevemente, se intenta dar cuenta del ascenso de la derecha radical volviendo a la idea venerable de la falsa conciencia. La segunda vía es menos directa, se basa en un argumento algo más complejo. Sin negar que haya graves problemas distributivos en las sociedades occidentales ni que vivimos tiempos inciertos debido a la rapidez con la que están sucediendo los cambios tecnológicos y culturales, esta segunda vía se centra en los problemas específicos que atraviesa la política y que tienen que ver con el profundo descrédito que padecen los políticos, los partidos y las instituciones de la democracia representativa. La idea es la siguiente: los proyectos emancipadores o de progreso solo son viables cuando la gente confía en la política como instrumento de cambio. Hay que creer primero en la política para poder apostar luego por líderes y organizaciones que prometen reformas profundas de la economía y la sociedad. En este sentido, la ciudadanía puede estar de acuerdo con muchas propuestas de la izquierda, pero no actuar en consecuencia (votando por ellas) si piensa que la política está averiada. Cuando había partidos que defendían métodos revolucionarios, el problema de la confianza en la política era el contrario: cuanto menos se confiaba en el sistema, más atractiva resultaba la posibilidad de una revolución que construyera una nueva sociedad (era el “cuanto peor, mejor”). Pero abandonado el sueño revolucionario en los países desarrollados, el único mecanismo de cambio que persiste es el institucional o reformista. Ahora bien, el reformismo, sea más o menos ambicioso, requiere por necesidad que se confíe en que el orden institucional es capaz de llevar a la práctica las propuestas de las fuerzas políticas. Cuando se pierde la fe en las instituciones, el reformismo queda condenado (“cuanto peor, peor”). Al margen del atractivo de las propuestas de cambio que ofrezcan las izquierdas, mucha gente pensará que son irrealizables, pues quedarán bloqueadas por los grupos de poder (nacionales o internacionales), o por la naturaleza corruptible de los políticos, o por cualquier otro factor. De la misma manera en que a las izquierdas les perjudica la crisis de representación democrática, a las derechas, sobre todo a las radicales, les favorece (para ellas, “cuanto peor, mejor”). Al fin y al cabo, estas derechas propugnan mecanismos alternativos a la representación clásica, delegando en líderes fuertes que se burlan de los resortes institucionales de las democracias representativas. Esos líderes se supone que encarnan y defienden valores nacionales que los políticos tradicionales (de la derecha o la izquierda) han abandonado. No es que propugnen una vía revolucionaria, pero tampoco se someten a la lógica institucional. Proponen una solución intermedia (e inestable), basada en gran medida en el fenómeno de un hiperliderazgo liberado de restricciones institucionales. Las derechas radicales capitalizan el descontento con la representación y prometen una política distinta, intransigente, sin complejos, dura, que permita superar la parálisis de la política institucional. Las izquierdas, en cambio, se encuentran en una posición incómoda y débil: no consiguen transformar el descontento económico en una palanca política porque no saben cómo resolver antes la crisis de la representación. Mientras no haya unos niveles superiores de confianza política e institucional, los programas de izquierdas tendrán grandes dificultades para ganar apoyos. Esta manera de plantear el asunto permite entender por qué, a pesar de los problemas económicos a los que se hizo referencia al principio, es la derecha radical la que está consiguiendo ganar terreno en muchos países occidentales. Esos problemas económicos no son una invención, están ahí y muchos de ellos son urgentes, pero la solución no vendrá por la izquierda si tanta gente continúa pensando que los partidos y las instituciones están averiadas. Ese es el principal caldo de cultivo de la derecha radical, el descontento tan generalizado con la política. Y por eso mismo, la derecha radical invierte tanta energía en desprestigiarla.

viernes, 12 de julio de 2024

La extrema izquierda no existe, por Azahara Palomeque (El País 11/07/24)

Había perdido ya toda esperanza cuando, por fin, observé en la pantalla el número que correspondía al que yo portaba en la muñeca, y accedí a la consulta. El médico, un joven cuyas ojeras le resbalaban hacia las mejillas en plena madrugada, me tomó la tensión pacientemente y, ante mi mueca interrogante, respondió: “no te preocupes, la tienes mucho mejor que yo, que llevo aquí miles de horas”. Las señales de agotamiento se acumulaban también en las enfermeras, los celadores contaban anécdotas de personal sanitario achacado de ansiedad crónica, pero lo que más me sorprendió fue la sinceridad de aquel doctor, quien, a pesar de la carga abrumadora de trabajo, visible asimismo en la cantidad de informes apilados sobre la mesa, intentaba a duras penas no desfallecer y hasta se permitía bromear con la situación. Ambos sabíamos que, de haber conseguido cita con el médico de cabecera a la mañana siguiente, yo no habría acudido a urgencias, pero mi infección no podía esperar los 10 días de media que tarda la atención primaria en ver a los enfermos, así que, desplegando cuanta amabilidad fui capaz, les agradecí su dedicación y luego me marché a casa, transformando por el camino esa cortesía y dulzura en rabia: se lo están cargando todo, es un robo a mano armada —cavilaba. Dos meses más tarde leí que los sanitarios andaluces habían protagonizado una huelga masiva. El estado decrépito de la sanidad pública en mi comunidad autónoma y en otros puntos de España nos habla de una agenda sistemática con la que se persigue desmantelar el estado del bienestar en su conjunto y devolver a las ya precarizadas clases medias a su punto de partida: la miseria. Como vengo del futuro, Estados Unidos, no me resulta difícil proyectar un escenario tan factible como aterrador en mi tierra: facturas médicas impagables, mayor número de gente arruinada y/o tirada en las calles y, en pura lógica, una creciente inseguridad ciudadana que, a su vez, provoca la consabida segregación por clases que torna no solo hostil, sino imposible, la convivencia. En la cima, la escueta élite rapiñadora engordando sus bolsillos. En mitad de ese escenario, consecuencia directa de la implementación de políticas neoliberales a lo largo de décadas, se está produciendo un fenómeno de cariz discursivo que consiste en demonizar sistemáticamente a la izquierda a través de adjetivos como “extremista” o “radical”, a partir de los cuales se busca desplazar el espectro ideológico hacia la ultraderecha, de manera que degradar la educación pública a base de recortes o cerrar centros de salud suene, sonrisa mediante, a moderado. La trampa semántica bebe de una estrategia de comunicación trumpista fundamentada en mensajes hiperbólicos, cuando no totalmente falsos, heredados, además, del vilipendio que, durante la Guerra Fría, sufrieron los movimientos sociales: cualquiera mínimamente concernido con la vida del otro es “comunista”. No es preciso clarificar la absurdidad de tales clasificaciones, pues aquí nadie está reclamando nacionalizar la banca ni expropiar a las grandes fortunas, pero da lo mismo: el daño prevalece y se perpetúa igualmente en los medios y en las redes, sin ningún filtro de sentido común. El problema es que se trata de una gran mentira. Las izquierdas contemporáneas, calificadas de peligrosos extremos que bordearían, en las versiones más desvariadas, perfiles terroristas, no pasan de articularse como meros instrumentos socialdemócratas para la preservación de lo que hace poco no se encontraba a la venta: la sanidad o la educación, por ejemplo. El Nuevo Frente Popular francés, liderado por el insumiso Jean-Luc Mélenchon, incluye en su programa medidas tan tibias como la subida del salario mínimo que compense la inflación, la puesta en marcha de vivienda social en tiempos de especulación inmobiliaria, o retornar a la edad de jubilación previa a la reforma de Macron, 62 años. En cierto modo, sus propuestas, como las de buena parte de los sectores progresistas occidentales, se orientan hacia “desfacer agravios y enderezar entuertos” —que diría Cervantes— relativamente recientes, asociados con la merma de derechos fundamentales y ese robo sañoso a las mayorías: la pérdida de poder adquisitivo o del suelo firme estatal cuyos servicios sufren una demolición. En ese sentido, se podría asegurar, contemplamos a unas izquierdas conservadoras tratando infructuosamente de salvar la casa, minimizar los estragos de sucesivas oleadas privatizadoras y necropolíticas, en una actitud bastante más defensiva que atacante. Por eso, en Estados Unidos son frecuentes las voces que anhelan restablecer el derecho al aborto a nivel federal, derogado por el Tribunal Supremo en 2022, o subir los impuestos a los ricos —quienes en su día llegaron a pagar un 90% por ciertos tramos del impuesto sobre la renta—; o en España se exige a las instituciones priorizar la seguridad habitacional frente al turismo que arrasa el tejido vecinal. Entre las pocas reivindicaciones faltas de un componente regresivo quizá destaque la reducción de la jornada laboral, aunque ecos de esa posibilidad ya se hallaban en el pensamiento del economista británico John Maynard Keynes hace casi un siglo. Del lado del ecologismo, se constata esa tendencia de dique de contención de manera incluso más nítida: con la finalidad de frenar la máquina y proteger mínimamente lo que aún es salvable, los colectivos se organizan en torno a la conservación de espacios naturales y la biodiversidad, el derecho universal al agua, o a la mera respiración, teniendo como correlato internacional el Acuerdo de París y su objetivo de no sobrepasar el 1,5 ºC de calentamiento global, ya vulnerado, por cierto, durante los últimos 12 meses. El extremismo, se deduce, cae entonces del lado de quienes ansían expandir la destrucción de la biosfera hasta límites nunca antes vistos, tanto como la destitución de comunidades enteras, saqueadas en su potencialidad para vivir vidas dignas, bajo techo, provistas de agua corriente no contaminada por nitratos procedentes de la agricultura intensiva o las macrogranjas, con atención sanitaria, alimentación sana y asequible, empleo estable… “lo de antes”, dirán algunos, pues estos privilegios actuales se parecen sospechosamente a garantías mínimas arrebatadas. Así como el Ángel de la Historia del filósofo Walter Benjamin, nosotros también miramos hacia atrás, pero esta vez movidos por las ganas de escudriñar el crimen y cerciorarnos de que el pasado podría contener muchas respuestas a las crisis contemporáneas. Si, según el escritor Miguel Ángel Hernández, existe una “nostalgia productiva”, aquella que logre contextualizar el tiempo pretérito en aras de, previa prospección arqueológica, localizar herramientas que permitan vislumbrar un futuro más halagüeño que el que pintan las derechas, no debería acomplejarnos la siguiente confesión: las izquierdas, a grandes rasgos, hoy en día son conservadoras. Su única radicalidad, si acaso, brota de la raíz; es decir, es etimológica. Cualquier acusación desbarrada que las sitúe en una hipotética marginalidad civilizatoria peca de una ignorancia imperdonable respecto a los últimos cien años de historia, o bien de una intencionalidad abiertamente ponzoñosa contra el bienestar comunal. Va siendo hora de impulsar un giro discursivo que esclarezca quién está firmemente a favor de la vida, y a quién no le importaría ver agonizar a sus hijos en una larga lista de espera quirúrgica, o bajo las arenas de un país convertido en desierto. Solo así conseguiremos desembarazarnos de un estigma que enturbia la opinión pública mientras los ladrones continúan perpetrando el delito definitivo.

