miércoles, 16 de noviembre de 2022

La edad de la ignorancia, por Antonio Muñoz Molina (El País, 12/11/22)

Una falta de ortografía arruinó en 1992 la carrera política de Dan Quayle, vicepresidente de Estados Unidos. Visitando una escuela primaria, con un gran cortejo de ayudantes y cámaras de televisión, Quayle le pidió a un niño que escribiera en la pizarra la palabra potato. El niño la escribió correctamente, pero Quayle, afectando una paciencia de maestro bonachón, le indicó que había cometido un pequeño error: a la palabra potato le faltaba, según el vicepresidente, una “e” al final. El pitorreo fue tan universal que todavía hoy basta teclear Quayle en Google para asistir de nuevo a aquella escena memorable. Ya retirado, Dan Quayle llegó a actuar en un anuncio de patatas fritas, con gran indignación del niño experto en ortografía, quien argumentó, no sin motivo, que habría sido más justo que el anuncio lo protagonizara él. Treinta años después de aquella visita escolar, lo que nos asombra no es la ignorancia de un individuo que se las había arreglado para llegar a un paso de la presidencia, sino el hecho mismo de que un error ortográfico lo sumiera en un ridículo del que ya no pudo recuperarse. Más alto todavía que Dan Quayle llegó Donald Trump, de quien se sabe que es incapaz de leer más de dos líneas seguidas, a no ser que en ellas esté contenido su propio nombre, y que aun en esta época de correctores automáticos ha sido capaz de llenar la brevedad de un tuit de faltas de ortografía. “Con todas las cosas que tú no sabes se podría escribir un libro entero”, cuenta Tobias Wolff que le decía cuando era niño su padrastro. Con todo lo que se va sabiendo que no ha sabido nunca Donald Trump se han escrito ya volúmenes copiosos, y se va descubriendo más según aparecen testimonios de quienes asistieron de cerca a los años alucinantes de su presidencia. Nada más ser elegido, parece que lo desconcertó el número de dirigentes extranjeros que lo llamaban para felicitarlo. “No tenía idea de que hubiera tantos países en el mundo”, confesó. Pensaba vagamente que África era el nombre de un país, y no distinguía entre los países bálticos y los balcánicos. En un libro reciente, y aterrador, sobre sus años en la Casa Blanca, The Divider, Susan Glasser y Peter Baker cuentan algunas de las propuestas de gobierno que Trump compartió con sus colaboradores: excavar un canal infestado de cocodrilos a lo largo de la frontera con México; lanzar bombas atómicas contra los huracanes para desactivarlos; comprar Groenlandia a Dinamarca, o en su defecto intercambiarla por Puerto Rico. Según Baker y Glasser, a Donald Trump lo indignaba que los altos mandos del Ejército no lo obedecieran tan incondicionalmente como obedecían los generales alemanes a Hitler. También creía que el papel de la aviación había sido decisivo en la Guerra de la Independencia americana. Jaume Perich, el gran humorista de la resistencia en el franquismo tardío, decía en uno de sus aforismos: “La prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede llegar a presidente es el propio presidente de Estados Unidos”. Perich se refería a Richard Nixon, que fue un forajido y sin duda un criminal de guerra, pero que se encerraba a devorar libros de historia, llenándolos de notas y de subrayados, y hasta escribió él mismo los que se publicaron con su nombre. Es probable que lo que podríamos llamar la Edad de la Ignorancia empezara unos años después, con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan. Así lo explica Andy Borowitz en un libro titulado Profiles in Ignorance, una crónica entre sarcástica y desolada del triunfo de la estupidez en la vida pública de Estados Unidos. Ha habido tres fases, o tres eras distintas, dice Borowitz, en este progreso hacia la imbecilidad. En la primera fase, ya tan lejana, la ignorancia desataba el ridículo, y los políticos y sus asesores se esforzaban por disimularla. La metedura de pata de Dan Quayle pertenece a aquel tiempo abolido. En la segunda fase, la ignorancia ha dejado de ser un obstáculo en una carrera política, y se acepta con toda naturalidad, con indulgencia, hasta con una sonrisa, como una prueba de campechanía. Eran los tiempos en que George Bush hijo reconocía haber leído un solo libro en la universidad, y se compraba un rancho para fingir que era un hombre común pegado a la tierra, y no el heredero de varias generaciones de privilegios de clase. Había logrado pasar por las universidades