Todos los grandes crímenes de este mundo se cometen en nombre de los intereses, que no tienen escrúpulos en sus “acciones”. Esto es lo que estamos viendo en estos momentos en España. ¿Quién podría ocupar el papel de oponer las reivindicaciones de la conciencia a todos esos intereses, que no dejan de ser mezquinos aunque se pongan una máscara solemne, sino el poeta, el hombre de juicio libre? Él es quien debe alzar la voz y protestar contra un método que sitúa al crimen en la base de la política, violando todos los sentimientos humanos.
No existe desprecio más fácil que aquel con que se cubre al “poeta que baja al ruedo político”. En el fondo, son los intereses los que hablan en estos términos. No quieren una vigilancia que pueda enturbiar sus acciones e invitan al intelectual a recluirse amablemente en “lo espiritual”. A cambio, se le permite considerar la política como algo indigno de su atención. ¿No debe percibir él sin duda que ese falso honor es una recompensa por su complicidad con los intereses a través de su abstención? En nuestro tiempo, retirarse a una torre de marfil carece de sentido. Es imposible no darse cuenta de ello en los tiempos que corren.
De hecho, la democracia se concreta en cada uno de nosotros, pues la política se ha convertido en el asunto de todo el mundo. Nadie puede escapar a ella, pues la presión inmediata que ejerce sobre cada individuo es demasiado fuerte. ¿No es cierto que el hombre al que oímos decir, como aún sucede, “A mí no me interesa la política” nos parece un ser “chapado a la antigua”? No solo nos parece egoísta e irreal, sino además una falsedad bastante estúpida. No es tanto una prueba de ignorancia como de una indiferencia moral. (…) Quizá me pregunten qué entiendo por “espíritu” o por “intereses”. Pues bien, lo espiritual, considerado desde el punto de vista político y social, es la aspiración de los pueblos a mejorar sus condiciones de vida, a hacerlas más justas y felices, mejor adaptadas a la dignidad humana. Lo espiritual es la aprobación de ese deseo por parte de los hombres de buena voluntad. (…) El bando de los intereses está interviniendo en España y la destruye con una falta de pudor desconocida hasta la fecha.
Lo que viene sucediendo en ese país desde hace meses constituye el escándalo más inmundo de la historia humana. ¿Pero es que el mundo no se da cuenta? Me temo que no, porque los intereses asesinos no saben hacer nada mejor que volver al mundo estúpido, ocultar su verdadero carácter. El otro día me llegó esta información desde el lugar más sombrío de Europa: Alemania. “¿Quién habría podido imaginar que, cayendo del cielo azul, los Rojos de España fueran capaces de tales horrores?”. ¡Los Rojos! ¡Cayendo del cielo azul!
Todo el mundo sabe lo poco revolucionarias que eran las reformas del Frente Popular español, esa alianza de republicanos y socialistas sellada por una victoria electoral decisiva y legítima. ¿Es que ya no tenemos corazón? ¿Ni razón? (...) De hecho, [los intereses] ocultan los instintos más bajos bajo la máscara de ideas de cultura, de Dios, de orden y de patria. Un pueblo que vive bajo el yugo de una explotación de las más reaccionarias desea una existencia más clara y humana, un orden social que cree que le permitirá ser más digno de su propia humanidad. Para este pueblo la libertad y el progreso no son aún nociones roídas por la ironía y el escepticismo. Cree en ellas como los valores más altos y dignos de su esfuerzo. Incluso ve en ellas las condiciones de su honor como nación. Este pueblo se ha proporcionado un gobierno que se propone remediar— procediendo con prudencia y teniendo en cuenta las circunstancias particulares— los abusos más indignantes. ¿Qué sucede a continuación? Estalla una rebelión de generales al servicio de las antiguas potencias explotadoras, estalla con la complicidad del extranjero. La rebelión fracasa, está a punto de perder, y entonces los gobiernos extranjeros, enemigos de la libertad, acuden en su ayuda y, a cambio de promesas de ventajas económicas en caso de victoria, proporcionan a los insurgentes dinero, hombres y material de guerra. Gracias a estos alimentos, la lucha sangrienta prosigue, engendrando en ambos bandos una crueldad cada día más implacable. Contra el pueblo que lucha desesperadamente por su libertad y sus derechos humanos, se lleva a la batalla a tropas de sus propias colonias. Los bombarderos extranjeros destruyen las ciudades, asesinan a los niños. Y todos esos se hacen llamar “nacionales”. Esos crímenes que claman al cielo se llevan a cabo en nombre de Dios, del orden y de la belleza. Si las cosas hubiesen sucedido conforme a los deseos de la prensa de los intereses, hace tiempo que la capital del país debía haber caído y las “bandas marxistas” debían haber sido vencidas. Pero la capital, medio destruida, aún se mantiene en pie, al menos en el momento en que estas líneas se escriben, y las “bandas rojas”, según el nombre que prefiere la prensa de los intereses, es decir, el pueblo español, defienden su vida y los valores en los que creen con una valentía sobrehumana, una valentía en la que los más embrutecidos escuderos de los intereses deberían encontrar la materia de reflexión que podría llevarlos a descubrir las fuerzas morales que están en juego.
El derecho de los pueblos a definirse a sí mismos goza hoy del mayor respeto oficial. Incluso nuestras dictaduras y Estados totalitarios se emplean a fondo en hacernos creer que tienen entre el 90% y el 98% del pueblo de su lado. Pues bien, si una cosa está clara es la siguiente: los oficiales rebeldes sublevados contra la República española no tienen al pueblo con ellos. Y por el momento no pueden cambiar ese punto. De entrada, están obligados a crear la posibilidad de cambiar esa información con la ayuda de árabes y de soldados extranjeros. Si bien no podemos decir con exactitud qué es lo que quiere el pueblo español, sí podemos decir lo que no quiere: la dictadura del general Franco. La cuestión es que los gobiernos europeos, interesados en ver morir la libertad, han reconocido el poder de ese rebelde como el único legal, y esto en plena Guerra Civil, esa guerra que aún continúa gracias a su apoyo, si es que no la han provocado ellos. Ellos, que en sus países muestran en todo lo relativo a la alta traición cierta dureza —es lo mínimo que podemos decir—, apoyan a un hombre que entrega su propio país al extranjero. Ellos, que se hacen llamar “nacionalistas”, ponen todo en marcha para llevar al poder a un partisano que no se preocupa por la independencia del país, siempre que él consiga abatir la libertad y los derechos humanos. Este general declara que prefiere la muerte de dos tercios antes que ver reinar al marxismo, es decir, antes de contemplar la llegada de un orden mejor, más justo y humano. Dejando de lado cualquier sentimiento de humanidad: ¿es esto nacional? ¿Qué partido tiene más derecho a hacerse llamar nacional? Me llamarán bolchevique, pero no puedo no pronunciarme en favor del derecho en el conflicto entre el derecho y la fuerza.
Este texto olvidado del escritor Thomas Mann (Lubeca, 1875-Zurich, 1955), Nobel de Literatura de 1929, está incluido en el libro ‘La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos’, de Jean-Pierre Barou, que la editorial Arpa publica el 3 de febrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario