miércoles, 29 de diciembre de 2021

El rearme del humanismo, por Rafael Argullol

En el siglo XV, ya en pleno Renacimiento, Giovanni Pico della Mirandola escribe el que para mí es el principal texto humanista que se ha escrito jamás: La oración por la dignidad del hombre. Creo también que es el texto más optimista que se ha escrito sobre la libertad humana. Allí Yahvé le dice a Adán: “La naturaleza limitada de las otras criaturas está contenida en leyes prescritas por mí. Tú, en cambio, te las determinarás, no constreñido por ninguna barrera, sino según tu arbitrio, a cuyo poder te confío. Te he puesto en el centro del mundo para que desde allí puedas dilucidar todo aquello que hay en el mundo”. Este radical antropocentrismo y esta insólita confianza en la libertad humana —en parte griega, en parte cristiana— representa la corriente más luminosa del humanismo renacentista, y Shakespeare la adoptará amplia y magistralmente en ese hombre que es eslabón central de la gran cadena del ser. No obstante, la propia revolución científica del Renacimiento, sobre todo la astronómica, que conlleva el fin del geocentrismo y abre la puerta a la visión de un universo ilimitado, destruye rotundamente la centralidad física del hombre en el cosmos. No podía dejar de ser traumático el proceso hacia tal toma de conciencia, por eso los grandes pensadores europeos maniobraron con cautela. Los cristianos, como Pascal, recordaron que la única centralidad del hombre es la consecuencia de su amorosa pertenencia a Dios. Descartes, en un gran salto mortal, lo sitúa todo en el terreno del pensamiento, “pienso, luego existo”, porque pensar sitúa en la centralidad al ser humano. La utopía renacentista, convertida en ideología por el pensamiento ilustrado y por su contrapunto, el pensamiento romántico, desata la última y más turbulenta etapa del antropocentrismo europeo. En ella el hombre ya no es considerado únicamente el centro del mundo, sino también el dueño del mundo, es decir, el dueño de la Tierra, donde construirá su paraíso. Y ese paraíso construido, sea a través de la revolución política y social, sea a través de la técnica, es uno de los ejes centrales del último antropocentrismo que, a la vez, la violencia del siglo XX transformó en un central espacio infernal que amenazaba con la autodestrucción de la humanidad. A principios del siglo XXI, la cultura humanística, tras tensionarse hasta límites insoportables, apenas se hace sostenible o, dicho más crudamente, apenas se hace aceptable. Como dueño de la Tierra, o si se quiere, en la encarnación del gran deseo ilustrado, como dueño de la existencia, el ser humano es el gran constructor. De ahí que ningún mito como el mito prometeico represente tan adecuadamente los esfuerzos e ilusiones de la modernidad. No obstante, también en su autocalificada condición de dueño de la existencia, ninguna tiniebla es más persistente que la tiniebla mefistofélica. Si en el siglo XIX Prometeo se mira orgulloso y esperanzadoramente en el espejo, en el siglo XX es Mefistófeles, con su tiniebla, quien aparece en la imagen. Y desde finales del XX, pero sobre todo desde principios del siglo XXI, las interrogaciones acerca de la función destructiva del hombre no han hecho sino aumentar. El antropocentrismo depredador de considerarse el dueño de la existencia, acompañado por el uso a gran escala de la tecnología, ha llevado a una exterminación muy considerable no solo del entorno natural, sino del propio entorno humano, porque ese dueño de la Tierra se ha convertido en una amenaza, para los suyos y para todo. Por muy heredero que sea del esplendor prometeico, el siglo XX lo convirtió en depredador planetario. Ante tal