sábado, 31 de octubre de 2020

Profesor de instituto, por Antonio Muñoz Molina

El terrorismo nunca es ciego. El que padecimos nosotros en el País Vasco y en muchos otros lugares de España ejerció su cirugía maléfica apuntando a cada uno de los pilares del Estado democrático: los defensores de la ley, los representantes de la soberanía popular, las voces intelectuales solitarias que se alzaban en los medios contra la resignación a la barbarie. Al terrorista su fanatismo no suele estropearle la puntería: el 16 de octubre, en Francia, un islamista le cortó medievalmente la cabeza al profesor de instituto Samuel Paty, que daba clases de Historia y Geografía, y de valores cívicos, y que en un debate con sus estudiantes sobre laicismo y libertad de expresión les había mostrado, entre otros materiales, las caricaturas de Mahoma de la revista Charlie Hebdo. El primitivismo mental de los fanáticos es perfectamente compatible con las tecnologías de la modernidad. Los apóstoles del 5G y de las redes sociales llevan ya décadas predicando, con un fervor que en algunos casos podía parecer ingenuo pero que a estas alturas ya solo es descarado y cínico, las múltiples bondades que esos inventos están esparciendo por el mundo, rompiendo barreras, favoreciendo la creatividad, la hermandad entre los seres humanos. Gracias a las redes sociales, o a las redes fecales, como tal vez convendría empezar a llamarlas, padres de alumnos hostiles al profesor Paty organizaron una campaña de odio contra él: en Facebook, en Twitter, en WhatsApp, en YouTube. El más activo fue el padre de una estudiante que según se supo después ni siquiera estaba en la clase. En un vídeo que se hizo rápidamente viral en medios extremistas musulmanes, este padre ultrajado aseguraba que el profesor Paty había mostrado una foto de un hombre desnudo diciendo que era Mahoma. La libertad de expresión y de crítica es un derecho fundamental en las sociedades democráticas, y ninguna ideología ni religión puede estar a salvo de ellas, explicaba cada año Samuel Paty a sus estudiantes, con ese entusiasmo vocacional que parece un don reservado a los profesores de instituto, y que tiene la virtud, si cae en terreno fértil, de espabilar para siempre a una inteligencia joven. Aprovechándose de esa misma libertad, padres de alumnos y militantes islamistas empezaron a llamarlo canalla, enfermo, blasfemo, propagandista de la pornografía. A quienes vivimos del uso libre de las palabras nos provoca un rechazo visceral cualquier intento de ponerle límites, incluso cuando se usan para mentir e insultar. Pero los enemigos del profesor Paty, además de bravatas e insultos, también difundieron por las redes sociales su foto, y la dirección del centro en el que enseñaba. Las palabras son inocuas hasta que llega el momento en que se convierten en actos. Un viernes por la tarde, el profesor Paty salió del instituto con el cansancio físico de varios días de trabajo escolar y la perspectiva tan grata del fin de semana. Se fue despidiendo por el camino de los alumnos, y al llegar a la puerta puede que no se fijara en que alguien lo señalaba con el dedo a un desconocido también muy joven pero que no tenía pinta de estudiante. La fe religiosa y el interés tampoco tienen por qué estar reñidos: al alumno o alumna que señaló a su profesor el asesino le pagó 350 euros. Un poco después el cuerpo decapitado del profesor Paty yacía en una acera sobre un charco de sangre. Al asesino, al justiciero, solo le quedaban unos minutos de vida, pero tuvo tiempo de tomar una foto con el móvil de la cabeza del infiel y subirla a su cuenta de Twitter. Estuvo recibiendo alegres visitas y parabienes hasta que por orden del juez fue cancelada. Samuel Paty tenía 47 años, y un hijo de cinco. Quienes lo conocieron recuerdan a un profesor entusiasta, enamorado de su trabajo, orgulloso de haberlo ejercido en barrios de trabajadores e inmigrantes, en los que la enseñanza pública cobra su máxima relevancia como instrumento de formación y de ciudadanía, como uno de los pilares de lo que en Francia se llama con reverencia y solemnidad la República. A nosotros todo lo solemne nos despierta rechazo, o burla, porque nuestra idea de la solemnidad la asociamos tristemente al autoritarismo eclesiástico y cuartelario de la dictadura, también porque nuestra sórdida tradición de sectarismos y discordias políticas nos han privado de instituciones o símbolos merecedores del respeto de la inmensa mayoría. Pero cuando se ven las imágenes del homenaje nacional al profesor Samuel Paty en el patio de La Sorbona, su foto sostenida en el escenario por un oficial de la Guardia Republicana con uniforme de gala, o cuando se leen los discursos pronunciados en la ceremonia, uno no puede no sentir cierta envidia, una profunda melancolía civil y española: hay ocasiones supremas en que la democracia ha de ser solemne, y afirmar explícitamente sus valores con sobria elocuencia, y honrar a quienes los defienden y los enseñan. Al ensañarse con un profesor de un instituto de barrio los islamistas están revelando el valor de lo que hace, la importancia que ese trabajo en apariencia tan común tiene en el orden de la vida democrática. Eligiendo La Sorbona para la ceremonia de homenaje, se está reconociendo a la enseñanza secundaria lo que muchas veces no se aprecia, el rigor de un ejercicio intelectual y de un proceso de transmisión y aprendizaje que con mucha frecuencia influye más en el porvenir de las personas que su paso por la universidad. Yo recuerdo uno por uno a los profesores, hombres y mujeres, que tuve en mi bachillerato superior, en un instituto público. Eran mucho más jóvenes de lo que a nosotros nos parecían entonces, antifranquistas, respetuosos, como adelantados de un país que aún no existía, y que ellos empezaban a hacer posible al abrirnos los ojos. Sabían mucho, y casi todos lo explicaban muy bien, pero no solo aprendíamos de sus especialidades: también del hecho simple y novedoso para mí de compartir la clase varones y chicas, y de que fueran también voces de mujeres y no solo de hombres las que nos incitaban al conocimiento, y las que se dirigían a nosotros con un respeto exigente y cordial. Dijo Macron en su discurso en La Sorbona: “Daremos a los profesores la autoridad y el lugar que les corresponden, los formaremos, los consideraremos como se merecen, los apoyaremos, los protegeremos en todo lo que haga falta”. Palabras semejantes agradecerían escuchar los colegas españoles de Samuel Paty, dichas con algo de solemnidad y vehemencia.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Fuga hacia la realidad, por David Trueba