martes, 2 de julio de 2024

Esa herramienta con la que se construye la inteligencia, por Michel Desmurget (IDEAS, 7/04/24)

Sometidos al yugo adictivo de las omnipresentes pantallas recreativas (películas, series de televisión, videojuegos, redes sociales...), nuestros hijos leen cada vez menos y, por tanto, cada vez peor, porque, como demuestran decenas de estudios, la capacidad lectora depende directamente del tiempo de práctica. En España, según las últimas evaluaciones internacionales Pisa, el 75% de los alumnos de 13 años de secundaria no pasan del nivel “básico”, que como mucho les permite comprender enunciados sencillos y explícitos; el 51% tienen incluso un nivel “bajo” y dificultades con los textos más básicos. Solo el 5% de los lectores son “avanzados”, capaces de identificar y resumir las ideas implícitas en un texto no trivial. Estas cifras son comparables a la media de la OCDE. Desde 2015, los alumnos españoles de secundaria han perdido un año de aprendizaje. Esto significa que los jóvenes de 13 años en 2022 tenían el mismo nivel que sus homólogos de 12 años siete años antes. Muchos observadores parecen satisfechos con esta evolución, alegando que hay que avanzar con los tiempos y que los niños de hoy simplemente aprenden “de otra manera”. Mientras que en tiempos pasados se utilizaba la palabra escrita, en el mundo moderno se recurre a los medios audiovisuales. Por desgracia, este argumento pasa por alto las características específicas de la palabra escrita. En primer lugar, está el lenguaje. El libro está desprovisto de contexto. Solo tiene palabras como soporte. La imagen (o el vídeo) de un paisaje, de un objeto, de una emoción, de una escena de la vida, etcétera, habla por sí sola, por así decirlo, al menos en parte. El libro tiene que describirlo todo. Esto explica por qué, por término medio, la complejidad léxica y gramatical de los corpus textuales es mucho mayor que la de los corpus orales. Amplios estudios de contenido han demostrado que hay más riqueza lingüística en un álbum de preescolar (el más sencillo de los libros) que en todos los corpus orales corrientes: discusiones entre adultos cultos o adultos y niños, películas, series, dibujos animados, programas de televisión... Esto significa que la exposición a la palabra escrita es la única manera de desarrollar un lenguaje avanzado, sin el cual no puede construirse ningún pensamiento complejo. A menudo, oigo decir que las generaciones más jóvenes nunca han leído tanto, gracias a internet. Lamentablemente, la afirmación es engañosa. Entre los jóvenes de 8 a 18 años, la lectura digital representa entre el 2% y el 3% del tiempo de pantalla, mientras que las actividades audiovisuales (películas, series, vídeos, etcétera) suponen entre el 40% y el 50%. Además, este tiempo de lectura incluye muy pocos libros y muchos contenidos lingüística y conceptualmente pobres. En definitiva, el tiempo de lectura en internet (redes sociales, blogs, correos electrónicos y todo lo demás) y, más en general, el tiempo total de pantalla recreativa están negativamente correlacionados con las competencias lingüísticas y la capacidad de lectura de los niños. Lo mismo ocurre con los conocimientos. Cuanto más leen los niños y los adolescentes, más amplia es su cultura general, en relación con los niños de entornos socioeconómicos comparables que están expuestos a contenidos audiovisuales (películas, series, entre otros). Los niños que leen tienen muchas más probabilidades de saber, por ejemplo, qué es un carburador o un tipo de interés; de decir que Japón fue aliado de Alemania y no de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, y de afirmar que hay más musulmanes que judíos en el planeta. En España la diferencia de competencias entre el 25% más aventajado y el 25% menos aventajado en secundaria es de cuatro años de aprendizaje Además de estas repercusiones culturales y lingüísticas, existen beneficios documentados en cuanto a coeficiente intelectual, concentración, imaginación, creatividad, capacidad de síntesis y de expresión (tanto oral como escrita). En otras palabras, mientras que las pantallas recreativas minan concienzudamente el desarrollo de nuestros hijos, la lectura construye meticulosamente su inteligencia. Pero eso no es todo. La lectura de novelas también estructura fuertemente nuestras habilidades emocionales y sociales. Si veo a Don Quijote en la televisión, no tengo acceso a la complejidad de sus pensamientos. En cambio, cuando leo la novela, me meto literalmente en la cabeza del personaje y puedo comprender el funcionamiento interno de sus pensamientos y acciones. Mejor aún, puedo experimentar estos últimos. Los investigadores se refieren a la lectura como un auténtico “simulador emocional”, en el sentido de que las situaciones vividas realmente y las experimentadas literariamente activan los mismos circuitos cerebrales. Cuando busco el significado de la palabra traición en un diccionario, entiendo intelectualmente lo que significa; pero cuando leo Madame Bovary, no solo lo entiendo, sino que experimento la traición desde el punto de vista tanto del traidor como del traicionado. Penetro en los mecanismos subyacentes y siento los estados emocionales asociados. Al final, los lectores de ficción tienen una mayor empatía y capacidad para comprender a los demás y a sí mismos. En última instancia, todos estos beneficios influyen enormemente en la trayectoria educativa y profesional de los niños. El impacto es significativo tanto a nivel individual como colectivo. Numerosos estudios demuestran que el desarrollo económico de un país, el número de patentes desarrolladas y su PIB están estrechamente relacionados con los resultados educativos. Se trata de una cuestión crucial en un contexto de creciente competencia internacional, sobre todo si tenemos en cuenta, en vista de las evaluaciones Pisa ya mencionadas, que las diferencias de rendimiento, no solo en lectura, sino también en matemáticas, son cada vez mayores entre las naciones de la OCDE y los países asiáticos. A menudo oigo que los más jóvenes nunca han leído tanto gracias a internet. Por desgracia, la lectura digital es un 3% de su tiempo de pantalla Por supuesto, podemos vivir sin la lectura. No es esa la cuestión. Lo importante es que entonces perdemos una parte esencial de nuestra humanidad. No es casualidad que los libros hayan sido el blanco de tiranos de todo tipo desde el principio de los tiempos. Los nazis quemaron más de 100 millones de libros y, como ha demostrado el filólogo Victor Klemperer, se embarcaron en un proceso de empobrecimiento del lenguaje digno de la neolengua de Orwell en 1984. Hitler decía que la literatura era veneno para el pueblo. En Un mundo feliz, de Huxley, solo una pequeña casta posee aún las herramientas del pensamiento y del lenguaje. El resto está compuesto por técnicos celosos, formateados para adaptarse con la mayor precisión a las necesidades económicas, atiborrados de entretenimientos absurdos, privados de las herramientas fundamentales de la inteligencia y felices con una servidumbre que ya ni siquiera son capaces de percibir. La lectura es el antídoto más seguro contra esta pesadilla porque, a través de su efecto en el desarrollo intelectual, emocional y social de nuestros hijos, dibuja el camino más seguro hacia la emancipación. Como dijo Ray Bradbury, autor de la novela futurista Fahrenheit 451: “No hay que quemar libros para destruir una cultura. Basta con conseguir que la gente deje de leerlos”. Ante este desastre incipiente, muchos culpan a la escuela. Sin embargo, el entorno familiar desempeña en esto un papel esencial, sobre todo a través de la lectura compartida, que es la única manera de que los niños adquieran progresivamente el lenguaje avanzado de la palabra escrita y, en última instancia, una vez adquiridas las bases de la descodificación, lean por sí mismos. Esto no quiere decir que la escuela sea ineficaz. Lo que significa es que el tiempo escolar disponible y el número de niños por profesor no permiten un trabajo óptimo. Todos los estudios demuestran que, en lo que respecta a la lengua y la lectura, la escuela no con­sigue compensar las desigualdades sociales. En España, según los datos procedentes de Pisa, la diferencia de competencias entre el cuarto más aventajado y el menos aventajado de los alumnos de secundaria representa cuatro años de aprendizaje. Es una diferencia descomunal. El problema solo puede resolverse mediante una acción focalizada, temprana y masiva dirigida a los niños menos favorecidos. También necesitamos un amplio programa de información para los padres, sobre todo para los desfavorecidos. Cuando explicamos a estos últimos la importancia de hablar con sus hijos, de leerles cuentos desde muy pequeños, de llevarlos a la biblioteca, los efectos en el lenguaje, el desarrollo cognitivo, la concentración o el vínculo familiar son considerables. Todo es cuestión de voluntad política. Los costes ocasionados se verían ampliamente compensados por el ahorro posterior (logopedia, fracaso escolar, etcétera).