más elitistas del Este sin aprender nada: su ignorancia la convirtió en un mérito para atraer a muchas personas, sobre todo blancos de clase trabajadora, a las que la pobreza y la injusticia las habían privado de las ventajas de la educación. Ya presidente, en vísperas de la invasión de Irak, se quedó muy intrigado cuando unos asesores intentaban explicarle la diferencia entre suníes y chiíes: “Yo pensaba que en ese país eran musulmanes”. En la tercera fase vivimos ahora. La ignorancia ya no se disimula, ni se muestra sin complejo: ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, los expertos, los tediosos, los exquisitos, los avinagrados. Ahora la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio, la determinación de pasar por encima de los escrúpulos del conocimiento y de las normas y las garantías de la legalidad. Marjorie Taylor Greene, diputada por Georgia desde 2020, afirma no solo que la elección de Joe Biden fue fraudulenta, como un número considerable de sus compañeros de partido, sino también que los terribles incendios de estos últimos años en California no tienen que ver con el cambio climático, ya que están causados por rayos láser lanzados desde el espacio exterior, y financiados por los judíos. Andy Borowitz atribuye a las redes sociales una gran parte de la culpa del triunfo y glorificación de la ignorancia: el desdén hacia las fuentes contrastadas de información, el encierro, favorecido por los algoritmos, en la burbuja sectaria de la propia tribu, en lo ilusorio y neurótico del activismo digital. Pero sin duda influye más profundamente el misterioso desprestigio que viene cayendo desde hace décadas, en las sociedades herederas de la Ilustración, de todo lo que sea el aprendizaje de saberes sólidos y oficios prácticos, de lo bien pensado y lo bien hecho, lo que requiere paciencia y esa forma de entrega que nace de la alianza entre la racionalidad y la pasión. Nada irritaba y ofendía más a Donald Trump que el conocimiento profundo y la larga experiencia del doctor Anthony Fauci, que hizo tanto por remediar en algo la catástrofe de la pandemia, agravada por la ignorancia ególatra del presidente. Políticos necios, demagogos ignorantes, someten ahora en España a los profesionales de la sanidad a todo tipo de humillaciones y los condenan a la penuria y a la incertidumbre. No hay respeto para el saber, ni parece que haya peligro de castigo electoral para la exhibición descarada y despótica de la ignorancia.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Las etiquetas de la ley trans, por Soledad Gallego-Díaz (El País, 6/11/22)

Quizá todos podríamos ponernos de acuerdo en que no existe una esencia femenina, como tampoco existe la masculina. Se nace con un sexo biológico (que no se asigna, sino que se constata) relacionado con la reproducción, pero feminidad y masculinidad son resultado de un aprendizaje social, hormas que se obliga a ocupar a todos los seres humanos, que seguramente no nos “sentimos” mujer u hombre, salvo cuando interactuamos con otros. Si eso es así, la autodeterminación de género es un concepto problemático. El concepto de identidad de género como asunto fundamentalmente “esencialista” (vivencia interna e individual o “sentimiento sentido de forma interna y profunda”, según el proyecto de ley trans) entra en contradicción, además, con lo que han venido defendiendo durante años muchas feministas: el género es una construcción que da lugar a determinados estereotipos sociales, mujer y hombre, y ha fijado durante siglos el papel subordinado de la mujer. La identidad de género no es algo esencial, sino un proceso que se construye socialmente, unos estereotipos contra los que ha sido, y sigue siendo, necesario luchar. Los argumentos esencialistas ( “es mujer quien se siente mujer”) se han ido convirtiendo, sin embargo, en hegemónicos en los últimos tiempos, hasta el extremo de que la idea de género está pasando de ser un elemento cultural colectivo a un asunto identitario personal. Defender que la única realidad es la autopercibida y sacralizar el sentimiento como fuente de derecho es bastante contradictorio con la idea de que ser mujer es algo que se aprende y depende de elementos externos. El movimiento feminista, o al menos una parte importante de él, ha venido defendiendo que sobre el cuerpo de las personas con sexo femenino se fue construyendo socialmente un sistema de dominación que se llamó patriarcado. Ser mujer supuso durante siglos (y lo supone aún en muchas partes del mundo) ser analfabeta, no tener propiedades y estar sometida a la voluntad de hombres. Si ahora ser mujer es una decisión individual y radicada en los “sentimientos internos”, ¿qué han estado defendiendo muchas feministas desde hace más de un siglo? Si ser mujer es un deseo íntimo, en lugar de una construcción social, habrá que cambiar el significado que venía dando el feminismo a esa palabra y desvincularla de la lucha social por la igualdad. No parece posible hablar ya de estos asuntos sin provocar una avalancha de acusaciones y descalificaciones personales. Lástima tanta agresividad. La nueva ley dará por enterrado completamente este debate y consagrará la “autodeterminación” sin matices. Lo único que parece seguir provocando polémica e inquietud en el proyecto de ley es todo lo relacionado con los niños y adolescentes, incluso tras las nuevas enmiendas introducidas por el PSOE esta misma semana. Según el texto actual, niños y adolescentes podrán “autodeterminar” su sexo en el Registro Civil a partir de los 12 años, aunque hasta los 16 necesitarán autorización judicial. Aunque la ley no dice nada al respecto, sigue siendo motivo de enfrentamiento que no prohíba prácticas de modificación genital (hormonación o cirugía) incluso entre los 12 y los 16 años, como ya se permite en algunas comunidades. La inquietud respecto a los niños está justificada, porque es posible que se esté animando (¿influyen las redes sociales?) a optar por un cambio de sexo a niños y niñas que, simplemente, no quieran encarnar la masculinidad o feminidad que se les exige socialmente y estén expresando su desazón y malestar por ello, sin necesariamente optar por el sexo opuesto. Por lo menos es lo que opina Miquel Missé, sociólogo, consultor en el ámbito de políticas públicas por la diversidad sexual y de género, y alguien a quien difícilmente se podrá calificar de falto de empatía. Missé piensa que seguramente hay casos concretos de transexualidad en los que está psicológicamente indicado un proceso de hormonación y cirugía (en adultos), pero que en la mayoría de las ocasiones simplemente sería bueno permitir que esos niños y niñas exploren durante su infancia y adolescencia su identidad y el papel social que se les exige, en lugar de establecer las cosas “de una vez por todas” en edades tempranas. ¿Qué de malo tiene acompañar en su exploración a esos niños y niñas, jóvenes que no quieren seguir las normas de género, en lugar de considerarlos inmediatamente “trans” y colocarles una nueva etiqueta?

Seis motivos por los que hoy no es posible la revolución, `por Byung-Chul Han (El Paìs, 6/11/22)

Primer motivo. Kafka escribe en uno de sus aforismos: “El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo”. El animal se figura que como es él quien se flagela a sí mismo entonces es libre. Nos explotamos voluntaria y apasionadamente, figurándonos que nos estamos realizando. Quien ejerce aquí la presión destructiva no es el otro, sino yo mismo. Esa presión viene de mi interior. No es el amo quien me explota, sino que yo me exploto a mí mismo. Soy a la vez amo y esclavo. En esta sociedad de flagelantes no es posible la revolución. Segundo motivo. El neoliberalismo es un capitalismo del “me gusta”. Se distingue radicalmente del capitalismo del siglo XIX, que trabajaba con coerciones y prohibiciones disciplinarias. El poder del régimen neoliberal tiene un aire de finura. El poder refinado, en vez de someternos a base de coerciones y prohibiciones, se amolda a nosotros y trata de sonsacarnos un “me gusta”. No nos obliga a callar. Al contrario, constantemente nos anima a que contemos nuestra vida, a que expresemos nuestras opiniones, nuestras necesidades, nuestros deseos y nuestras preferencias. La protocolización total de la vida se plasma en un control absoluto sobre nuestro comportamiento. En el régimen neoliberal la dominación no se ejerce mediante la opresión, sino mediante la comunicación. La ebriedad de comunicación nos aturde. La víspera de la revolución, por el contrario, reina el silencio. La revolución interrumpe la comunicación. Tercer motivo. Hoy nos enzarzamos a linchamientos digitales y nos lanzamos comentarios cargados de odio, pero al mismo tiempo olvidamos qué es la cólera. La cólera es un sentimiento capaz de poner fin a una situación y de hacer que comience otra. Hoy ha sido desbancada por la indignación o por el descontento, que son sentimientos incapaces de