miércoles, 24 de noviembre de 2021

Catilinaria, por Marta Sanz

Soy una escritora profesora que decidió mantener contacto con las aulas para no enfermar de torre de marfil, vanidad, envidia propia y ajena, y/o peligrosísimo exitillo literario. La docencia me vincula con la realidad y me ayuda a esforzarme para ser inteligible. Me desensimisma. Es importante hacerse entender sin renunciar a lo complejo y, a la vez, abrirse como flor. Sin embargo, a veces tú te abres y comprendes que detrás de las criptomonedas están ciberpunk y acracia (¡Hosti, tú!), pero quienes tienes enfrente no son permeables a “Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra”: y eso que el reto sería interesantísimo porque, mientras desentrañas la maraña sintáctica del latín, eliminando el óxido neuronal, te documentas sobre la antigüedad de ciertas prácticas políticas (¡Joer con Roma!) percatándote de que tu generación no ha inventado el huevo. La velocidad a la que se acumulan los nuevos conocimientos (inputs) y la mutación que sufren las estrategias intelectivas repercute en que las personas dedicadas al oficio de enseñar se sientan precozmente viejas. Agotaitas. Obsolescentes. No poder usar como ejemplo Cantando bajo la lluvia para explicar que si llueve, te mojas, quema. También sé que muchos docentes vocacionales buscan formas para sentirse vivificados gracias al contacto con una juventud que lo tiene cada día más difícil. Participo en encuentros en institutos públicos y siempre salgo con la impresión de que no está todo perdido. Y se me acumulan distintos tipos de rabia cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid declara que ella hace lo que le da la gana y, en el Parlamento autonómico, al ser contradicha, exclama “¡Uff, es que yo paso!” Y se pira. Entonces, me acuerdo del profesorado entusiasta y le rezo a Gianni Rodari para que, desde el cielo de Caperucita roja, les ayude. El arrinconamiento de las humanidades y la prevalencia de la comunicación frente a la sintaxis, como si la una fuese posible sin la otra, nos hacen temer que Zara, no Tzara y su Dada, llegue al insti. Nos chirrían los dientes ante los contrasentidos de una enseñanza pseudo-comunicativa que en el proceso de construcción de competencias no compagina, con equilibrio, conocimiento y habilidades. Enseñar a leer con distintos objetivos, rápida o espeleológicamente, en función de los géneros, desarrollando capacidad de relación conceptual, memoria y conexiones con la propia biografía, es un propósito utilísimo en un plan de estudios. No hablo de poesía barroca, sino de entender la consigna del problema de matemáticas. Sin embargo, todo ese aparataje es cáscara hueca si no hay contenidos, nombres, conceptos. Saber qué es una subordinada de relativo nos ayuda a escribir y a pensar. Saber que en el Siglo de las Luces se produjeron las primeras oscuridades románticas o dónde se ubica Australia para que no nos pase como al pequeño Nicolás, también. No todo el saber reside en Siri. No podemos sacralizarla ni enamorarnos de ella. Sin conocimientos ni memoria ―sin sintaxis― las posibilidades de comunicación se retrotraen a estados prehumanos. Se pierden sentido crítico y sentido del humor. Se complica la sonrisa ―mecanismo empático sofisticado―, y se estimulan mordisco y odio en un mundo como jungla de árboles de cables donde habitan personas incapacitadas para el placer y la utilidad de una oración compleja.

