Fue un error llamarlo la nueva normalidad. Porque no existía la antigua normalidad. Pongamos un ejemplo. En los días en que se derribó militarmente al Gobierno de Bolivia y acontecían terribles situaciones por casi toda Latinoamérica, leí una tribuna muy persuasiva en la que se venía a decir que el único modelo para el continente era Chile. Sus datos macroeconómicos lo situaban como ejemplo de gestión. Y sin embargo, a los tres días estalló una revuelta generalizada en Santiago. Tras la fachada había termitas y un destrozo generalizado de la igualdad, con sectores vitales como el sanitario y educativo confiados a la privatización más dura y desalmada. El domingo se aprobó en votación proceder al redactado de una nueva Constitución. Quizá se termine así con un periodo convulso y violento, respondido por fuerzas represoras desmesuradas. En Bolivia, tras una larga pausa, se repitieron elecciones y triunfó el partido que había sido desocupado del Gobierno bajo la amenaza de las fuerzas armadas y una dudosa intervención de instituciones de salvaguarda. Es bien complicado llamar a algo normalidad. Y sin embargo, nos hacíamos ilusiones con eso de atravesar la crisis sanitaria apresuradamente y alcanzar la nueva normalidad.
Sería mejor hablar de la realidad. Y por lo tanto, observar con atención en qué consiste la nueva realidad. Pero ahí llega el problema. De tanto mediatizar nuestra percepción, de tanto aislarnos y de tanto convencernos de que la revolución sería televisada o tuiteada, hemos dejado de lado la única estampa objetiva de nuestro tiempo: la calle. La calle no es una red social, es la red social. Cuando hemos necesitado una respuesta colectiva, responsable y atenta, se ha consumado el fracaso. Los discursos oblicuos de refutar por decreto lo que dice el partido contrario nos han empujado a fabricar asociaciones de escépticos, desgañitados y aprovechateguis. Si algunos se hubieran fijado en el efecto que tenía en la calle la negación de la gravedad de la crisis y el nulo rearme de los servicios sanitarios, ahora no se sorprenderían tanto de que haya fiestas clandestinas, desprecio por las precauciones y abandono del ideal de unidad.
Llevamos demasiados años propiciando que la zoquetería sea la más rentable postura pública. Los niños españoles han crecido convencidos de que ser tramposo precoz, gañán de reality y caradura profesional era su única posibilidad de alcanzar la relevancia. Eso era la normalidad. Que un chico en España quisiera estudiar o apostar por la ciencia o el arte significaba remar a contracorriente, ser un antisistema. Ahora nos topamos con la realidad hecha añicos, que es más dolorosa e inmanejable de lo que pensábamos. Para ponerse a pegar todas las piezas necesitamos un esfuerzo mucho mayor que el de respetar la distancia de seguridad y calzarse la mascarilla. Necesitamos reformular el concepto de asociación colectiva de intereses. El toque de queda se dicta cuando se pierde el control de la calle por parte de la autoridad. Una sociedad democrática no puede permitirse el lujo de perder la calle, porque es el territorio de su realidad y el pilar básico de su autoestima
No hay comentarios:
Publicar un comentario