jueves, 13 de junio de 2024

LA ESCUELA O LA BARBARIE, por Antonio Muñoz Molina (El País

La causa de la instrucción pública no termina nunca. Parece mentira que el sueño ilustrado de la igualdad entre las personas y del acceso al conocimiento riguroso lleve más de dos siglos existiendo y todavía no llegue a cumplirse, y esté siendo continuamente agredido, socavado, malbaratado, a veces incluso por algunos de los que debieran defenderlo. En Buenos Aires se echan a la calle medio millón de personas para vindicar lo que la Argentina, igual que Uruguay, había conquistado a principios del siglo XX, antes de cualquier país europeo: la separación entre la Iglesia y el Estado, y con ella el establecimiento de una educación pública universal y gratuita, desde la primaria a la universidad. Podría pensarse que un sistema que lleva más de un siglo mostrando su formidable eficacia estaría al menos tan fuera de duda como muchas tradiciones obtusas que propagan la brutalidad o el fanatismo religioso o patriótico. Pero uno de los objetivos prioritarios de Javier Milei es la abolición de la enseñanza pública, según proclama con la desvergüenza propia de los agitadores de su cuerda, los mismos que dentro de unos días pueden haber ganado una influencia temible sobre el porvenir de Europa. No hay que dejarse distraer por las payasadas de los energúmenos. Por detrás del espectáculo, de los eslóganes berreados por multitudes y las extravagancias capilares, hay una racionalidad de cálculo económico. Hace unas semanas Donald Trump se puso perfectamente serio delante de un auditorio formado por los máximos dirigentes de las compañías petrolíferas americanas, a los que les pidió mil millones de dólares para financiar su campaña, a cambio de la promesa de abolir una por una todas las medidas contra el cambio climático y a favor de las energías renovables que se han ido estableciendo durante la presidencia de Joe Biden. Quien haya leído esa magnífica novela de Éric Vuillard, El orden del día, se acordará de una reunión celebrada en casa de Hermann Goering, en vísperas de las elecciones legislativas de 1933, en la que Hitler en persona prometió a los dueños de las mayores empresas y bancos alemanes que si le financiaban la campaña y él salía ganador no tendrían que preocuparse nunca más por los partidos de izquierda o los sindicatos, y ni siquiera por la molestia de nuevas elecciones. Los empresarios y los banqueros pagaron, y no se puede decir que no les saliera a cuenta la inversión. Gracias a la guerra se enriquecieron más todavía fabricando armas, aeroplanos, camiones, automóviles, por no hablar del gran negocio para las empresas químicas —todas ellas operativas y prósperas todavía— que aseguraban el suministro eficiente de gas Zyklon-B a los campos de exterminio. Trump no es Hitler, y Milei no es Trump, y a sus imitadores españoles les falta todavía desenvoltura escenográfica, atados como están por ahora a una aspereza envarada y cuartelera, eso que los falangistas líricos llamaban “el laconismo de nuestro estilo”. Pero a todos ellos los une la franqueza con la que proclaman una metódica voluntad de eliminar cualquier traba a los intereses de un capitalismo dispuesto a perpetuarse a costa de la segura destrucción no de la vida sobre la Tierra, sino del único mundo habitable para los seres humanos. Para lograrlo necesitan, entre otras cosas, la difusión de la ignorancia y la mentira. Los que tanto gesticulan contra las “élites” están al servicio, y seguramente a sueldo, de las élites más codiciosas y destructivas que han existido nunca. Que sean todos tan beligerantes contra la enseñanza pública como contra las placas solares y los carriles bici es un indicio del peligro que ven en ella, y por lo tanto del valor que le atribuyen, como el que Stalin y sus sicarios otorgaban a la poesía. Si el autor de unos poemas o de una novela es perseguido o incluso asesinado, y su obra destruida, quiere decir que la literatura puede ser más perturbadora y más valiosa de lo que creen quienes se dedican a veces desengañadamente a ella. Si Javier Milei tiene tanta prisa por destruir uno de los sistemas de educación pública más antiguos y eficaces del mundo está reconociéndola como un obstáculo fundamental contra su propósito de eliminar cualquier asidero de igualdad o justicia, de reducir al máximo la capacidad de conocimiento y por lo tanto de libre albedrío de los ciudadanos. Dejando a un lado el paréntesis republicano, el sueño de la educación pública ha sido más difícil de cumplir en España que en otros países de Europa y del Río de la Plata: por el atraso general, por la indiferencia y la ignorancia de las clases dominantes, por la fuerza opresiva de la Iglesia y la debilidad del Estado. Fuimos un país de grandes educadores predicando en el desierto. Mi generación fue la primera en la que un número creciente de hijas e hijos de trabajadores pudimos hacer el bachillerato en institutos públicos y llegar a la universidad gracias a las becas. Fueron los gobiernos socialistas de los años ochenta los que ampliaron de verdad el derecho a la educación, pero no se atrevieron a hacerla universal y pública. Faltó coraje, o convicción, o de nuevo no hubo fuerza para hacer frente al poderío de la Iglesia católica. El resultado es un confuso sistema según el cual la enseñanza privada y religiosa se financia masivamente con fondos públicos, y la enseñanza pública se va quedando relegada, empobrecida, cada vez más incapacitada para cumplir la misión educadora y emancipadora que le corresponde. No hace falta la truculencia de una motosierra para ir amputando casi día por día, en las comunidades gobernadas por las derechas más y menos extremas, plazas y aulas escolares, puestos de profesores, asignaciones para comedores y bibliotecas, hasta el espacio mismo de los centros, como en ese instituto admirable de Madrid, el Ramiro de Maeztu, que el Gobierno regional ha incautado en parte, sin consultar con nadie, para cederlo a una escuela internacional de privilegiados. Igual que en Buenos Aires, los profesores y los estudiantes se echan a la calle en Madrid y en Valencia para protestar contra el acoso permanente hacia la enseñanza pública, pero muchos de ellos se quejan de la indiferencia de la ciudadanía y la hostilidad de los medios serviles, beneficiarios de fondos cuantiosos que quizás fueran más útiles si se dedicaran a mejorar las escuelas. Durante años he notado en mis amigos profesores una mezcla de cansancio y del cotidiano heroísmo de hacer bien un trabajo que saben esencial. Ahora lo que transmiten es sobre todo desolación. “La desgana, el agotamiento y el hartazgo están al alza entre los docentes” me escribe uno de ellos, al que conocí enérgico y animoso hace unos años. “Justo antes de los recortes, en mi centro educativo, había 77 profesores y 790 alumnos; hoy somos 72 profesores para 820 alumnos. La consecuencia es una ratio disparatada: tenemos muchos grupos de más de 30 alumnos, a veces en aulas diminutas. Incluso hay un grupo de 2º de Bachillerato de ¡37 alumnos! Los profesores solemos decir, contra los políticos y pedagogos, que la verdadera reforma educativa consiste básicamente en arreglar la ratio, pues dar hoy día clase a más de 25 alumnos vuelve imposible el tan cacareado ideal de la atención personalizada al estudiante”. A veces las movilizaciones obtienen resultados, aunque no siempre los previstos. En Valencia, al día siguiente de una gran manifestación de protesta, el Gobierno regional anuló de golpe una convocatoria de 5.000 plazas de profesores. No es que el sueño de la instrucción pública no llega a culminarse en España: es que está siempre en el aire. Apenas habíamos conquistado algo y ya estamos perdiéndolo.