martes, 23 de noviembre de 2021

Entrevista a Ana Carrasco-Conde en el País

Ana Carrasco-Conde (Ciudad Real, 42 años) entra en la sala y de casualidad se le van los ojos a un libro, pequeñito, encajado entre tomos y tomos. Es El diablo, de Tolstói. A la filósofa le hace mucha gracia la casualidad: acaba de publicar Decir el mal. Comprender no es justificar (Galaxia Gutenberg), un libro sobre la naturaleza y las raíces de la maldad. Profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid e investigadora invitada de la Academia de las Ciencias de Baviera, Carrasco-Conde está especializada en idealismo alemán (corriente filosófica representada por pensadores como Kant, Hölderlin o Schelling). Su trayectoria como autora, sin embargo, ha estado centrada de una u otra manera en los “abismos de la existencia”, desde que de pequeña se obsesionaba por las profundidades marinas a las que no llega la luz del sol: anteriormente publicó, entre otros, Infierno horizontal. Sobre la destrucción del yo (2012) y La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de F. W. J. Schelling (2013). Mirar al terror de frente, advierte, es imprescindible para evitar que se repita. PREGUNTA. ¿Por qué le interesa tanto el mal? RESPUESTA. Las grandes fuentes no me explicaban lo que yo leía y veía. Esa idea de que el mal es irradicable, inherente a la especie humana… En el fondo, con ese tipo de tópicos, perdemos la capacidad de neutralizar el mal. Nos damos por vencidos. P. ¿Es el mal un concepto relativo? R. Con el impacto político y ético que tiene, decir que todo mal es subjetivo resulta obsceno. Mi forma de entender el mal no cae ni en el subjetivismo ni en el esencialismo. Creo que es posible pensar en el mal desde una dinámica relacional (que no es lo mismo que relativa) que abra el marco de reflexión más allá del perpetrador, de la víctima o del acto “malo”. P.  Para su último libro se sumergió en la obra de Sade. R. Las torturas y ultrajes son terribles, pero consigue generar a través de la repetición una sensación de aburrimiento sobre el espectador. Es uno de los objetivos confesos de Sade: que el horror repetido hasta la saciedad genere indiferencia. P.  ¿Hay alguna forma de “mirar al mal de frente” sin insensibilizarse? R. Es complejo, insensibilizarse es un mecanismo de defensa. Pero al abordar el mal no podemos perder de vista que la persona que sufre es única y singular. Si te insensibilizas, le quitas hierro a ese sufrimiento y dejas de verlo como un igual. Por otro lado, pensar en el mal con sensibilidad implica asumir que esos acontecimientos que parece que no tienen que ver con nosotros quizá sí se relacionen de alguna manera con nosotros. ¿De dónde sale el patriarcado, el Estado totalitario? Forman parte de una misma dinámica que se alimenta de microgestos. En el momento en que somos conscientes de que somos con los demás, de que las decisiones que tomemos tienen influencia… podemos mejorar. P. Sostiene que en el siglo XXI la filosofía se centra menos en el mal. R. En el siglo XIX se habla del monstruo exterior (Drácula, Frankenstein) o interior (Jekyll y Hyde). En el XX, tras dos guerras mundiales, se habla de la monstruosidad del ser humano. Hoy se califica a quien hace el mal de enfermo, de figura marginal. En una sociedad atomizada la responsabilidad siempre es del otro. Hemos convertido el mal en un lado oscuro que no tiene nada que ver con nosotros. P.  ¿Nos acerca esta era de la información a los demás? R. El otro día vi en las noticias el escenario de un crimen con sangre en la pared. Con el volcán de La Palma se pone la imagen de una casa derrumbándose, una y otra vez. Así se insensibiliza, se convierte en espectáculo el horror que está a distancia. Como dice Kant: cuando ves un mar en tormenta de lejos puedes disfrutar de ello, cuando lo sufres no tiene el mismo efecto. Hemos generado mucha conectividad, pero también mucha distancia. P.  Algunos hablan de una era de la hipersensibilidad, de la ofensa fácil. R. Sensibilidad no se refiere necesariamente a aquello que te afecta dentro de tu círculo de familiaridad, sino a ver lo invisibilizado. Se trata de cuestionar por qué hay ciertas cosas que nos sensibilizan mucho y otras que no. P. El metaverso (un nuevo mundo virtual inmersivo) promete una realidad aún más individualizada. R. Estamos en una ficción absoluta, un individualismo sin individuos. Pensamos que somos únicos, tenemos voz en las redes sociales, y en el fondo repetimos el mismo modelo. La diferencia, la gestión del conflicto, enriquecen la vida. En las redes se bloquea, se silencia. El metaverso es un paso más: es peligroso irnos allí para no afrontar los problemas de este mundo. P. ¿Qué efectos tendrá la reducción del peso de la asignatura de Filosofía en la enseñanza en España? R. Cuando quitas del currículo académico las “ciencias del espíritu” (música, cultura clásica) haces el mundo más pequeño, la mente más limitada. En general, quieren domesticarnos desde pequeñitos en la cultura de la producción —¿por qué tienen deberes los niños los fines de semana?—. Pero la vida no es producción, la vida es otra cosa. Con estas reformas educativas vamos hacia un horizonte sin imaginación, de rentabilidad, un horizonte de pobreza de sentido y de sentimientos… La filosofía enseña a pensar despensando, y sin ella te vas a encontrar pequeños ciudadanos que repiten siempre el mismo patrón, la misma dinámica de competitividad e individualismo. La sociedad se vuelve más atomizada y peor. Estamos aprendiendo saberes útiles que dan dinero, pero no estamos aprendiendo a vivir. P.  ¿Cómo aplicar la filosofía en nuestro día a día? R. El momento en que uno cuestiona las certezas empieza a hacer filosofía. Pero eso implica unas condiciones, que no se dan en la situación actual. Hay un momento increíble en el siglo VI: muchos puertos de mar en la península de Anatolia conectan Grecia con el mundo oriental. Hay un cruce de elementos culturales distintos, pero, además, el comercio trae beneficio económico: no trabajan todo el día. Hay tiempo de ocio (en griego escola, escuela). Es imposible un pensamiento crítico con el ritmo frenético de trabajo de hoy.