evidencia, se hace urgente pensar en la posibilidad de rearme del humanismo. Aunque con ciertas continuidades con los viejos humanismos, ese humanismo nuevo, apropiado a nuestra época, tiene que ser diferente a todos ellos. Ya no puede identificarse con un rígido antropocentrismo, y aún menos con el que modernamente ha derivado en poseedor de la Tierra. Todo lo contrario: el humanismo en el futuro debería fundamentarse en la renuncia a la exclusividad y construir su edificio sobre la convicción de una existencia compartida. Esa es la piedra angular para rearmar un humanismo que sepa recoger las grandezas y miserias contemporáneas. Lo otro no puede seguir siendo naturaleza inanimada mientras el ánima sigue siendo en exclusiva humana. La mayor libertad que Pico della Mirandola le otorgaba al hombre tiene que traducirse en una responsabilidad mayor basada en la convivencia. Desde esa convicción, el ser humano no podría considerarse el dueño de la Tierra, sino su principal servidor. El paso siguiente en ese proceso de rearme del humanismo es la complicidad con las existencias del mundo, que debe aplicarse, en primer lugar y de manera universal, a la propia especie sin ninguna distinción de sexo, raza o procedencia. No obstante, el mayor combate en la construcción del nuevo humanismo es la lucha por alcanzar la complicidad de los sentimientos, alcanzar la compasión. De ello hay ya referencias maravillosamente sólidas en el pasado: la sofrosine frente a la hybris en la tragedia griega; los sermones de Buda en el río Ganges; la insuperable síntesis de amor del Sermón de la Montaña; las palabras de Francisco de Asís, y más cercanos, las de Mahatma Gandhi en la Conferencia de Londres. Es cierto que esas formas de la compasión fueron anteriores a Auschwitz, Hiroshima y la depredación planetaria, y que esos acontecimientos marcaron a hierro candente las posibilidades de un humanismo futuro. Por eso la idea de compasión debe ser más amplia, más flexible, más audaz. Debe ir más allá de la compasión del ser humano por el ser humano, condición imprescindible para ejercer cualquier otra compasión. Debemos compadecernos de y con los animales, los vegetales, la Tierra y del cosmos. Es fácil decirlo y difícil hacerlo porque la vida es violenta, pero es nuestra obligación que la violencia de la vida no degenere en brutalidad y crueldad, en la sórdida idolatría de un ser, el humano, que se cree dueño de la existencia. Y lo mismo ocurre con la crueldad y brutalidad contra la Tierra, que en lugar de ser compartida por todas las vidas, es motivo de pillaje y saqueo por parte de la única criatura que se mueve por la obsesión de la codicia y de la avaricia. El desconcierto que se constata en la cultura contemporánea no es sino el reflejo del declive del viejo humanismo en la sociedad. La cultura es como un gigante cojo, con la pierna científica y tecnológica muy alargada, y con la pierna espiritual y moral mucho más corta. No obstante, si el porvenir cultural occidental quiere revitalizarse, tiene que lanzarse decididamente por el sendero del nuevo humanismo. Cabe, entonces, reivindicar un renovado auge de los estudios de las humanidades, desde luego no encerrados en la mirada nostálgica sino abiertos a las transformaciones radicales que han modificado el estatuto del ser humano en el mundo. Pero esa renovada cultura humanística debe apoyarse en la exploración del conocimiento, la libertad crítica y la compasión. Quizá mayoritariamente se esté de acuerdo en los dos primeros pilares y puede parecer extraño la inclusión del tercero. Sin embargo, aceptada en términos universales, la compasión es la mayor revolución que puede emprender el ser humano del presente.