El ombligo de los sueños, por Irene Vallejo (El País, 7/04/24)

Mil veces he escuchado el estribillo. Contar historias no nos sacia el hambre ni protege del frío o del peligro, no nos reviste de visión nocturna ni decisivas ventajas en la lucha por la vida. No sirve para nada. Y, sin embargo, desde los albores del tiempo recordado, los seres humanos sentimos el ímpetu irresistible de urdir relatos. Esta terquedad narrativa es un resorte misterioso. ¿Por qué son tan duraderos los mitos, los poemas, los cuentos? Las invenciones útiles cruzan despreocupadas las aduanas de los siglos, pero ¿qué pueden alegar en su favor las creaciones inútiles? La ensayista británica Karen Armstrong afirma que buena parte de la historia humana ha estado presidida por dos formas de pensar, hablar y lograr conocimiento del mundo: el mythos y el logos. La primera no es una mera fase primitiva de la segunda. Ambas son rutas complementarias y esenciales para buscar la verdad. Según Armstrong, el logos se ocupa de los logros prácticos; el mythos, del significado. Los seres humanos –escribe– somos criaturas en perpetua búsqueda de sentido. Si carecemos de él, caemos de bruces en la desesperación. Los mitos y la literatura permiten que la gente atisbe realidades más hondas, cobijos simbólicos para nuestro precario existir. Necesitamos encaminar hacia un horizonte revelador nuestras vidas y persuadirnos de que tienen un sentido y valor palpables, pese a los errores y extravíos, más allá de cada disparate reincidente, de cada trompicón y traspiés. A menudo pensamos que las leyendas pertenecen a tiempos tribales y que nos llegan —en nuestro mundo moderno, racional y evolucionado— como un rastro de humo procedente de hogueras encendidas en el amanecer de los tiempos. Pero la historia sigue entretejiéndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos. El siglo XX creó mitos extremadamente destructivos, que gestaron terroríficas masacres y genocidios. No podemos oponer resistencia a esos mitos solo con argumentos lógicos, razones que no hablan el lenguaje de los temores, deseos y rencores profundamente enraizados. Se necesitan otros relatos poderosos, en son de paz. Gracias a las narraciones forjadas al calor del encuentro logramos —a veces, tal vez— afrontar juntos las ansiedades de las que está constelado este nervioso presente. Las historias son al mundo lo que el ombligo a nuestro cuerpo: carecen de función o tarea vital, pero nos anudan a lo más esencial, ya que señalan nuestro vínculo carnal con los antepasados. En la antigua Delfos, la piedra omphalós indicaba el exacto centro del universo. Todo ser humano cuenta con ese orificio en el vientre, propio e intransferible, un sello aduanero de su entrada al alborotado paisaje terrestre. De hecho, durante siglos comentaristas y eruditos bíblicos han debatido con tenacidad si Adán y Eva fueron creados con o sin ombligo. Es quizá nuestro rincón más extraño, a la vez lírico y humorístico, arrugado y cóncavo, recubierto de pelusa, en espiral, misterioso, besado, mordido, enjoyado e ignorado. El ojo de una cerradura, una cicatriz. Como la literatura misma, un nexo con el cordón umbilical de las palabras. En una de las novelas más antiguas, Genji Monogatari, publicada en el siglo XI, ya se debate sobre la inutilidad –o perversidad– de las ficciones. En el Japón de la Era Heian, las historias imaginarias se consideraban falsedades, embustes y artimañas propias de mujeres. Los hombres, ocupados en tareas serias como la política y las leyes, eran sus más severos detractores. La autora del libro, Murasaki Shikibu, a través de su protagonista Genji, osa defender las verdades de su invención. Las crónicas históricas, dice, muestran solo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficción donde descubrimos las causas profundas de lo que sucede. La humanidad fabula cuando, en su paso por el mundo, sucede algo bueno, conmovedor o terrible, algo en definitiva demasiado maravilloso como para permitir que desaparezca al acabar sus vidas. Según los neurólogos, curiosamente, tenemos un cerebro quijotesco, propenso a procesar de forma semejante relatos y realidad. Al escuchar una historia o leer una novela, intervienen todos los sentidos, y se activan las regiones cerebrales correspondientes a lo que sucede en el torrente de palabras. Términos como “cloaca” o “perfume” estimulan las áreas cerebrales relacionadas con el olfato; ante el verbo “huir”, se electrizan las neuronas del movimiento. Nuestra mente, en cierto modo, no distingue ficción de realidad y, gracias a ese titubeo, es capaz de experimentar las peripecias que narra la lectura. Aunque sí somos capaces de diferenciar un entorno ficticio de uno real, las respuestas de la emoción son idénticas. Por eso hacemos algo tan estrafalario como llorar o reír, preocuparnos o aterrorizarnos en el cine, el teatro o ante un libro, sabiendo que se trata de ilusiones y quimeras. Francisco Mora, experto en neurociencia, afirma que “cada persona cambia no solo en función de lo vivido, sino también de lo leído”. Las historias son el simulacro más persuasivo donde ensayar las inclemencias de la vida y aprender nociones valiosas sobre esos misterios ambulantes que son las otras personas. Tal vez puedan incluso salvarnos incluso de nosotros mismos. Como explica David Farrier en su ensayo Huellas, uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo es el almacenamiento seguro a largo plazo de los residuos nucleares. Diversos países llevan décadas y miles de millones invertidos en construir almacenes subterráneos que puedan servir como depósitos fiables de basura radioactiva. Comunicar el riesgo que anida en esos territorios, dentro de miles de años, a generaciones que aún no han nacido, entraña un reto sin precedentes. Cómo avisar del peligro a los biznietos de nuestros tataranietos. Necesitamos concebir un mensaje que siga siendo útil —interpretable y, por lo tanto, eficaz— en un futuro en el que, quién sabe, podría no haber señales de tráfico, leyes o escritura. Las primeras propuestas consistían en paisajes de púas, zanjas en forma de relámpago e inmensos laberintos de alambradas erizadas, como si fueran obra de una raza de gigantes dementes. Sin embargo, esas señalizaciones podrían quedar sepultadas por la arena de los siglos. El problema dio pie a la creación de la rama de investigación lingüística más extraordinaria jamás concebida: la semiótica nuclear. Su fundador, Thomas Sebeok publicó en 1984 un artículo donde defendía que la forma más sólida de proteger un mensaje frente a la erosión del tiempo profundo consistía en crear una leyenda. Sebeok depositó su fe en el poder y la pervivencia de los mitos. Los almacenes de residuos nucleares debían convertirse en lugares legendarios, malditos, amurallados por una invisible hilera de relatos. Nada es tan resistente y duradero como una historia alojada en la mente humana. Umberto Eco escribió cierta vez que quien lee vive al menos cinco mil años: la lectura es una inmortalidad hacia atrás. Y, podríamos añadir, hacia delante, porque de nosotros quedarán ecos, susurros, relatos en boca de otros. Cuando ya solo nos sobrevivan destellos narrativos, cuando nuestros mitos sean un legado de asombro y advertencia, formaremos parte de esa urdimbre inútil de historias. Por suerte, nuestros descendientes sabrán, como la humanidad ha sabido desde los tiempos más remotos, que se necesitan muchas ficciones para aprender unas pocas verdades.

martes, 21 de mayo de 2024

Los talentos perdidos, por Antonio Muñoz Molina (El País: 11/05/24)

Miro a ese muchacho africano que me ofrece pañuelos de papel a la vuelta de una esquina o en la puerta del supermercado y me pregunto cuál será su historia, cómo es el lugar del que tuvo que irse, qué travesías escalofriantes habrá hecho hasta llegar aquí, a esta calle de Madrid en la que su identidad personal queda reducida a una presencia genérica, un negro que pide limosna o que ofrece pañuelos, y que extiende una palma endurecida y cóncava cuando se le da una moneda. Miro un momento sus ojos, pero aparto enseguida la mirada, por timidez o vergüenza, como cuando voy en el metro y no llevo monedas para dar al inmigrante, en este caso latinoamericano, que se empeña con una simpatía exasperada en vender cosas que no quiere nadie, bolígrafos con tintas de varios colores, pulseras, bolsitas de caramelos, yendo de un extremo a otro del vagón, con la mochila de sus mercancías al hombro. Los africanos que piden suelen ser jóvenes y fuertes. Los chamarileros voluntariosos del metro son hombres entrados en años, con acentos de países que cada vez es más fácil distinguir, porque en Madrid, en los últimos años, las tonalidades del español de América han añadido flexibilidad y dulzura a nuestro áspero castellano local: en las tiendas, en los bares, en los restaurantes, hasta en los taxis, donde ya van siendo más raras las broncas voces de las radios biliosas. Jóvenes venezolanos se juegan la vida pedaleando en bicicleta para llevar comida y bebida a domicilio a gente caprichosa, en medio del tráfico agresivo de las noches del fin de semana. En nuestras casas, las trabajadoras domésticas nos acostumbran a sabores latinos, enseñan canciones de su tierra a nuestros hijos y nietos, sacan a tomar el sol a los ancianos en sus sillas de ruedas; y el repartidor que llama a la puerta para entregar un paquete nos pide el número de carnet con un acento de aquellas tierras, y también con una cortesía que puede incluir la delicada pregunta: “¿Me regala una firma?”. No se sabe si es a estos inmigrantes a los que se refiere Alberto Núñez Feijóo cuando habla de invasores ilegales “ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestras propiedades”. Aparte de nuestros domicilios, parece que también invaden las escuelas, según el muy avanzado Gobierno catalán, que mezcla la desvergüenza con la hipocresía al atribuir los calamitosos resultados escolares a una “sobrerrepresentación” de los inmigrantes en los colegios públicos. Conozco pueblos del interior de España que se habrían quedado hace tiempo sin escuela sin la afluencia de esos inmigrantes “sobrerrepresentados”. Y, desde luego, donde el problema no existe es en los colegios privados y concertados a los que es seguro que van los hijos de esos agitadores voluntariosos de la xenofobia, ya que, gracias a las extrañas peculiaridades de nuestro sistema educativo, un centro puede estar plenamente financiado con dinero público y, a la vez, exento de admitir a hijos de inmigrantes. Que el rechazo visceral a la inmigración sea una epidemia europea no alivia nuestra deshonra particular, más acusada en un país en el que ha crecido exponencialmente el número de inmigrantes en los últimos años y, sin embargo, es uno de los más seguros del mundo, y en el que los mayores delincuentes, aparte de bancos y jueces que expulsan de sus casas a ancianas sin recursos, son los magnates internacionales del narcotráfico y del dinero negro, o los capos nativos bien arraigados en sus comarcas, sea en la bahía de Cádiz o en las tierras gallegas que gobernó el propio Núñez Feijóo. Mientras los patriotas enardecidos del españolismo o del catalanismo denuncian la amenaza de las muchedumbres extranjeras que van a asaltar nuestras casas y a diluir nuestra cultura en un magma de islamismo y delincuencia, una institución tan poco sospechosa de adanismo multicultural como el Banco de España vaticina, con la inapelable elocuencia de los números, que nuestro país necesitará recibir más de 24 millones de trabajadores inmigrantes en los próximos 30 años si quiere mantener la prosperidad de la economía y la viabilidad del sistema de pensiones. Los mismos que se aprovechan de los inmigrantes indocumentados para explotarlos con crueldad esclavista puede que clamen en público contra la inmigración ilegal. Igual que nuestros distantes conciudadanos europeos, somos cada vez menos y cada vez más viejos, y al mismo tiempo gastamos una gran parte de nuestro ya débil entusiasmo político en exigir vallas más altas y electrificadas, controles fronterizos, patrullas marítimas armadas, para evitar que llegue a nuestro balneario geriátrico la gente joven y capaz que nos permitirá sobrevivir. No vienen a usurpar nuestra casa, sino a levantarla con sus manos, igual que ya trabajan con sus manos la tierra que nosotros hemos abandonado, y cuidan y visten y desnudan con ellas a los ancianos de los que nosotros no tenemos tiempo de ocuparnos. Y harían mucho más, y contribuirían más aún a nuestro bienestar, si tuviéramos no ya la generosidad, sino el sentido práctico, de aprovechar las mejores capacidades con las que muchos de ellos llegan. Un emigrante al que se le ofrece una oportunidad es una fuerza de la naturaleza. Emigrantes del sur y del centro de Europa, fugitivos judíos de los pogromos de la Rusia zarista, negros huyendo del racismo y la pobreza del Sur, levantaron la pujanza económica de Nueva York en las primeras décadas del siglo XX, y una riqueza cultural que no ha sido superada. Hijos de emigrantes, educados en las escuelas y las universidades públicas, escribieron los libros, pintaron los cuadros, hicieron las películas, idearon los descubrimientos científicos que en una parte decisiva han dado forma a nuestro mundo. Y después de aquella primera oleada vino la de los años treinta, la de los expulsados y los huidos de la Europa fascista. La energía y la gratitud del emigrante bien acogido producen resultados formidables, que se prolongan luego en las vidas de sus hijos. Quién sabe qué cualificación tiene, qué habilidad, qué talento posible ese muchacho africano reducido a vender pañuelos en una esquina. Lo que sí sabemos, según un informe publicado en este periódico, es que la gran mayoría de los emigrantes con formación superior y sólida experiencia profesional que llegan a nuestro país no pueden ejercer aquí sus capacidades ni desplegar su talento: por culpa de una Administración que tarda años y años en convalidar un título, por recelo, por racismo, por corporativismo, por un sistema económico en el que prevalece el empleo poco cualificado, y en el que una malla invisible de corruptelas, inercias e intereses creados conspira para frustrar el reconocimiento objetivo del mérito, y, por lo tanto, de la plenitud personal de quien lo posee y del beneficio que puede aportar a la comunidad. Faltan escandalosamente médicos de atención primaria, pero muchos médicos inmigrantes o no encuentran trabajo o se ven reducidos a ganarse la vida como camareros o reponedores de supermercado. No hay oficio que no merezca respeto, pero si un pediatra o un economista o un matemático o un ingeniero pasan la jornada laboral sirviendo cafés se está despilfarrando una formación que fue muy costoso completar. Pocas cosas hay más tristes, y más dañinas, que el talento desperdiciado, el malogrado, el que ni siquiera tuvo la oportunidad de revelarse. El inmigrante ve con ojos nuevos la realidad que el nativo da cansinamente por supuesta. Como ocurrió en Estados Unidos y luego en el Reino Unido, yo estoy seguro de que aparecerá muy pronto una generación de escritores inmigrantes e hijos de inmigrantes que cambiarán la literatura española y nos ayudarán a comprender mejor nuestro país.

viernes, 10 de mayo de 2024

¿Qué significa el final de la tauromaquia?, por Santiago Alba Rico (El País, 10/05/24)

