viernes, 17 de marzo de 2023

Los sujetos de la historia, por José Álvarez Junco

El enunciado de esta intervención, Los sujetos de la historia, es demasiado amplio y, por tanto, poco preciso. Podría entenderse, por ejemplo, que quiero hoy hablar de quienes han protagonizado, o simplemente vivido, los hechos ocurridos en el pasado humano. Y no es así. Quiero referirme a los protagonistas de la historia como relato o visión sobre ese pasado, como parcela del conocimiento heredada por nosotros tras ser elaborada por sucesivas generaciones de historiadores o memorialistas. Así entendida, como narración, la historia ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Y yo quisiera referirme ahora a la evolución de sus actores o protagonistas a lo largo de las últimas décadas, incluso, a grandes rasgos, hasta casi a todo el último siglo. Una evolución vinculada, según creo, al cambio intelectual global vivido por mi generación, cuyo ciclo vital no se halla ya tan lejos del siglo, y tienen ante ustedes un ejemplo de ello. Al comenzar aquel recorrido, la visión del pasado que se nos enseñaba a los niños de mi época se veía dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos, a los que se nos presentaba con rasgos heroicos. A veces eran naciones, o pueblos, grupos humanos idealizados que actuaban de manera unánime, movidos por un ideal común. Otras, se trataba de individuos, personajes, los fundadores de la comunidad, los padres de la patria, rodeados de un aura religiosa e insertos en una visión providencial del mundo. En el origen de los tiempos, aquellos héroes, unidos o enfrentados entre sí, protegidos o perseguidos por los dioses, instrumentos suyos o rebeldes contra su poder, habrían luchado (a muerte, por supuesto) y forjado el mundo tal como es hoy: violento, jerarquizado, infeliz. Nosotros no podíamos soñar con cambiarlo ni aspirar a entrar en la esfera de los héroes. Lo que debíamos hacer era memorizar sus hazañas y recitarlas. En nuestra cultura, el mito más extendido sobre el origen del mal y del dolor es el relato bíblico sobre el Paraíso Terrenal y la culpable desobediencia de Eva. Aquel mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los niños en la escuela como un hecho cierto, que no necesitaba venir avalado documentalmente, igual que ocurría con lo más descollante del relato bíblico: la muerte de Abel a manos de Caín, el Diluvio Universal, Noé y el nuevo comienzo de la historia humana, las plagas de Egipto, la odisea del pueblo de Israel hasta alcanzar la Tierra Prometida… El pasado se veía en términos providenciales, previsto o planeado por un Dios omnipresente e infinitamente sabio y justo, que decía no tener nombre, pero que todos sabíamos se llamaba Jehovah y que premiaba o, sobre todo, castigaba, dominado a veces por la ira. A esta visión religiosa acompañaba otro relato, paralelo, protagonizado por las naciones. En nuestro caso, el de los niños educados bajo el franquismo, España, un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y vinculado, desde luego, a una misión providencial, la defensa de la verdadera fe, privilegio que nos había concedido el Supremo Hacedor y que nos convertía, en definitiva, en Pueblo Elegido. Esta primera fase de nuestra visión del mundo se correspondía con un enfoque mágico-infantil del pasado. Sus protagonistas eran héroes que nos protegían, entes malignos que nos amenazaban. Por supuesto, hemos superado aquello. Hoy, de adultos, ni los personajes ni el sentido del relato tienen ya ese carácter ético-sobrenatural. Pero conservamos todavía aspectos míticos, sobre todo en el esfuerzo implícito por reforzar los estados-nación existentes. Estos estados (España, Francia) son entidades terrenas, modernas, secularizadas, cuyos orígenes los profesionales más serios situamos en tiempos relativamente recientes y atribuimos a causas coyunturales; que pueden, o deberían poder, cambiar, en su extensión, en su estructura, en sus instituciones. Pero el gran público, y los propios dirigentes políticos cuando dejan traslucir su visión de la historia —por ejemplo, cuando inauguran un monumento que evoca un personaje o un episodio del