sábado, 25 de diciembre de 2021

El negacionismo educativo, por Juan Ignacio Pozo

Estamos asistiendo, entre tanta turbulencia, al triunfo del conocimiento. En pocos meses se han diseñado distintas vacunas que permiten atisbar un control de la pandemia. Incluso ante fenómenos naturales incontrolables, como la erupción de un volcán, se ha podido predecir lo que iba a ocurrir, paliando así los daños. También hay ya abundantes conocimientos para combatir la crisis climática o las crecientes desigualdades sociales, aunque falte voluntad política para aplicarlos. Parece cumplirse en parte el sueño ilustrado según el cual el conocimiento nos hará mejores como personas y como sociedad. Sin embargo, en estos últimos tiempos, junto al conocimiento ha crecido también su antítesis, el negacionismo. Están resurgiendo las creencias antivacunas, la negación o relativización de la crisis climática, incluso el negacionismo histórico o social (desde la toma del Capitolio a la polémica sobre el indigenismo). La mejor vacuna contra estos negacionismos es, sin duda, la escuela, en sentido amplio, esa institución que distribuye socialmente el conocimiento para lograr el sueño ilustrado. Y así hacernos mejores. Pero tampoco aquí estamos libres de pecado, porque, cómo no, también hay un negacionismo educativo, que se opone al saber científico para mejorar la educación, reclamando, en su lugar, una vuelta al pasado. Todos los discursos negacionistas comparten el rechazo a nuevas ideas que contradicen los hábitos y saberes establecidos. Ante los problemas complejos, se refugian en soluciones simples, definitivas, de sentido común, rechazando las respuestas provisionales, inciertas y complejas que ofrece la ciencia. En el caso de la educación, instituciones tan poco revolucionarias como la OCDE o el Banco Mundial vienen alertando de que no responde ya a las necesidades de las sociedades complejas. Frente a una enseñanza dirigida aun hoy a acumular conocimientos —basta con recordar la famosa EVAU, que casi ningún ciudadano ilustrado, que no sea estudiante de 2º de Bachillerato, aprobaría— se propone que los futuros ciudadanos deben aprender a usar los conocimientos de forma flexible en una sociedad en continuo cambio. En vez de enseñarles directamente lo que necesitarán saber dentro de unos años debemos enseñarles a aprender y a analizar críticamente el conocimiento para poder transformarlo. Algunas de estas ideas subyacen a los desarrollos curriculares de la Lomloe, que en estos últimos meses están saliendo a la luz. Estas propuestas deben ser discutidas y criticadas desde el conocimiento científico y profesional proporcionado por la investigación educativa. Pero la respuesta que reciben, tanto en redes y grupos sociales como en algunos medios de comunicación, es otra. Es la respuesta del negacionismo educativo, que reclama una vuelta al pasado y al sentido común, buscando, aquí también, soluciones simples para los complejos problemas educativos. Políticos interesados, comunicadores, e incluso profesionales de la educación o académicos —y bastantes madres y padres— defienden una vuelta a la educación tradicional, de la que, por cierto, nunca nos hemos ido, ya que nuestras aulas apenas han cambiado en las últimas décadas en comparación con la sociedad para la que se forman. Así, se reclama volver a la cultura del esfuerzo para recuperar la motivación perdida, cuando la investigación ha mostrado que motivar es algo más complejo. Exigir más no necesariamente aumenta el esfuerzo, incluso cuando no es recompensado puede disminuirlo. Se defiende mantener de forma rígida, inflexible, los contenidos tradicionales —a ser posible los de toda la vida—, en vez de formar en competencias, algo en lo que la OCDE, con su proyecto PISA, viene insistiendo desde hace tiempo. Se reivindica el valor de la memoria como almacén del saber, cuando la investigación psicológica muestra que conocer no es tanto acumular conocimientos como ser capaces de usarlos y transformar lo aprendido. Podría seguir con otros tantos ejemplos (el rechazo al aprendizaje cooperativo, la defensa de la repetición, la reivindicación de la autoridad tradicional del docente…), que reflejan viejas creencias, que algún día sirvieron para los fines de la educación y que, por tanto, son compartidas por muchos docentes, madres y padres, porque así fue como ellos aprendieron o han enseñado. Pero son creencias insostenibles hoy, no por motivos ideológicos, sino científicos. La investigación ha mostrado, en contra de las creencias más arraigadas, incluso entre los propios docentes, que así no se logran los aprendizajes que nuestra sociedad demanda. Es preciso por tanto promover un debate social sobre la educación que queremos y necesitamos, pero basado en el conocimiento científico, en datos y no en prejuicios o en miedos. Por encima de todo, para que los cambios propuestos lleguen a las aulas y no se queden, una vez más, en el papel, se requiere impulsar una formación docente que genere ese cambio de creencias y de prácticas y que haga que los profesores dialoguen con el conocimiento científico sobre el aprendizaje y la enseñanza y no se quede en discursos teóricos, normas o retóricas bienintencionadas, pero alejadas de lo que sucede en las aulas.