Durante milenios, la lucha del hombre con la naturaleza se representó en el mundo mediterráneo a través de la lucha contra una de sus manifestaciones más vigorosas y temibles: los bisontes primero, los toros después. Distintas formas de tauromaquia, de Creta a España, dejaron sus huellas en el arte y en las costumbres. Esas exhibiciones escenográficas, que evolucionaron con el tiempo, constituían traslaciones teatrales de una batalla real; en ellas, claro, casi siempre ganaba el hombre, invirtiendo así la estadística que se imponía en la intemperie. Para poder subvertir la lógica del mundo (en la que el toro, más fuerte, solía vencer) y al mismo tiempo mantener a la vista esa tensión mortal, se establecieron reglas minuciosas de acercamiento a la bestia: amagos, piruetas, ademanes y trapos que iluminaban de manera simultánea la valentía del hombre y la amenaza del animal. Durante siglos, esta lucha contra el toro ha sido la única ficción teatral en la que la muerte real ha jugado un papel protagonista: la muerte real del toro, por supuesto, pero también la muerte fintada, evocada, evitada, del toreador. Esta combinación de ficciones regladas y peligros ciertos es lo que cautivó a nuestros antepasados, incluidos algunos de los grandes genios de la pintura y la literatura: de Goya a Picasso, de Alberti a Lorca. La tauromaquia ha sido un arte y ha generado mucho arte en sus aledaños. Ya no lo es. Y no lo es porque los humanos ya no vemos en esa ficción reglada y en esa muerte ceremonial una lucha sino una matanza. ¿Eso se debe a que nos hemos vuelto más civilizados, más sensibles, más compasivos? No lo creo. En el primer cuarto del siglo XXI estamos a punto de superar la tauromaquia, pero no todas las otras maquias cuyas víctimas son otros seres humanos: no hemos superado la guerra ni los genocidios ni la tortura. Entonces, ¿por qué nos despierta tanta compasión el toro? Pensémoslo un momento con un poco de serenidad histórica. Esta ya asentada indiferencia ante el llamado arte taurino, esta nueva sensibilidad ante el sufrimiento animal, ¿no son correlativas a la victoria total del ser humano sobre la naturaleza? ¿No son la consecuencia paradójica de la total dependencia animal respecto de la humanidad? Digamos que no tiene ningún sentido escenificar en una plaza una lucha que ya se ha decidido de manera definitiva en el exterior: eso no ya es un drama; es una farsa. O de otra manera: la ceremonia vacía de una batalla que ya se ha ganado fuera nos resulta por fuerza manierista y nauseabunda en la plaza; produce sobre todo repelús estético y, por concomitancia, disgusto moral. No es que en las últimas décadas haya cambiado nuestra sensibilidad ética; lo que ha cambiado es nuestro gusto estético, y ello en razón de los cambios registrados en nuestra relación con la naturaleza. En pleno Antropoceno, cuando la IA es capaz de vencer al campeón mundial de ajedrez y de desmigajar Gaza bajo las bombas, ya no tiene ningún sentido artístico luchar contra los toros. Los antiguos veían en la tauromaquia una batalla y no una matanza porque la naturaleza era aún temible; nosotros solo percibimos la matanza porque ya no vemos en el toro una criatura poderosa y amenazadora, sino una mascota. Creo que es mejor que no nos engañemos sobre nosotros mismos. Me temo que la condición histórica de esta nueva y loable sensibilidad frente al toro es —paradójicamente— nuestro dominio completo y destructivo de la naturaleza y la consecuente mascotización de los animales. Nos parece de muy mal gusto matar con ceremonias a un animal que no puede escapar y que podemos apiolar sin aspavientos de oro en un matadero industrial; da mucha pena, además, ver clavar banderillas en una metonimia viva de nuestros peluches. Me fascinan los toros pintados de Goya y de Picasso; me emocionan algunos pasajes taurinos de José Bergamín; y me parecen bellísimos los poemas tauromáquicos de Lorca. Son arte y seguirán siéndolo cuando ya no se lidien toros en las plazas. Nos seguirán emocionando porque esas imágenes y esas palabras evocan una lucha que hemos trasladado o camuflado, pero no abolido: la lucha de los cuerpos contra la muerte finalmente victoriosa (el momento verdaderamente “real” de una corrida, lo sabemos, no es la banderilla ni el estoque sino la cogida). Odio las corridas y me disgusta el ambiente circundante, y ello por malquerencias estéticas e ideológicas. Y por las razones que acabo de citar me parece una verdadera anomalía cultural la existencia de un Premio Nacional de Tauromaquia; me felicito, por tanto, de su eliminación. Pero me cuesta creer que, tras esta decisión (o cuando la sedicente “fiesta nacional” muera por inanición), España sea un país mejor, los españoles más sensibles que Goya y Lorca y la humanidad menos peligrosa para los humanos. Sencillamente, han cambiado nuestros gustos: somos los vencedores de una lucha milenaria y ahora queremos dedicarnos a otras matanzas sin tantas ceremonias. Y seguiremos banderilleando, día tras día, la democracia.

viernes, 26 de abril de 2024

Socialistas de antaño, por Antonio Muñoz Molina (El País, 20/04/24)

Ha habido escritores varones eminentes que elogiaban con fervor a mujeres escritoras a condición de que llevaran muertas mucho tiempo (ahora se detecta una tendencia intelectual y varonil parecida pero inversa, que es la de elogiar a mujeres escritoras que sean fotogénicas y no pasen de los 30 años). Los mecanismos del elogio son siempre complicados en España, porque proceden muchas veces más de un cierto cálculo que del entusiasmo o la admiración verdadera. Hay políticos y periodistas de derechas que se permiten, con un aire de grandeza de miras, elogiar a personas de izquierdas, a condición tan solo de que ya hayan vuelto al menos tan de derechas como ellos, y a ser posible además que renieguen de sus anteriores lealtades con la apropiada vehemencia de recién convertidos. Así se viene dando el caso de que la nostalgia por los socialistas de antaño la suelen manifestar personas que jamás los habrían votado cuando estaban en activo. Pasan los años y el enemigo de entonces al que se denostaba y en caso necesario se calumniaba ahora es invocado como un hombre íntegro y un gran estadista, a diferencia de los botarates que han usurpado las nobles siglas de otros tiempos. Como me acuerdo bien de cómo trataron los políticos y los medios de derechas a Felipe González en sus últimos años de gobierno, entre 1993 y 1996, cuando ya no controlaban las ganas de echarlo de cualquier manera del poder, me sorprende ahora la reverencia que muchos de aquellos mismos personajes le muestran. También me sorprende el propio Felipe González, que ha sido siempre un hombre un poco estratosférico, asomado desde las alturas del pedestal histórico en el que se acomodó muy pronto, como quien se acomoda después del retiro en la poltrona anatómica de un consejo de administración. No tengo nada contra los cambios de opinión, ni de intención de voto, ni de partido. Me gusta la interrogación amable de John Maynard Keynes: “Cuando cambian los hechos, cambian mis opiniones. ¿Y usted, señor, qué hace?”. Cuando era joven yo estaba convencido de que la República Democrática Alemana era democrática, y la Cuba de Fidel Castro no era una dictadura. Ahora mi modelo político es aquella socialdemocracia que en la posguerra de 1945, colaborando con el centroderecha de la democracia cristiana, levantó el Estado del bienestar sobre las ruinas de Europa. Uno de los socialistas más cabales a los que he conocido, Mario Onaindía, había militado en su primera juventud en la banda ETA. Mi abuelo materno, que había sido simpatizante socialista y miembro de la Guardia de Asalto durante la Guerra Civil, se hizo franquista por inercia o distracción con el paso de los años, y porque estaba agradecido por el seguro de enfermedad y la pensión de jubilado que disfrutó en su vejez. Pero en las elecciones de 1977 volvió a votar al Partido Socialista, igual que lo había votado por última vez en las de febrero de 1936. En los primeros ochenta, después de la victoria desmedida de octubre de 1982, muchos antiguos militantes de la extrema izquierda y del Partido Comunista se pasaron a las filas del PSOE, bastantes por el arrimo provechoso al poder, y otros muchos por verdadera convicción, por ganas de contribuir a la transformación del país, igual que habían hecho unos años antes con plena integridad los profesionales de muy variados saberes que participaron en la UCD. Hay formas pragmáticas de idealismo mucho más útiles para el bien común que los grandes ademanes de pureza ideológica. Y quizás las derivas más estériles y autodestructivas de la izquierda proceden de una obsesión ideológica que tiene mucho de fiebre religiosa y acaba en un activismo de catacumbas, alimentado por la expulsión de los desviados, que suelen ser además los que se muestran desafectos a un mesías de intransigencia egocéntrica. El conocimiento de primera mano es el mejor antídoto contra la nostalgia. Vi de cerca las actitudes de algunos de aquellos socialistas victoriosos a los que ahora celebra tanto la derecha y encontré en ellos una ebriedad arrogante de poder, una falta de escrúpulos que se justificaba muchas veces por la necesidad de cambiar rápidamente las cosas, venciendo los obstáculos de un aparato administrativo ineficiente y hostil. Pero la prisa, la falta de miramientos, la arrogancia de tener razón, les provocaron una ceguera que no les permitía distinguir a los corruptos, y a veces un cinismo que les llevaba a aceptarlos como un efecto secundario, pequeños gestos confidenciales para premiar la lealtad. Celebrar a los socialistas de antaño, como a las escritoras muertas, es una manera no muy sutil de poner en duda la legitimidad de quienes ejercen su tarea en el presente. Aquellos sí que eran socialistas. Y lo eran tanto que a la vuelta de los años y en nombre de aquella lejana integridad se han vuelto propagandistas de una bronca derecha que al acogerlos en su seno se felicita a sí misma por una falta de sectarismo de la que sería incapaz esta izquierda de ahora: con mezquindad, con rencor, el Partido Socialista expulsó a Joaquín Leguina, sin más motivo que su ardoroso apoyo electoral a Isabel Díaz Ayuso; con una generosidad que los antiguos correligionarios de Leguina nunca tendrían, el Gobierno regional premia sus muchos méritos con la presidencia del Consejo de la Cámara de Cuentas, en la que el beneficiario confiesa que no sabe lo que tendrá que hacer, sin que esa ignorancia le impida aceptar un sueldo anual de más de 100.000 euros. Que un gobierno tan partidario de la extrema austeridad en el gasto en salud pública y educación pública sea así de generoso con quien al fin y al cabo fue su adversario es un gesto que el quizás todavía socialista de corazón Joaquín Leguina sabrá apreciar. Quizás por eso ha sido tan elegante al expresar su reacción a las críticas que está recibiendo de la izquierda. Dice que se la sudan. Es fácil que a uno lo exasperen las tonterías de la izquierda. El peligro es que ese hartazgo lo lleve a uno casi insensiblemente a aceptar las tonterías de la derecha. A mí me harta de una gran parte de la izquierda establecida su autocomplacencia, su abandono del espíritu crítico en favor de una ortodoxia que se disfraza de rebeldía, su entrega a los papanatismos lingüísticos y a las jergas de moda de las identidades. A la izquierda más radical me aproxima la conciencia ecologista, pero me aleja de ella irremediablemente su fascinación por los nacionalismos antiespañoles y más todavía su desdén hacia las formalidades de la democracia y su romanticismo de la violencia política y de los caudillos que se declaran antiimperialistas. No entiendo qué tiene que ver la defensa de la igualdad y del medio ambiente o el trato digno hacia los animales con la incapacidad de condenar los crímenes terroristas o el despotismo ruso. Pero miro al otro lado y veo a personas inteligentes a las que tuve aprecio celebrando la fiesta de la matanza de los toros y la épica de la conquista de América, y sumándose a la extrema derecha y a las multinacionales del petróleo en el negacionismo del cambio climático. Creo que el mayor aprendizaje político de mi vida fue que las libertades personales y la justicia social son inseparables la una de la otra, y las formalidades legales de la democracia la mejor garantía contra la irracionalidad humana y la propensión al despotismo y al servilismo. Como algunos socialistas de antaño que apenas salen en los periódicos y a los que ni reivindica la derecha ni hace caso la izquierda —con algunos de ellos tengo amistad— me gusta pensar que aún es posible una lucidez sin sectarismo, y que la antigua causa progresista aún merece ser defendida.

miércoles, 17 de abril de 2024

¿Quién vivirá dentro de los libros?, por Leonardo Padura (El País, 14/04/24)

José Saramago creía que los escritores vivían dentro de sus libros. El premio Nobel portugués pensaba que, al tomar un libro en nuestras manos, debíamos pasar el dedo por el lomo con un gesto cómplice y luego abrirlo con cuidado, pues entre esas páginas impresas vivía el creador, con toda su sensibilidad, su inteligencia, acompañado por cada uno de los grandes y sutiles ingredientes que hacen que ese objeto, muchas veces maravilloso, esa obra concebida por su morador, sea única e irrepetible. Jugando con una concepción animista, Saramago aseguraba que en los estantes de su biblioteca vivía gente. Un siglo y medio antes, Gustave Flaubert había sido atacado por los críticos de su momento pues había escogido como heroína de su novela Madame Bovary a una mujer adúltera. En su defensa, Flaubert argumentó que, a través de sus personajes, él “solo quería llegar al alma de las cosas”. Más recientemente, Eugenio Fuentes, reflexionando sobre novelas, nos ha recordado que este “prodigioso género literario (…) desde el siglo XIX nos ha dicho de todas las formas posibles, en todos los lugares, de qué materia estamos hechos y ha mostrado, mejor que ningún otro (discurso), la infinita variedad de motivos, pasiones, grandezas, debilidades, humillaciones, ofensas, amores, odios de un millón de personajes, las pasiones que todo el mundo conoce y ha sentido”. Como simple y común lector siempre sufro una sensación agobiante, que me agrede sin piedad, cuando entro en una biblioteca o en una librería bien surtida. Y es la incontestable certeza de que el tiempo de la vida no me alcanzará para conocer a tantas de las gentes que viven dentro de esos libros y merecerían que los conociera, y poder asomarme al vislumbre del alma de tantas cosas, a las pasiones de ese millón de personajes. Y es que la experiencia de la lectura —y eso lo sabemos todos— es única e irrepetible no solo como placer estético o medio de aprendizaje, no solo como forma de apropiación de historias, personajes, de adquirir información de todo tipo, sino como medio para, conociendo a otros, conocernos mejor a nosotros mismos. Para vivir otras vidas. Los escritores que habitan dentro de los libros dejan en esas páginas encuadernadas unas formas de ver la vida, de interpretar la realidad, que suelen ser el fruto de una necesidad expresiva y, también, de un deseo de comunicarnos una peculiar visión de un mundo. Y, si de literatura artística se trata, debe resultar un empeño por atrapar la densidad inconmensurable de los entresijos de la condición humana y, por añadidura, con la intención de manifestarlo con belleza. Tal vez por eso fue que Hemingway solía repetir que escribir (literatura), y hacerlo bien, nunca ha sido fácil. Todo lo dicho hasta ahora puede parecer una sarta de verdades tan elementales que quizás hubiera resultado innecesario anotarlas. Pero he preferido hacerlo ante la explosión de una realidad en la que ya vivimos y amenaza con convertir en historia antigua la pretensión de Flaubert, la certeza de Hemingway e incluso la imagen poética de José Saramago sobre los libros. Porque está llegando el tiempo en que, en lugar de personas, entre las páginas virtuales de los libros, deambulen algoritmos administrados y ordenados por máquinas, una época en la que escribir sea muy fácil. Todavía tengo la confianza de que una noticia que me ha alarmado sea falsa. Pero aun así pienso que debería ser comentada, pues su presunta falsedad bien podría ser pasajera. Y es que unas semanas atrás varios sitios de la web publicaron que Amazon, el mercado de todo lo vendible más grande del mundo, incluso propietario del espacio comercial más poderoso de venta de libros, anunció que, de los textos electrónicos autoeditados y escritos con las herramientas de la inteligencia artificial, solo admitiría poner en sus estantes un máximo de tres obras de un mismo autor. Tres obras cada día, añadía la información leída. Aunque las cifras manejadas en la noticia son tan ridículas que podamos dudar de su veracidad, lo cierto es, en cualquier caso, que la avasallante llegada de la IA a nuestro mundo es ya una realidad en marcha. La creación de un instrumento como el ChatGPT para la redacción de textos se ha convertido en una herramienta de uso común en muy diversos escenarios. En el ámbito académico, por ejemplo, su colaboración es cada vez mayor en la redacción de trabajos de clase y hasta de tesis de distintas categorías. En los sectores de la publicidad y los negocios, entre otros, su empleo es cada vez más recurrido y, al parecer, hasta muy eficiente pues permite ganar tiempo e, incluso, precisión en el manejo de datos. Mientras, su utilización para la creación literaria puede estar cada vez más extendida y siendo aprovechada (algunos confiesan que parcialmente) incluso por escritores profesionales. Y nada de esto estaría mal si al uso de ese instrumento tecnológico nos acercáramos con los más elementales condicionamientos éticos. Quiero dar por descontado que —al menos por ahora— la calidad artística de esas obras escritas con el auxilio de la IA debe resultar cuando menos dudosa y que, posiblemente, sus contenidos nunca puedan acercarse a las sutilezas de una literatura creada por un humano con pretensiones de llegar “al alma de las cosas”. También quisiera confiar en que los buenos lectores no se dejarán engañar con facilidad, aunque no todos los lectores son buenos, como tampoco los escritores, incluso si se valen de inteligencias ajenas. Pero la sola existencia de una eventual avalancha de textos fabricados con herramientas digitales pone en peligro toda una concepción de la creación y la cultura que nos ha acompañado desde los tiempos de Homero, Heródoto y los redactores bíblicos que, por cierto, para escribir sus obras, contaron unos con la ayuda de las musas y otros con el apoyo de Dios, que supervisaba la redacción de su doctrina, puesta en manos de seres humanos. Los más optimistas piensan que ningún instrumento creado por la inteligencia humana será capaz de superarla o sustituirla, y quizás tengan razón. En cambio, sin aventajar nuestras capacidades, ya esas herramientas de procesar, organizar y recrear información sí pueden suplantarnos en muchas manifestaciones y hacerlo con la oscura habilidad —también de origen humano— de poder o, al menos, pretender engañarnos, pues los plagiarios y creadores de supercherías son más antiguos que los ordenadores. En un mercado tan caprichoso y lamentablemente mercantilizado como el del libro y la literatura, cada día resulta más difícil a los autores hacerse un espacio, encontrar lectores. El escritor que pretende serlo de veras debe luchar, por ejemplo, contra el fenómeno ya no tan reciente de los best sellers publicados por los influencers (o por sus amanuenses) y también contra la creciente presencia de libros con temas específicos escritos con estudios de mercado y encargados por editoriales que, incluso antes de estar escritas las obras consignadas, pueden llegar a premiarlas con generosidad monetaria. Ese complejo panorama donde se mezclan lo artístico, lo mercantil y los avances tecnológicos nos asoma a una realidad en la que la literatura artificial puede provocar un verdadero cataclismo cultural. Y, lo peor, es que todo parece indicar que no tenemos escudos para defendernos de ese ataque y salvar la existencia de esa gente, con pasiones y veleidades humanas, que hasta ahora hemos visto vivir dentro de los libros.

