domingo, 26 de julio de 2020

El espía en tu bolsillo, por Carissa Véliz

Tu móvil es un espía y un chivato. Ese intruso en tu bolsillo sabe más sobre ti que tú mismo. Y le va contando a otros todo lo que ve y escucha. El espionaje a los políticos catalanes nos recuerda lo vulnerables que son estos artefactos en los que confiamos nuestros datos más íntimos. Tu móvil sabe dónde vives, con quién duermes, si duermes bien o mal, a qué hora te despiertas, si has roto las reglas del confinamiento, quién es tu familia, quiénes son tus amigos lejanos y cercanos, quién es tu médico, y puede inferir miles de datos más a partir de sus muchos sensores.../... Cuidado con las apps que usas. Usa solo las necesarias, trata de verificar que sean confiables a través de una búsqueda en Internet, borra las que no usas, y no le des a ninguna app ningún acceso (a tu cámara, micrófono, localización o contactos) que no sea imprescindible. Para mandar mensajes, usa una app que utilice encriptación de extremo a extremo (end-to-end encryption). La app de mensajería más segura probablemente sea Signal. Puedes escoger que tus mensajes desaparezcan después de ser leídos. Así te proteges, no sólo de amenazas externas, sino también de la persona a quien le mandas el mensaje. Usa un e-mail seguro, por ejemplo, ProtonMail. Cuidado con conectarte a un wifi gratis. Tus datos personales quedarán expuestos al propietario de la red y a otros usuarios conectados al mismo wifi. Si es necesario conectarte a una red insegura, usa una VPN, pero asegúrate de que sea confiable, porque recibirá tus datos.

martes, 14 de julio de 2020

Y repintar sus blasones..., por José Álvarez Junco

Para qué sirven las estatuas, los monumentos, las lápidas? ¿Por qué dedican las sociedades, o más bien sus gobernantes, tanto dinero a erigirlos, tanto tiempo y saliva a inaugurarlos y a celebrar actos públicos ante ellos? La respuesta no es difícil, en principio: porque los hechos o personajes a los que se refieren esas piedras o bronces encarnan valores que creemos vertebran o cimentan nuestra comunidad. El primer y fundamental error, por tanto, es considerar a esos monumentos testimonios o vestigios del pasado. En ese caso, un historiador tendría algo o mucho que decir sobre ellos. Pero no es así, porque, más que con el pasado, se relacionan con el presente y la orientación que deseamos dar al futuro. LEER

martes, 7 de julio de 2020

Un periodo de recesión democrática, por Joaquín Estefanía

Existe la percepción creciente de que la democracia se encuentra en retroceso en la mayor parte del mundo, o porque hay países que la van debilitando en cuanto al incumplimiento de sus reglas del juego (los guardarraíles de la democracia), o porque hay otros que le hacen perder calidad por las nefastas decisiones de sus políticos, en el Gobierno o en la oposición. El politólogo de la Universidad de Stanford Larry Diamond, experto en estos asuntos, afirma que nos hemos internado “en un periodo de recesión democrática”. ¿Está la democracia en peligro? Esta es una pregunta que creímos que jamás volveríamos a hacer. Y sin embargo, crece la preocupación por los niveles de polarización sin precedentes que se utilizan en el mundo de la política, y que se desparraman al conjunto de las sociedades. ¿Se está ante el declive y desmoronamiento de la idea de la democracia tal como la hemos conocido? Los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su ya clásico Cómo mueren las democracias (Ariel) recuerdan que antes solíamos creer que las democracias fallecen a causa de la actuación de hombres armados, pero que también pueden morir a manos de políticos elegidos, que la subvierten. Se fragiliza el concepto de tolerancia mutua, que alude a la idea de que siempre que nuestros adversarios acaten las reglas constitucionales, aceptamos que tienen el mismo derecho a existir, competir por el poder y gobernar que nosotros; se puede estar en desacuerdo con ellos, e incluso sentir un profundo desprecio por ellos, pero se los acepta como contrincantes legítimos. Algunos vierten lágrimas las noches electorales si vencen los del bando político opuesto, pero no consideran su victoria la llegada del apocalipsis. “La tolerancia mutua”, dicen Levitsky y Ziblatt, “es la disposición colectiva de los políticos a acordar no estar de acuerdo”. El contexto de brutal crisis no ayuda a revolver estos problemas sino que los multiplica. Desde hace una docena de años, con distintos picos de sierra, el capitalismo está viviendo dos crisis mayores: la Gran Recesión y la relacionada con la pandemia del coronavirus. En cada una de las cumbres de esas crisis ha habido una cara de las dificultades que ha sido la dominante, pero sin que se resolviesen los demás problemas; antes, crisis hipotecaria, financiera, de materias primas, de la economía real (paro), de estancamiento secular… Ahora, crisis sanitaria, económica, social… Todas conducen a una crisis política. Son trances recurrentes, acumulativos, no sucesivos. Además, el capitalismo vive una nueva etapa; ya no es el capitalismo industrial, financiero o corporativo de antaño (aunque contiene muchas de las características de cada uno de ellos); ahora se trata de lo que se denomina “capitalismo de vigilancia”. En los días aciagos de la Segunda Guerra Mundial se pidió al escritor E. B. White una definición sencilla de democracia: “Es el ‘no’ en ‘no empujar’ (…) es la sospecha recurrente de que más de la mitad de la población tiene razón más de la mitad del tiempo. Es la sensación de privacidad”. La anulación de esa sensación de privacidad es la principal baza de ese capitalismo de vigilancia. La profesora de Harvard Shoshana Zuboff, que es la que ha puesto en circulación el concepto de “capitalismo de vigilancia” (en otoño aparecerá su libro en castellano), muestra que en este nuevo capitalismo, donde las experiencias de las personas (los datos) son reclamadas de modo unilateral por empresas privadas y convertidas en plusvalías, socava la democracia desde arriba y desde abajo: desde arriba, porque opera a través de asimetrías de conocimiento y poder sin precedentes, aumentando la desigualdad social en vez de reducirla; desde abajo, porque sus imperativos apuntan a la autonomía humana, la soberanía individual y la voluntad, capacidades sin las cuales la democracia es inimaginable. Zuboff remata su reflexión de forma terminante: el capitalismo de vigilancia intensifica los medios para modificar comportamientos y desmantela, por tanto, el sueño digital original “que imaginó Internet como una fuerza liberadora y democratizadora”. Más a más.