sábado, 11 de diciembre de 2021

la vida en HD, por Jordi Soler

Somos la sociedad más informada de la historia de nuestra especie. Nos enteramos de todo en el acto y, sin embargo, vivimos permanentemente en la confusión, ahogados en ese torrente inagotable de imágenes y palabras que ocupa, sin tregua, las pantallas de los teléfonos y las tabletas. En el sistema de Alta Definición (HD, por sus siglas en inglés), las imágenes, como bien se sabe, tienen una resolución mayor que las de definición estándar. En una película, o serie, grabada en HD, los rostros, las manos, y también los árboles y los automóviles, se nos presentan con un detalle, un colorido y una textura que nunca encontramos en la realidad que vemos a simple vista. La realidad excesiva que aparece en la pantalla no tiene que ver con la realidad que nos rodea, que no es tan colorida ni tan brillante, tiene menos definición, es más brumosa y tiene una cantidad más modesta de píxeles. La HD nos presenta las imágenes con un preciosismo que termina enmascarando cualquier inconsistencia argumental. Lo que más abunda en Netflix son las series mal contadas, con guiones huecos o ridículos y una fotografía impecable, que ya depende más de la tecnología de la cámara que del talento del fotógrafo. La realidad exagerada, irreal, de la HD, tiene un curioso equivalente, sintomático quizá sería mejor decir, en la información que recibimos todo el tiempo en las pantallas: así como en las series vemos de más, también sabemos de más por estar permanentemente expuestos a ese torrente de información que no cesa y que nos asalta a todas horas a lo largo del día, y de la vida. ¿Qué tanto de lo que pienso, digo y hago es mío, y qué tanto es inducido por los otros? La pregunta es importante porque en el siglo XXI son los otros los que están permanentemente en la pantalla. La influencia de los otros ha sido siempre una constante; se crece siguiendo el ejemplo de los mayores, o de los coetáneos notables, y a lo largo de la vida seguimos adoptando ideas y conductas de los demás. Al final la personalidad de uno es la suma de las diversas personalidades; así ha sido desde el principio de los tiempos, crecemos imitando a los otros, o a veces en contra de ellos, lo cual es también una manera de educarse a partir de una influencia. Pero lo cierto es que nunca esta influencia había sido tan ubicua. Hoy basta con mirar la pantalla del teléfono para exponerse a una multitud de ideas y de conductas que aparecen permanentemente y de forma torrencial. La televisión nunca ha invadido con tanta saña. Antes del móvil y la tableta las personas crecían siguiendo el modelo de la gente que tenían alrededor, y si acaso el de algún personaje mediático que aparecía en la prensa o en la televisión. En cambio, los modelos que influencian al individuo del siglo XXI viven en las pantallas, los niños y los jóvenes pasan más tiempo con ellos que con las personas que los rodean; son educados por esa multitud de personajes fantasmales que pueblan sus teléfonos. El término influencer lo dice todo: un educador cuyo único talento, la mayoría de las veces, es tener miles, o millones, de educandos. La forma en la que se aprende de ellos no se puede soslayar: durante muchas horas al día, muchas más de las que invertía nadie cuando no había pantallas personales, la persona se dedica a atender lo que hacen y le dicen los demás: en lugar de vivir su vida, dedica todas esas horas a vivir la vida de los otros, con la particularidad de que hoy los otros son los mismos para todos, y con la perspectiva que nos ofrece esta particularidad: la uniformidad del pensamiento. Esquilo advertía en su tiempo, y su mensaje parece dirigido al ciudadano del siglo XXI que naufraga en la desinformación: “sabio es el que conoce lo útil, no el que conoce muchas cosas”. Hoy estamos, precisamente, en el otro extremo, estamos muy lejos de aquellos sabios; la sabiduría en nuestro tiempo es un lujo que ha sido arrasado por el exceso de información. Los griegos decían mucho con pocas palabras y lo nuestro es la palabrería permanente llena de imágenes: ruido en bucle para acabar diciendo casi nada. No necesitamos ni ver tanto, ni saber tanto. La sobreinformación, igual que la HD, nos ofrece un panorama distorsionado. En la realidad de las personas normales pasan pocas cosas y casi ninguna es interesante, los momentos reseñables son más bien escasos, todo va con mucha más lentitud, las situaciones no están siempre muy bien definidas y los conflictos suelen ser menos evidentes. Toda esta desmesura viene acompañada de una nueva neurosis: queremos estar cada vez más informados y queremos pantallas con mucha más definición; no importa que ni una cosa ni la otra nos haga falta: nos sentimos muy cómodos en esa irrealidad.