pasado—, rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos más heroicos (no necesito recordar los mitos con que Putin rodea la invasión de Ucrania). Quienes ocupan situaciones de poder pueden conceder que sus instituciones tienen un origen histórico, pero sitúan este origen en un pasado tan remoto que las convierte en poco menos que naturales, únicas posibles en este momento y lugar. En cuanto a sus objetivos, los presentan como grandiosos y cargados de significado moral. Con lo que, en definitiva, acaban viendo el orden existente en términos sobrehumanos; y descartan como antinatural, utópica y destinada al fracaso cualquier tentación de crear nuevos marcos territoriales, nuevas estructuras jerárquicas, nuevos centros de poder. Además de presentarnos como míticos los orígenes de la nación, los múltiples conflictos se entendían siempre en términos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos Además de presentarnos como míticos los orígenes de la nación, los múltiples conflictos, las pugnas constantes, que jalonaban a continuación su historia, y que los niños debíamos recitar, se entendían siempre en términos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos. Y digo “nuestra” o “nuestros” porque se nos hablaba de los antepasados en primera persona del plural y retroproyectándonos: se escribía “nuestra decadencia”, o incluso se decía que “decaímos”, en el siglo XVII, como si nosotros, los presentes, hubiéramos vivido en aquella época; no se pretendía tanto, pero sí que existía ya entonces una identidad colectiva, viva, que era la misma de la que hoy nosotros somos portadores. En cuanto al relato en sí, era una constante sucesión de guerras; los cinco siglos de dominio romano en la península, por ejemplo, en los que reinó la paz, la prosperidad, se construyeron calzadas, puentes, se fundaron casi todas las ciudades hoy existentes, se implantó la lengua que es origen de la actual y se predicó la religión hoy dominante, apenas ocupaban unas líneas, comparadas con las largas páginas dedicadas a Numancia, Viriato y la resistencia anti-romana. Lo importante eran las guerras, especialmente las libradas para preservar la identidad. En esas guerras sin fin, el “nosotros” al que me acabo de referir nunca había sido el agresor. Los españoles se habían limitado siempre a defender su territorio contra constantes intentos de invasión violenta: cartagineses, griegos, romanos, musulmanes. Esta explicación no podía aplicarse de manera mecánica, obviamente, a luchas desarrolladas fuera de la península Ibérica, el espacio natural de los españoles, en tierras ocupadas con violencia precisamente por los españoles: América, por ejemplo. Situación que se resolvía argumentando que no se había luchado por egoísmo ni ambición de dominar territorios o pueblos, sino con el muy loable y desinteresado propósito de defender o propagar la verdadera religión. La nación actuaba, en general, de manera colectiva y directa (excepto cuando se desgarraba en divisiones o luchas “intestinas”, el peor de los males imaginables). Así lo habían hecho saguntinos o numantinos, o el “pueblo español” alzado en armas contra la invasión árabe-musulmana o la francesa de 1808. Unánimemente, porque esos sujetos colectivos idealizados se presentaban como inspirados por un ideal, el mismo siempre y para todos; aunque se distinguían en ellos unas élites que dirigían y unas masas que imitaban, como había explicado por antonomasia un pensador español de primera magnitud, al que las malvadas historias de la filosofía publicadas en el extranjero tendían a relegar a un lugar menos relevante. En un segundo momento, o segunda fase, el relato se secularizaba, pero no se desmitificaba. Acabábamos de superar la adolescencia, nos habíamos rebelado, nos habíamos declarado antifranquistas, habíamos dejado de ir a misa y presumíamos de vivir “fuera del sistema”. Abjurábamos de lo sobrenatural, de los milagros. Pero seguíamos viendo el pasado en términos trágicos, como lucha constante entre héroes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados que defendían la opresión y el egoísmo, o entre clases sociales o grupos étnicos que se oprimían