Juan Cruz entrevista a Gonzalo Suárez en el País

¿Un novelista, un cineasta, un cronista de fútbol, un boxeador? ¿Un poeta? Gonzalo Suárez (Oviedo, 87 años) es un artista. A toda hora, en todas las disciplinas que practica, es un creador, alguien al que jamás lo han vencido ni la rutina ni el aburrimiento. Acaso esa manera de ser que domina su obra y su personalidad halla su síntesis en Ala de tiniebla, una película de 10 minutos que cuenta con las voces de Ana Álvarez, Charo López y José Sacristán y que le inspiró el cuento de su hija Anne-Heléne, estrenada este sábado en la Cineteca del centro Matadero de Madrid. Además, la semana que viene recibe el homenaje del festival de Gijón. El autor de Don Juan en los infiernos (cine) y de Literatura (Alfaguara, un volumen que recoge parte de su escritura) fue ayudante de Helenio Herrera en el Inter de Milán, cronista y entrevistador en la revista deportiva Dicen, y en los años 60, dedicado ya al arte, deslumbró a Julio Cortázar con su escritura y luego a Sam Peckinpah con su modo de relacionarse con el cine. Esta entrevista fue hecha en El Alabardero, al lado de su casa, cerca de la Plaza de Oriente. Pregunta. ¿Por qué nunca escribió poesía? Respuesta. Cómo no. Todo el mundo ha escrito poesía, pero yo he sido muy púdico. La he escamoteado a tiempo, o la he extrapolado. La poesía es como esas cosas que se posan donde quieren y que no se dejan tampoco gobernar fácilmente. Pero en cambio salen, las encuentras donde menos lo esperas, porque si delatas su existencia puede llamarse cursilería. Aunque creo que hay una poética, una emoción subliminal que está en lo que escribo y en el cine. P. ¿Dónde la encontraría ahora en la vida? R. No se deja captar. La encuentro en amistades antiguas. Supongo que todos la percibimos en un momento dado. P. ¿Dónde la ve en su interior? Ha hecho con su hija Anne-Helène una película que es un poema… R. Está esa poética que me gusta encontrar en el cine, generalmente en los finales de las películas, pero también recuerdo finales de películas en los que ese sentimiento está en la trastienda. Como un sabor. A veces brota, sale sola, no cuando la buscas. Todo el mundo ha escrito poesía, pero yo he sido muy púdico P. En esa película hay imagen y voz, sin acción. Es como un homenaje a su manera de ver. ¿Cuál sería la metáfora que ha buscado todo el tiempo? R. Creo que del cine (y con esto no quiero decir que pretenda cambiarlo) me estorba el concepto teatral del que no se ha desprendido. Se dice que hago un cine literario. Pues en cierto sentido. Me gustaría la confluencia no solo de la literatura y el cine, que esa está. Mientras esté sujeto a seres parlantes, el cine es teatro. La voz en off libera las imágenes, puedes deslizarte por ellas y percibir al tiempo la música, el color y hasta el acontecer. El cine, como todo, reclama que sea como la vida misma y es obvio que no es como la vida misma, por cuanto son imágenes detenidas, fotografías que, concatenadas, nos dan la impresión de ser lo único que no podemos atrapar, el tiempo. P. La vida misma. ¿Qué es la vida misma? R. Ya no es ni un instante, pasa tan vertiginosamente. Con la edad se acentúa y eso es muy peligroso porque llega un momento en que no se puede contar. P. ¿Cómo ha vivido este tiempo? R. ¿El de la pandemia? Lo damos por pasado y parece ser que no, que no ha pasado. No sé si eso se para. Malditos virus. Me avergüenza que haya quienes se opongan a las normas que la