lunes, 15 de abril de 2024

Por qué leer libros es tan importante para cultivar la inteligencia de nuestros hijos, por Michel Desmurget ( El País , 7/04/24)

Sometidos al yugo adictivo de las omnipresentes pantallas recreativas (películas, series de televisión, videojuegos, redes sociales...), nuestros hijos leen cada vez menos y, por tanto, cada vez peor, porque, como demuestran decenas de estudios, la capacidad lectora depende directamente del tiempo de práctica. En España, según las últimas evaluaciones internacionales Pisa, el 75% de los alumnos de 13 años de secundaria no pasan del nivel “básico”, que como mucho les permite comprender enunciados sencillos y explícitos; el 51% tienen incluso un nivel “bajo” y dificultades con los textos más básicos. Solo el 5% de los lectores son “avanzados”, capaces de identificar y resumir las ideas implícitas en un texto no trivial. Estas cifras son comparables a la media de la OCDE. Desde 2015, los alumnos españoles de secundaria han perdido un año de aprendizaje. Esto significa que los jóvenes de 13 años en 2022 tenían el mismo nivel que sus homólogos de 12 años siete años antes. Muchos observadores parecen satisfechos con esta evolución, alegando que hay que avanzar con los tiempos y que los niños de hoy simplemente aprenden “de otra manera”. Mientras que en tiempos pasados se utilizaba la palabra escrita, en el mundo moderno se recurre a los medios audiovisuales. Por desgracia, este argumento pasa por alto las características específicas de la palabra escrita. En primer lugar, está el lenguaje. El libro está desprovisto de contexto. Solo tiene palabras como soporte. La imagen (o el vídeo) de un paisaje, de un objeto, de una emoción, de una escena de la vida, etcétera, habla por sí sola, por así decirlo, al menos en parte. El libro tiene que describirlo todo. Esto explica por qué, por término medio, la complejidad léxica y gramatical de los corpus textuales es mucho mayor que la de los corpus orales. Amplios estudios de contenido han demostrado que hay más riqueza lingüística en un álbum de preescolar (el más sencillo de los libros) que en todos los corpus orales corrientes: discusiones entre adultos cultos o adultos y niños, películas, series, dibujos animados, programas de televisión... Esto significa que la exposición a la palabra escrita es la única manera de desarrollar un lenguaje avanzado, sin el cual no puede construirse ningún pensamiento complejo. A menudo, oigo decir que las generaciones más jóvenes nunca han leído tanto, gracias a internet. Lamentablemente, la afirmación es engañosa. Entre los jóvenes de 8 a 18 años, la lectura digital representa entre el 2% y el 3% del tiempo de pantalla, mientras que las actividades audiovisuales (películas, series, vídeos, etcétera) suponen entre el 40% y el 50%. Además, este tiempo de lectura incluye muy pocos libros y muchos contenidos lingüística y conceptualmente pobres. En definitiva, el tiempo de lectura en internet (redes sociales, blogs, correos electrónicos y todo lo demás) y, más en general, el tiempo total de pantalla recreativa están negativamente correlacionados con las competencias lingüísticas y la capacidad de lectura de los niños. Lo mismo ocurre con los conocimientos. Cuanto más leen los niños y los adolescentes, más amplia es su cultura general, en relación con los niños de entornos socioeconómicos comparables que están expuestos a contenidos audiovisuales (películas, series, entre otros). Los niños que leen tienen muchas más probabilidades de saber, por ejemplo, qué es un carburador o un tipo de interés; de decir que Japón fue aliado de Alemania y no de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, y de afirmar que hay más musulmanes que judíos en el planeta. Además de estas repercusiones culturales y lingüísticas, existen beneficios documentados en cuanto a coeficiente intelectual, concentración, imaginación, creatividad, capacidad de síntesis y de expresión (tanto oral como escrita). En otras palabras, mientras que las pantallas recreativas minan concienzudamente el desarrollo de nuestros hijos, la lectura construye meticulosamente su inteligencia. Pero eso no es todo. La lectura de novelas también estructura fuertemente nuestras habilidades emocionales y sociales. Si veo a Don Quijote en la televisión, no tengo acceso a la complejidad de sus pensamientos. En cambio, cuando leo la novela, me meto literalmente en la cabeza del personaje y puedo comprender el funcionamiento interno de sus pensamientos y acciones. Mejor aún, puedo experimentar estos últimos. Los investigadores se refieren a la lectura como un auténtico “simulador emocional”, en el sentido de que las situaciones vividas realmente y las experimentadas literariamente activan los mismos circuitos cerebrales. Cuando busco el significado de la palabra traición en un diccionario, entiendo intelectualmente lo que significa; pero cuando leo Madame Bovary, no solo lo entiendo, sino que experimento la traición desde el punto de vista tanto del traidor como del traicionado. Penetro en los mecanismos subyacentes y siento los estados emocionales asociados. Al final, los lectores de ficción tienen una mayor empatía y capacidad para comprender a los demás y a sí mismos. En última instancia, todos estos beneficios influyen enormemente en la trayectoria educativa y profesional de los niños. El impacto es significativo tanto a nivel individual como colectivo. Numerosos estudios demuestran que el desarrollo económico de un país, el número de patentes desarrolladas y su PIB están estrechamente relacionados con los resultados educativos. Se trata de una cuestión crucial en un contexto de creciente competencia internacional, sobre todo si tenemos en cuenta, en vista de las evaluaciones Pisa ya mencionadas, que las diferencias de rendimiento, no solo en lectura, sino también en matemáticas, son cada vez mayores entre las naciones de la OCDE y los países asiáticos. Por supuesto, podemos vivir sin la lectura. No es esa la cuestión. Lo importante es que entonces perdemos una parte esencial de nuestra humanidad. No es casualidad que los libros hayan sido el blanco de tiranos de todo tipo desde el principio de los tiempos. Los nazis quemaron más de 100 millones de libros y, como ha demostrado el filólogo Victor Klemperer, se embarcaron en un proceso de empobrecimiento del lenguaje digno de la neolengua de Orwell en 1984. Hitler decía que la literatura era veneno para el pueblo. En Un mundo feliz, de Huxley, solo una pequeña casta posee aún las herramientas del pensamiento y del lenguaje. El resto está compuesto por técnicos celosos, formateados para adaptarse con la mayor precisión a las necesidades económicas, atiborrados de entretenimientos absurdos, privados de las herramientas fundamentales de la inteligencia y felices con una servidumbre que ya ni siquiera son capaces de percibir. La lectura es el antídoto más seguro contra esta pesadilla porque, a través de su efecto en el desarrollo intelectual, emocional y social de nuestros hijos, dibuja el camino más seguro hacia la emancipación. Como dijo Ray Bradbury, autor de la novela futurista Fahrenheit 451: “No hay que quemar libros para destruir una cultura. Basta con conseguir que la gente deje de leerlos”. Ante este desastre incipiente, muchos culpan a la escuela. Sin embargo, el entorno familiar desempeña en esto un papel esencial, sobre todo a través de la lectura compartida, que es la única manera de que los niños adquieran progresivamente el lenguaje avanzado de la palabra escrita y, en última instancia, una vez adquiridas las bases de la descodificación, lean por sí mismos. Esto no quiere decir que la escuela sea ineficaz. Lo que significa es que el tiempo escolar disponible y el número de niños por profesor no permiten un trabajo óptimo. Todos los estudios demuestran que, en lo que respecta a la lengua y la lectura, la escuela no con­sigue compensar las desigualdades sociales. En España, según los datos procedentes de Pisa, la diferencia de competencias entre el cuarto más aventajado y el menos aventajado de los alumnos de secundaria representa cuatro años de aprendizaje. Es una diferencia descomunal. El problema solo puede resolverse mediante una acción focalizada, temprana y masiva dirigida a los niños menos favorecidos. También necesitamos un amplio programa de información para los padres, sobre todo para los desfavorecidos. Cuando explicamos a estos últimos la importancia de hablar con sus hijos, de leerles cuentos desde muy pequeños, de llevarlos a la biblioteca, los efectos en el lenguaje, el desarrollo cognitivo, la concentración o el vínculo familiar son considerables. Todo es cuestión de voluntad política. Los costes ocasionados se verían ampliamente compensados por el ahorro posterior (logopedia, fracaso escolar, etcétera).