El terrorismo nunca es ciego. El que padecimos nosotros en el País Vasco y en muchos otros lugares de España ejerció su cirugía maléfica apuntando a cada uno de los pilares del Estado democrático: los defensores de la ley, los representantes de la soberanía popular, las voces intelectuales solitarias que se alzaban en los medios contra la resignación a la barbarie. Al terrorista su fanatismo no suele estropearle la puntería: el 16 de octubre, en Francia, un islamista le cortó medievalmente la cabeza al profesor de instituto Samuel Paty, que daba clases de Historia y Geografía, y de valores cívicos, y que en un debate con sus estudiantes sobre laicismo y libertad de expresión les había mostrado, entre otros materiales, las caricaturas de Mahoma de la revista Charlie Hebdo. El primitivismo mental de los fanáticos es perfectamente compatible con las tecnologías de la modernidad. Los apóstoles del 5G y de las redes sociales llevan ya décadas predicando, con un fervor que en algunos casos podía parecer ingenuo pero que a estas alturas ya solo es descarado y cínico, las múltiples bondades que esos inventos están esparciendo por el mundo, rompiendo barreras, favoreciendo la creatividad, la hermandad entre los seres humanos. Gracias a las redes sociales, o a las redes fecales, como tal vez convendría empezar a llamarlas, padres de alumnos hostiles al profesor Paty organizaron una campaña de odio contra él: en Facebook, en Twitter, en WhatsApp, en YouTube. El más activo fue el padre de una estudiante que según se supo después ni siquiera estaba en la clase. En un vídeo que se hizo rápidamente viral en medios extremistas musulmanes, este padre ultrajado aseguraba que el profesor Paty había mostrado una foto de un hombre desnudo diciendo que era Mahoma.
La libertad de expresión y de crítica es un derecho fundamental en las sociedades democráticas, y ninguna ideología ni religión puede estar a salvo de ellas, explicaba cada año Samuel Paty a sus estudiantes, con ese entusiasmo vocacional que parece un don reservado a los profesores de instituto, y que tiene la virtud, si cae en terreno fértil, de espabilar para siempre a una inteligencia joven. Aprovechándose de esa misma libertad, padres de alumnos y militantes islamistas empezaron a llamarlo canalla, enfermo, blasfemo, propagandista de la pornografía. A quienes vivimos del uso libre de las palabras nos provoca un rechazo visceral cualquier intento de ponerle límites, incluso cuando se usan para mentir e insultar. Pero los enemigos del profesor Paty, además de bravatas e insultos, también difundieron por las redes sociales su foto, y la dirección del centro en el que enseñaba. Las palabras son inocuas hasta que llega el momento en que se convierten en actos. Un viernes por la tarde, el profesor Paty salió del instituto con el cansancio físico de varios días de trabajo escolar y la perspectiva tan grata del fin de semana. Se fue despidiendo por el camino de los alumnos, y al llegar a la puerta puede que no se fijara en que alguien lo señalaba con el dedo a un desconocido también muy joven pero que no tenía pinta de estudiante. La fe religiosa y el interés tampoco tienen por qué estar reñidos: al alumno o alumna que señaló a su profesor el asesino le pagó 350 euros.
Un poco después el cuerpo decapitado del profesor Paty yacía en una acera sobre un charco de sangre. Al asesino, al justiciero, solo le quedaban unos minutos de vida, pero tuvo tiempo de tomar una foto con el móvil de la cabeza del infiel y subirla a su cuenta de Twitter. Estuvo recibiendo alegres visitas y parabienes hasta que por orden del juez fue cancelada.
Samuel Paty tenía 47 años, y un hijo de cinco. Quienes lo conocieron recuerdan a un profesor entusiasta, enamorado de su trabajo, orgulloso de haberlo ejercido en barrios de trabajadores e inmigrantes, en los que la enseñanza pública cobra su máxima relevancia como instrumento de formación y de ciudadanía, como uno de los pilares de lo que en Francia se llama con reverencia y solemnidad la República. A nosotros todo lo solemne nos despierta rechazo, o burla, porque nuestra idea de la solemnidad la asociamos tristemente al autoritarismo eclesiástico y cuartelario de la dictadura, también porque nuestra sórdida tradición de sectarismos y discordias políticas nos han privado de instituciones o símbolos merecedores del respeto de la inmensa mayoría. Pero cuando se ven las imágenes del homenaje nacional al profesor Samuel Paty en el patio de La Sorbona, su foto sostenida en el escenario por un oficial de la Guardia Republicana con uniforme de gala, o cuando se leen los discursos pronunciados en la ceremonia, uno no puede no sentir cierta envidia, una profunda melancolía civil y española: hay ocasiones supremas en que la democracia ha de ser solemne, y afirmar explícitamente sus valores con sobria elocuencia, y honrar a quienes los defienden y los enseñan. Al ensañarse con un profesor de un instituto de barrio los islamistas están revelando el valor de lo que hace, la importancia que ese trabajo en apariencia tan común tiene en el orden de la vida democrática. Eligiendo La Sorbona para la ceremonia de homenaje, se está reconociendo a la enseñanza secundaria lo que muchas veces no se aprecia, el rigor de un ejercicio intelectual y de un proceso de transmisión y aprendizaje que con mucha frecuencia influye más en el porvenir de las personas que su paso por la universidad.
Yo recuerdo uno por uno a los profesores, hombres y mujeres, que tuve en mi bachillerato superior, en un instituto público. Eran mucho más jóvenes de lo que a nosotros nos parecían entonces, antifranquistas, respetuosos, como adelantados de un país que aún no existía, y que ellos empezaban a hacer posible al abrirnos los ojos. Sabían mucho, y casi todos lo explicaban muy bien, pero no solo aprendíamos de sus especialidades: también del hecho simple y novedoso para mí de compartir la clase varones y chicas, y de que fueran también voces de mujeres y no solo de hombres las que nos incitaban al conocimiento, y las que se dirigían a nosotros con un respeto exigente y cordial. Dijo Macron en su discurso en La Sorbona: “Daremos a los profesores la autoridad y el lugar que les corresponden, los formaremos, los consideraremos como se merecen, los apoyaremos, los protegeremos en todo lo que haga falta”. Palabras semejantes agradecerían escuchar los colegas españoles de Samuel Paty, dichas con algo de solemnidad y vehemencia.
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