controlan. Igual que me asombra que haya gente que vaya a ver un volcán, para poder contarlo. Los ves en la tele: comentan y ríen. Una especie de euforia. Me parece que el humor es el mejor de los sentidos, pero me asombran esas risas extemporáneas que son como un poco defensivas. Me gustaría que la realidad no estuviera tan seccionada. Lo que ahora añoro es la acción, en el cine P. Cuando se habla de usted en seguida se recuerda que nació en el 34… R. …en el epicentro de la guerra, en Oviedo. Se bombardeaba. En el 34 y en el 36 fue el núcleo de la revolución minera. Nací en el 34, pero, claro, yo no era consciente de nada… En la guerra civil te metían debajo de la cama, veías pies. La angustia de los pies que corren de un lado a otro, y acabas creyendo que el mundo es así. Luego eres más consciente de la tristeza de la posguerra, que es lo que me tocó vivir. P. ¿Y en qué tiempo estamos? R. ¿Con respecto al pasado? Pues, como dicen, “virgencita que me quede como estoy”. No creo que nadie pueda ser pesimista sino parcialmente. Que el barco siga flotando en aguas turbulentas. P. Se le ha escuchado protestar cuando hace cine y hablan de su literatura y viceversa. ¿No será que usted hace metáfora, arte de la metáfora? R. Pues sí, desde luego. Yo creo que he tratado de huir. El arte viene cuando quiere, pero no lo encuentras. Tampoco me creo la reproducción de la vida en las películas. Es en todo caso el arte de la falsificación, porque pretende ser lo que obviamente no es una película. Hay películas muy buenas y me siento atrapado en ellas por su fuerza y realismo. Pero hay otras cuyo realismo me huele a pies o a sobaco… Me gustaría que el cine fuera una ventana a otro sitio, no sé a dónde… Me contento con el humor. P. ¿Qué es lo que más lo representa del arte que ha hecho? R. Hay una especie de síntesis o confluencia, aunque parezca pedantería. Literatura, cine. Me gustaría que la realidad no estuviera tan seccionada. Lo que ahora añoro es la acción, en el cine. También en la literatura añoro la acción, que la acción sea el efecto de la concatenación. El cine me permite explayar hipotéticamente fuera de mí lo que, en literatura, para empezar, se hace sentado. Y eso no me acaba de gustar. ¡Preferiría que pudiéramos hacerlo corriendo! Ahora he hecho esta película con el texto de Anne-Helène… Fíjate: puedo considerarlo como de lo mejor que he hecho. Claro, dura diez minutos. Hay cosas que sí recuerdo. Como el final de Don Juan en los infiernos, que me gusta. Esa especie de Patinir, atravesar la laguna Estigia… O la muerte de Sterling Hayden en La jungla de Asfalto… Esas emociones me han llevado aún más allá del cine, me incentivaban el sentimiento… P. Usted es un poeta… R. Bueno, pero el poeta… No hay que olvidar que mi primera amistad de adolescencia fue con Claudio Rodríguez… Decía que me parecía a Rimbaud y quien se parecía a Rimbaud era él. Dejamos de vernos y nos reencontramos de mayores. Él era el poeta, yo veía a mi padre leer poesía mientras bombardeaban. Había unos armarios con cristal detrás de los que estaban aquellos libros que contenían alternativas a una realidad insoportable. Todo el mundo ha sido víctima de sus sucesos y de sus guerras. Sin embargo, en esos armarios de mi padre se alojaba lo que para mí era la vivencia real… En realidad, yo no he encontrado nunca nada, ni siquiera ahora, sigo buscando. Y esta película que he hecho con mi hija, o cualquier cosa que haga, es una búsqueda.