unos a otros en su competición por territorios o recursos. El relato que dominó en mi generación, en su fase antifranquista, fue el marxista, con añadidos nacionalistas en el caso catalán. Ambos se oponían al nacionalismo español en que nos habían educado, que explicaba la pugna histórica sobre un esquema mítico y maniqueo. Pero ambos caían en réplicas paralelas a lo que combatían. Bajo su apariencia de secularización y desmitificación, nuestra visión histórica, que tan precipitadamente declaramos “científica”, seguía estando regida por un esquema mítico, ya que se desplegaba en tres etapas que muy bien podrían llamarse paraíso, caída y redención. La etapa presente, aquella en la que nos encontramos los humanos actualmente vivos, es la segunda, la caída, marcada por luchas y sufrimientos. El objetivo de aquella historia era incitar a la acción, a la movilización, a la rebeldía, para destruir o modificar el sistema de poder existente y retornar al paraíso. Es decir, para alcanzar la tercera etapa mítica. Claro que las explosiones de protesta pueden explicarse atribuyéndolos simplemente a un deseo de “mejorar”, de resolver, incluso parcialmente, los males que hoy sufrimos. Pero tal tipo de promesa es poca cosa, no conmueve ni moviliza las pasiones de un modo suficientemente eficaz. Lo que atrae de verdad es que alguien nos ofrezca la solución global, la definitiva, de los problemas humanos, la conclusión de toda conflictividad, la implantación de un orden justo y estable, desde hoy hasta el fin de los tiempos. Así lo hacían comunismos o fascismos. Aquella promesa llevaba implícito el paso del actual segundo momento humano, el de conflictos y dolor, a un tercero de felicidad global y definitiva. Un objetivo, por definición, ilusorio, pero cuyo poder de atracción es tan alto que permite exigir la entrega absoluta del militante, del comprometido en la lucha, así como eliminar sin ningún tipo de reparos morales o prácticos a los egoístas, dubitativos o equivocados que obstaculicen nuestro avance hacia la felicidad colectiva. El tema predilecto, en este tipo de planteamiento histórico, es la vida y la actuación del héroe que redimirá a la humanidad. Un héroe individual, para la historia conservadora: el legendario padre fundador de la nación, cuyo ejemplo moral y vital debe seguir inspirándonos hoy día. Un héroe colectivo, para la historia “social”: el pueblo, el proletariado, el movimiento obrero (que redimirá a la humanidad haciendo la revolución, estableciendo la igualdad y la justicia hasta el fin de los tiempos). La fase actual en nuestra visión de la historia, la hoy dominante, está marcada, en principio, por la eliminación de mitos La fase actual en nuestra visión de la historia, la hoy dominante, está marcada, en principio, por la eliminación de mitos, en nombre de la ciencia y la madurez intelectual. Nuestra pretensión, la de los historiadores que hoy queremos ser serios, es descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en lo posible sus causas y consecuencias. Pero para ello, a diferencia de lo que se hacía antes, hoy renunciamos a conclusiones grandiosas. Queremos centrarnos en hechos concretos, parciales, sin elevarnos a un relato providencial sobre el conjunto de la historia humana. En el momento actual, la actividad del historiador sigue consistiendo, desde luego, en narrar hechos y explicar su significado; pero este último no debe, salvo que se justifique de manera convincente, superar su contexto concreto, el lugar y la época en que ocurrió, los objetivos específicos que lanzaron a la acción a sus protagonistas. Nuestros relatos son parciales y limitados, como lo son los problemas que analizamos. Esa profesionalidad que idealizo exige, por un lado, renunciar a una visión global de la humanidad, marcada por un principio y un fin (una redención universal, próxima y definitiva). Los problemas que se narran pueden acabar siendo o no resueltos, pero su solución, en todo caso, no es definitiva. Son problemas, además, referidos a aspectos antes dejados de lado, por no relacionarse con el poder y sus círculos cercanos. Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión, de grupos sociales más grises o neutrales ante el sistema de poder; o bien de grupos minoritarios, marcados por alguna singularidad cultural y, a veces, por esa misma razón, marginados u oprimidos. En cierto modo, y perdonen la simplificación, la evolución de la visión histórica a lo largo de los últimos cincuenta o setenta años podría sintetizarse como de los dirigentes a la nación; de la nación a la clase; y de la clase a las identidades culturales. Todo lo dicho se vincula a la historia de mi generación, cuya primera fase vino marcada por lo enseñado en la escuela y trasmitido por la prensa o la radio bajo el franquismo: una historia nacional, cuyos personajes se valoraban, en definitiva, a partir del único y definitivo criterio de su aportación positiva o negativa a la construcción y el engrandecimiento de España. La segunda fase fue la de nuestra rebeldía juvenil: nos enfrentamos con lo aprendido, nos negamos a seguir lanzando loas a los Tercios de Flandes o las Tres Carabelas, pero al final reprodujimos sus esquemas, aunque invirtiendo el papel de héroes y villanos. El movimiento obrero, visto hasta entonces como un factor negativo, de división interna, un obstáculo en el proceso de construcción nacional, pasó a ser el mesías redentor, el destinado a conducir a la humanidad a la futura y cercana revolución liberadora. Las élites sociales o políticas, en cambio, que antes acaudillaban a las masas en su avance hacia la plenitud nacional, eran ahora condenadas como “burguesía” explotadora u opresora, obstáculo maligno que se interponía en el camino hacia la libertad e igualdad, hacia la felicidad universal, en definitiva. Y la tercera fase es la actual, la de la complejidad de la madurez. Como alguien que quiere comprender y juzgar de manera equilibrada, el historiador analiza los problemas del pasado de manera compleja, evitando simplificaciones y maniqueísmos. Y su posición se abstiene de ser, en principio, partidista o militante. No defiende, para empezar, una división tajante de la sociedad en clases sociales o grupos culturales, marcados por rasgos definibles en términos objetivos. Tampoco se sitúa a priori en favor de uno de los grupos en pugna. Lo que de ningún modo significa que sea neutral, aséptico, incapaz de lanzar juicios críticos sobre las cuestiones que originan los conflictos o la forma en que se desarrollan estos. Lo que ha interesado al historiador, en definitiva (como a cualquier cabeza pensante), ha sido siempre él mismo, su propia realidad. Nuestro objeto de interés somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situación histórica, estamos sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector social (de una “identidad colectiva”, cuando esta se define con más subjetividad). Nuestra peculiaridad, como historiadores, es, quizás, nuestra capacidad de disfrazarnos, de identificarnos con nuestros personajes o temas de estudio. Al principio, en la fase infantil, con dioses, héroes, grandes personajes mitológicos. Más tarde, en la rebelde, con la gente común, el pueblo, pero elevado a la categoría de objeto de la máxima opresión, de lo que se deriva su grandiosa misión redentora. Cuando la pugna se hace más compleja, con el grupo con el que nos identificamos y al que convertimos en protagonista de la historia. Y nosotros, los narradores de ese pasado, somos los profetas, el Merlín destinado a revelar su misión al Mesías, a despertarle del sopor en que se halla sumido y que le impide liberar de una vez a la Princesa sufriente (la nación oprimida, el pueblo trabajador explotado). Tal misión redentora está frecuentemente ligada a la opresión misma de que se ha sido víctima. Es decir, lo excepcional de nuestros sufrimientos justifica lo grandioso de nuestra misión. Ocurre, por supuesto, en las religiones que hacen de los desposeídos y sufrientes los puros, los limpios de pecado y, por tanto, los elegidos y portavoces de Dios. Pero también en visiones supuestamente no religiosas, como el marxismo, que convierte al proletariado en redentor precisamente por representar la desposesión absoluta, la explotación suprema, la radical desposesión de bienes, lo cual hace de él no sólo el inspirador y dirigente de la rebelión final, sino alguien que, cuando triunfe, carecerá de recursos o de incentivos para oprimir a otros. El objetivo es siempre convertir nuestra vida en centro de la historia; dotarla de interés. Lo que no toleramos es ser tan insignificantes como somos. No queremos vernos viviendo una vida gris, intermedia, sin ser más oprimidos y sufrientes que nuestros predecesores ni estar marcados por un destino más grandioso que nadie. Sólo en la última fase, la de madurez, se comienza a comprender esto y se acepta renunciar a tan alta misión. Porque madurez significa humildad, significa no vernos como superhéroes, sino como vulgares seres humanos, semejantes a nuestros congéneres pasados y presentes. Pese a lo cual, nuestra historia es interesante, nuestra vida merece ser contada. Sigamos investigando, sigamos escribiendo, sobre nuestro pasado. Sigamos analizando al ser humano, intentando comprenderlo cada vez mejor. Pero, precisamente para poder hacer bien ese trabajo, renunciemos a rodearle de auras de excepcionalidad, de heroísmo, de martirio o de redención. Veámoslo como lo que es: un ser vivo, muy ajeno a lo sobrenatural, cuyos principales afanes son terrenales: mantenerse con vida, tener un trabajo digno y estable, un refugio y una vestimenta confortables, legar un futuro protegido a sus hijos. Solo así, con una historia escrita a ras de tierra, sin elevarnos en ningún sentido a lo sobrehumano ni a lo mítico, haremos un trabajo serio, profesional, digno. Podremos contribuir a conocernos mejor y a dominar mejor nuestra realidad cercana. Y a facilitar la vida y la convivencia pacífica a generaciones futuras que, al leer lo que dejemos escrito, no se vean incitadas a concebir el pasado como enfrentamientos maniqueos, poblados por verdugos y víctimas, ni a retroproyectarse y retroproyectar a sus lectores —como herederos siempre de las inocentes víctimas— para predicar revanchas contra los supuestos herederos de los verdugos. Que nuestros libros, por el contrario, sirvan para comprender la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las causas o situaciones que llevaron a ellas; pero sin proyectarnos como protagonistas de hechos que, además de ser muy complejos, ocurrieron mucho antes de que naciéramos.

La normalidad, por Juan José Millás

Hay personas que no pertenecen este mundo, aunque se hayan adaptado a él. La adaptación, en muchas ocasiones, es tan buena que ni siquiera ellas son conscientes de su naturaleza foránea. Para despertenecer a este mundo no es preciso haber venido de fuera. Se puede ser de fuera habiendo venido de dentro. Los peces de factoría, por ejemplo, aunque proceden del agua, son alienígenas. Si te sirven bien cocinada una lubina de criadero, te parecerá una de pincho, a menos que seas un gourmet. Pero esa lubina lleva generaciones y generaciones sin conocer el mar. Sus ancestros y ella misma han nacido y vivido en una piscina, alimentados con piensos, libres de depredadores, y puestos a salvo de las infecciones y parásitos de la naturaleza por los veterinarios. He conocido matrimonios en los que ella era extraterrestre y él no (o viceversa). Pero se consumían el uno al otro (o la otra al uno) como si ambos fueran terrícolas. Una de las tareas de la educación consiste en ahormar al extraño para que él mismo acabe convencido de que es de piscifactoría. Los poetas, por lo general, son seres humanos de pincho, de ahí que no entiendan la piscifactoría del mundo. Cabe suponer, claro, que tampoco sus lectores la entienden. No pasa nada por no entender el mundo si logras fingir que lo comprendes. Imaginemos una lubina extraída del océano y arrojada a un criadero artificial. ¿Qué debe hacer para sobrevivir? Disimular su origen. Hacer como que le parecen normales las costumbres de la alberca esterilizada en la que ha ido a caer. Una lubina de criadero, en cambio, arrojada al mar, no tendría tiempo de adaptarse, pues sería devorada de inmediato. Es lo que les ocurre a los poetas obligados a vivir como si fueran normales: que son devorados por los depredadores que viven en la normalidad, de ahí que muchos mueran jóvenes.

Fox News: la realidad inventada, por Juan Gabriel Vásquez

En La voz más alta, una serie que no es posible ver sin estremecimientos profundos, el personaje del inefable Roger Ailes le suelta a un discípulo esta perla de sabiduría: “Si les dices qué pensar, los pierdes; si les dices qué sentir, son tuyos”. Se refería al electorado conservador de los Estados Unidos, o por lo menos a la parte que ve televisión por cable; y hablaba (por boca de Russell Crowe, que hace una actuación extraordinaria, incluso debajo de sus toneladas de carne y piel ficticias) desde el magisterio que le daba su posición en la cadena Fox News. No me he puesto en la tarea de averiguar si alguna vez dijo esas palabras precisas, pero no es difícil concebirlo: así era Roger Ailes, el hombre de orígenes humildes que intuyó el poder de la televisión con Nixon, lo entendió con Reagan, lo domesticó con los Bush y después, durante los dos gobiernos de Obama, acabó convirtiendo Fox News en el órgano de propaganda ultraconservadora más poderoso que ha visto nuestro siglo, capaz de convertir a payasos en presidentes, la verdad en mentira y la mentira en verdad. “Si les dices qué pensar, los pierdes; si les dices qué sentir, son tuyos”: ahí está, en catorce palabras, el manual de instrucciones de cualquiera de los populismos que tanto nos han puesto a hablar en la última década. Ese reemplazo de la razón por las emociones, ese truco de prestidigitador o de estafador de calle con bolita y copas opacas, es tan viejo como el discurso de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare, pero los ciudadanos de las democracias actuales lo hemos visto hacer estragos en algunos de los países más estables de eso que llamamos Occidente. En Estados Unidos se ha convertido en una fuerza antiliberal, paranoica y ultrarreligiosa, un espacio donde se han normalizado las teorías de la conspiración más grotescas —la que sugería que Obama no había nacido en Hawai, sino en Kenia, floreció entre sus periodistas— y donde los programas de la noche, con sus comentaristas provocadores y su audiencia cautiva y agraviada y lista para el odio, escupen impunemente una visión del mundo que hasta hace poco medraba en las esquinas vergonzantes de internet. A España no suelen llegar los ecos de esas conversaciones, si es que se les puede llamar así, pero en América Latina es incalculable la influencia que ha tenido la cadena desde la transformación propiciada por Roger Ailes. No sé si sea exagerado decir que Donald Trump es un invento de Fox News, pero no lo creo: la cadena fue su escenario y su micrófono, y desde allí lanzó tantas mentiras y distorsiones como desde su cuenta de Twitter, mientras sus interlocutores sumisos y obsecuentes se cuidaban convenientemente de hacer cualquier cosa que remedara el periodismo. No sé cuánto les suenen a ustedes estos nombres, pero Bill O’Reilly, Sean Hannity, Jeanine Pirro, Laura Ingraham o Tucker Carlson inventaron y siguen inventando —para inmenso provecho del dueño de todos, Rupert Murdoch— una verdadera realidad alterna. Allí, en esa burbuja impenetrable, Estados Unidos es una sociedad amenazada por los inmigrantes, las élites, los liberales y los laicos, todos agentes de una conspiración masiva contra la familia y los valores de toda la vida. Y es un error, como siempre, pensar que lo que ocurre en Estados Unidos se queda en Estados Unidos. Tucker Carlson, por ejemplo, ya es un personaje permanente —y un propagandista dedicado— de la nueva extrema derecha internacional, el club al que pertenece o aspira Vox, y ha dedicado horas de sus monólogos desquiciados a elogiar a Viktor Orbán y a Vladímir Putin. Yo recuerdo en particular, ahora que estamos lamentando que se cumpla un año de la invasión criminal en Ucrania, sus comentarios de febrero de 