Démoslo por bueno, por Enric González

La monarquía española, instaurada por el generalísimo Francisco Franco, ha prestado grandes servicios al país. Fue el motor de la transición de la dictadura a la democracia, actuó decisivamente en la crítica noche del 23 de febrero de 1981 y logró ganarse un considerable respaldo popular. Hay quien dice que el discurso de Felipe VI contra el separatismo catalán, el 3 de octubre de 2017, fue tan significativo como el que había pronunciado su padre, Juan Carlos I, durante el secuestro de los diputados. Hay quien valora la estabilidad en la Jefatura del Estado. Hay quien, como Felipe González, prefiere “una monarquía republicana como la que tenemos a una republiqueta”. A falta de que alguien explique en qué consiste el celebrado oxímoron de la “monarquía republicana”, demos por buenos los servicios, la estabilidad y la protección frente al riesgo de la “republiqueta”, sea lo que sea eso. España ha visto auténticos prodigios durante estas décadas de monarquía parlamentaria. La mayoría de los partidos políticos se han financiado ilegalmente, representantes del Estado han cometido delitos de terrorismo, un director de la Guardia Civil se fugó con la pasta, un presidente autonómico declaró la independencia de Cataluña… Era casi lógico que un rey comprometido con su pueblo participara del espíritu nacional y se embolsara unas presuntas comisiones saudíes con las que presuntamente pagó una fortuna a una presunta antigua amante. Todo quedará en presunción porque el rey, en activo o en condición de emérito, disfruta de inviolabilidad e impunidad. Quizá las comisiones y la generosidad de quienes pagaban los festejos de Juan Carlos I beneficiaran en algún momento a su hijo, Felipe VI. Cosas presuntas. Demos por buena la coherencia. En un país desordenado, resultaría un poco absurdo que todas las instituciones sufrieran máculas menos una. Las piezas del entramado institucional han de marchar al mismo paso. ¿Se imaginan que un presidente de la República hubiera cometido los presuntos delitos de Juan Carlos I? Habríamos caído sin duda en la condición de “republiqueta”. Los medios de comunicación habrían titulado en caracteres gigantescos. El malestar social sería insufrible. Por suerte, disfrutamos de una monarquía. Se informa del asunto con discreción y prudencia. Impera la calma en la nación. Demos por bueno el sosiego. Por imperativo de la naturaleza y de la transmisión hereditaria, los reyes tienen familia. Es inevitable. Los familiares de los reyes a veces cometen delitos y van a la cárcel. A veces son jaraneros sin oficio pero con beneficio. A veces simpatizan con la ultraderecha: normal en quienes han crecido en un ambiente de inflamado nacionalismo, tradiciones rancias y privilegios abundantes. No hay de qué extrañarse. Fijémonos en la familia real británica: uno es sospechoso de pedofilia y corrupción, otro se larga del país… Evitemos las histerias, por favor. Son gajes de la institución. Demos por bueno el hecho de que las cosas son como son. Cabe señalar como posible inconveniente un pequeño detalle ideológico. Por los factores antes señalados (nacionalismo, tradiciones, privilegios y, para qué negarlo, dinero en abundancia), lo más probable es que un rey tienda al conservadurismo. Es decir, lo más probable es que los sucesivos jefes del Estado español sean siempre y eternamente de derechas. Ese inconveniente acaba siendo una ventaja. ¿Qué pasaría si hubiera un jefe del Estado izquierdista? Si con un gobierno más o menos progre como el de ahora (soslayemos su relativa ineficacia) hay tanta gente alterada y tanta prensa al borde del ataque de nervios, mejor nos quedamos con la monarquía, ¿no? Un último rasgo positivo de la institución monárquica española: por más importantes que resulten sus problemas y deficiencias, parece que nunca son muy importantes. La discusión sobre la organización del Estado nunca es prioritaria. Nunca es momento de abordarla. Aunque en palacio pase de todo, y estos últimos años ha pasado de todo, no pasa nada. Démoslo por bueno.