La palabra republicano, por Martín Caparrós

Cuando era chico la oía mucho: en mi casa la decían como quien dice algo importante. Las palabras dicen más que lo que dicen, y a cada quien le dicen otras cosas. Pocas, supongo, lo hacen tanto como republicano. Y, sin embargo, en el origen parecía tan clara. Republicano es, por supuesto, el que propone y promueve la república. Y república es de esas pocas palabras que no están hechas de sonidos y después letras y después poco más. La palabra república está hecha de dos conceptos claros: la res —la cosa— publica —del pueblo—. En latín, faltaba más, porque república es una invención de los latinos o romanos para decir que la cosa —las decisiones, el gobierno— era pública porque no era privada: que no era de un rey o faraón o macho recio, sino de todos. Aunque todos, entonces, en la república romana, fueran solo algunos. En las repúblicas a menudo todos son algunos. En cualquier caso, pasados los romanos, la palabra república entró en hibernación tipo Walt Disney —con algún sobresalto— y no resucitó hasta el siglo XVIII, cuando la rescataron unos criollos norteamericanos y unos franceses revoltosos para decir que nadie era más que sus vecinos, amo de sus vecinos. Y que la cosa era de todos, aunque todos otra vez fueran algunos: hasta hace siglo y medio, por ejemplo, esos todos eran solo los hombres propietarios. Después todos fueron todos los hombres y, hace tan poco, también las mujeres. En cualquier caso, la palabra republicano se difundió por tantos sitios, tomó tantos sentidos. En Estados Unidos, sin ir más lejos, define a los más derechistas de ese sistema de dos partidos de derecha que se alternan y se justifican. En Ñamérica, ahora mismo, republicano se usa como contrario de populista o algo así: los que dicen que respetan las instituciones y las reglas, los que prefieren conservarlas. La palabra republicano, en general, se enrola con los conservadores. En cambio, aquí en España tuvo un peso fuerte, lo sabemos. Cuando yo era chico no podía imaginar nada mejor que ser republicano —aun cuando sabía que, por serlo, mi abuelo Antonio había dejado de ser un doctor madrileño y pasado por la cárcel y el exilio y una vida modesta en un pueblito de la pampa. O quizás era porque lo sabía y sabía que, aun así, mi abuelo Antonio siguió siendo, toda su vida, un republicano: derrotado pero republicano. Algo debía tener esa palabra, que hacía que un hombre le entregara tanto. Mi abuelo Antonio, por supuesto, ya murió, a sus 94, republicano todavía, de vuelta en una España donde esa palabra significaba menos. La palabra republicano, que tanto quiso decir, se fue maleando. Se dice —queda bien— sin fuego, sin deseo, como quien dice guay o chachi. España es, ahora, un país raro lleno de republicanos que están contentos —o se contentan— con su Rey. Así que, en principio, estos republicanos no quieren tener una república. La rememoran, si acaso, la aluden con nostalgia, pero no insisten, no se esfuerzan. La gente seria que gobierna de uno u otro modo dice que al fin y al cabo no vale la pena meterse en esos lodos porque ahora, en España, una república cambiaría muy poco. Y es cierto que no cambiaría mucho: solo liquidaría por fin —85 años después— el dictado de un ejército ilegal y sanguinario; solo demostraría que el Rey está desnudo —que los reyes siempre están desnudos—; solo establecería la idea de que nadie es más que nadie por haber nacido en una de esas cunas. Sería, por supuesto, una idea falsa: seguiría habiendo algunos que serían más que muchos, pero, al menos, esa ya no sería la religión oficial, el símbolo de España. Y entonces sí, quizá, la palabra republicano volvería a ser la de mi abuelo: una palabra por la que tantos, alguna vez, dieron sus vidas, las vivieron; una de esas que no se dicen gratis.