2022, cuando el ejército ruso se había instalado en la frontera y la tragedia estaba a punto de empezar. Se quejó de que los demócratas obligaran a todos a odiar a Putin. “¿Acaso Putin me ha llamado racista?”, baboseó. “¿Acaso me ha amenazado con despedirme por no estar de acuerdo con él? No. Putin no ha hecho nada de eso.” Era casi conmovedor verlo manipular así los complejos y los resentimientos del conservador promedio, metido en sus propias razones para sentirse perseguido por los liberales. Pero sus opiniones tienen influencia. Cuando dice que Zelenski es un dictador (como en diciembre pasado), cuando dice que es un autoritario peligroso que ha instalado en Ucrania un estado policial de un solo partido, sus delirios dan forma a la opinión de su público. Cuando dice que las élites demócratas quieren reemplazar a los norteamericanos genuinos por gente traída “del Tercer Mundo”, tiene influencia. Cuando abiertamente habla del Gran Reemplazo —una de las más célebres paranoias de los supremacistas blancos y la extrema derecha neonazi—, cuando acusa a los demócratas de cambiar a los norteamericanos genuinos por “gente más obediente venida de países lejanos”, tiene enorme influencia. He escrito “norteamericanos genuinos”, pero la expresión que usa Carlson es más interesante: legacy Americans, que se podría traducir como “norteamericanos por legado”. Habrá que ver qué significa eso en un país hecho, justamente, de gente venida de países lejanos. Por todo lo anterior es tan fascinante lo que ha ocurrido en estos días. Desde las elecciones que ganó Biden, estos opinadores —Carlson a la cabeza— defendieron al aire la teoría conspiranoide de las elecciones robadas. Desde Fox se sugirió que la empresa dueña de las máquinas de contar votos, Dominion, usaba un software que manipulaba el conteo; la empresa demandó a la cadena por difamación; y ahora han salido a la luz, como parte de las investigaciones, los mensajes de texto en que los periodistas dicen en privado algo muy distinto de lo que sostenían en público. La hipocresía es tan flagrante que hace apenas unos días, hablando bajo la gravedad del juramento, el gran jefe Rupert Murdoch aceptó que sus periodistas habían defendido la teoría de las elecciones robadas a sabiendas de que era mentira, y aceptó además que prefirió no hacer nada: se trataba de no perder la audiencia trumpista, poco dada a apreciar la información que no coincida con sus deseos. No sé qué pasará con el juicio, pero el escándalo no parece haber afectado realmente la mentalidad de los delirantes propagandistas de Fox News. Esta semana, Carlson llevó más allá las fronteras de la realidad alterna: hablando del ataque al Capitolio del 6 de enero, repasó las grabaciones de las cámaras de seguridad, escogió pasajes donde no se veían los hechos violentos que todos vimos, sino hombres y mujeres que paseaban por los corredores y tomaban fotos, y concluyó que lo del 6 de enero no fue en realidad ningún ataque, como nos quieren hacer creer los mentirosos demócratas, sino una manifestación pacífica. No habíamos visto un intento más cínico de falsear los hechos desde comienzos de 2017, cuando Sean Spicer, en la sala de prensa de la Casa Blanca, dijo que la inauguración de Trump era la más concurrida de la historia, punto. Las fotos aéreas permitían comparar esa ceremonia con la de Obama y demostrar que no era cierto, pero eso nunca importó: la realidad no era lo que se veía, sino lo que los republicanos querían que se viera. En un cuento de Borges, el narrador recuerda la Suma Teológica, donde se niega que Dios pueda “hacer que lo pasado no haya sido”. Qué tiempos aquellos: cuando pensábamos que Borges escribía literatura fantástica, y que el dios de Santo Tomás era más poderoso que una cadena de televisión por cable.

