En La voz más alta, una serie que no es posible ver sin estremecimientos profundos, el personaje del inefable Roger Ailes le suelta a un discípulo esta perla de sabiduría: “Si les dices qué pensar, los pierdes; si les dices qué sentir, son tuyos”. Se refería al electorado conservador de los Estados Unidos, o por lo menos a la parte que ve televisión por cable; y hablaba (por boca de Russell Crowe, que hace una actuación extraordinaria, incluso debajo de sus toneladas de carne y piel ficticias) desde el magisterio que le daba su posición en la cadena Fox News. No me he puesto en la tarea de averiguar si alguna vez dijo esas palabras precisas, pero no es difícil concebirlo: así era Roger Ailes, el hombre de orígenes humildes que intuyó el poder de la televisión con Nixon, lo entendió con Reagan, lo domesticó con los Bush y después, durante los dos gobiernos de Obama, acabó convirtiendo Fox News en el órgano de propaganda ultraconservadora más poderoso que ha visto nuestro siglo, capaz de convertir a payasos en presidentes, la verdad en mentira y la mentira en verdad.
“Si les dices qué pensar, los pierdes; si les dices qué sentir, son tuyos”: ahí está, en catorce palabras, el manual de instrucciones de cualquiera de los populismos que tanto nos han puesto a hablar en la última década. Ese reemplazo de la razón por las emociones, ese truco de prestidigitador o de estafador de calle con bolita y copas opacas, es tan viejo como el discurso de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare, pero los ciudadanos de las democracias actuales lo hemos visto hacer estragos en algunos de los países más estables de eso que llamamos Occidente. En Estados Unidos se ha convertido en una fuerza antiliberal, paranoica y ultrarreligiosa, un espacio donde se han normalizado las teorías de la conspiración más grotescas —la que sugería que Obama no había nacido en Hawai, sino en Kenia, floreció entre sus periodistas— y donde los programas de la noche, con sus comentaristas provocadores y su audiencia cautiva y agraviada y lista para el odio, escupen impunemente una visión del mundo que hasta hace poco medraba en las esquinas vergonzantes de internet.
A España no suelen llegar los ecos de esas conversaciones, si es que se les puede llamar así, pero en América Latina es incalculable la influencia que ha tenido la cadena desde la transformación propiciada por Roger Ailes. No sé si sea exagerado decir que Donald Trump es un invento de Fox News, pero no lo creo: la cadena fue su escenario y su micrófono, y desde allí lanzó tantas mentiras y distorsiones como desde su cuenta de Twitter, mientras sus interlocutores sumisos y obsecuentes se cuidaban convenientemente de hacer cualquier cosa que remedara el periodismo. No sé cuánto les suenen a ustedes estos nombres, pero Bill O’Reilly, Sean Hannity, Jeanine Pirro, Laura Ingraham o Tucker Carlson inventaron y siguen inventando —para inmenso provecho del dueño de todos, Rupert Murdoch— una verdadera realidad alterna. Allí, en esa burbuja impenetrable, Estados Unidos es una sociedad amenazada por los inmigrantes, las élites, los liberales y los laicos, todos agentes de una conspiración masiva contra la familia y los valores de toda la vida.
Y es un error, como siempre, pensar que lo que ocurre en Estados Unidos se queda en Estados Unidos. Tucker Carlson, por ejemplo, ya es un personaje permanente —y un propagandista dedicado— de la nueva extrema derecha internacional, el club al que pertenece o aspira Vox, y ha dedicado horas de sus monólogos desquiciados a elogiar a Viktor Orbán y a Vladímir Putin. Yo recuerdo en particular, ahora que estamos lamentando que se cumpla un año de la invasión criminal en Ucrania, sus comentarios de febrero de 2022, cuando el ejército ruso se había instalado en la frontera y la tragedia estaba a punto de empezar. Se quejó de que los demócratas obligaran a todos a odiar a Putin. “¿Acaso Putin me ha llamado racista?”, baboseó. “¿Acaso me ha amenazado con despedirme por no estar de acuerdo con él? No. Putin no ha hecho nada de eso.” Era casi conmovedor verlo manipular así los complejos y los resentimientos del conservador promedio, metido en sus propias razones para sentirse perseguido por los liberales.
Pero sus opiniones tienen influencia. Cuando dice que Zelenski es un dictador (como en diciembre pasado), cuando dice que es un autoritario peligroso que ha instalado en Ucrania un estado policial de un solo partido, sus delirios dan forma a la opinión de su público. Cuando dice que las élites demócratas quieren reemplazar a los norteamericanos genuinos por gente traída “del Tercer Mundo”, tiene influencia. Cuando abiertamente habla del Gran Reemplazo —una de las más célebres paranoias de los supremacistas blancos y la extrema derecha neonazi—, cuando acusa a los demócratas de cambiar a los norteamericanos genuinos por “gente más obediente venida de países lejanos”, tiene enorme influencia. He escrito “norteamericanos genuinos”, pero la expresión que usa Carlson es más interesante: legacy Americans, que se podría traducir como “norteamericanos por legado”. Habrá que ver qué significa eso en un país hecho, justamente, de gente venida de países lejanos.
Por todo lo anterior es tan fascinante lo que ha ocurrido en estos días. Desde las elecciones que ganó Biden, estos opinadores —Carlson a la cabeza— defendieron al aire la teoría conspiranoide de las elecciones robadas. Desde Fox se sugirió que la empresa dueña de las máquinas de contar votos, Dominion, usaba un software que manipulaba el conteo; la empresa demandó a la cadena por difamación; y ahora han salido a la luz, como parte de las investigaciones, los mensajes de texto en que los periodistas dicen en privado algo muy distinto de lo que sostenían en público. La hipocresía es tan flagrante que hace apenas unos días, hablando bajo la gravedad del juramento, el gran jefe Rupert Murdoch aceptó que sus periodistas habían defendido la teoría de las elecciones robadas a sabiendas de que era mentira, y aceptó además que prefirió no hacer nada: se trataba de no perder la audiencia trumpista, poco dada a apreciar la información que no coincida con sus deseos.
No sé qué pasará con el juicio, pero el escándalo no parece haber afectado realmente la mentalidad de los delirantes propagandistas de Fox News. Esta semana, Carlson llevó más allá las fronteras de la realidad alterna: hablando del ataque al Capitolio del 6 de enero, repasó las grabaciones de las cámaras de seguridad, escogió pasajes donde no se veían los hechos violentos que todos vimos, sino hombres y mujeres que paseaban por los corredores y tomaban fotos, y concluyó que lo del 6 de enero no fue en realidad ningún ataque, como nos quieren hacer creer los mentirosos demócratas, sino una manifestación pacífica. No habíamos visto un intento más cínico de falsear los hechos desde comienzos de 2017, cuando Sean Spicer, en la sala de prensa de la Casa Blanca, dijo que la inauguración de Trump era la más concurrida de la historia, punto. Las fotos aéreas permitían comparar esa ceremonia con la de Obama y demostrar que no era cierto, pero eso nunca importó: la realidad no era lo que se veía, sino lo que los republicanos querían que se viera.
En un cuento de Borges, el narrador recuerda la Suma Teológica, donde se niega que Dios pueda “hacer que lo pasado no haya sido”. Qué tiempos aquellos: cuando pensábamos que Borges escribía literatura fantástica, y que el dios de Santo Tomás era más poderoso que una cadena de televisión por cable.
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