Fue un error llamarlo la nueva normalidad. Porque no existía la antigua normalidad. Pongamos un ejemplo. En los días en que se derribó militarmente al Gobierno de Bolivia y acontecían terribles situaciones por casi toda Latinoamérica, leí una tribuna muy persuasiva en la que se venía a decir que el único modelo para el continente era Chile. Sus datos macroeconómicos lo situaban como ejemplo de gestión. Y sin embargo, a los tres días estalló una revuelta generalizada en Santiago. Tras la fachada había termitas y un destrozo generalizado de la igualdad, con sectores vitales como el sanitario y educativo confiados a la privatización más dura y desalmada. El domingo se aprobó en votación proceder al redactado de una nueva Constitución. Quizá se termine así con un periodo convulso y violento, respondido por fuerzas represoras desmesuradas. En Bolivia, tras una larga pausa, se repitieron elecciones y triunfó el partido que había sido desocupado del Gobierno bajo la amenaza de las fuerzas armadas y una dudosa intervención de instituciones de salvaguarda. Es bien complicado llamar a algo normalidad. Y sin embargo, nos hacíamos ilusiones con eso de atravesar la crisis sanitaria apresuradamente y alcanzar la nueva normalidad. Sería mejor hablar de la realidad. Y por lo tanto, observar con atención en qué consiste la nueva realidad. Pero ahí llega el problema. De tanto mediatizar nuestra percepción, de tanto aislarnos y de tanto convencernos de que la revolución sería televisada o tuiteada, hemos dejado de lado la única estampa objetiva de nuestro tiempo: la calle. La calle no es una red social, es la red social. Cuando hemos necesitado una respuesta colectiva, responsable y atenta, se ha consumado el fracaso. Los discursos oblicuos de refutar por decreto lo que dice el partido contrario nos han empujado a fabricar asociaciones de escépticos, desgañitados y aprovechateguis. Si algunos se hubieran fijado en el efecto que tenía en la calle la negación de la gravedad de la crisis y el nulo rearme de los servicios sanitarios, ahora no se sorprenderían tanto de que haya fiestas clandestinas, desprecio por las precauciones y abandono del ideal de unidad. Llevamos demasiados años propiciando que la zoquetería sea la más rentable postura pública. Los niños españoles han crecido convencidos de que ser tramposo precoz, gañán de reality y caradura profesional era su única posibilidad de alcanzar la relevancia. Eso era la normalidad. Que un chico en España quisiera estudiar o apostar por la ciencia o el arte significaba remar a contracorriente, ser un antisistema. Ahora nos topamos con la realidad hecha añicos, que es más dolorosa e inmanejable de lo que pensábamos. Para ponerse a pegar todas las piezas necesitamos un esfuerzo mucho mayor que el de respetar la distancia de seguridad y calzarse la mascarilla. Necesitamos reformular el concepto de asociación colectiva de intereses. El toque de queda se dicta cuando se pierde el control de la calle por parte de la autoridad. Una sociedad democrática no puede permitirse el lujo de perder la calle, porque es el territorio de su realidad y el pilar básico de su autoestima