El nuevo escándalo no es nuevo, por Juan Gabriel Vásquez

El escándalo ha sido mayúsculo, pero tampoco esta vez pasará nada. Es verdad que Frances Haugen, la ingeniera informática que lleva meses denunciando las prácticas venenosas de Facebook, ha puesto a la compañía en un brete inusual: ha demostrado, con documentos internos, lo mismo que muchos llevábamos años diciendo sin ellos. Y es esto: que Zuckerberg y los suyos mienten a conciencia, que saben perfectamente del efecto nocivo que su modelo de negocio tiene en la gente más vulnerable, que podrían tomar decisiones para remediar esos efectos y deciden no hacerlo. No sé qué ha cambiado desde el escándalo anterior, el de Cambridge Analytica, que demostró la permisividad con que Facebook observaba la manipulación grotesca, la falsedad irresponsable y la desinformación programática que han metido a nuestro mundo político en una crisis sin salida visible, y sin las cuales no se entienden la elección de Trump, la victoria del Brexit y la derrota de los acuerdos de paz en Colombia. No, no sé qué ha cambiado: pero ha cambiado algo. Y, sin embargo, yo creo que no pasará nada. Porque la gravedad de las acusaciones que pesan sobre Zuckerberg y Facebook, la profundidad de su negligencia y la extensión de su hipocresía, siguen siendo asuntos secundarios para la gran mayoría de sus usuarios, que son los únicos capaces de ejercer la presión necesaria para que las cosas cambien. En un reportaje de este periódico, un grupo de adolescentes hablaba con elocuencia de los daños profundos que la vida en Instagram les causa, pero confesaban su incapacidad de dejar esa droga tan potente que es la aprobación de la tribu. Visto aquello, ya me dirán ustedes por qué se cuestionaría cualquier cosa alguien que no percibe daño alguno, y para quien Facebook es el lugar donde se confirman sus prejuicios y se vindican sus odios, donde el relato que le cuenta la vida coincide milagrosamente con sus preferencias, sí, pero sobre todo con sus antipatías, sus resentimientos y sus paranoias. Es decir, todo lo que hace girar el mundo. Nuestro tiempo es el tiempo de las emociones. Así se explica el auge de los nuevos populismos: el sentimiento del agravio, la dignidad herida, el orgullo nacionalista, el nativismo que hasta hace muy poco era vergonzante, buscan (y eligen) a quien les ofrezca defensa o aun venganza. Por otra parte, eso que llamamos posverdad, si uno lo mira de cerca, es un fenómeno emocional: el reemplazo de la realidad verificable por lo que aquella funcionaria trumpista llamaba “verdades alternativas”, pero sobre todo la convicción de que no importa lo que ocurre, sino lo que yo deseo que ocurra. Pues bien, Facebook y sus redes compinches trabajan allí, en esa curiosa dictadura de las emociones, y poco importa que su materia prima —lo que la máquina virtual manipula y mastica y escupe para provecho de unos cuantos— sea el ego de unas adolescentes frágiles o el rencor alucinado de un colectivo de fanáticos. En el año remoto de 2010, cuando acepté que esto de las redes sociales no era para mí (y ahora me parece claro que no haber entrado nunca es la mejor decisión que he tomado), escribí una columna al respecto, y pido a los lectores que me perdonen la indelicadeza de citarme. “Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes”, escribí. “Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto”. Me referí a su lado pueril y narcisista, y también a la sensación de existir solo mientras los demás nos den prueba de ello, esa necesidad de validación constante, ese miedo atávico a no ser vistos. Era una simplificación grosera, pero es que el mundo era más simple entonces. Por ejemplo, todavía no existían las palabras de Sean Parker, primer presidente de Facebook. “Se trata de daros un toque de dopamina cada cierto tiempo, porque a alguien le ha gustado una foto o ha comentado un post”, dijo en 2017. “Se trata de explotar una vulnerabilidad de la psicología humana. Los inventores, los creadores, lo entendimos conscientemente. Y lo hicimos de todas formas. Esto cambia literalmente tu relación con la sociedad, con los otros… Solo Dios sabe lo que está causando en las mentes de nuestros hijos”. No existía tampoco la declaración de Chamath Palihapitiya, un alto cargo en Facebook: “Siento una culpa tremenda”, dijo. Y también: “Creo que todos sabíamos en el fondo que algo malo pasaría”. Y también: “Esto erosiona los cimientos del comportamiento de la gente con los demás. Y no se me ocurre una solución. Mi solución es dejar de usar estas herramientas. Yo llevo años sin usarlas”. De manera que no: lo de Frances Haugen no es nuevo. Ha estado ahí todo el tiempo, y no hemos querido verlo. Y no sé por qué habríamos de abrir los ojos ahora.