provocar cambios drásticos. Por eso sucede que también nos enojamos por lo que no tiene remedio. La indignación es a la cólera lo que el temor a la angustia. Mientras que el temor se suscita ante un objeto determinado, la angustia es ante el ser en cuanto tal. La angustia aqueja y conmueve a la existencia entera. Tampoco la cólera se dirige contra una circunstancia concreta. Niega la totalidad. A toda revolución es inherente una cólera que dice resueltamente “no” a lo que existe falsamente, a la sociedad falsa. Cuarto motivo. Toda dominación genera sus propios objetos de devoción, que se emplean para someter. Esos objetos hacen que la sociedad se habitúe a ellos y de este modo le dan estabilidad. “Devoto” significa sumiso. El smartphone es un objeto de devoción digital, es más, es el objeto de devoción a lo digital. “Sujeto” significa originalmente haber sido arrojado debajo, y por tanto estar sometido. El smartphone opera como un instrumento de subjetivación. El like es el amén digital. Cuando le damos al like estamos acatando el sometimiento a una dominación. El smartphone no es solo un eficaz instrumento de vigilancia, sino un confesionario móvil. La confesión fue una técnica de dominación altamente eficaz. Nosotros nos seguimos confesando, solo que ahora lo hacemos voluntariamente. Nos desnudamos porque queremos. Pero no lo hacemos para pedir perdón, sino para demandar atención. El smartphone sofoca toda revolución. Quinto motivo. En La era del capitalismo de la vigilancia, Shoshana Zuboff hace un llamamiento a la resistencia común evocando la caída del muro de Berlín: “El muro de Berlín cayó por muchos motivos, pero sobre todo porque la gente de Berlín del este se dijo: ‘¡Basta ya!’. (…) ¡Basta ya! Que esa sea nuestra declaración”. El sistema comunista, que reprime la libertad, se diferencia radicalmente del capitalismo neoliberal de la vigilancia, que explota la libertad. Estamos demasiado aturdidos por la droga digital, demasiado embriagados de comunicación, como para lanzar un “¡Basta ya!” y alzar la voz de la resistencia. En plena ebriedad de comunicación no se produce ninguna revolución. Con su truismo “Protect me from what I want”, “protegedme de lo que quiero”, la artista conceptual Jenny Holzer explica por qué hoy no es posible ninguna revolución. Sexto motivo. El régimen neoliberal es un régimen de la angustia. Aísla a las personas convirtiendo a cada una en empresario de sí mismo. La competencia total y la absolutización del rendimiento erosionan a la comunidad. La creciente individualización, la pérdida de solidaridad y el narcisismo de las personas ahondan la angustia. Hoy también nuestro comportamiento está cada vez más marcado por nuestros miedos: miedo a fracasar, miedo a no estar a la altura de nuestras propias expectativas, miedo a no poder seguir el ritmo, miedo a quedarnos descolgados o miedo a tomar la decisión equivocada. El régimen neoliberal mete miedo para incrementar la productividad. La sociedad del miedo sofoca todo germen de revolución. Hoy vivimos en una sociedad de la supervivencia. Avanzamos colgándonos de una crisis a la siguiente, de un apocalipsis al siguiente, de un problema al siguiente. Así la vida se atrofia y se reduce a resolver problemas. Ante acontecimientos apocalípticos como la pandemia, la guerra y las catástrofes climáticas, miramos amedrentados hacia un futuro tétrico. Hemos renunciado a las esperanzas. La vida se reduce a resolver problemas, incluso a sobrevivir. La vida es sacrificada en el altar de la angustia. Nos hemos resignado a sobrevivir. La jadeante sociedad de la supervivencia se parece a un enfermo que ya solo abriga el débil deseo de que el dolor cese pronto. La esperanza es lo único que nos permitiría recuperar aquella vida que es más que una mísera supervivencia. Que en Europa hayan surgido fuerzas populistas de derechas tiene que ver justamente con el aumento del miedo. La fuerza opuesta, el antídoto a la angustia, es la esperanza. La esperanza nos une, crea comunidad y genera solidaridad. Es el germen de la revolución. Es un brío, un salto. Bloch dice incluso que la esperanza es “un sentimiento militante”. Ella “enarbola el estandarte”. Nos abre los ojos para una vida distinta y mejor. La angustia se nutre de lo pasado y del resentimiento. La esperanza abre el futuro. Lo único que puede salvarnos es el espíritu de la esperanza. Solo ella despliega el horizonte de sentido, que reanima y estimula la vida, y hasta la inspira.