miércoles, 14 de octubre de 2020

El don de la ubicuidad, por Sergio Ramírez

De los muchos rasgos diversos del arte de novelar de Mario Vargas Llosa, a quien celebramos al cumplirse el décimo aniversario de su premio Nobel, hay uno que me ha admirado siempre, y es el poder de apropiarse de lo que de primera intención llamaría escenarios lejanos, o escenarios ajenos. Esa virtud excepcional de naturalizar los ambientes extranjeros la he hallado antes en Graham Greene; y sólo para referirme a sus novelas de ambiente latinoamericano, cito El poder y la gloria, que se ubica en Tabasco en la época del enfrentamiento religioso que siguió a la revolución mexicana; Nuestro hombre en La Habana, situada en Cuba en los años cincuenta, en vísperas de la revolución; Los comediantes, en Haití, bajo la dictadura de Papa Doc Duvalier; y El cónsul honorario, años setenta, en el nordeste de Argentina. Se podría obviar el tema bajo el alegato de que, en la medida que un escritor gana en formación cosmopolita, y se desprende de la piel nacional, entra con facilidad en cualquier otro escenario, y lo asume como propio; y porque, al fin y al cabo, la novela es artificio y simulación, y todo se consigue con habilidad suficiente. Pero no es tan sencillo. Porque lo primero que un escritor debe lograr es convencer al lector local de que le está contando con propiedad el entramado de su propia historia; que es convincente cuando le describe las calles, barrios y plazas, metederos y cantinas, y que le está hablando con los matices de su lengua de todos los días. Y no se puede tocar de oídas, a riesgo de hacer chirriar el violín. El escenario natural de un novelista está formado por sus percepciones sensoriales de la infancia y la juventud, que es cuando se fija la memoria sentimental, y visual, y esos años de formación vienen a ser raíz de la experiencia duradera que luego se refleja en la página escrita. Lo aprendido y lo percibido es lo contado. A los otros escenarios hay que trasladarse. Si habláramos de escenarios concéntricos en Vargas Llosa, el primero de esos escenarios es Lima, descrita en La ciudad y los perros, y luego en Conversación en la catedral. Cuando se empieza a hablar de novela urbana en América Latina, Lima es la urbe de Vargas Llosa, con una población que aún no supera el millón y medio de habitantes, y aún no deja de ser una ciudad provinciana, virreinal y todo, como puede apreciarse por el plano plegable que acompaña la primera edición de La ciudad y los perros. El siguiente de esos escenarios concéntricos sería el territorio del Perú, como tal, que empieza a estar presente en otra de sus obras fundamentales, La casa verde, un escenario muy geográfico, que se desplaza de ida y vuelta de la Amazonia a la costa norte del Pacífico, entre Santa María de Nieva e Iquitos, y Piura. La Amazonía, a la que regresará en Pantaleón y las visitadoras, y se volverá recurrente en sus novelas. Pero hay un tercer escenario, que está situado en el círculo exterior, donde las fronteras nacionales quedan atrás, y la experiencia narrativa se extiende hacia el ámbito que podemos llamar extranjero, por extraño. En La guerra del fin del mundo, en La fiesta del chivo, o en Tiempos recios, esos territorios son Brasil, República Dominicana, y Guatemala, países donde el novelista nunca ha vivido, y ha debido hacer una investigación de campo exhaustiva para documentar esas novelas: La guerra de los canudos, en el nordeste de Brasil a finales del siglo XIX; la dictadura sanguinaria del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, hasta su asesinato en 1961; y el derrocamiento de Jacobo Árbenz en 1954, urdido por hermanos Dulles bajo la administración Eisenhower; así se da paso al régimen militar del coronel Carlos Castillo Armas, asesinado en 1957 por mano del infaltable Trujillo. El siniestro ambiente que vive la República Dominicana bajo el trujillato, recreado por Vargas Llosa, puede hallarse también en una novela como Galíndez, de Manuel Vázquez Montalván, otra apropiación a distancia; o en La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Diaz, un dominicano nacido en Estados Unidos que escribe desde la distancia la diáspora, en inglés. Los tres periodos en referencia no son contemporáneos al novelista peruano; hay que rastrearlos en la historia, y exigen, por tanto, una aproximación más compleja, la investigación que haría un historiador, o un periodista. Son materiales que pueden dar claves al tema, pero no resuelven la dificultad mayor, que es la de entrar en la atmósfera local; un asunto que no es solamente de escenario, sino también de lenguaje, y de la sutileza de las percepciones. El poder de la narración, para convencer acerca de la veracidad de lo narrado, pasa a depender entonces de la facultad de penetración, que va más allá de la habilidad técnica para contar, y ordenar los materiales. Este don de ubicuidad literaria hace que el novelista puede situarse dentro de lo ajeno, no como quien va de visita, sino como quien se queda a vivir, o ha vivido siempre allí. Porque ha podido convertir la imaginación en herramienta de apropiación, y es capaz de volver verdadero lo ficticio.