miércoles, 8 de marzo de 2023

Dos mil kilómetros de muro europeo, por Nucio Ordine

Los más de dos mil kilómetros de muros levantados en Europa contra los migrantes no han sido suficientes. Ni tampoco parecen serlo los miles de muertos en el Mediterráneo (¡no hay más que pensar en el trágico naufragio de hace unos días en Calabria, donde más de 70 migrantes perdieron la vida!). En el Consejo de Europa, muchos Estados miembros, siguiendo la estela de Viktor Orban, no dejan de exigir ulteriores barreras para proteger las fronteras nacionales de las invasiones de los “nuevos bárbaros”. Así, en estos tristes días, no he podido sustraerme a la relectura de un hermoso cuento de Borges titulado La muralla y los libros, en el que el escritor argentino relaciona la empresa de construir murallas con la de quemar libros: “Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó”. Se trata de dos acciones que comparten, en efecto, la ambición de “quemar” el pasado: los kilómetros de barreras de piedra contra los presuntos “enemigos” y la quema de bibliotecas tienden inevitablemente no solo a “abolir la historia”, sino también a borrar cualquier rastro de nuestra humanidad. Al fin y al cabo, quemar libros es una metáfora que ilustra radicalmente el dramático intento de reducir a cenizas toda forma de cultura. Es el propio Borges, sin embargo, quien nos recuerda en Otras inquisiciones que, aunque sea imposible borrar definitivamente la memoria del pasado, nunca se debe bajar la guardia: “Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y —paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado”. Italo Calvino, gran admirador del escritor argentino, alude también al tema del “dentro” y del “fuera”. En su novela, El barón rampante, el protagonista, Cosimo Piovasco di Rondò, decide pasar su vida entera en la copa de los árboles, dedicándose sobre todo a construir, desde lo alto, un mundo más justo y solidario. Y es precisamente en un contexto donde se habla de masonería cuando el hermano (la voz narradora) se lo imagina irrumpiendo en una reunión secreta mientras grita una frase que repetía a menudo: “¡Si levantas un muro, piensa en lo que queda fuera!”. Construir muros, en efecto, significa encerrar nuestra propia vida dentro de una jaula asfixiante, de un espacio delimitado, de una prisión sin ósmosis con el exterior. Significa cultivar una visión insular y miserable del ser humano y del conocimiento. Y qué terrible prisión sería un mundo sin libros y sin cultura, un mundo limitado al estrecho perímetro del propio egoísmo y de la propia ignorancia. Los muros materiales y los muros mentales se retroalimentan. Son el resultado de un peligroso desconocimiento y de terribles prejuicios (ideológicos o raciales, ¡eso importa poco!). Tienden a justificar su propia existencia con las “buenas intenciones” de protegerse del otro, del desconocido, del extranjero. En su afán de perseguir peligrosos mitos “identitarios”, muchos partidos políticos europeos han pisado el acelerador con el objetivo de borrar su pasado: ya no se acuerdan de sus propios migrantes, abuelos y padres que se esforzaron por recuperar la dignidad perdida en otros lugares. Han fomentado de manera despiadada una guerra de los pobres (que han pagado con dureza las últimas crisis económicas y están pagando las consecuencias de la guerra de Ucrania) contra otros pobres (que huyen desesperadamente del hambre y de los conflictos religiosos con la esperanza de reconstruir un futuro en países más ricos). El único objetivo de estos cínicos “empresarios del miedo” es ganar las elecciones. Y lo hacen asumiendo posiciones políticas enormemente contradictorias. En América y Europa, los partidos de los muros abanderan la defensa de la vida: pretenden anular las leyes sobre el aborto y, contra toda evidencia científica, consideran un óvulo recién fecundado como un ser humano. Defienden instrumentalmente a un cigoto, pero luego se encarnizan contra niños y adultos, en carne y hueso, que arriesgan su propia existencia para aspirar a una vida mejor. Un sacerdote y escritor calabrés, Vincenzo Padula, ya les contestó con eficacia. En uno de sus artículos, publicado en 1894, exhortaba a los fieles a adorar no solo a los Cristos de madera en las iglesias, sino sobre todo a los Cristos de carne y hueso en las calles. Un cristianismo auténtico —defendido valientemente por el papa Francisco— muy distante del que evocan los partidos que luchan contra el aborto y contra cualquier forma de unión que no coincida con la llamada “familia natural” (padre, madre e hijos). ¿De qué sirve tanto furor religioso si, mortificando toda forma de solidaridad humana, se conculcan los sacrosantos derechos de los muchos Cristos de carne y hueso que atestan nuestras dramáticas crónicas cotidianas?